XXIX
Aún estaba insultándose por no haberse dado cuenta antes, pero aquella posibilidad era tan inverosímil que nunca se la hubiera planteado. Aquel olor había estado destrozando su cabeza desde la otra noche. Aquel olor, que era la clave para descubrir quién estaba detrás de aquellas fechorías.
Había salido a toda prisa de la casa, sin aguardar a Poncio, ni a Gaia para contarles su descubrimiento. Sólo había una persona capaz de haber realizado los dos intentos de asesinato: el de Gaia hacía ya muchos años, y ahora el de Poncio… pero los motivos que se escondía tras aquello, Plinio estaba muy lejos de entenderlos. Lo que tenía claro es que le había llegado la hora de pagar por sus actos, y él se encargaría de saldar aquella deuda.
No tardó en llegar a la casa de Laureo.
Un sirviente joven —siempre gustaba a Laureo que fueran casi niños— le abrió la puerta y le dijo con voz aguda que iría a anunciarle a su señor, y que aguardase allí, en el interior de la casa, su llegada. Plinio no se desembarazó de la capa, aunque el chico se la pidió repetidas veces como era su cometido: no iba a dejar ver la lanza corta que llevaba debajo de ella. Aquella arma era una de sus favoritas; sabía usarla desde tiempos inmemoriales, y le había acompañado durante años, incluidos sus días en la legión al servicio del general Augusto.
Laureo no tardó en aparecer, y cuando lo hizo su rostro no denotó sorpresa al verle, todo lo contrario, aun cuando el amigo de Gaia no solía ir a su casa: a Plinio, Laureo nunca le había gustado. Odiaba sus constantes mofas y hasta aquella tarde no había entendido por qué aquel empeño inicial en que Gaia prescindiera de sus servicios. «No te hace ninguna falta», repetía… Ahora todo encajaba.
—¿Cómo estás, Plinio? —saludó Laureo. Intuía el motivo de la visita. Él mismo sabía que era cuestión de tiempo que se produjera, que antes o después, Plinio o la misma Gaia se darían cuenta de su relación con el veneno.
—Con más años que la primera vez que nos vimos, si se puede decir que nos vimos… Estábamos a cierta distancia y a oscuras, ¿recuerdas? —respondió dejando claro que estaba ya al tanto de toda la trama.
—¿Crees que lo sabes todo? —preguntó el otro con una sonrisa burlona dibujada en su cara—. ¡No sabes nada, mercenario! —lo insultó, aunque no movió la ira de su adversario. Al fin y al cabo, era lo que había sido casi toda su vida.
—Sé lo que necesito saber, y es suficiente para venir a tomar venganza.
—¡Venganza…! —Laureo lanzó una risotada, como haría un actor de teatro, uno de aquellas obras que tanto le gustaban—. ¿Conociste a tu padre, Plinio? Yo sí conocí al mío, pero jamás pude abrazarle ni llamarle «padre»… ¡Jamás! —gritaba—. Aun teniéndole tan cerca… siempre estaba muy lejos. Mientras, día tras día, sólo ella se llevaba su atención. Él sabía quién era yo. Mi madre hizo todo lo posible por acercarme a él, por eso siempre estaba en su casa. Nunca me ocultó quién era mi padre, mi verdadero padre, que no era el esposo de mi madre.
Plinio, atento a cada palabra que salía de los labios de Laureo, asistía atónito a aquella confesión. Una confesión que no parecía forzada… era casi como si en el fondo aquel hombre llevase toda una vida tratando de sofocar el fuego de aquellas frases que le ardían en la garganta, y que al fin dejaba ir, como quien admite que la vía de agua es demasiado grande y ya no llega la fuerza a los brazos para achicarla.
—Sí, Plinio. El gran Poncio Augusto, el gran senador, el gran general… era mi padre. Mi madre era una mujer muy hermosa y su marido sólo se había casado con ella por conveniencia. A él le gustaban más los hombres… como a mí… Curioso, ¿verdad?… Sin llevar una gota de su sangre —continuó Laureo, levantando el velo que se cernía sobre su pasado.
—¿De ahí viene el odio a Gaia? Pero ella nunca te ha hecho nada malo, siempre te ha querido como a un hermano.
—¿Cómo un hermano? —Laureo dio dos pasos hacia Plinio, elevó la voz—. No me hagas reír. Yo creía que era su hermano, y mayor que ella, ¡pero ni siquiera es hija del general! ¡Yo soy el único heredero de Poncio Augusto! ¡Es a mí a quien corresponde el lugar en el Senado! —«Y si yo no puedo estar en él, nadie lo ocupará mientras yo viva…», calló Laureo.
—Estás loco, Laureo. Gaia no tiene la culpa de los actos de su padre, ni siquiera sabía nada. ¿Cómo puedes culparla? —preguntó Plinio.
El otro tardó unos segundos en contestar aquello:
—No la culpo… Aunque la odio por ocupar mi lugar. A ella y a su hijo.
Plinio adelantó su posición unos pasos, mientras Laureo le miraba. Parecía tranquilo.
—Supongo que ha llegado mi hora. —No era pregunta. Afirmaba.
—Puedes estar seguro de ello. —Ambos conocían el final que tendría aquella conversación.
—¿Puedes decirme antes cómo me has descubierto? —preguntó Laureo, intrigado por aquello.
—El olor.
—El olor…
—Ese veneno deja un olor impregnado en las ropas y en la piel. La primera vez que lo usaste contra Gaia, hace años, lo pasé por alto, aunque resultara curioso que días después aún siguiera flotando en el ambiente. Evidente: tus manos y tus cabellos lo dejaban cada vez que ibas a visitar a Gaia, pero no llegué a esa conclusión hasta hace un rato. El olor no desaparecía de mi nariz y ya hacía días que debía haberse ido. Tenía que haber un nexo de unión. Claro que no se iba, porque aún estaba en el ambiente: los residuos de tus manos hacían que un leve eco a ese hedor se mantuviera, y hoy, cuando me han dicho que habías estado en el foro con Gaia, lo he visto todo muy claro. Tú eres ese nexo.
—Excelente reflexión para un simple sicario… El maldito olor no se va ni arrancándote la piel, y créeme que lo he intentado —asintió Laureo, mientras se miraba las manos—. ¿Gaia sabe algo? —preguntó, preocupándose de repente por ella.
—¿Tanta es la ambición que tapa el aprecio que le tienes? —preguntó Plinio, sin obtener ninguna respuesta.
—Mejor sería que esto quedara entre tú y yo, si no tienes inconveniente —propuso Laureo, y Plinio asintió: no iba a darle aquel golpe tan duro a su señora. Llamó al joven que había abierto la puerta a Plinio, y éste entró raudo. Cuando volvió a hablar lo hizo dirigiéndose a aquel joven—: Quiero que os marchéis todos hoy, no quiero a nadie en la casa esta noche.
—Pero, señor, los quehaceres… —indicó el otro.
—¡No quiero a nadie en la casa y ésa es mi palabra!, ¿entendido? Cuando este hombre se marche espero una visita y deseo recibirla solo —gritó.
—Sí, señor… así será.
Laureo quedó pensativo por un momento. No había motivo para demorar los acontecimientos, y tampoco Plinio querría quedarse haciéndole compañía hasta que los esclavos se marcharan.
—Mejor marchaos ya, podéis volver mañana —ordenó—. Supongo que tienes prisa, ¿verdad, Plinio? —preguntó aun sabiendo la respuesta de antemano.
—Así es.
—Como gustéis, mi señor —asintió el esclavo.
Los sirvientes de Laureo partieron al minuto. La orden de su señor era tajante, y ninguno se paró a discutirla, aquello hubiera sido una temeridad. No tardaron mucho en quedarse solos en la casa.
—No esperas a nadie, ¿no es así?
—A nadie. Supongo que serás la última visita que tendré en mi vida.
Plinio se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Y bien? ¿Cómo piensas matarme? —preguntó Laureo, mientras observaba cómo Plinio sacaba de debajo de su capa una lanza corta, semejante a las que usaban los luchadores en la arena del circo—. Vaya… moriré como los gladiadores… —apreció Laureo, sin apartar la vista del arma.
—Para eso hace falta valor, y tú jamás lo has tenido —repuso Plinio, mientras sopesaba la lanza y con toda su fuerza la arrojaba certeramente.
La lanza atravesó a Laureo de parte a parte. Su garganta intentaba decir algo pero le era imposible, poco a poco se arrodilló, sin dejar de mirar a Plinio, y tras aferrar ambas manos al mango de la lanza que le sobresalía por el pecho, se ladeó hacia el costado y se desplomó al suelo sin vida.
Plinio permaneció un momento mirando el cuerpo inerte de Laureo. Nadie salvo él mismo había presenciado su muerte. De un fuerte tirón, sacó la lanza corta del cuerpo del patricio y limpió la sangre en la túnica de éste, mientras un río de sangre iba tornando rojo el atrium.
¿Cómo podría contarle todo lo acontecido a Gaia? Aún tenía una salida, el único esclavo que le había visto era aquel joven que no le conocía de nada y al que difícilmente volvería ver. Sin perder tiempo, buscó papiro y cálamo en una de las habitaciones contiguas al atrium y escribió haciéndose pasar por uno de los muchos jóvenes efebos que acostumbraban a rondar a Laureo:
Permíteme verte una vez más antes de mi partida, en recuerdo de lo que hubo un día entre los dos. Pese a la dureza de tus últimas palabras, aún confío en que te replantees la posibilidad de un futuro a mi lado.
Luego dejó la nota y el cálamo sobre la mesa de trabajo de Laureo. Aquellas líneas le exculparían de cualquier sospecha. De regreso al atrium, miró una vez más al amigo de Gaia y, sin ningún atisbo de arrepentimiento, salió de aquella casa.