XVII
Una sombra caminaba embozada al resguardo de la noche. Iba evitando la luz de las teas encendidas, ocupando las lagunas negras que se abrían entre una y otra, lo bastante profundas para que una persona pasase desapercibida. Las ropas oscuras hacían el resto. Todo resultó más sencillo al salir de la zona central de la ciudad, donde ya no había iluminación más allá de la claridad que salía de las propias casas.
El ruido de metales al golpear el suelo adoquinado llamó su atención: una de las guardias rutinarias venía en su dirección y la silueta distorsionada por las telas negras se movió con sigilo en busca de un rincón donde esconderse. La zona del Esquilino era un arrabal de la ciudad; los asesinatos y las reyertas estaban a la orden del día y por ese motivo los soldados patrullaban aquella parte de la urbe. Agazapada en una de las esquinas, la sombra aguardó a que pasaran los soldados. Ninguno reparó en su presencia. Luego salió de su escondrijo y volvió a perderse entre las calles como un ser mitológico capaz de desplazarse sin dejar rastro, sintiéndose cómodo en la oscuridad, huyendo de la luz.
No tenía dudas del rumbo que debía tomar en cada encrucijada; conocía la casa, no era la primera vez que iba. Una puerta con una trampilla incrustada en su parte superior le esperaba al final de un callejón sin salida. Llamó con convicción y el ventanuco se abrió emitiendo un haz de luz que inundó el estrecho pasillo urbano.
—Vengo a recoger el encargo de la otra noche —dijo la sombra oscura, sin más preámbulos.
—Entrad y os lo daré —respondió otra voz desde el interior.
—No es necesario, creo que es mejor para nuestra seguridad que no sepamos quiénes somos. —La sombra ni siquiera asomó su rostro del resguardo de tela de la capucha que cubría su cabeza.
—Esta bolsa contiene semillas de ricinos y amigdalina, machacados hasta obtener el polvo. Es muy venenoso, tanto si se ingiere como si se respira. Procurad que el lugar en que se vierta no esté ventilado, o el humo no tendría ningún efecto —explicó la voz de la puerta, mientras por el portillo aparecía una mano con una bolsa pequeña.
—Aquí está lo convenido —respondió la sombra, depositando en la mano otra bolsa repleta de monedas de oro.
—Confío en que quedéis satisfecho de mi labor.
—Eso espero.
—¿Se puede saber quién es la víctima? —preguntó la voz desde el interior, pero ya no obtuvo ninguna respuesta. Alzó la vista para observar el callejón, pero allí no había nadie.