I

Roma, capital del Imperio,

anno domini CIV

Gaia casi no recordaba nada de la eterna noche anterior. Sus ojos comenzaron a hacerse a la luz que entraba desde el balcón de su casa, en la vía Tusculana. El pelo rubio, desbaratado, caía sobre sus voluptuosos senos hasta casi alcanzar su firme vientre. Sus piernas no eran excesivamente largas, pero sí firmes y esbeltas. Su cuerpo, digno de esculpirse en mármol —o eso era al menos lo que siempre le habían dicho—; a su entender, si aquello pasaba algún día, tampoco notarían la diferencia siendo su piel tan blanca como era: aquello causaba furor entre los hombres de la alta sociedad romana, aunque a ella no le gustaba mucho. Lo que más le gustaba en su fisonomía eran sus ojos verdes: aquel rasgo poco común entre los romanos hacía de la mirada de Gaia la más misteriosa y enigmática de toda Roma.

Todavía tumbada, giró el rostro hacia su derecha: a su lado yacía, aún profundamente dormido, Caio Octavio, uno de los más famosos gladiadores de Roma. En aquella época no era extraño que las mujeres de alto rango invitaran a su cama a gladiadores musculosos e incansables, que ofrecían sus servicios sexuales por el favor de aquéllas. No era un tema baladí: cuando tras años de supervivencia en la arena del circo máximo un gladiador podía obtener la espada de madera —virtud por la cual se convertía en ciudadano libre, dejando atrás penurias y esclavitud—, el proteger a estas damas era un buen modo de ganarse la vida.

Caio no era su nombre real, sino el que le habían puesto al llegar a la escuela de gladiadores de Pericles el griego. Era de origen dacio, y por lo que Gaia sabía, ya había nacido esclavo. Lo que no tenía claro, jamás se lo había preguntado, era cómo había llegado a convertirse en gladiador.

En una ocasión le había visto luchar en la arena. Aquel día, Caio había derrotado a otros dos gladiadores: al primero le había clavado la espada en el estómago dejando al descubierto las tripas; al segundo le había cortado el cuello, tras esquivar un ataque de tridente y red. Gaia no encontró distracción alguna en ver a unos hombres matarse entre ellos, y desde entonces no había vuelto al Coliseo; prefería otras distracciones más cultas y refinadas.

El cuerpo desnudo de Caio invitaba a no levantarse y despertarlo, volver a revivir a la luz de la mañana la noche placentera en la que se habían enfrascado, donde el final no parecía llegar y el éxtasis continuo, que los sumió en un profundo sueño, la había dejado prácticamente amnésica. Los músculos marcados del gladiador iban haciéndose más nítidos a su vista, cada vez más acostumbrada a la luz diurna, y casi sin darse cuenta comenzó a excitarse al recordar cómo aquel hombre desataba su fuerza contra su cuerpo.

De no ser por Caio, no habría pegado ojo en casi toda la noche dándole vueltas a la negativa del Senado: el día anterior éste se había negado a abolir la norma por la cual una mujer no tenía derecho a formar parte del mismo, como había esgrimido el senador Cornelio. Odiaba a aquel individuo, con su cohorte de seguidores y aplaudidores, que no dudaron en vitorear la intervención de su líder ante la cámara. Le resultaba inconcebible. El senador había decorado su intervención con palabras hirientes: «Aun para una mujer de su elevada posición, ¡la entrada de una fémina en el Senado es un disparate! Jamás se ha producido tal hecho en la historia del ilustre Senado romano, y la muerte de su padre, sin descendencia masculina, no es motivo para permitir tal trasgresión de la ley». Aquéllas habían sido las palabras literales de Cornelio. No sabía si las movía la sorna o una reflexión real: «No se puede admitir a esa mujer en el Senado sin romper una norma ancestral que se remonta casi a los tiempos de Rómulo y Remo», había concluido su intervención Cornelio, levantando risas en el foro con su exageración digna de su origen itálico, en el sur de la Hispania.

Odiaba a aquel viejo senador, rechoncho y bajito, a quien la multitud de arrugas que surcaba su rostro le hacía parecer aún mayor de lo que era. Una jugarreta de su imaginación hizo que Gaia transformara la escultural figura de Caio en la de Cornelio, y le arrancó una mueca de asco. Por suerte, fue sólo un instante. No dejaría aquel tema así, repetía una y otra vez su subconsciente, se vengaría de aquel individuo. Ya había conseguido algunos apoyos en el banquete de la noche anterior en casa de su mejor amigo. Laureo vivía cerca del templo de Juno Moneta, al lado de donde se acuñaban los sestercios, y siempre bromeaban con que de ahí procedía su afición a la riqueza: para su amigo, ésta nunca era suficiente, siempre quería más. Laureo comerciaba con todo lo que pudiera reportarle beneficios, su padre era un rico patricio y a la muerte de éste, él había continuado con su desempeño, llegando incluso a elevar las riquezas de su familia.

Gaia y Laureo se habían criado juntos, y aunque discrepaban en ciertos temas de gobierno del Imperio, sus líneas generales en materia de política confluían en gran parte… igual que ocurría en gustos sexuales: ambos disfrutaban en grado sumo de las visitas nocturnas de los gladiadores. Laureo nunca se había fijado en ninguna mujer. De aspecto rechoncho, cara redonda y cabeza despoblada, más parecía un hombre de avanzada edad que un joven casadero. «El día que un apuesto pretoriano me lo pida, me casaré», había confesado en más de una ocasión a su querida Gaia.

El bullicio de la calle originaba un ruido constante que, sin ser demasiado alto, llegaba a molestar. Caio Octavio comenzó a moverse a su lado, aunque no terminaba de despertar. Mientras estuviera en su casa, el capataz de los gladiadores no preguntaría por su paradero, ni daría la alarma de fuga de un esclavo. El gladiador estaba hecho a dormir en jergones de paja, no tenía costumbre de yacer en telas finas y camas mullidas, por eso aprovechaba cada uno de sus requerimientos para descansar plácidamente hasta el último instante, una vez cumplido con su cometido.

¿Cómo podría deshacerse de Cornelio?, se preguntaba Gaia mientras se acercaba al balcón para observar Roma. ¿Sería suficiente con dejar encallado a aquel vejestorio? Tenía seguidores jóvenes como ella, ¿podrían ocupar su sitio y arrastrar la opinión del Senado igual que lo hacía Cornelio? Un mar de dudas asaltaba su cabeza. Como cuando gustaba andar bajo la lluvia y miles de gotas de agua aterrizaban sobre su cara empapándola sin remedio, tampoco aquellas dudas dejaban de repiquetear sin solución alguna en su mente. Por fin sus ojos se aclimataron por completo a la luz radiante del sol y fijaron su atención en el gran anfiteatro Flavio, un enorme edificio ovalado, culmen de la arquitectura romana y ejemplo para generaciones venideras, como se había dicho el día en que el emperador Tito inauguró el recinto. ¿Cuántos favores y tratos se orquestaban en aquel magno recinto? Era muy reciente, sólo habían transcurrido veintitrés años desde que se terminó su construcción, y ya había albergado miles de eventos. Y aunque la lucha de gladiadores no era una de sus diversiones favoritas, las representaciones de batallas antiguas y las peleas de animales no le desagradaban.

Próxima a su casa, la Curia Iulia, aquel edificio de planta rectangular y de aspecto tosco, en contraposición a los impresionantes edificios romanos, era la sede del Senado donde Cornelio la había desairado el día anterior. De nuevo Cornelio, ¿cómo no era capaz de quitarse a aquel hombre de su cabeza? Siempre había sido igual: testaruda y obcecada como era, desde niña, cuando quería algo, no paraba hasta conseguirlo, sin pedir nada, ganándoselo o elucubrando para, de una forma u otra, tener éxito en lo que se proponía; ahora se había propuesto entrar en el Senado por derecho propio, como hija de Poncio Augusto que era, y estaba dispuesta a luchar por ello.

Su padre le había enseñado desde pequeña que una contienda se dirime en muchas batallas. No basta con ganar un enfrentamiento, tienes que ganar el último y para ello has de vencer en el cómputo general, no vale con salir victorioso en uno de ellos y después perder el resto: en tal caso tu victoria sería efímera. El razonamiento militar que había escuchado miles de veces en boca de su padre era perfectamente aplicable a la vida cotidiana, más aún en aquella Roma movida por las influencias y las guerras internas por el poder: el día anterior sólo había perdido una batalla, no la guerra.

Un gemido la hizo volverse, Caio se había despertado y estiraba su cuerpo, realzando más aún su musculatura. Cornelio abandonó su mente al instante, y un fuego interior tomó el control de todo su cuerpo. La noche había terminado, pero el día apenas despuntaba.