XX

Poncio visitaba aquel lugar a las afueras de Roma con regularidad desde su llegada a la capital del Imperio, allí se sentía reconfortado. Se trataba del santuario donde descansaban las cenizas de sus antepasados, incluido su abuelo el senador Augusto, y sentía una presencia especial que no podía describir, como si su abuelo, al que no conoció, le aleccionara para no errar el camino. Siempre gustaba de ir solo: no quería ningún tipo de distracción, y aunque la persona que lo acompañase se mantuviera en silencio, el simple hecho de saberla allí ya le distraía.

Aquel espacio en la necrópolis de la vía Appia pertenecía a su familia desde tiempos inmemoriales. Gracias a los permanentes cuidados de un esclavo, el habitáculo se mantenía lleno de flores de muchos colores y multitud de jarrones repartidos por todos sitios, con plantas que enfrentaban su verde más relajante con los colores vivos de las flores, resaltando contra el fondo rosáceo del mármol traído desde la región de Transpadania, próxima a los Alpes.

La necrópolis de la vía Appia era enorme. Cada una de las grandes familias romanas tenía allí un apartado para sus muertos: algunos incinerados y cuyas cenizas reposaban en pequeñas ánforas; otros enterrados, para lo que usaban ánforas de tamaño mucho mayor. Las cenizas de su abuelo reposaban sobre una pequeña columna. Junto a ella, un triclinium convenientemente situado para mantener conversaciones con los que allí moraban.

Aquel día tenía un problema muy importante que no dejaba de rondarle en la cabeza: Paulina. Había yacido con aquella mujer en la bacanal organizada por el emperador, aunque realmente no era él y de hecho casi no recordaba nada de aquella noche, sólo que despertó en su casa con una tormenta en la cabeza que le provocaba dolores punzantes y que tardó casi todo un día en remitir. La realidad era que había participado de forma activa en aquel frenesí sin control, y ahora no dejaba de dar vueltas al asunto, se sentía culpable y no sabía cómo enmendar su error. La primera de sus decisiones personales había sido no volver a asistir a una de aquellas fiestas —estaba claro que el vino le afectaba sobremanera—; la segunda, que no volvería a estar con otra mujer que no fuera Paulina.

Plateo irrumpió de pronto. Entró en el habitáculo a toda prisa y al llegar a su altura, sin articular palabra, le tendió un papiro abierto por el lugar donde había sido lacrado. Su amigo tenía instrucciones de abrir cualquier legajo que llegara a su casa; era de su total confianza. El sello imperial había sido separado del documento con sumo cuidado, Poncio desenrolló el pergamino y comenzó a leerlo. Al poco, abrió mucho los ojos y Plateo contempló con una sonrisa en la boca cómo el joven releía varias veces el contenido del legajo, sin creerse lo que allí se informaba:

—¡Plateo, esto sí es una noticia! —exclamó al fin. Su grito resonó en aquel recinto como si de una gruta se tratara—. ¡Mi madre ha sido indultada!

—También yo he tenido que leerlo varias veces para creerlo —respondió su amigo.

—Volvamos a casa —ordenó Poncio, que ya se dirigía a la salida a toda velocidad seguido de cerca por Plateo—. Hemos de enviar una misiva a Narbo lo más rápido posible.