II

Aquel día la expectación era máxima en la Curia: un joven senador tomaba posesión del cargo poco tiempo después del fallecimiento de su padre, uno de los más renombrados miembros de aquel foro, aun cuando llevase años sin poder ocupar su asiento después de que una enfermedad le postrase en cama, sin dejarle siquiera la capacidad del habla.

Marco Alfio, se llamaba. Hijo del senador Cornelio:

—Algunos de vosotros, los más jóvenes, sólo conocíais a mi padre de oídas. Otros lo tuvisteis por compañero aquí en la Curia. Confío estar a la altura que a él le hubiera gustado, y más ahora, cuando tenemos tantos problemas que resolver en todos los ámbitos concernientes al gobierno del Imperio. El Senado está perdiendo poder en beneficio de tecnócratas a los que otros poderes han ubicado en puestos importantes de manera interesada. —Los dardos envenenados tenían un objetivo claro: el ausente de la sesión, el emperador Adriano—. Quizás en Hispania se vean las cosas de otra forma, y los años pasados en Roma no sirvan de nada, pero aquí hoy tenemos otro modo de entender las cosas —dijo despertando risas entre los asistentes.

El hecho de apelar al origen del césar había sido una cuestión espinosa ya con Trajano, pero se veía ahora recrudecida por el gobierno de Adriano, natural de la misma provincia romana que su antecesor. El hijo de Cornelio fijó la vista en su auditorio antes de alzar el tono:

—Hemos de hablar con una única voz: de esa forma seremos más fuertes. No podemos enfrentarnos entre nosotros si no deseamos ser débiles. Hace años algunos vivisteis la persecución a que se vieron sometidos algunos senadores, los cazaron como animales. ¡Aquello ocurrió porque no estábamos unidos! ¡Eso jamás volverá a ocurrir! —exclamó encendiendo el ambiente desde la palestra, mientras el griterío comenzaba a hacerse insoportable.

La sensación de éxito era casi incontenible, y aunque sus brazos intentaban aplacar el entusiasmo generado con movimientos tranquilizadores, en su interior algo le decía que debía saborear aquel momento. Su momento. Aquel para el que su madre lo había preparado.

Lupidia asistía orgullosa al discurso de su hijo, degustando el culmen de una ambición que llevaba mucho tiempo esperando: Marco se estaba erigiendo en un líder, y eso era justo lo que el Senado estaba esperando desde hacía mucho tiempo. Necesitaban un cabecilla y ella lo había preparado durante años; ahora se lo entregaba, para que fuera la punta de lanza de una lucha encaminada a recuperar el poder perdido a manos de los secuaces del emperador.

Cornelio había muerto hacía algo más de cinco años, entre gran sufrimiento, mientras su viuda lloraba desconsolada a la vista de los romanos y los más allegados al senador. El sufrir de su marido no tenía como único responsable sus dolencias: gran parte de aquella agonía llegaba de los labios de Lupidia, que no perdía ocasión de recordarle a su esposo quién era el padre de su hijo, aquel al que veía crecer, el mismo que tenía un parecido físico extraordinario con ella, y del que nunca nadie sospechó nada. Cornelio murió sin poder desvelar el gran secreto, sin acusar de hasta dónde había llegado la traición de Lupidia, retorciéndose de dolor físico y destrozado mentalmente.

—Algunos podéis decir que soy muy joven, otros quizá no estéis de acuerdo con que seamos uno solo —dijo Marco mirando a todos los senadores; comenzaba a atacar a los posibles detractores: algunos senadores eran partidarios de la discusión, de la excesiva dialéctica, pero a Marco Alfio aquello le parecía un atraso—. Yo tiendo la mano para que todos aquellos que tengan ese pensamiento apoyen a la gran mayoría: saldemos nuestras cuitas, seamos prácticos, expulsemos de la cámara las rencillas pasadas —dijo al tiempo que fijaba la vista en algunos senadores muy vinculados al también fallecido senador Lúculo. Aquél se habría mostrado muy reacio a su discurso, y sus seguidores debían de seguir pensando como aquel viejo senil—. Unamos nuestras fuerzas, luchemos contra el enemigo que tenemos en el Imperio. Juntos.

El cierre de su discurso levantó a los senadores de sus asientos: batían palmas y gritaban consignas en su favor. Aquél era el primer paso para un joven de dieciocho años con una ambición heredada.

Debía de haber estrechado infinidad de manos: algunas fraternales, otras hipócritas, pero así era la política; su madre se lo había enseñado. La sonrisa siempre en el rostro, después tendría tiempo para conspirar lo que fuera menester. Ella permanecía allí sentada en un apartado, observando todos y cada uno de sus movimientos, analizando cada una de sus palabras. En casa reprobaría algunas de sus actitudes, y alabaría otras. Así era su madre: estricta desde que era un niño, guiando cada uno de sus pasos. Si había llegado hasta allí era en gran parte por su culpa, aunque no era cuestión de engañarse: ser hijo de quien era le garantizaba el puesto, que no el apoyo del resto de los senadores.

Nunca había hablado con su padre. Marco siempre lo había conocido enfermo, postrado en cama, sin articular palabra ni demostrar orgullo o repulsa ante cualquiera de sus acciones. La vista perdida en el techo de la habitación, mirando hacia ninguna parte, era todo cuanto recordaría siempre de su padre. Algunas veces, sin que su madre lo supiera, entraba y le contaba cosas al oído, pero jamás recibió respuesta distinta a los sonidos guturales que Cornelio dejaba escapar entre dientes. Ahora la muerte de aquel hombre le abría las puertas de lo que su madre había soñado durante años. Él sólo se había dejado llevar. Pertenecer al Senado era muy importante, pero su ambición iba mucho más allá, soñaba con cotas mayores. ¿Por qué no podía ser césar?