V
El frescor de la noche en la campiña daba tregua al calor de sus cuerpos desnudos, sudorosos, exhaustos por el esfuerzo realizado. La oscuridad nocturna hacía difícil ver algo un par de pasos más allá: la luna nueva reinaba en la noche. Ellos conocían el paraje, no era la primera vez que lo visitaban.
Poncio recobró parte de su vitalidad e inclinó el rostro para mirarla; ella aún no había recobrado el aliento por completo y su pecho se agitaba al ritmo de la respiración acelerada, aunque mucho más tranquila que momentos antes, cuando su cuerpo bailaba sobre el de él aquella danza de placer sin final que los llevaba al borde de la locura. Era la expresión máxima de un amor cuyo origen ya no recordaban, perdido en el tiempo.
Paulina era hija de dos sirvientes de la villa, libertos ambos, que con su trabajo y su lealtad se habían ganado el derecho a ser libres. Los libertos vivían en las edificaciones próximas a la villa, donde también habitaban los esclavos. La condición de Paulina de hija de antiguos esclavos jamás había sido un obstáculo para que el amor naciera entre ellos. Su larga cabellera oscura casi tapaba su rostro, fino, como esculpido por el mejor de los artistas del Imperio; en sus ojos negros podría perderse una legión entera y los contornos de su cuerpo podían confundirse con las sinuosas curvas del camino a Narbo… Estaba totalmente enamorado de ella.
Los dos jóvenes se conocían desde pequeños. Gaia ponía mucho énfasis en que el tutor de su hijo diera también lecciones a los hijos de sus sirvientes y esclavos, y fue así como Poncio conoció a Paulina; junto con Plateo, pronto formaron un trío de amigos inseparables, hasta el día en que su amistad desembocó en una relación más estrecha. Todo fluyó sin forzarlo y la totalidad de los habitantes de la villa estaba al tanto de sus sentimientos. También Plinio, aunque nunca se lo había revelado a su madre: la confianza en su amigo era total, y no tenía las reticencias en ciertos temas que podía tener con su madre. «Y aun así lo sabe», se dijo. La insinuación que le había hecho ese mismo día confirmaba sus sospechas: seguro que Gaia se había enterado. Conocía bien a su madre, jamás se opondría a su relación con Paulina, pero él nunca se había arriesgado a mencionar nada con respecto a sus sentimientos para con la muchacha.
Un suspiro profundo le sacó de sus pensamientos. Paulina acercó su cuerpo al de él y agarrándolo por detrás trató de abarcar con su abrazo todo el torso del joven. Al sentirlo, una sonrisa cómplice nació de la boca de Poncio. Le encantaba que los brazos de Paulina no pudieran recorrerle por completo, y ella, sabiendo que aquello le gustaba, aún hacía más esfuerzos por conseguirlo. Sin embargo, su atención no estaba allí: aquella noche una sombra cubría sus pensamientos.
—Me gustaría que vinieras a Roma conmigo —dijo Poncio, con la mirada perdida en las estrellas—. No soportaré estar lejos de ti… Te echaré de menos.
—Sabes que no puedo… al menos de momento —respondió Paulina mientras observaba el perfil de Poncio. Y era cierto: no era una esclava, pero uno y otro tampoco tenían los mismos privilegios.
—Cuando esté asentado en Roma solicitaré a mi madre que te envie… No está bien agraviar a un senador, ¿no crees? —Poncio esbozó una leve sonrisa triunfal, pero ella negó con la cabeza.
—Estás loco… Tu madre no es tonta, sabrá por qué me reclamas.
—¿Crees que mi madre no sabe que no somos simples amigos? —preguntó mientras miraba a Paulina y ampliaba aún más su sonrisa.
—No digas eso, no podré esconder mi rubor la próxima vez que le sirva la comida. —Y sus mejillas se tiñeron de rojo sólo con imaginar aquella escena tan cotidiana para ella. Hasta ahora había intentado obviar quién era la mujer a la que servía, pero si tuviese la certeza de que ella sabía…
—Eres muy inteligente. Seguro que sabes sobrellevar la situación. Además, algún día mi madre tendrá que enterarse oficialmente, ¿no?
—No quiero pensar en ese momento, me da mucho miedo: tu madre es una buena mujer, pero no sé cómo reaccionará cuando sepa que su hijo está enamorado de una hija de libertos —reflexionó Paulina, mientras en su rostro se dibujaba el terror ante la posible negativa de Gaia a su relación y la posibilidad de perder a Poncio. Poncio negó con la cabeza, le restaba importancia.
—Si no se ha opuesto ya, no creo que lo haga en el futuro. Mi madre sabe algo, estoy seguro… si es que no lo sabe todo.
Y ella al fin cedió.
—Espero que tengas razón, me moriría sin ti. No sé cómo soportaré el no tenerte cerca.
—Esperemos que no sea por mucho tiempo… Haré cuanto pueda para que así sea, lo juro por mis antepasados —dijo Poncio, al tiempo que apartaba la mirada de ella y volvía a perderla en el cielo.
Su madre debía de conocer su relación con Paulina desde hacía mucho tiempo, y aunque sus palabras intentaban tranquilizar a la chica, la preocupación por un posible rechazo de su madre estaba siempre presente. ¿Y si Gaia pensaba que la chica sólo era un pasatiempo y por eso nunca había dicho nada? A veces lo había pensado, pero para él nunca lo había sido: estaba realmente enamorado de ella. Aunque su madre… ¿sabría ella qué era el amor? Nunca se le había visto con ningún hombre, y no eran pocos —e importantes— los hombres de la región que durante años habían intentado abordarla, pero ella siempre se había negado. Conocía los rumores que hablaban de que un vecino de una villa próxima la visitó durante algún tiempo, pero jamás nadie pudo dar prueba de aquel hecho y Poncio no daba credibilidad a aquel cuento casi mitológico.
Desde niño, Plinio siempre le había dicho que el amor que su madre sentía no estaba representado en este mundo, sino en el de las estrellas. Allí arriba había un guerrero luchando, rodeado de enemigos, abatiendo a todos cuantos se le enfrentaban; un guerrero digno del mismo Marte, tan valiente y osado que el dios de la guerra quiso tenerle a su lado y por ese motivo se lo llevó consigo para formar parte de su ejército invencible. La historia que relataba Plinio, repetida hasta la saciedad por su amigo, siempre le había fascinado. Quizá por aquel motivo se ensimismaba casi sin advertirlo observando el cielo salpicado de estrellas. Quizá por eso… o quizá porque esperaba ver a aquel guerrero, aquel que según su madre era su padre.
—Todo saldrá bien, ya lo verás. Te lo prometo —dijo Poncio, mientras se ponía de costado y unía su cuerpo contra el de Paulina. Ella sonreía, trataba de despejar su mente de temores infundados.
—Confío en ti…
El alba los sorprendió enredados, besándose… No era la primera vez que les ocurría, pero aquella noche era especial porque no sabían cuándo volverían a verse. Una de las respuestas a esa pregunta era «nunca», pero ninguno de los dos quería pronunciar aquella palabra.