III
Después de tantas historias de la gran urbe, estaba excitado ante su inminente viaje a Roma. Plinio le había contado cómo los gladiadores luchaban en la arena hasta perder la vida mientras el pueblo vitoreaba a los vencedores, en busca de una gloria que incluso los emperadores envidiaban, y no veía el día en que él mismo admirara aquellas luchas; quería estar en primera fila. Su maestro siempre se reía ante su entusiasmo. «Para ello antes deberías ser senador», le decía una y otra vez a sabiendas de los planes que Gaia tenía para su hijo. «Lo seré sin ninguna duda», le respondía el joven, y aquel extremo no era cuestión dudosa para Plinio: ese chico era tan tozudo como su madre, conseguiría cualquier cosa que se propusiera.
Acababa de bañarse en el río; un buen remojón después del ejercicio siempre era de agradecer. Secaba su cuerpo con un trozo de tela áspero y las gotas de agua reflejaban la intensa luz del sol, cuando por el camino que venía desde la villa vio llegar corriendo a Plateo, un esclavo de su misma edad al cual consideraba amigo: se habían criado juntos y nunca lo había tenido siquiera como un sirviente. Era hijo de unos esclavos dacios que habían acompañado a su madre cuando ésta dejó Roma hacía ya más de veinte años. Como hijo de esclavos, Plateo asumió aquella condición nada más nacer, y aunque aún lo fuera legalmente, tanto para él como para su madre eran de total confianza.
—¡Poncio! —llamó Plateo antes incluso de llegar a su altura—. ¡Tu madre quiere que vayas enseguida, tiene que hablar algo importante contigo! —Plateo soltó al pie de la letra el mensaje que le habían ordenado transmitir. Al ver su urgencia, Poncio dejó escapar una sonrisa.
—Tranquilo, amigo, ahora mismo iré. No pretenderás que vaya sin vestir, ¿no?
Su madre esperaba reclinada en el triclinium, y le recibió con una sonrisa complacida: aquel niño se había convertido en todo un hombre. Había llegado el momento de contarle toda la verdad sobre sus raíces: conocía parte de ella puesto que Gaia nunca le había mentido, siempre le había dicho que su padre había muerto en la guerra contra los nabateos… sin embargo jamás le había desvelado el nombre de su padre, y tampoco Poncio le había preguntado nunca por qué motivos fue enviado a la guerra, ni a causa de quién. Había llegado la hora de que lo supiese: pronto se encontraría en Roma con los mismos enemigos a los que ella se había enfrentado.
Laureo y Lúculo la habían mantenido informada durante todo este tiempo de los movimientos de Lupidia y su hijo Marco: aquella mujer había tenido la osadía de ponerle el nombre de su amante, y aun así proclamaba a los cuatro vientos la paternidad del senador Cornelio. Ahora, como Poncio, aquel joven había alcanzado la madurez y estaba preparado para ser senador: su hijo se enfrentaría en más de una ocasión a Marco. Gaia había pensado mucho en el hijo de Lupidia, ¿su nombre era osadía o realmente era hijo de Marco? En Roma se rumoreaba que el senador era demasiado mayor para engendrar y que Marco Alfio sólo tenía de Cornelio su apellido, pero ningún parecido físico. Laureo, versado en los dimes y diretes de la gran urbe, no tenía la menor duda: aquel chico era hijo de Marco, y en ese caso el enfrentamiento sería fraticida, dos hermanos frente a frente en una lucha añeja. Gaia había tomado una decisión con respecto a dicha circunstancia: tener aquella duda no le reportaría ningún beneficio, así que esa información prefirió reservársela.
—Madre, ¿me has hecho llamar? —saludó Poncio.
—¿Habrías venido a verme si no fuese el caso? —Gaia sonreía, su aparente queja sólo era un juego entre ambos—: Andas tan ocupado en el entrenamiento con armas y en perseguir jóvenes esclavas… o sirvientas —atacó con una sonrisa triunfadora. Bien sabía ella lo que ocurría en su propia casa.
—Las esclavas suelen dejarse perseguir, y las armas no están tan afiladas como tu lengua, madre… ¿Por qué me has hecho llamar? —preguntó dándose por vencido. Era cierto que ocultaba un secreto, aunque ya no podía estar seguro de que para su madre continuase siéndolo.
—Ven, demos un paseo por el jardín: quiero contarte algunas cosas que te serán de mucha utilidad en Roma —comenzó a hablar Gaia, mientras se incorporaba del triclinium y salía al jardín acompañada de Poncio—. Tendrás que estar atento a todos los ataques que de seguro soportarás… —Tomó aire—. Tu padre murió en la guerra contra los nabateos, eso siempre lo has sabido.
—Sí, madre. Pero ¿a qué viene ahora esto?
—Tu padre fue jefe de pretorianos del emperador Trajano. Los entresijos de Roma y sus intereses le llevaron a la guerra… Nadie está a salvo de las conspiraciones que se traman en Roma, y mucho menos el hijo de Gaia Augusta y Marco Arrio —comenzó a relatar Gaia, ante la atenta mirada de Poncio.
—Nunca me lo habías dicho, madre, ¿por qué ahora, si yo nunca te lo he preguntado?
—Porque tienes que saberlo todo para que nada te coja desprevenido —respondió ella, haciendo énfasis en aquel extremo. Aleccionó—: El saber es poder, Poncio, eso tienes que tenerlo siempre presente. Aquel que conoce la debilidad del adversario tiene mucho ganado en cualquier confrontación, sea del tipo que sea. Tendrás enemigos poderosos en Roma, también amigos. Cuídate mucho de Lupidia y de su hijo Marco… Hace más de veinte años, esa mujer ya era pérfida, dudo que los años hayan templado su carácter: a buen seguro será más astuta, y por tanto más peligrosa.
Gaia puso al día a Poncio de cuanto pasó entonces entre ambas, mientras éste asentía, sin decir una palabra.
—Del hijo del senador Cornelio no sé mucho, sólo que si no ha sido nombrado ya senador en el lugar de su padre, pronto lo será… Y si su madre le ha enseñado a su manera, será un enemigo igual de temible —dijo casi para sí.
Caminaban por los senderos que se abrían entre flores y arbustos de todo tipo, aunque ninguno de los dos hacía demasiado caso al paisaje: las explicaciones de Gaia atrapaban por completo la atención de Poncio, ávido de una información que le fuera útil para su estancia en Roma. Su rostro denotaba preocupación, pero a la vez excitación: estaba deseando enfrentarse con aquellos que habían hundido a su madre.
—En Roma, no estarás solo: Laureo estará a tu lado, y Plinio y Plateo irán contigo, aunque ninguno de ellos en calidad de esclavos —añadió Gaia, para asombro de su hijo. Plinio nunca había sido su esclavo, pero su amigo…—. Plateo será libre el mismo día que salga contigo para Roma. Si él quiere, claro —añadió ella con una sonrisa, dejando en el aire una posible negativa de Plateo.
—¡Dirá que sí, qué va a decir! —gritó Poncio y abrió tanto los ojos que a punto estuvieron de salirse de sus cuencas. Ella sonrió: sabía que a su hijo le agradaría aquella decisión—. ¡Gracias, madre! —exclamó Poncio antes de salir corriendo en busca de su amigo para darle la noticia.
Quizás aún era demasiado joven, pensó Gaia, al verle salir corriendo en busca de Plateo. Si bien es cierto que esa vitalidad le haría buena falta: en Roma le aguardaban muchos problemas y enemigos por doquier, y ella estaría lejos para ayudarle. Todo cuanto podía hacer era rodearle de personas de confianza; al menos ella estaría más tranquila…