Epílogo

La Curia estaba engalanada. Aquél era un día muy especial: la primera mujer que iba a ocupar uno de los lugares del hemiciclo tomaba posesión de su cargo. El emperador Adriano asistía de forma extraordinaria a tal evento, tras sucumbir a la tentación de escuchar el discurso de la madre de Poncio. ¿Seguiría la línea de su hijo? Esperaba que sí, de lo contrario, los días de enfrentamientos con el Senado volverían y aquello sería un problema más para el césar… Sin embargo, aquella mujer le transmitía buenas sensaciones, seguro que no le defraudaría. «Es tozuda, pero de gran corazón y entregada a Roma», le había dicho Poncio Augusto el día que fue al palacio del Palatino a despedirse. Una gran pérdida para el emperador, sin duda, aunque escondió su decepción y se limitó a desearle larga vida y prosperidad más allá de las fronteras de la capital del Imperio.

—Senadores, he esperado este momento durante años, y en no pocos de ellos sin esperanza alguna de que mis ojos llegaran a verlo, pero me equivoqué y aquí estoy —comenzó su alocución Gaia ante el silencio de la cámara, todos los ojos fijos en aquella mujer que hablaba desde la palestra—. Sé que muchos de vosotros no aprobáis mi presencia en esta sala. Intentaré por todos los medios demostraros que estáis equivocados: respetabais a mi hijo, espero que hagáis lo mismo conmigo.

»Creo en un Senado unido, sin fisuras, con una sola voz. Si estamos dispersos en nuestras ideas no tendremos fuerza ninguna para representar al pueblo de Roma, que está por encima de todos nosotros. Ella perdurará en el tiempo. Seguirá aquí mucho después de que todos los que aquí estamos nos hayamos ido… Y por ese motivo debemos conservarla y mejorarla para las generaciones venideras: ése debe ser nuestro desempeño y no el lucrarnos nosotros mismos. Roma debe ser nuestra única obsesión, y para ello necesitaremos la ayuda del emperador —dijo Gaia, mirando hacia donde se encontraba Adriano mientras éste asentía complacido por aquel comentario—. ¡Roma es nuestra madre! Por ella vivimos y por ella morimos, y a muchos de los aquí presentes esta máxima se les ha olvidado.

Miró en derredor y guardó silencio durante unos segundos. Pensó en su padre, el único al que había conocido. En su hijo Poncio, en la fuerza de su tesón y en el honor que guiaba sus pasos. Recordó a Cornelio, a Lupidia, a su hijo Marco. Recordó a Laureo, a quien su loca cabeza había condenado, y a quien siempre extrañaría como a un hermano; también a Lúculo y a Plinio, y el apoyo infatigable de ambos… Recordó a Marco Arrio, el único hombre al que de verdad había amado. El que creía en Roma. El que siempre creyó en ella.

—Me llamo Gaia Augusta, y soy hija de Poncio Augusto, senador de Roma —dijo en pie en el centro de la palestra—. Y estoy aquí para que nada de eso quede en el olvido.

Tronaban los aplausos y ella cerró los ojos un momento y esbozó una sonrisa que apenas rozó sus labios: lo había conseguido, una mujer estaba en aquel preciso instante en el centro de poder del Imperio romano.