VII
El camino hasta Roma había sido como el sobrenombre de la ciudad: eterno. Se diría que las colinas que circundaban la capital del Imperio no iban a aparecer nunca ante sus ojos. Quizá por la espera, quizá por la suntuosidad de la propia urbe, cuando Poncio entró en Roma quedó obnubilado ante la majestuosidad de las construcciones y la ingente cantidad de personas que allí vivía. La boca de Plateo se había ido abriendo, despacio, y sus ojos permanecían abiertos como platos en su rostro. Los dos jóvenes, acostumbrados a vivir en la villa rodeados por campos, jardines y sembrados, no salían de su asombro al ver ante sí un frondoso bosque de casas y monumentos en honor al césar que se elevaban hasta casi rozar el cielo.
Plinio sonreía junto a los dos muchachos: sabía que se rendirían ante la majestuosidad de Roma. Durante el viaje le habían asaltado con miles de preguntas a las que en ningún caso había contestado. No quería que se hicieran la más mínima idea de cómo era la ciudad, no les robaría aquel momento; disfrutaría lo mismo viéndoles reaccionar tal y como reaccionó él al contemplar la gran Roma por vez primera.
—No creí que fuera tan grande. Mi madre siempre ha dicho que era la más grande del mundo, y no se equivocaba un ápice —afirmó Poncio, mientras sus manos se agarraban con fuerza a los asideros del carro, que iba frenando al coger la cuesta abajo de la colina Quirinale, para luego entrar en la ciudad con un lento rodar.
—¡Mirad eso! —exclamó Plateo, cuando una enorme estructura destacó por encima de todos los edificios ante sus miradas perplejas.
—¡El Coliseo! Ahí es donde los gladiadores más famosos del Imperio luchan, matan y mueren, para divertimento del pueblo —explicó Plinio, con un tono de voz que dejaba claro su desacuerdo: como legionario, pensaba que la muerte debía llegar en el campo de batalla. Quien quisiera morir que fuese a la legión; si el pueblo era quien quería ver sangre, sólo tenía que vivir una jornada en primera línea de combate… después de aquello no encontraría diversión en aquellas muertes gratuitas.
La cara de los dos jóvenes confirmó sus sospechas: no habían captado el sentido de sus palabras. Ambos estaban deseosos de contemplar aquellos baños de sangre en la arena del circo, así como las representaciones de lides de otrora, de las que tanto habían oído hablar. El campo de batalla y las guerras quedaban lejos en distancia y tiempo; ellos no tenían intención alguna de recorrer más camino que el que llevaban desde Narbo, y tampoco querían perder más tiempo.
—¿Cuándo vendremos a ver las luchas, Plinio? —preguntó Poncio, destilando impaciencia por ir al Coliseo.
—Vendremos, Poncio… Tenemos otros asuntos que resolver antes, como por ejemplo ver en qué condiciones está la casa de tu abuelo en Roma, presentarte ante el emperador, solicitar tu ingreso en el Senado como nieto de senador… —respondió Plinio, cortando el ímpetu de Marco de raíz.
—Podemos hacer todo eso y venir. De hecho, si no estoy equivocado, en el Coliseo, en el teatro, en el circo y demás recintos públicos es donde se hacen los principales contactos, ¿no es así? —preguntó, dejando sin argumentos a su amigo, a quien no le quedó más remedio que asentir.
El bullicio de las calles de Roma no había cambiado nada desde el día en que se marcharon Gaia y él. Todo seguía como hacía diecinueve años. En el foro, los comerciantes pregonaban sus mercancías, las gentes iban de un lado a otro y había pedigüeños por doquier, patricios ociosos de paseo por el comercio… Todo seguía justo como lo recordaba, y de no ser por la inmensa cantidad de surcos que recorrían su cara, habría jurado que no había pasado ni un día desde la partida.
Como un perro guardián que recuerda los sitios peligrosos aunque haya pasado mucho tiempo, Plinio puso todos sus sentidos alerta: no había olvidado los intentos de acabar con la vida de Gaia. Sabía que tanto el senador Cornelio como el emperador Trajano habían muerto, pero aún quedaban otros como Lupidia… Y si la persona que había atacado a Gaia seguía viva —caso de que no fuese ninguno de aquéllos—, también tendría entre sus objetivos a Poncio.
El pórtico de la casa de la familia de Gaia no había sufrido los estragos del tiempo: el mármol era de muy buena calidad y resistía impertérrito. Al entrar en la casa todo desprendía un olor a limpio, nada común en las moradas que permanecían mucho tiempo inhabitadas. Desde luego, los esclavos de Laureo se habían esmerado. Todo estaba reluciente, incluso las uniones de las teselas que formaban los mosaicos de la entrada de la casa relucían; no le hubiera gustado estar en la piel de aquellos que habían limpiado el lugar.
Cuando llegaron al atrium, el artífice de que todo estuviera perfecto los estaba esperando y Poncio, acompañado de Plateo, se acercó hasta él. Plinio, mientras, tras saludar desde lejos se perdió en la casa portando su equipaje. Los esclavos iban bajando del carro todo lo que habían traído desde la villa. El legionario se encargaría de que todo estuviese en su sitio para cuando Poncio lo necesitara. Además, aquello le mantendría ocupado mientras los otros se ponían al día: llevaban casi cinco años sin verse.
—Mi querido Poncio, ¡estás hecho un hombre! —lo halagó Laureo, radiante por tener allí al hijo de su amiga Gaia.
—Tío Laureo, qué alegría volver a verte —respondió Poncio envolviendo a Laureo en un fuerte abrazo.
—Espero que la casa sea de tu agrado. Está todo tal y como lo dejó tu madre. Desde que se marchó no he querido venir, me trae demasiados recuerdos —dijo soltando un suspiro que salía de lo más profundo de su ser. Su mirada recorría melancólica cada rincón del gran atrium, añorando los tiempos pasados que ya no volverían nunca—. Cuando tu abuelo vivía, pasaba más tiempo aquí que en mi propia casa. —Sacudió la cabeza y sonrió—: Bueno, dejemos los recuerdos en su sitio. ¿Qué tal está tu madre?
—Bien, tío. Un poco más gruñona cada día, pero bien.
—Los años pasan para todos. A mí cada vez me cuesta más hacer esfuerzos, y es tan duro dirigir a los sirvientes y atender los negocios… —Laureo acompañó sus palabras con un gesto de cansancio acumulado, mientras Poncio asentía con la cabeza. Él no encontraba agotadora aquellas actividades, pero no quería agraviar a su tío. En aquel instante, éste miraba con detenimiento al otro joven—: ¿Quién es tu joven y guapo acompañante? —preguntó.
—Es mi amigo Plateo. Mi madre le ha concedido la libertad, y él me ha acompañado en este viaje.
—Vaya, vaya. Un placer, Plateo. Espero que podamos departir alguna que otra vez —dijo con tono malicioso Laureo, que pese a la edad aún se sentía como un depredador ante un joven apuesto.
—Claro, señor —titubeó el otro, aún poco acostumbrado a su nueva condición de liberto. Poncio interrumpió sus miradas, impaciente por tomar decisiones.
—Tío, ¿quién ocupa ahora el sitio de mi abuelo en el Senado?
—Nadie —respondió Laureo—. Sin duda te está esperando… El difunto senador Lúculo luchó por conseguir que, aunque tu madre no fuera adoptada debidamente, su hijo fuese considerado descendiente de Poncio Augusto… y teniendo en cuenta las dificultades, por llamarlas de alguna manera, que ha tenido el emperador para probar su adopción por parte del emperador Trajano, el senador Lúculo tuvo éxito al final de sus días —explicó Laureo, resumiendo la lucha titánica a la que su amigo se había entregado.
El emperador Adriano había tenido que demostrar la adopción que sobre su persona había llevado a cabo el difunto emperador, y pese a haber quedado patente que ésta, en efecto, había sido realizada, las legiones afectas al nuevo emperador hispano habían resultado más convincentes que la propia documentación.
—Pediré audiencia al césar. Traigo una carta de mi madre dirigida al gran Adriano… Parece ser que se conocían —explicó Poncio.
—Lo veo muy acertado. Como sabes, los rumores vuelan y ya está enterado de tu llegada. Que el hijo de Gaia Augusta ha puesto pie en Roma es ya un secreto a voces, aun cuando no sea expresamente un secreto…
—¿Y quién es el responsable de que todo el mundo en la ciudad sepa de mi llegada? —dejó caer Poncio, mientras una sonrisa cómplice comenzaba a aparecer en su rostro.
—Bueno, estaréis cansados del viaje, me marcho —dijo Laureo al tiempo que enfilaba ya la salida, sin darse por aludido ante aquel comentario—. Descansad. Quedan días muy duros y necesitaréis fuerzas.