XXVI

El trayecto por la vía Appia no era muy recomendable a altas horas y, además, tampoco es que tuviese costumbre de salir por la noche en solitario. Gaia no pertenecía a ese mundo, en cualquier momento podían asaltarla, y aun sin estar indefensa —puesto que su padre la había instruido en el combate cuerpo a cuerpo—, pocas posibilidades de éxito tendría con los grupos de asaltantes que campaban a sus anchas por aquella zona de Roma, por mucho denuedo que ponían las cohortes urbanas en evitar los robos y los excesos de aquellos bárbaros. Aquélla era la noche que Marco había fijado para su encuentro: la segunda desde que recibiera la nota.

Plinio había insistido en acompañarla aunque fuera a una distancia prudencial, pero ella se había negado en redondo. Todo cuanto consiguió el antiguo legionario fue armarla con una daga, que, sin ser un arma muy resolutiva ante una eventual confrontación, le sería de más utilidad que las manos desnudas. Sólo él sabía de su excursión nocturna. No había contado nada a nadie, ni siquiera a Laureo: su amigo habría despotricado y, a diferencia de Plinio, jamás se hubiese avenido a razones; a sus razones. Podía estar equivocada, pero no admitiría consejos ni influencias de nadie. Por esas razones que nadie entendería estaba allí en ese instante, saliendo de Roma, asumiendo peligros, llevada por un sentimiento que su cabezonería había intentado enterrar hacía ya demasiado tiempo y que ahora había ganado la batalla.

¿Estaba enamorada? Aun así, se había repetido una y otra vez que aquel amor reverdecido no le impediría continuar luchando por lo que creía su derecho: si Marco no entendía aquello, volvería a rechazarlo… aunque algo en su interior le decía que no se opondría.

El problema que no dejaba de rondar su cabeza era cómo podría evitar la condena a muerte de su amado. El delito de deserción era muy grave, pero ya tendría tiempo de pensar en ello. Ahora lo único que deseaba era llegar hasta él.

La iluminación de las calles en los arrabales de la ciudad era nula y a aquellas horas ni siquiera la luz que emanaba de portillos y ventanas alumbraba lo más mínimo. Gaia no portaba ninguna tea para alumbrar el camino; no quería alertar a los posibles asaltantes que pudieran estar al acecho, sería ponérselo demasiado fácil. Andaba a oscuras y en silencio, quizá su vida dependiera de ello.

Una vez que dejó de ver la aglomeración de casas que era Roma, llegó a un punto donde casi todo lo que la rodeaba era vegetación. Debía de estar cerca, pero ¿dónde estaba la entrada? Su instinto le decía que no muy lejos, y cuando unas piedras a modo de arco llamaron su atención, apartó algunos matojos que obstaculizaban el acceso y el arco dio paso a un pequeño pórtico, de modo que observó a su alrededor para comprobar que nadie la vigilaba y entró.

Escaleras abajo, llegó hasta una especie de cruce de pasillos, desde el que a su vez partían otros de altas paredes a ambos lados. Habitáculos con cadáveres dentro, organizados en filas y columnas, ocupaban la totalidad de los muros hasta alcanzar el techo. Una tea encendida iluminaba aquel tubo de piedra y pudo apreciar que cada pasillo daba a unas estancias cerradas. No hacía falta ser un experto para deducir que estaba entrando en criptas, y que aquellos pasillos eran el laberinto que formaban las catacumbas. Debía estar muy atenta, cualquier descuido sería fatal y acabaría perdida y desorientada en aquel dédalo de piedra. Su instinto estuvo cerca de jugarle una mala pasada: a punto estaba de llamar a Marco cuando abortó aquella idea; si la oyese cualquier otra persona le resultaría difícil dar una explicación lógica de su presencia allí.

Al final de uno de los pasillos vio una escalera muy empinada que daba acceso a un nivel superior y sin pensárselo dos veces ascendió por ella sin mucha dificultad. Al llegar arriba, un salón de dimensiones considerables se abrió ante sus ojos con un altar como único morador: aquél debía de ser el escenario de las ceremonias funerarias, o las veneraciones al dios de los cristianos. Gaia admiró los arcos a dos alturas dispuestos en torno al salón; su disposición hacía que se sostuvieran unos a otros, obteniendo así una gran estabilidad en el conjunto de toda la estructura. Quedó embelesada ante la amplitud del recinto.

Tras andar unos pasos, un pasillo enorme se abrió ante sus ojos y al embocarlo tuvo una sensación extraña: recordaba cómo salir de allí, pero se sentía perdida delante de aquel enorme tubo de piedra. La luz de su antorcha se perdía sin llegar a alumbrar el final, y notó que un escalofrío recorría su columna de arriba abajo. Estaba aterrada, aquellos cadáveres acechándola en la penumbra no eran compañía agradable, desde luego… aunque por otro lado, se dijo, tampoco era peor que la que en ocasiones se veía obligada a soportar en más de un banquete: al menos aquéllos no hablaban.

Un ruido de pisadas procedente del final del pasillo llamó su atención, y ella aceleró el paso tras él. Luego, el ruido cesó de repente y Gaia se frenó en seco, sin saber qué hacer. Optó por llamar a Marco en voz baja, aunque no obtuvo respuesta; debía de estar más adentro. Llevaba tanto andado dentro de la catacumba que bien podría haber desandado todo el camino que había recorrido desde su casa.

—¡Marco! —Esta vez llamó un poco más fuerte, aunque la respuesta fue la misma: un eco lejano de su propia voz, reproducido una y mil veces contra los muros del recinto.

Una sombra cruzó a toda velocidad delante de la luz que irradiaba su tea y la sobresaltó. Quien fuera conocía el sitio y corría mucho.

—¡Marco! —gritó ahora Gaia mientras corría tras la sombra. La silueta aún le sacaba bastante terreno. ¿Quizá no la había oído? Tal vez pensara que eran pretorianos que habían descubierto su escondrijo. Sea como fuere, la cuestión es que no se detenía, y Gaia no se atrevía a gritar más fuerte. Se limitó a seguir sus pasos hasta que de pronto la sombra se detuvo y también ella cambió su carrera por un andar más pausado, vigilante. Mientras se aproximaba con sumo cuidado y aún sin ver nada, pudo escuchar la respiración entrecortada por el esfuerzo de la otra persona. Aquel recinto debía de tener poca ventilación: el aire estaba enrarecido y ambos respiraban con cierta dificultad.

Gaia estaba muy confusa, aquella respiración no era de un hombre: sonaba como más suave, mucho más tenue. Cuando la luz de la antorcha iluminó por completo el final del túnel, una niña la miraba fijamente abrazada a sus propias rodillas. Le llevó unos segundos superar la sorpresa.

—¿Por qué corrías? —le dijo entonces—. No me has respondido cuando he llamado a Marco. Podías habernos ahorrado la carrera a ambas. —La pequeña insistía en su silencio, y Gaia se arrodilló para estar más cerca de ella—. ¿Te escondes aquí? ¿Conoces a un soldado llamado Marco? —volvió a preguntar con el mismo resultado. Cuando bajó la vista a los brazos de la niña, vio que estaba temblando. ¿Tenía frío o era el miedo lo que le hacía temblar? También ella sintió el frío: debían de ser la piedra y la humedad. Cuando volvió a hablar, lo hizo convencida ya de que Marco no estaría esperándola tan adentro de la catacumba—: Ven conmigo. Vayamos afuera.

—No… —susurró ella—, afuera no podemos ir.

Un ruido de pasos volvió a sobresaltar a Gaia, y volvió a toda velocidad la mirada hacia el principio del túnel, hacia el salón de donde procedía aquel sonido.