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El acceso a las termas se hacía a través de una escalinata de mármol, y Poncio nunca había visto unas termas tan grandes. Plinio se lo había dicho siempre: «Las termas de Roma son las más espectaculares de todo el Imperio», y él siempre había creído que su amigo exageraba al hablar así de los baños públicos… pero ahora, anonadado ante la magnitud del edificio, sabía que no exageraba un ápice. Desde que el ingeniero Cayo Sergio Orata descubrió la manera de distribuir el aire caliente, las termas habían experimentado un gran auge en todo el Imperio, y aquellas termas monumentales, comenzadas con el emperador Domiciano e inauguradas en tiempos del emperador Trajano, daban fe de ello: estaban atestadas de gente.
Plinio divisó a lo lejos a Laureo. Se habían citado allí y el buen amigo de Gaia no se retrasaba si lo que estaba en juego era ver hombres semidesnudos; eso hubiera sido deshonrar a Afrodita. Laureo se acercó raudo, mientras ellos se desvestían, dejando sólo una fina tela que recubría sus partes púdicas, como el resto de los hombres que allí estaban. En tal escenario, su tío comenzó a presentarle a personas que, según él, eran de vital importancia para los intereses de Poncio. «El apoyo en Roma nunca está de más», repetía Laureo tras cada presentación.
La zona fría de las termas los recibió con un golpe fresco que todos agradecieron. En la calle hacía un calor casi infernal, y en los vestuarios la aglomeración de gente incrementaba esa sensación de calor de manera notable. Plinio se separó de ellos: a él los baños no le atraían mucho, sin embargo la gran palestra para ejercicios físicos venía a ser una atracción difícilmente resistible para un soldado. Laureo y él continuaron el circuito de baños, saludando a todos los que su tío le iba poniendo delante.
Las salas abovedadas con sus ricos revestimientos, los pavimentos y columnas con bellos capiteles, tenían asombrado a Poncio. Aquel edificio, igual que todos los que había visto desde que llegara a Roma, era majestuoso. Quien lo diseñó pretendía sin duda significar el poder de la capital con respecto a otras ciudades del Imperio, y a fe que lo había conseguido.
Se sumergieron en la gran piscina de inmediato, y la relajación inundó su cuerpo. A su alrededor, los hombres departían por todos lados, tanto en la piscina como en las salas de relajación que ocupaban gran parte del recinto. Cuando una de éstas quedó desocupada, Poncio hizo un ademán a Laureo para que fueran a tumbarse allí, pero su tío le animó a que fuera solo: a él aún le apetecía estar en el agua un rato más. Abstraído de toda la vorágine que le había envuelto desde su llegada a Roma, y sin querer pensar en lo que se le avecinaba, un pensamiento se instaló en la mente de Poncio mientras sus músculos se destensaban tumbado en aquella sala: aquél era un placer que daban los dioses a los hombres, de aquello no había duda. Pronto tendría que presentarse ante el césar, y tomar posesión de su cargo en el Senado. Su tío Lúculo lo había dejado todo dispuesto, era hora de que todas las expectativas puestas en él comenzaran a hacerse realidad.
Su mente vagaba por tales diquisiciones cuando un hombre a quien no conocía entró en el reservado y le saludó tras ocupar uno de los triclinium que había a su lado.
—Creo que no hemos sido presentados —dijo mirándolo de arriba abajo sin ningún tipo de disimulo. Poncio calculó que ambos tendrían la misma edad, y se dijo que él sí parecía conocerle—. Me llamo Marco Alfio, senador romano. Mi difunto padre era el senador Cornelio Alfio… es posible que de él sí hayas oído hablar —se presentó, sabiendo que si bien su nombre no le diría nada a Poncio, quizás el otro sí lo hiciera, como en efecto ocurrió.
—Mi nombre es Poncio Augusto, nieto del senador Poncio Augusto —se limitó a señalar. Marco Alfio asintió; lo sabía.
—Se dice que tomarás posesión de tu asiento en la Curia. ¿Qué opinas de los cambios que ha ido realizando el emperador en los distintos puestos administrativos? Estarás al día de ellos, ¿no? —preguntó Alfio, claramente interesado en saber por dónde se iba a mover aquel futuro senador y, de paso, tratando de evidenciar su falta de conocimiento de la guerra en la que se iba a ver envuelto.
—Estoy al tanto de esos cambios… y no estoy en desacuerdo con ellos —respondió Poncio para su sorpresa—. Creo que los puestos importantes han de ocuparlos personas capacitadas, y no aristócratas acomodados que sólo buscan el beneficio propio y el de sus amigos.
En un instante, en los ojos de Marco prendió una ira creciente: no iba a tolerar que aquel recién llegado hiciese peligrar su destino.
—Quizá con tu opinión te granjees muchas enemistades —le previno, y Poncio se dijo que aquello era toda una declaración de intenciones—: Recuerda que Adriano asesinó sin juicio previo a senadores, y que por ese motivo la gran mayoría del Senado está en su contra y en esa forma de ver el problema de los cargos públicos. Con esas ideas no tendrás un futuro muy prometedor en Roma… Y tampoco te auguro que ese futuro sea largo.
—¿Es eso una amenaza? —preguntó Poncio, al que le había quedado claro el mensaje desde un principio. El hijo de Lupidia se levantaba ya del triclinium, camino de las piscinas.
—Tómalo como quieras —respondió sin volver la espalda.
Sólo una última frase de Poncio le hizo detener el paso:
—Recuerdos a tu madre… de Gaia Augusta…
Marco sonrió quedo y miró a Poncio de soslayo, mientras rememoraba todo cuanto su madre le había contado sobre aquella mujer y los peligros que entrañaba para sus intereses. Sabía que estaba lejos pero creía, tal y como su madre opinaba, que sólo cuando Gaia dejara de existir, dejaría de ser una amenaza.
—Se los daré… Estará encantada de saber que sigue bien… —Volvió a sonreír Marco, conociendo hasta qué punto llegaba el odio que sentía su madre hacia Gaia Augusta y todo lo que tuviera que ver con ella. «Y tú no tengas prisa en conocerla… por tu propio bien», pensó antes de zambullirse en la piscina y desaparecer de su vista.
Aquél sólo había sido un primer enfrentamiento, pronto vendrían otros, Poncio no tenía la menor duda al respecto. Además, tenía la sensación de que no iba a enfrentarse sólo a Marco Alfio, sino que también su madre tendría mucho que decir en todo aquello. Ya la temía y aún no la conocía: su fama la precedía.
En lo que sí tenía razón Marco era en que el emperador había ajusticiado a senadores sin previo juicio, acusados de traición. Era vox populi que durante su ascenso al trono, Adriano había quitado de en medio, de una u otra forma, a rivales en la lucha por el control del Imperio, y a posibles obstáculos para sus fines de cambios, entre ellos a Lusio Quieto —gobernador de Judea y cónsul en tiempos de Trajano—, de quien se había dicho que era el gran rival de Adriano en la carrera por el título de césar.
Mientras Adriano se dedicaba a la organización administrativa de los territorios de Oriente y del Danubio y a sofocar la rebelión judía, fue Acilio Aciano, ex tutor del emperador, quien se situó al frente de Roma. Pronto se descubrió un complot para derrocar al ausente Adriano, y Lusio Quieto se hallaba entre los instigadores del complot, varios de ellos senadores. A Quieto se le condenó a muerte sin juicio previo, y era a aquello a lo que se refería Marco Alfio. Poncio estaba enterado de todo gracias a su tío el senador Lúculo, que había vivido en primera persona todo el proceso, y dejaba claro que no era verdad todo lo que se rumoreaba en torno al tema, como tampoco era todo mentira: lo cierto es que cada uno de los protagonistas tiraba de un lado de la cuerda sin que ésta se rompiera ni, por el momento, ninguno de los contendientes cediera lo más mínimo.
Él, que no había vivido aquello, creía firmemente en que los cambios emprendidos por el emperador dotaban de mayor eficacia el sistema administrativo del Imperio, y aquello no iba a cambiar aun cuando en breve fuese a encontrarse en el lado opuesto del césar en aquella lucha de fuerzas.