XVI
El Coliseo había sido engalanado para la ocasión. El emperador había invitado no sólo a los más importantes ciudadanos de Roma, sino también a altos cargos del ejército: quería agasajar a la representación de las tropas que partía hacia Oriente. Incluso a los simples soldados había querido satisfacer el gran Trajano: terneros asados y vino en abundancia en la cena de la soldadesca romana, aquella noche.
Guirnaldas de plantas adornaban cada uno de los niveles en los que estaba dividido el gran Coliseo; cada una de las galerías, así como la misma arena. La gran tarima de madera se hallaba repleta de gente, parecía que toda Roma había asistido a la fiesta. El emperador estaba situado en el mismo sitio desde el que presenciaba las luchas de gladiadores y demás espectáculos que albergaba aquel majestuoso edificio. Cientos de esclavos iban de un lado a otro, sirviendo vino y abasteciendo de comida a los invitados. Desde las entrañas del recinto partían grandes baldes planos con los que agasajar a cuantos gustaban deleitarse con aquellos manjares. Las lenguas de flamenco eran de lo más demandado, aunque nadie hacía ascos a la salazón de pescado que tanto gustaba a Trajano, traída expresamente del sur de Hispania.
Aquella fiesta debía de ser una de las más concurridas que jamás había visto Gaia, sólo cuando regresaban las legiones victoriosas había visto tal cantidad de personas importantes del Imperio juntas en un mismo espacio, y el Coliseo era la mejor elección para albergarlos a todos. Al lado del emperador se encontraba el embajador de un país de más allá del reino persa, que había venido de tan lejos con presentes para Trajano y miraba a un lado y a otro con cara de estupefacción.
Hacía ya varios días de la visita de Gaia al palacio del emperador, algo que su mente había borrado gracias a algún mecanismo de mera supervivencia. Trajano la había saludado al encontrársela en el Coliseo; parecía que también él estaba por la labor de olvidar su encuentro.
Gaia había dado con un hueco en la arena, cerca del saliente elevado donde se encontraba el emperador. Pensar que era allí donde los gladiadores se batían, donde luchaban hasta la extenuación o la muerte, hacía hervir su sangre y una excitación desconocida para ella recorría su cuerpo: Caio Octavio pisaba aquella arena sudoroso, batallando hasta casi no poder con la espada, y ella conocía el límite de la resistencia de aquel gladiador, que no era poca.
Laureo, Gaia y el senador Lúculo mantenían una amena conversación, mientras degustaban el vino traído desde el sur de la península Itálica. El senador era amigo de la familia desde hacía mucho tiempo; había sido amigo íntimo de su padre, aun teniendo Poncio Augusto bastantes años más. Él era una de las voces discordantes que se alzaron ante el discurso de Cornelio en contra de su admisión en la Curia, y bien sabía Gaia que contaba con su ayuda a la hora de recabar apoyos con los que tratar de desnivelar la balanza, pese a que hasta ahora se decantaba con mucho a favor de la corriente de Cornelio. Lúculo no solía estar de acuerdo con las posiciones políticas de aquél. «El Senado ha de servir al pueblo, no a los miembros que lo componen», afirmaba ante quien quisiera oírle, pero aquella opinión compartida por Gaia tenía pocos adeptos, y ese extremo estaba corrompiendo la política del Imperio, con la aquiescencia del emperador, que había cedido mucho poder de decisión en aquel foro.
Era indudable que Trajano sacaba ventaja de aquella situación. En los últimos tiempos, el césar había perdido bastante poder sobre la Curia y aun así sacaba una gran cantidad de proyectos adelante: los sobornos siempre eran una buena moneda de cambio.
—Hay rumores en la ciudad de que Trajano quiere hacer otra obra magna —dijo Gaia, observando al emperador, que departía con gestos más que palabras con el embajador extranjero.
—No lo dudes, amiga mía, no son sólo rumores. Algo se cuece y tengo la impresión de que nos enteraremos en la próxima reunión del Senado —respondió Lúculo, siguiendo con la suya la mirada de Gaia.
—¿No tenéis otro tema de conversación? —Laureo estaba cansado de la monotemática parlamentaria en la que discurría la noche—. ¿Podemos hablar de otra cosa?
—¿De hombres, por ejemplo? —preguntó Gaia con una sonrisa pícara en su rostro.
—Eres realmente insoportable —respondió él con desdén, entre las risas de sus dos acompañantes.
—Mi padre siempre decía que no mezclara jamás dos temas tan delicados como la política y los hombres —dijo Gaia, conteniendo de nuevo la risa a sabiendas de la reacción de Laureo.
—Siempre igual —se enojó él, que llevaba toda la vida escuchando aquella frase—. Conocí a tu padre cuando yo era un niño y nunca le escuché decir tal cosa.
—Es que lo decía cuando ya habías vuelto a tu casa —volvió a reír Gaia.
—Vale, ya está bien —intervino Lúculo, mediando como figura paterna en una pelea de críos. La música, que hasta entonces servía de acompañamiento tenue a las múltiples conversaciones que se desarrollaban, cesó de repente y todos los presentes callaron ante el tronar de las cuernas apostadas por varios lugares del circo. El emperador comenzó su alocución al borde del saliente donde se encontraba.
—¡Ciudadanos de Roma, pueblo de Roma! —empezó Trajano ante la atenta mirada de todos los presentes—. Hoy damos la despedida a nuestros valientes soldados, aquellos que llevarán la gloria de Roma hasta los confines del mundo. —El emperador detuvo su discurso un segundo, mientras observaba a Marco, situado cerca de él—. No tengo la menor duda de que en un corto espacio de tiempo recibiremos a estos valientes romanos tras resultar victoriosos ante las huestes del rey nabateo.
Inmerso en un silencio absoluto, recorrió con la mirada a su auditorio y sonrió, satisfecho. Nadie movía un músculo.
—¡¡Salve, legionarios romanos!! —gritó el césar.
—¡¡Salve, Roma!! —respondió el Coliseo.
—¡¡Que continúe la fiesta!!
Trajano hizo un ademán a Marco Arrio para que se acercara hasta donde estaba junto a su mujer. Al poco, tras responder al saludo formal del centurión y obedeciendo un gesto del césar, Pompeia Plotina dejó solos a los dos hombres.
—¿Ansioso por partir, Marco? —preguntó el emperador a sabiendas de que la respuesta sería una evasiva en toda regla.
—Impaciente por servir a mi emperador y a Roma —respondió con suma diplomacia Marco.
—A veces los gobernantes tenemos que tomar decisiones que no nos satisfacen… —comenzó a reflexionar en voz alta Trajano—. En ocasiones los objetivos conllevan actos desagradables, pero justificables si el fin que se persigue es de suma importancia.
—Entiendo. Sólo espero que en este caso el fin merezca la pena —respondió Marco, que había comprendido a la perfección el mensaje que le trasladaba Trajano.
—El fin siempre es Roma. Nuestro imperio justifica cualquier decisión, por incomprensible que parezca —contestó el césar con una mirada resignada, pero a la vez llena de convicción.
—Al menos me gustaría saber qué objetivo satisface el uso de Marco Arrio.
—Los pensamientos del emperador sólo conciernen al emperador… pero lo que sí podría hacer es decirte quién propuso tu nombre para tu nuevo destino. —Trajano guardaba en la manga un regalo de despedida para su antiguo jefe de pretorianos.
—Sería una gran deferencia para conmigo, siempre estaría agradecido a mi emperador —respondió Marco, impaciente por saber aquel extremo.
—A Roma, Marco. Siempre tienes que estar en deuda con Roma. —Se volvió y llamó a su ayudante—: ¡Flavio!
—¿Sí, emperador? —Flavio llegó presto a la llamada de Trajano.
—Busca y haz venir al senador Cornelio. El emperador quiere que despida a uno de los tribunos, que a buen seguro destacará en esta campaña.
—Ahora mismo, mi señor.
Flavio encontró a Cornelio departiendo con otros senadores. Un gesto de extrañeza se dibujó en su cara, cuando el ayudante del emperador le trasladó los deseos de Trajano, y se acentuó cuando al alzar la mirada hacia el palco del emperador vio junto a él a Marco Arrio. Aquélla sería una situación embarazosa, pero tenía que acudir al requerimiento del césar.
Cornelio se disculpó ante sus compañeros de conversación, y se dirigió hasta donde se encontraba Trajano. Su gesto serio dejaba en evidencia lo delicado de su situación, y cuando el emperador distinguió al senador aproximándose con aquel semblante grave una sonrisa asomó en su rostro; empezaba a disfrutar de la situación.
—Senador Cornelio, quería que desearas suerte a nuestro centurión. No sé si conoces a Marco Arrio: anteriormente era el jefe de pretorianos a mi servicio personal —dijo Trajano, a sabiendas del conocimiento expreso del senador para con el antiguo pretoriano.
—Ya tengo el gusto de conocer a nuestro héroe —respondió el otro sin dejar a un lado el rictus serio—. Espero que demuestre su valía en el campo de batalla, para ampliar la extensión de nuestro imperio y agrandar, si eso es posible, aún más el nombre de nuestro emperador.
—Nuestras tropas están preparadas, senador. Seguro que a nuestro regreso tendré el placer de narrarle nuestras hazañas en nombre de nuestro magnánimo emperador —respondió Marco a modo de desafío.
—A su vuelta habrá corona de laurel para todos nuestros oficiales —intervino el césar, que disfrutaba de la tensión generada entre ambos hombres—. Roma estará engalanada para recibir a nuestras tropas.
—Marte convoca a los jóvenes para la guerra, y en la mayoría de las ocasiones se lleva a los más valientes para que le acompañen en el otro mundo. Los mayores quedamos para cuidar de la ciudad… y de las mujeres —dijo Cornelio al tiempo que clavaba una mirada asesina en el centurión.
Casi por inercia, Marco posó su mano en la empuñadura de su espada mientras le sostenía la mirada.
—El Senado desea trasladar la mayor de las venturas a nuestro joven soldado, ¿no es así, senador? —volvió a mediar el emperador, al ver que su pequeño juego se le escapaba de las manos.
—Que Marte te acompañe, Marco Arrio —deseó de mala gana Cornelio, mientras su mirada cambiaba de dirección hasta clavarse en la mano del centurión, que seguía jugueteando con la empuñadura del arma. Ahora ya no era tan arrogante, ahora dudaba de que el joven soldado mantuviera su instinto a raya. Estaban igualados, había yacido con su esposa; él se vengaba enviándole a una muerte casi segura. Aun así el joven centurión no veía aquella equidad por ningún lado—. Salve, Trajano. He de buscar a mi esposa, seguro que estará buscándome —se despidió Cornelio, y recogió su túnica sobre su brazo derecho antes de encaminarse de nuevo a la arena.
Trajano agradeció el término de aquella conversación que había estado preñada de odio, y de la que al principio había disfrutado. Si Marco volvía, aquella ira se recrudecería: ninguno de los dos perdonaría las afrentas recibidas.
También Marco se despidió del emperador; necesitaba salir de allí. Una respiración acelerada se había apoderado de su cuerpo, y un odio que hacía mucho tiempo que no sentía estaba a punto de tomar el mando de sus acciones: mientras que su lado racional le pedía calma —Cornelio tendría su merecido de una forma u otra—, su lado irracional tronaba para ir tras el senador y traspasar su cuerpo con la espada.
No muy lejos de allí tuvo lugar otro encuentro inesperado. Gaia no la vio acercarse. Comenzaba a entablar conversación con la esposa de Lúculo, cuando al girarse para coger otra de aquellas deliciosas lenguas de flamenco se vio frente a Lupidia. Un saludo gélido, forzado por la casualidad, brotó de sus labios. La esposa del senador se acercó con una sonrisa burlona mientras la observaba de arriba abajo. Gaia aguantó la mirada, desafiante, hasta que la otra desvió la vista con mucha intención hacia donde se encontraba el césar. Allí estaban departiendo Marco Arrio, Cornelio y Trajano, y sus rostros hablaban en la distancia: el encuentro entre los tres hombres no estaba siendo muy agradable.
—Parece que Marco partirá en busca de la gloria —dijo Lupidia pronunciando el nombre del centurión con mucha familiaridad. De nuevo había clavado la mirada en ella. Continuó segura de que Gaia leería perfectamente entre líneas—: Espero que alcance la victoria y regrese de cuerpo entero… Sería un desperdicio…
—No creo que el senador tenga la misma opinión que su esposa —respondió Gaia antes de dirigir una vez más su mirada a la reunión de los tres hombres.
—¿Qué insinúas? El senador Cornelio confía en el triunfo de nuestras legiones para encumbrar el nombre de nuestro emperador —se defendió Lupidia, sin dejar de mirar hacia el mismo sitio.
—Quizá tú no lo sepas, o no te interese saberlo, pero yo acabo de averiguar por qué el emperador ha ordenado la incorporación de Marco a la legión —dijo Gaia, que comenzaba a verlo todo muy claro—. Deberías llevar con más sigilo tus devaneos, Lupidia. Creo que tu marido sabe más de lo que crees.
—Sigo sin saber a qué te refieres. Yo sólo he dicho que el centurión es un hombre muy atractivo, y no me cabe la menor duda de que sabría satisfacer los deseos más íntimos de una mujer —contraatacó Lupidia, sacando sus garras.
—Sé perfectamente hasta qué punto Marco puede lograr tal cosa —respondió desafiante Gaia.
—Vuestra relación queda muy lejana. —Lupidia lanzó el que creía que sería el ataque definitivo—. Los hombres ganan con el tiempo en madurez y experiencia: no quieras comparar a un hombre con un niño.
—Dudo que Marco haya ganado en experiencia de unos días a esta parte.
Aquella respuesta dejó helada a Lupidia, aunque no frenó su lengua.
—No tienes ningún derecho a reclamarlo, Gaia. Rompiste su corazón hace mucho. —Pudo ver cómo sus palabras hacían mella en la hija de Poncio Augusto; volvía a observar el palco que ocupaban Marco, Cornelio y Trajano.
—Tampoco tú tienes derecho, Lupidia. Te recuerdo que estás casada.
—Es cierto, pero mi situación puede cambiar en cualquier momento. —La esposa del senador sonrió ante la mirada estupefacta de Gaia.
—Eres capaz de cualquier cosa, ¿aun de asesinar a tu esposo?
—Creo que me acusas de algo que no ha pasado, ni pasará… No obstante, Cornelio es mayor y… en fin, la edad no perdona a nadie —respondió Lupidia, evadiendo cualquier atisbo de asesinato.
—Estás enferma. —Gaia se dio la vuelta y se alejó de tan mala compañía: aquella mujer haría lo que fuera por ser libre de nuevo, esperaría al centurión sin ataduras. Pensar en Marco yaciendo con ella arrancó un gesto de dolor en su rostro, pero en cierto sentido Lupidia llevaba razón en una cosa: ella no tenía derecho alguno a reclamarle; tuvo su oportunidad y su cabeza la rechazó… aun cuando su corazón jamás lo había hecho.
Por su parte, la esposa de Cornelio se quedó mirando cómo la joven se perdía entre el gentío. Había ganado aquella batalla: no era el fin de la guerra, aunque tampoco mal comienzo. Gaia no tenía ninguna prueba que pudiera poner en peligro su plan, mas a la vez lo sabía, y aquello la devoraría por dentro, no la dejaría vivir tranquila; la había puesto ante una encrucijada: odiaba a Cornelio, pero su ética no le permitiría mantenerse al margen. Además, corría el riesgo de perder a Marco. ¿Qué decidiría aquella mujer?
Lupidia volvió a sonreír. Había castigado duramente a su contrincante en la arena del circo. Aquella sensación de victoria ¿sería comparable a la que sentían los gladiadores al salir victoriosos del combate? Si no la misma, desde luego debía de ser muy parecida.