Capítulo 15
Zou tun trató de mantenerse sereno al hablar. El dolor iba en aumento. Sentía la garganta seca y carrasposa. Pero las preguntas de Joanna eran implacables. Esta valiente mujer se merecía muchas cosas, pero él no le debía esta historia, esta explicación.
Sin embargo, a pesar de las agujas que sentía en la garganta, las palabras luchaban por salir. Como pus oscuro que brotara de una herida enconada, las palabras estaban decididas a salir de una forma u otra. Al tratar de retenerlas, Zou Tun sólo se hacía daño.
Pero aun así era difícil. Muy, muy difícil.
—Sucedió por la noche.
—¿Usted estaba dormido? —Las palabras de Joanna eran como una suave caricia, un susurro que brindaba calor a la helada piel de Zou Tun. El monje cerró los ojos, tratando de aislar la sensación del aliento de la muchacha sobre su mejilla. Logró hacerlo, pero sólo en parte, y la sensación fue una distracción muy bienvenida.
—Yo estaba meditando. Sólo oí el ruido cuando ya era tarde. Demasiado tarde.


Joanna estiró sus dedos largos y delgados y acarició el cuello de Zou Tun. Estaba tratando de suavizar el tenor de su pregunta, pero él se encogió de todas maneras.
—¿Usted sabía? Usted estaba allá en calidad de espía, ¿no? Entonces debió saberlo.
Zou Tun sacudió la cabeza, tratando de negarlo.
—Escribí a mi padre. Le pedí que no atacara. —Pero Zou Tun sabía que el ataque era inminente. ¿Cuándo había cambiado de opinión su padre? Así que Zou Tun fue a ver al abad, trató de que pusiera vigilancia o algún tipo de defensa. Pero el abad Tseng era un hombre bueno y santo. No entendía que la política pudiera interferir en la búsqueda de la iluminación.
El abad Tseng no se había criado en Pekín.
—¿Su padre? ¿Qué hizo su padre? —insistió Joanna.
—Mi padre es el general Kang —Zou Tun levantó la vista para mirar a Joanna —. El que me está persiguiendo.
El monje sintió la impresión que causaron sus palabras en Joanna. Tenían los cuerpos tan apretados el uno contra el otro que sintió cómo se tensaron los músculos del vientre de la muchacha y pudo ver el movimiento de sus hombros al encogerse.
—¿Su padre quiere matarlo? —Zou Tun se dio cuenta de que ella no entendía algo así. Lo peor que su padre haría, que había hecho, era abandonarla.
—Mi padre es un general que está peleando una guerra perdida contra los invasores de más allá de nuestras fronteras y con los rebeldes internos. En su ejército no hay lugar para un soldado desobediente.
—Pero…
Zou Tun no la dejó seguir.
—Y en su corazón no hay lugar para un hijo bu xiao.
Joanna frunció el ceño ante esas extrañas palabras y el monje volvió a preguntarse cómo podía ser que estos extranjeros pensaran que entendían a los chinos cuando no comprendían ni los conceptos más básicos de su sociedad.
—Desleal. Desobediente —explicó Zou Tun —. A los chinos no les sirve un hombre que incumple sus deberes de hijo y de súbdito del emperador. Ése es el orden correcto de las cosas y la única manera en que puede sobrevivir una sociedad civilizada.
—Pero ¿usted no siguió sus órdenes? ¿Le dijo a su padre que no atacara el monasterio?
—Le dije que no iría a casa.
Zou Tun no se atrevió a abrir los ojos. No se atrevió a ver la reacción de Joanna ante un hombre que era capaz de abandonar a su padre y a su país para esconderse en un monasterio. Sólo que él no se estaba escondiendo. Estaba estudiando. Aprendiendo. Había…
—Lo único que yo siempre había querido era estudiar los textos sagrados. Aprender y entender el Tao tal como lo enseñó Lao Tse, y tal como ha sido defendido por estudiosos y monjes durante miles de años. —Zou Tun sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, la debilidad de un hombre al que no le gustaba la guerra —. Él lo sabía. Mi padre lo sabía y por eso vino y lo destruyó todo.
—Por Dios —susurró Joanna —. Fue capaz de destruir todo un monasterio sólo porque…
—¡Él pensó que eran rebeldes! —siseó Zou Tun.
—Él pensó que usted lo estaba abandonando. —La voz de Joanna sonó fría y seca, más cruel que nunca.
—No. Usted no entiende.
Joanna suspiró y apoyó sus labios sobre la frente de Zou Tun.
—Sí, Zou Tun, sí entiendo. Incluso nosotros los bárbaros blancos tenemos jerarquías. Una hija obedece a su padre. —La mirada de Joanna pareció perderse en la lejanía —. Usted no se puede imaginar lo horrible que es mi padre cada vez que le desobedezco.
—Él nunca la mataría.
Joanna negó con la cabeza.
—No, supongo que no lo haría. Pero, bueno, su padre tampoco lo mató.
—Mi padre no estaba presente. —De hecho, Zou Tun casi había deseado que su padre estuviera allí, que el general lo hubiese matado para poner fin a esta guerra entre ellos. Pero eso no fue lo que ocurrió.
—Pero si no fue su padre el que le salvó la vida, ¿quién fue?
Zou Tun sacudió la cabeza.
—Usted no entiende a los chinos. Cuando un templo es destruido, cuando se descubre a un grupo de revolucionarios, matan a todos menos a uno.
—¿Usted?
Zou Tun asintió.
Pero Zou Tun no se salvó de la última traición. Que lo pusieran frente a un abad golpeado y ensangrentado, que también era el último y el mejor de los Shaolin. Que lo hicieran confesar ante el abad que él era el que había hecho esto, el que había llamado a los soldados para que vinieran a destruir todo lo que el buen abad Tseng había construido.
—Le mostraron mis cartas, Joanna —susurró Zou Tun —. Le dijeron que yo le había hecho eso. Luego le rajaron el vientre de un lado a otro. Yo lo sostuve en los brazos hasta que murió. Cuando susurró el nombre de su hermana. —Fue así como Zou Tun supo que debía llevar a Shi Po cualquier cosa que sobreviviera. Por esa razón vino a Shanghai.
Joanna no tenía palabras para consolarlo. De hecho, su culpa no tenía consuelo. El había provocado todo eso.
—No es culpa suya, Zou Tun.
—Pero…
Joanna le cerró la boca con la mano.
—No es culpa suya.
Zou Tun le besó los dedos. La besó en señal de agradecimiento. Y luego suspiró.
—Pero aún hay más.
Joanna retiró los dedos y puso la mano suavemente sobre el pecho de Zou Tun. Él la sintió como una presencia cálida y tranquilizadora y nuevamente lo ayudó a distraerse de lo que estaba diciendo.
—Me dejaron vivo para que lo contara a los demás, para que divulgara la noticia a cualquier otro templo que pensara entrenar guerreros contra el imperio. Así es como se hace en China. Se deja un sobreviviente para que cuente lo que pasó.
—¿Ellos no sabían quién era usted?
Zou Tun se encogió de hombros.
—No lo sé, pero lo cierto es que me trataron como el último y el más débil, el único que queda de pie para divulgar el cuento. —Una oleada de vergüenza lo recorrió y lo dejó débil e impotente. Débil hasta que ella lo besó. Impotente hasta que ella habló.
—Pero usted no fue a ningún otro templo. Se fue a…
—A la casa de la Tigresa, sí.
—Pero… —Joanna se interrumpió, pues era evidente que tenía miedo de lo que él hubiese podido hacer.
—Ella no corre peligro. El general no creerá que las mujeres son lo suficientemente poderosas como para amenazar al gobierno. Y Shi Po es lo bastante inteligente como para dar la apariencia de ser débil y sumisa. —Zou Tun suspiró —. Además, ahora el general sólo está interesado en mí. —En ese momento Zou Tun sintió que el corazón se le partía al mirarla —. Y en cualquier cosa que me distraiga de mis deberes.
—Se refiere a mí.
Zou Tun asintió con la cabeza sin poder negarlo.
—Debo dejarla, Joanna. Debo dejarla aquí y no regresar nunca. Usted no estará segura hasta que…
Joanna volvió a interrumpir las palabras del monje. Pero esta vez usó los labios, no los dedos. Su beso fue fuerte y brusco, pero no menos estimulante a pesar de su agresividad. Sin embargo, aunque él habría continuado, ella se apartó.
—No lo abandonaré —dijo.
—Joanna…
—Cuénteme el resto, Zou Tun. Hay más. Lo sé.
El monje se quedó mirándola asombrado. ¿Cómo lo conocía tan bien?
—Zou Tun…
—Fui a donde la Tigresa, Joanna, y no a un templo. No fui a donde ellos querían que fuera.
—Pero…
—No estoy dispuesto a divulgar ninguna noticia, Joanna. Nadie lo sabe. Sólo usted. Y la Tigresa, porque el abad era su hermano.
Joanna lo miró y arrugó las cejas mientras trataba de entender. No podía hacerlo, claro. A pesar de su inteligencia en China había cosas que ningún extranjero podía entender.
—El principio de la no acción —susurró Joanna —. Gobernar sin que parezca que se gobierna. Usted…
Zou Tun se sorprendió y se incorporó para mirarla. ¿Cómo era posible que ella supiera?
—Siempre he adorado la filosofía, Zou Tun. Y la obra de Lao Tse es famosa a lo largo y ancho de China.
—Pero ¿cómo pudo estudiarla?
Joanna se encogió de hombros.
—He vivido aquí muchos años. Una niña rica y aburrida se puede comprar muchas cosas. Incluso tutores chinos.
Joanna sí entendía. Sabía que Zou Tun se había unido a la rebelión a su manera. Que realmente se había convertido en una de las personas que esperaban en silencio la caída del imperio corrupto. Sin embargo, él no podía hacer eso.
¿Cómo podía desear el fin de todo lo que le resultaba tan preciado? ¿Su familia? ¿Su país? ¿Su emperador?
De repente Zou Tun se sentó y se apartó de Joanna.
—Debo irme, Joanna. No estamos seguros aquí.
—¿Qué? —La muchacha se puso de rodillas y abrió la boca.
—Debo irme.
—¿Por qué?
—Porque…
—No me diga que es peligroso. Usted está perfectamente a salvo aquí. Al menos por el momento.
Zou Tun negó con la cabeza.
—Mi padre…
—Su padre no puede venir a arrasar la concesión extranjera. Eso molestaría a mucha gente. Usted lo sabe.
Era cierto. Pero, entonces, ¿cómo explicar esa urgente necesidad de moverse, de marcharse? De dejar de pensar.
—Usted quiere huir otra vez. Está huyendo de su padre. De su templo. De mí…
—¡Usted me hace pensar demasiado! —Las palabras le salieron de la boca sin pensar. Eran como una bola compacta, dura y dolorosa en la garganta y le hacían arder los ojos. Cualquier otra mujer se habría acobardado al ver la rabia del monje. Se habría apartado a un lado y habría tratado de complacerlo. Pero Joanna no. Ella estaba hecha de un material más duro.
Joanna sólo se quedó mirándolo con una expresión paciente y triste.
—¿Qué es lo que le hago pensar?
Zou Tun sacudió la cabeza.
—¿Sabe usted qué es no tener nombre? ¿No tener país?
Joanna estuvo a punto de soltar una carcajada. Zou Tun pudo ver una chispa de risa en sus ojos, pero la voz le sonó muy seria:
—Llevo diez años viviendo fuera de América. He leído todos los periódicos que he podido encontrar. He escrito cartas hasta que las manos me quedaron negras de tinta. Y siempre trato, Zou Tun, trato de recordar cómo es América. Pero no lo logro.
Zou Tun pudo ver el dolor en los ojos de Joanna y supo que entendía en parte Pero no totalmente.
—Para un chino la familia lo es todo. Es lo que somos.
—Pero usted no es chino. Usted es manchú.
Zou Tun suspiró.
—En eso somos iguales.
—Incluso tal vez más —afirmó ella con aire pensativo y expresión inescrutable —. Después de todo usted es heredero al trono.
—¡No! —jadeó Zou Tun. Luego volvió a repetirlo con más fuerza —: No. Sólo soy un primo entre muchos. Hay otros que pueden asumir el trono si el emperador muere. Y yo no quiero el trono imperial.
—Pero su padre sí, ¿no es cierto? ¿Lo quiere a usted en el trono?
Zou Tun negó con la cabeza.
—Mi padre quiere todo lo que pueda alcanzar. Si es el trono, tanto mejor.
Joanna tocó las mejillas del monje y logró tranquilizarlo con una sola caricia de sus delicados dedos.
—¿Y usted qué quiere, Zou Tun?
Zou Tun sacudió la cabeza.
—En China los deseos de un hombre son menos importantes que las necesidades de su familia o las exigencias de su país. ¿Cómo si no podríamos mantener a raya la marea bárbara?
—¿Con armas? ¿Con un ejército moderno? O ¿qué le parece esta idea? ¿Por qué no siguen el consejo de Lao Tse? Gobernar a través del principio de no acción. No hacer nada. Dejar que los países sigan su curso.
—¿Y si eso significa la destrucción de China?
Joanna suspiró.
—Entonces que signifique la destrucción de China.
Zou Tun se encogió al escuchar las palabras de Joanna, pero ella no se detuvo ahí. Se inclinó hacia delante con ojos penetrantes.
—Usted es sólo un hombre, Zou Tun. No puede salvar a China solo. Sobre todo si… —Joanna no terminó la frase. Pero él quería oírlo todo. Hacer que ella lo dijera todo.
—Sobre todo si…
—Sobre todo si a usted no le interesa la política ni tiene aptitudes para ella.
Ahí estaba. Joanna acababa de pronunciarlo, francamente, con apenas una sombra de disculpa en sus ojos. Zou Tun no tenía habilidad para la política. Ni capacidad. E incluso tampoco interés.
—Pero fui educado para ser un gran general.
—Y yo fui educada para ser una mujer rica y consentida. Pero yo no quiero que me mimen. Y usted no quiere ser un espía encubierto ni un líder de ejércitos, ¿o sí?
Zou Tun no podía negarlo.
—No. Sólo tuve éxito cuando lideré a los monjes. En la plegaria.
Joanna cambió de posición y dobló las rodillas y se apoyó sobre ellas. El pelo se le vino a la cara en un glorioso desorden, una hermosa distracción, pero ella lo apartó de los ojos enseguida.
—Tengo una pregunta para usted, Zou Tun. Una a la que tal vez no sea capaz de responder.
Zou Tun consintió, pues se sentía curioso y cauteloso.
—¿Qué aconsejaría Lao Tse en esta situación? ¿Qué le diría el fundador del taoísmo que es más importante: los asuntos de una nación o los asuntos de un hombre?
Zou Tun frunció el ceño, pues nunca había pensado en su religión de esa manera.
—Creo que él diría que, si el corazón y la mente de cada hombre están dentro del orden natural, entonces no habría necesidad de gobernar la nación.
Joanna sonrió.
—Exacto.
—¡No, nada de exacto! Los corazones y las mentes de China no están dentro del orden natural. No son puras ni están en armonía. De hecho, la falta de armonía clama hasta el Cielo.
—¿Y cómo ayudaría el hecho de provocar su propia falta de armonía, Zou Tun? ¿Cómo el hecho de convertirse exactamente en lo que su padre quiere, una fuerza política, puede ayudar a alguien?
Zou Tun cerró los ojos con el corazón y la mente heridos. Joanna le estaba ofreciendo todo lo que siempre había deseado, mostrándole a Lao Tse y los textos sagrados como un ejemplo que había que seguir. Pero ningún estudioso o inmortal chino había propuesto nunca la desobediencia al padre o al emperador. Nadie había, sugerido que él debía perseguir sus propios objetivos a costa de los de su padre. Y tal vez los de la nación.
Joanna interrumpió los pensamientos del monje con una voz persuasiva.
—¿Qué habilidades puede ofrecer usted al emperador? De verdad, Zou Tun, él no necesita otro general fracasado. ¿Qué puede ofrecer usted a su país?
Zou Tun sacudió la cabeza. Por fin la verdad salía de sus labios.
—Nada —confesó por fin —. No tengo nada que ofrecer.
—Ay, Zou Tun —exclamó la muchacha y los ojos le brillaron llenos de lágrimas —. Eso no es cierto. Usted puede ser un líder para los hombres.
—¡No puedo!
—Claro que puede. Usted puede guiar a los hombres para que estén en armonía con su naturaleza. Puede enseñar los textos sagrados. Puede dirigir las oraciones y llevar a la gente al camino correcto. Eso es lo que puede hacer. —Joanna se inclinó y le dio un beso en la frente —. Y eso es lo que quiere hacer, ¿no es así?
¿Cómo responder cuando Zou Tun tenía la cabeza sumida en un caos total? ¿Cómo pensar cuando los senos de Joanna se desplegaban justo frente a él? ¿Y cómo creer que todavía podría servir a su país, y servirle bien, cuando siempre le habían enseñado lo contrario?
Zou Tun sacudió la cabeza.
—No lo sé. Yo… —Cerró los ojos —. Simplemente no lo sé.
Joanna suspiró y él la sintió acomodarse de nuevo a su lado.
—Usted sí sabe. Sólo que no quiere creer que sea posible.
Zou Tun abrió los ojos y se encontró con Joanna a su lado y los labios de la muchacha a sólo unos centímetros de los suyos.
—¿Qué sé yo sobre la iluminación? Sé lo que el abad Tseng enseñaba, pero eso no salvó a su monasterio de la destrucción. Sé lo que la Tigresa Shi Po enseña. Pero no soy capaz de controlar mi cuerpo. Ni siquiera la puedo mirar a usted sin pensar… —Zou Tun dejó la frase sin terminar, pero Joanna no iba a dejar que lo hiciera.
—¿Sin pensar en qué, Zou Tun?
—Sin pensar en que no tengo ningún control sobre mi dragón. Y que para ser un monje debería tenerlo. Debo tenerlo. Excepto que con usted… —Zou Tun estiró el brazo y la empujó bruscamente hacia él, apretando sus labios contra los de ella, devorándole la boca con la suya. Y cuando terminó la soltó —. Excepto que con usted —continuó — no tengo ningún control.
Joanna parpadeó y él se sintió complacido al observar su mirada de perplejidad. Pero rápidamente la muchacha volvió a concentrarse.
—Y para ser un buen monje…
—Un Dragón de jade, en la tradición de la Tigresa.
Joanna asintió.
—Para ser un Dragón de jade, debe ser capaz de controlar su fuego yang. Debe ser capaz de dirigirlo, tal como yo tengo que aprender a dirigir mi marea de yin.
No fue una pregunta, pero Zou Tun de todas maneras respondió:
—Sí. Pero yo no tengo fe en que eso se pueda hacer.
Joanna asintió de manera pensativa.
—Entonces debemos encontrar su fe, Zou Tun.
Al monje casi le dio la risa. Por la manera en que lo dijo la muchacha parecía que pudieran encontrarla debajo de la cama o entre un par de pantalones olvidados.
—Sí se puede hacer, Zou Tun. Sólo tenemos que encontrar la manera. —Joanna comenzó a sonreír con una sensualidad que hizo que el dragón del monje saltara en respuesta —. Tal vez deberíamos trabajar esta noche en la manera de encontrar su iluminación.
Zou Tun tragó saliva. No creía que fuera a ser capaz de hacer frente a la determinación de la muchacha. Y menos cuando ella parecía tan entusiasmada con el proyecto. No obstante, la honestidad lo obligó a decirle la verdad. Antes de que ella llegara a inclinarse sobre él, antes de sentir los labios de ella sobre los suyos, él le dijo lo que iba a pasar.
—Esta noche haremos lo que usted quiera, Joanna, pero yo me marcharé por la mañana.
—Pero…
Zou Tun negó con la cabeza.
—No. No la voy a poner durante más tiempo en peligro.
Joanna estaba sorprendida. Incluso se podía ver el dolor en sus ojos.
—¿Adonde irá?
—A un lugar lejos de aquí. Tal vez incluso vaya a Pekín para exponer mi caso ante el emperador. Podría contarle todo y luego dejar que él decidiera.
Joanna suspiró y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Zou Tun.
—¿Y si él decidiera que usted debe morir?
Zou Tun se encogió de hombros, pues sabía que la muerte era una posibilidad real.
—Entonces aceptaré su juicio.
—¿Y qué hay de su propio juicio?
Zou Tun se rió y estiró la mano para tocar los hermosos rizos de la muchacha.
—Mi juicio está alterado. ¿No se lo acabo de explicar?
Joanna suspiró.
—Su juicio está bien. Lo que está alterado es el resto del mundo. —Y, diciendo eso, acercó sus labios a los de él y comenzaron a practicar.
Sólo que, cuando se besaron, Zou Tun sintió un cambio. Y cuando las manos de la muchacha acariciaron su dragón, la caricia fue distinta. Zou Tun no podía identificar el cambio con un nombre, sólo sabía que las caricias de Joanna eran más cálidas y sus besos, más apasionados.
Antes de que ella pudiera hacer algo más que tomar el dragón de Zou Tun entre las manos, él la detuvo con una mano y la miró con ojos inquisitivos.
—¿Qué está haciendo? ¿Por qué noto su comportamiento diferente?
Joanna se quedó helada y levantó lentamente la mano.
—¿Está mal?

Zou Tun negó con la cabeza.
—No. Es mejor. Pero ¿por qué?
Joanna lo miró y sus ojos parecían desconcertados.
—Yo no… —Luego se mordió el labio y estiró la mano que tenía libre para acariciarle con decisión el pecho —. Sí —murmuró dulcemente —. Es distinto ahora.
Zou Tun se llevó la mano de Joanna a los labios.
—Sí, pero ¿por qué?
—Porque lo estoy haciendo con amor. Zou Tun, ésa es la respuesta. Eso es lo que la Tigresa Shi Po no entiende.
Zou Tun frunció el ceño.
—Joanna…
—Usted mismo lo dijo: que ella no entendía bien lo que enseñaba.
—Nadie puede entenderlo. Ni siquiera los grandes maestros. Ésa es la naturaleza del Tao.
Joanna asintió.
—Pues bien, esto es algo que Shi Po no entiende. Que esto —Joanna se inclinó nuevamente y lo besó en la barbilla porque él no le ofreció los labios — es mejor cuando se hace con amor.
Zou Tun sacudió la cabeza con actitud negativa aunque una parte de él se preguntaba si la muchacha tendría razón.
—Las enseñanzas dicen que uno no debe encariñarse con nadie. Que la práctica de la Tigresa…
Joanna le puso un dedo sobre los labios.
—Entonces lo que enseñan está equivocado.
—Pero…
Joanna sacudió la cabeza.
—Estoy segura de esto, Zou Tun.
El monje suspiró y suavemente retiró la mano de Joanna de su boca.
—Sólo los novatos están seguros. Los maestros saben que nada es permanente. Nada está asegurado.
—El Tao es permanente. Dios es algo seguro. Y el amor es… —Joanna interrumpió sus palabras y suspiró —. Usted no confía en nada, Zou Tun. Y por eso tal vez deberíamos intentar un experimento.
Zou Tun levantó una ceja al tiempo que se preguntaba expectante qué estaría pasando en esos momentos por la increíble cabeza, de Joanna.
—Tóqueme, Zou Tun.
El monje sonrió y estiró los brazos para acariciarle los senos. Lo habían estado tentando desde hacía una eternidad. Pero Joanna lo detuvo y le agarró la mano a sólo unos centímetros de su piel ruborizada.
—Con amor, Zou Tun. Intente, por un momento, tocarme con amor.
Zou Tun se quedó paralizado y sintió un temblor en las entrañas. No era posible que Joanna estuviera sugiriendo eso. Ella no podía pedirle que la amara. Eso era imposible. Él era un príncipe manchú. Ella era una bárbara blanca. Él no podía amarla. Sin embargo, cuando ella lo miró con los ojos aguados por su vacilación, Zou Tun sintió que se le partía el corazón. ¿Cómo podía herirla de esa manera? ¿Cómo podía negarle una cosa tan sencilla?
Después de todo él podía tocar un perro con amor. A un animal herido en el bosque. Incluso trataba a sus compañeros monjes con un cierto tipo de amor. ¿Por qué no a ella? ¿Por qué no se permitía sentir algo por ella?
Así que lo hizo. Se permitió deleitarse en la maravilla que era Joanna. Vio no sólo sus senos redondeados, con sus pezones rosados oscuros, sino el calor que irradiaba Joanna y que calentaba su piel y llenaba esos senos con un yin puro y maravilloso. Se permitió tocar sus muslos blancos, acariciándolos con una ternura que no tenía nada que ver con lo hermosamente firmes que eran, sino con la manera en que ella fortalecía sus piernas. Y cuando Zou Tun besó el vientre tembloroso de la muchacha, bajando cada vez más, cerró los ojos, pues sabía que estaba besando a Joanna, la mujer, y no el cordón que unía sus centros del yin.
Y luego Zou Tun se encontró a la entrada de la cueva bermellón de la muchacha, sintiendo su olor y probando su dulzura. Y se quedó paralizado de miedo. Era ridículo quedarse paralizado de terror en ese lugar, pero así fue. Zou Tun no tenía una explicación. Arriba, los jadeos de Joanna comenzaron a hacerse más espaciados. Y su cuerpo comenzó a serenarse. Zou Tun sabía que ése era el momento de empujarla hacia la cresta del yin. Era el momento de Joanna.
Pero él no podía hacerlo.
Porque quería más. Quería estar con ella cuando alcanzara la cima. Quería estar dentro de ella. Sentirla a su alrededor, pero, aún más importante, darle todo de sí mismo. No sólo la parte del príncipe manchú, o la del monje Shaolin, sino la totalidad de su ser.
Joanna recobró el aliento y ya estaba levantando la cabeza para mirarlo con una pregunta tácita en los ojos. Pero Zou Tun no le contestó. De repente supo lo que quería. Lo que siempre había querido. Tal vez no podría tenerlo siempre. Lo más probable es que sólo estuviera aquí esta noche. Pero por esta vez lo haría todo. Tal como quería hacerlo. Como ella quería. Por los dos.
Zou Tun se levantó de encima de Joanna, la miró desde arriba directamente a los ojos y no pronunció las palabras que ella quería, sino las que él necesitaba decir.
—No puedo casarme con usted, Joanna. Existen demasiados obstáculos. Pero puedo darle todo lo que soy. Puedo unirme a usted como no me he unido a ninguna otra mujer.
Joanna parpadeó, tratando de despejar la nube de yin para concentrarse en el monje.
—No entiendo —afirmó.
—Quisiera darle un hijo.