Capítulo 3

Joanna abrió lentamente los ojos y sintió el cuerpo frío y la mente adormilada. Lo primero que vio fue una superficie de madera. Una pared. Una pared desconocida, de madera oscura, justo al lado de su cara. Yacía en un tosco jergón con sábanas burdas y una manta gruesa que se le había deslizado del hombro. Por esa razón tenía frío: porque tenía un hombro al descubierto.

No había nada que le cubriera el hombro desnudo De hecho, estaba desnuda. No había rastro de su ropa. Bajo la sábana y la manta sólo estaba su cuerpo desnudo.

Y la garganta le dolía como un demonio. Trató de tragar saliva, pero eso le produjo un gemido de dolor. O lo que debería haber sido un gemido de dolor, pero que salió como una especie de gorgoteo que le arañó la garganta corno si tuviera agujas a ambos lados. De repente se quedó sin aire. Joanna dejó de respirar; sin embargo, el dolor permaneció como un ardor constante que le hizo volver a cerrar los ojos. Lo que fuera que le hubiese sucedido no era agradable en lo más mínimo, así que se concentró en pensar que todo había sido un mal sueño.

Pero no desapareció, claro. En lugar de eso los recuerdos comenzaron a tomar vida de nuevo. Uno por uno fueron alineándose para que los analizara a pesar de todo el esfuerzo que hizo por descartarlos. ¿Por qué no podía esperar sólo un momento más antes de enfrentarse con lo que le había sucedido?

Recordó la discusión con su padre. Recordó la sensación de estar atrapada como un pájaro, en una jaula dorada, y de no querer cantar. Así que fue a dar un paseo, un paseo salvaje que la ayudara a expulsar la rabia. Estuvo buscando a los revolucionarios con la extraña idea de unirse a su causa. Tampoco era una idea tan extraña. Llevaba pensando en eso desde que leyó las cartas de varios revolucionarios estadounidenses, ¿Acaso no sería grandioso ser parte de un movimiento como ése y ayudar a que la marea de la libertad inundara el país y sus gentes?

Así que se fue a buscar a quienes los ingleses llamaban bóxers y cuyo nombre real era los Puños rectos y armoniosos. Entonces…

El resto le vino rápidamente a la mente: la herida de Octavia y los revolucionarios que no eran revolucionarios, o al menos no como ella pensaba que eran. Se habían comportado más como bandidos. Habían…

Joanna se saltó esa parte para llegar directamente a su salvador: el chino alto con manos tan veloces como el rayo. También recordó que era apuesto y que tenía unos ojos hipnotizadores. Y que el contacto de su mano sobre el hombro había sido tan suave como la brisa del verano. Al igual que sobre Octavia. Recordó que tenía una voz tan… arrogante y árida como el viento del desierto. Sin embargo, el recuerdo del hombre la hizo entrar en calor. Pero no de una manera tierna y delicada, sino que le calentó la sangre cuando recordó la manera en que había insistido en que ella fuera azotada.

Joanna comenzó a moverse con incomodidad en la cama, tratando de sentarse. Poco a poco llegó después el resto de sus recuerdos. La discusión con él en el camino de regreso a Shanghai. Y sus deducciones: el hombre era un príncipe, un sucesor al trono imperial.

¡Y luego él la había golpeado!

Joanna se sentó de un salto un tanto alarmada. El dolor le cerró la garganta y le cortó el aire. ¡Él la había golpeado y ella había dejado de respirar! Igual que ahora, había jadeado y resoplado y se había ahogado hasta perder el control y la conciencia.

Joanna se quedó quieta. Comenzó a respirar muy suavemente hasta que poco a poco se dio cuenta de que tenía las manos en la garganta. No estaba muerta, se dijo. Sólo había perdido el conocimiento. Y volvería a perder la conciencia si no se controlaba. Debido ala presión de las manos la piel de la garganta estaba caliente e hinchada, pero no había sangre. Tal vez sólo estaba herida. Tenía que lograr conservar la calma.

¡Pero no podía respirar! Joanna cerró los ojos y se concentró. ¡Sin embargo, el corazón le latía y tenía que respirar! Inhaló, tratando de calmarse, pero sólo logró aumentar el dolor y el pánico cuando el mordisco del aire frío se le clavó en la garganta.

Una voz masculina le resonó en el oído. Suave, en tonos bajos y hablando en chino, llegó a su mente como una monserga indescifrable. Toda su atención estaba concentrada en la garganta, en respirar lenta y calmadamente. Pero, Dios, ¡el dolor era insoportable!

Luego sintió una mano. Una mano tibia y grande, que le tocó el hombro y le infundió calor a través del cuerpo. Tranquilizó su corazón desbocado, pero no pudo hacer mucho para aliviarle la garganta. O tal vez sí, porque el dolor comenzó a desvanecerse poco a poco. Y con la reducción del dolor cedió la contracción del pecho. La muchacha aflojó un poco los hombros y el aire entró por fin por la garganta lastimada. Lentamente, como agua a través de un tubo estrecho y sucio. Pero fluyó.

—No debe dejarse llevar por el pánico o se hará mucho más daño.

Esta vez Joanna pudo entender las palabras en chino, así que asintió con la cabeza en señal de entendimiento mientras proseguía la voz del hombre:

—La privé de la voz pero no de la vida. Si usted forcejea, eso sólo empeorará las cosas. Podría hacer que la inflamación aumentara hasta asfixiarla. Si quiere vivir, debe conservar la calma.

La muchacha lloriqueó de frustración y se volvió a sentir atravesada por el dolor. Ni una palabra, se dijo a sí misma. Ni siquiera un intento de emitir sonido alguno… o moriría.

El hombre volvió a hablar y el tono de autoridad endureció su voz:

—No utilice la garganta. ¿Me comprende, bárbara?

No puede matarla. Debe permanecer en calma o mo…

La muchacha se volvió de repente y le puso la mano sobre la boca. ¿Acaso este hombre no veía que amenazarla de muerte no era la mejor manera de mantenerla tranquila? Si tan sólo se quedara callado por un momento, ella podría recuperar el control. Si tan sólo dejara de hablar, si el dolor cediera un poco, si al menos pudiera cerrar los ojos en silencio por un momento…

El pánico se desvaneció.

El dolor cedió. Un poco.

Y por fin pudo respirar, aunque de manera espasmódica, y el aire atravesó una garganta agonizante y en carne viva.

Sólo entonces logró fijar la atención en el exterior. Sólo entonces abrió la mente a lo que los sentidos le estaban diciendo. Estaba en una cama en medio de una pequeña habitación que ni siquiera tenía una ventana. Estaba desnuda hasta la cintura, puesto que la sábana y la manta se le habían caído. Y tenía la mano sobre la boca de un hombre. Un hombre chino.

El chino. El mandarín que la había herido.

Joanna graznó de miedo y se echó hacia atrás lo más rápido que pudo. No obstante, el graznido le produjo otra tormenta de agonía en la garganta que le corro el aire nuevamente. Terminó agazapada sobre el costado y con el cuerpo enroscado en un apretado ovillo de horror. No sabía qué hacer. No sabía cómo ayudarse a sí misma. No sabía nada. Sólo sentía miedo y dolor y…

—Está segura aquí. ¿No recuerda mi promesa de mantenerla a salvo? No tenga miedo, bárbara. Nadie le hará daño.

Joanna abrió los ojos lo suficiente como para mirarlo fijamente. Sus palabras no significaban nada. Si no fuera por él, ella no estaría ahora en esta situación. No estaría luchando por respirar. No estaría…

Bueno, es posible que los bandidos revolucionarios la hubiesen atacado gravemente. De hecho, ¿no dijeron que querían matarla? ¿Acaso no estuvieron a punto de hacer exactamente eso? Este hombre los había detenido. Si no fuera por él, es probable que estuviera muerta.

Joanna frunció el ceño, tratando de sacar algo en claro de su estado de confusión. Obviamente el manchú no quería que ella muriera. Ya le había salvado la vida una vez y ahora le advertía que permaneciera tranquila para evitar la asfixia. Así que no pretendía matarla.

Pero había peores cosas que la muerte. Y una de ellas podía ser el hecho de estar encerrada y desnuda en una habitación pequeña con un depravado. Joanna aflojó los brazos que ahora estaban rodeando las rodillas y levantó la cabeza un poco para inspeccionar al hombre que tenía al lado.

Era muy parecido a como lo recordaba. Llevaba ropa suelta de campesino, el rostro era adusto, aunque estaba más limpio de lo que ella recordaba, y tenía los ojos oscuros e impenetrables típicos de un hombre que guarda secretos. Y ahí fue cuando recordó por qué la había golpeado en la garganta.

El hombre era un manchú, lo más probable es que fuera uno de sus príncipes, que estaba viajando de incógnito, seguramente en una peligrosa misión. Y ella lo había descubierto. Y había sido tan tonta de contarle sus deducciones. Ahí fue cuando él la golpeó en la garganta, cortándole la voz y la respiración al mismo tiempo.

Joanna se mordió el labio, pues tenía incontenibles deseos de hablar pero era consciente de que no debía ni siquiera intentarlo. Lo último que deseaba era volver a sentir ese tipo de dolor. Así que se enderezó lentamente, tratando de encontrar una manera de prometerle al hombre que no diría nada a nadie. Su secreto estaba seguro con ella. De verdad.

Pero, al moverse para hacer el gesto, desvió la atención hacia otro hecho: estaba desnuda. En una cama. Y con él.

Joanna se sentó y se envolvió la sábana alrededor del cuerpo. Se cubrió bien con la sábana y la manta y miró al hombre con ojos inquisitivos. ¿Por qué razón exactamente estaba desnuda?

Aparentemente el hombre no era inmune a la vergüenza, porque también se sonrojó con incomodidad. Luego se levantó lentamente de la cama y fue a sentarse en un taburete que había cerca. También había una mesa, cubierta de manuscritos, pero él parecía ignorarlos. Y detrás de la mesa había una palangana y un biombo cubierto con una elaborada pintura.

—¿Se siente más tranquila ahora? —preguntó el hombre.

Joanna asintió con la cabeza, pero no bajó ni por un segundo la mirada.

—Tal vez se está preguntando por su ropa. —El hombre miró alrededor, hacia las paredes de la habitación —. Tal vez se esté preguntando incluso dónde está y que es lo que va a ocurrir. —Suspiró —. Por desgracia la explicación nos llevará algo más de tiempo.

Joanna alzó la mandíbula y cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho para mantener la manta donde estaba. En lo que a ella concernía, tenían todo el tiempo del mundo. —Si se queda tranquila, prometo explicarle las cosas lo mejor que pueda. —El hombre hizo una pausa —. Pero antes ¿no hay ninguna… ninguna función corporal que quiera atender? ¿Ningún dolor, aparte del de la garganta, que necesite atención?

La muchacha no había pensado en eso. Hasta ahora toda su concentración estaba enfocada en respirar. Pero, ya que lo mencionaba, necesitaba ir al baño, así que se enderezó y echó un vistazo a la habitación.

No había nada que pudiera usar a menos que estuviera detrás de…

—Encontrará lo que necesita detrás del biombo —señaló el hombre al tiempo que le tendía la mano para ayudarla a levantarse —. También hay algo de ropa.

Joanna tomó la mano del hombre con renuencia, pero era la manera más fácil de levantarse de la cama, mientras mantenía la sábana y la manta envueltas alrededor. El hombre se apartó todo lo que pudo mientras le ofrecía el apoyo de la mano. Una vez que ella hubo bajado de la cama, él la soltó.

Joanna atravesó la pequeña habitación y se escondió rápidamente detrás de la pantalla, pues los deseos de ir al baño habían aumentado peligrosamente. Apenas alcanzó a quitarse la sábana. Y luego recibió otro golpe: uno que la hizo retorcerse de horror, no sólo una sino múltiples veces a medida que fue asimilando las implicaciones.

No tenía pelo. ¡Había desaparecido todo su vello corporal! Y no se trataba de la cabeza, pues el cabello estaba pulcramente peinado en una trenza que le caía por la espalda. Era el otro pelo. ¡Había desaparecido!

Al principio pensó que se le había caído, que algo había ocurrido que lo había hecho desaparecer del cuerpo. Pero luego se dio cuenta de que esa deducción era ridícula. Se lo habían afeitado. Alguien le había abierto las piernas, había cogido una cuchilla y la había afeitado completamente.

La sola idea le produjo escalofríos. ¿Quién se habría dedicado a hacerle semejante cosa? ¿Y por qué? El cuándo era obvio: había estado inconsciente quién sabía cuánto tiempo. Pero ¿por qué? Y ¿qué significaba eso? ¿Qué le iba a suceder a continuación?

Las preguntas se le arremolinaron en la mente y le crearon un torbellino que amenazó con acabar con su control. Pero Joanna no estaba dispuesta a asfixiarse de nuevo, así que moduló la respiración y trató de pensar con claridad.

No tenía ninguna respuesta, así que, obviamente, el primer paso era conseguir algunas. Si la tenían prisionera, tendría que encontrar la manera de escapar. Si el manchú era un monstruo depravado, tendría que encontrar una manera de defenderse. Sencillo. Fácil. Pero no era algo que se pudiera lograr si seguía escondida y desnuda detrás de un biombo.

La muchacha se limpió con cuidado y revisó su cuerpo en busca de otros cambios, pero no encontró ninguno más aparte de la falta de vello corporal, así que finalmente se enderezó y buscó la ropa que el manchú había mencionado.

Sin embargo, no había tal ropa. Al menos, no ropa de verdad. Lo único que había era una delgada bata de seda de un color borgoña profundo que, pensándolo bien, era bastante hermosa. Se deslizó sobre su cuerpo como… bueno, como seda, resbaladiza y fresca de la manera más sensual. El estampado también era muy interesante. Representaba un tigre que estaba subiendo una montaña, no el dibujo tradicional del tigre que se baja de un árbol.

Al lado de esta bata había otra. Era más grande y obviamente era una bata de hombre. Era azul y tenía, bordado en hilo verde, el dibujo de un dragón de montaña que se escurría a través de las nubes. Una combinación interesante, pensó Joanna. Un tigre que trepa una montaña. Un dragón que entra y sale de las nubes. Realmente se preguntó si estas batas estarían allí por casualidad o si tenían algún significado. Tal vez…

—¿Señorita Crane? —se oyó decir al manchú desde el otro lado del biombo —. Señorita Joanna Crane, ¿se encuentra usted bien?

Tal vez, pensó Joanna con un suspiro, sólo estaba evitando lo que la esperaba al otro lado del biombo. Pero ya era hora. Respiró profundamente y se ató la bata en la cintura. Luego, antes de salir, cogió la otra bata. El cinturón azul oscuro podría ser de utilidad. No eran muy buenas armas, pero era lo único que tenía. Y por suerte las dos batas tenían bolsillos, así que introdujo rápidamente el cinturón en uno de los bolsillos e hizo cuanto pudo para disimular el bulto. —¿Señorita Crane?

Joanna habría dicho algo, pero no podía. No obstante, la urgencia de hablar era difícil de controlar, así que salió rápidamente de detrás del biombo y esbozó una sonrisa para indicar que estaba bien.

El hombre la inspeccionó de arriba abajo. Sus ojos no se detuvieron en ninguna parte en particular, pero ella no pudo evitar preguntarse por su vello corporal. ¿Lo sabría él? ¿Habría sido él quien lo había hecho? La cara se le encendió de vergüenza, pero rápidamente alejó esa sensación. La rabia le sería de mayor utilidad, así que se aferró a esa emoción y escondió sus temores cuanto pudo.

—¿Está usted bien? —preguntó el hombre con voz fría e indiferente.

Joanna asintió con la cabeza, pasó frente a él y siguió hacia… ¿dónde? Él estaba sentado en el único asiento de la habitación. Pero el hombre se puso de pie abruptamente, se metió detrás del biombo y fue hasta la bacinilla. Sin decir palabra, la levantó y la llevó hasta la puerta. Tuvo que detenerse un momento para sacar la llave de un bolsillo secreto de entre la ropa y luego abrir la puerta. El hombre completó la tarea con rapidez: abrió y dejó afuera la bacinilla. Joanna tan sólo tuvo tiempo de divisar un pasillo iluminado por el sol y hasta ella llegó un ligero aroma a incienso, acompañado de las suaves notas de un laúd chino. Fue una sensación extraña, pero, claro, tampoco era tan raro, pues éste era un lugar extraño.

Luego el manchú regresó con una bandeja de algo que humeaba dentro de un pequeño recipiente de bambú. Joanna podría haber escapado en ese momento. Podría haber salido antes de que él dejara la bandeja y volviera a cerrar la puerta. Pero el estómago le estaba rugiendo y de repente sintió que se moría de hambre al percibir el aroma de los pastelitos de carne dulce que seguramente esperaban dentro del recipiente de bambú. Así que se quedó quieta, pensando que no había mucho que pudiera hacer vestida con una bata y sin voz.

Además, el manchú había prometido contarle lo que estaba pasando. Así que se acomodó en la silla, la silla en la que estaba antes el hombre, y esperó la comida y una explicación.

Su comportamiento no era muy amable. De hecho, Joanna era consciente de que con frecuencia en la sociedad una la mujer debía permanecer de pie mientras el hombre comía. Pero ella no era china y ya era hora de que él comenzara a aceptarlo. En su mundo, si alguien tenía que quedarse de pie sería su carcelero, porque así era como ella había comenzado a verlo. Después de todo, era él quien tenía la llave.

El hombre dio media vuelta y no pudo evitar fruncir el ceño al ver la posición y la actitud de la muchacha.

En cambio, ella sólo levantó la cara, así que él encogió los hombros y decidió sentarse en la cama frente a ella. De hecho, se recostó de una manera tan relajada que Joanna comenzó a pensar que él se había quedado con la mejor silla… y también que lo encontraba muy atractivo en esa pose. Los músculos, aunque relajados, se veían claramente definidos. Tenía un pecho muy ancho y los ojos, esos detestables ojos oscuros chinos, parecían más intensos que antes.

—¿Tiene hambre? —le preguntó el hombre.

Joanna asintió con la cabeza, sintiéndose inquieta por esos pensamientos que acababan de hacer acto de presencia. El chino le ofreció un tazón de arroz blanco y palillos. La muchacha hizo intención de cogerlos con ansia, pero él se hizo de rogar y no se los entregó aún.

—A veces la poción adormecedora puede producir sensibilidad estomacal. Por favor, coma lentamente.

Joanna asintió para indicar que había comprendido. Luego bajó la vista hacia su tazón. Lo que inicialmente había creído que era arroz era más bien un potaje de arroz. O puré. ¿Cómo se suponía que debía comerse eso? ¿Con palillos?

La muchacha levantó la vista hacia su carcelero. El tazón del hombre contenía un delicioso arroz chino. Era más pegajoso de lo que prefieren la mayoría de los caucásicos, hecho para comer con palillos, pero obviamente tenía buena textura y sabor. El hombre comía con deleite. Luego sacó del recipiente de bambú dos humeantes pastelillos y los dejó caer en su tazón.

Joanna se inclinó hacia delante, buscando más de esos suculentos pastelillos, pero se encontró con que el recipiente sólo contenía salsas de una amplia variedad de colores: amarillo mostaza, una espesa salsa de color café rojizo e incluso una salsa clara y aceitosa de color anaranjado. Pero no había ningún pastel.

¡Maldito cerdo!, pensó con disgusto. Había dos pastelillos, uno para cada uno. Pues bien, no iba a quedar así el asunto: Joanna rehusaba aceptar que le negaran semejante placer, así que puso el tazón sobre la mesa y se inclinó para alcanzar la tetera. Era té chino; Joanna reconoció el aroma. Lo más probable es que tuviera hojas de té nadando en el agua, pero ya lo había probado antes y ciertamente era bastante agradable.

La muchacha le sonrió al manchú con dulzura y llenó dos tazas. Luego, en contra de lo que dictaba su educación, no le ofreció la pequeña taza de porcelana al hombre, sino que la dejó sobre la bandeja. El chino sonrió en señal de agradecimiento y se inclinó para coger su taza. Cuando lo hizo, la muchacha extrajo uno de los pastelitos de su tazón.

El hombre notó la maniobra enseguida y levantó las cejas, frunciendo el ceño. Joanna sólo levantó la vista, cogió el pastelillo con parsimonia, lo cual ya era toda una proeza, y lo dejó caer en la boca.

Sabía a gloria. La carne era dulce y tierna y la masa era esponjosa y resultaba un acompañamiento perfecto. Obviamente había un excelente cocinero en esta casa, lo mismo que un generoso presupuesto. Incluso ella, con todo el dinero que manejaba su padre, a veces tenía dificultades para encontrar carne así de tierna.

Y luego Joanna intentó tragar lo que tenía en la boca. No se había olvidado de la garganta resentida. De hecho, era extremadamente consciente de que debía respirar suave y lentamente, manteniendo un delicado flujo de aire. Pero había tantas cosas por las que preocuparse que olvidó pensar con anticipación en cómo debía hacer para lugar. No había carne, por muy tierna que fuera, que pasara por la garganta sin causarle el dolor más agudo.

Y un dolor agudo fue exactamente lo que la muchacha sintió. Lo suficientemente agudo como para hacerla sentir que se ahogaba y soltar el tazón de comida al tiempo que trataba de vomitar. Y jadear. Y gemir. De repente alguien le puso una taza de té entre las manos.

—Beba. Esto la ayudará —la instó el manchú. Joanna no lo dudó. Se llevó la porcelana casi transparente hasta los labios y dio un sorbo al agua caliente a la vez que calmante. Porque eso era exactamente lo que era: agua verdosa que, aunque quemaba, logró aliviar la contracción de la garganta. A la muchacha no le importó que no tuviera buen sabor. Y tampoco que a medida que bebía la parte posterior de la boca y la lengua se fueran anestesiando. Anestesia era exactamente lo que necesitaba. Y a medida que el dolor fue cediendo y ella fue recuperando el aliento, comenzó a entender lo que acababa de hacer. Se había empeñado en robar algo que no podía comer y por ello había recibido justo castigo.

Joanna se habría disculpado. Habría dicho algo, pero, claro, no tenía voz para hablar. Así que sencillamente bajó los ojos y los fijó en el regazo en señal de vergüenza y frustración. Si hubiese podido hablar, habría exigido una explicación. Si hubiese podido hablar, habría corrido hasta la puerta y gritado hasta que alguien abriera o viniera en su rescate.

Pero no podía hacer nada de eso. Ni siquiera podía comer su comida favorita a pesar de que se la traían en un hermoso plato hasta la puerta. Lo único que podía hacer era sentarse ahí y sentirse miserable mientras esperaba una explicación que obviamente no llegaría.

Ante tal perspectiva, Joanna levantó los ojos y se quedó mirando a su carcelero. No sabía si él podría entender sus pensamientos. De hecho, exhibía una actitud de total indiferencia cuando le puso otra vez en las manos el tazón de potaje de arroz y volvió a adoptar la misma postura relajada encima de la cama. La muchacha se concentró en fulminarlo con la mirada, enviándole mentalmente mensajes de rabia, pero no consiguió su propósito, de modo que al final su propio estómago hambriento la obligó a concentrarse en comer la pasta de arroz.

Era una comida espantosa, una grumosa pasta blanca que sabía tan apetitosa como si se tratara de arcilla húmeda. Pero Joanna se moría de hambre, así que levantó los palillos y trató de atrapar un poco. Aprendió a usar los palillos en cuanto llegó a Shanghai. Su niñera china le había enseñado y Joanna todavía disfrutaba de comidas privadas en las que los usaba. Pero atrapar una pasta húmeda con dos palillos de bambú era algo que estaba más allá de sus habilidades. Había logrado por fin atrapar un poco de pasta, pero se le escapó de nuevo, así que se puso a llorar de frustración. Sin embargo, su captor no se apiadó de ella, pues lo único que hizo fue soltar un suspiro que indicaba molestia.

Apartó la comida a un lado y fue rápidamente hasta la puerta de la habitación. Pero no salió. Sólo hizo señas a alguien y esperó en silencio hasta que esa persona se acercó.

Joanna no se movió. Se quedó esperando, pues decidió observar en lugar de seguir luchando inútilmente contra su pasta de arroz. Luego no tuvo más remedio que quedarse boquiabierta cuando una muchacha asombrosamente bella se acercó a su captor con la cabeza inclinada.

La actitud de la muchacha era lo más atractivo de todo. Tenía una piel resplandeciente y los ojos le brillaron con inteligencia cuando echó un vistazo tímido hacia dentro y en especial hacia Joanna. La muchacha y el mandarín hablaron rápidamente en voz muy baja para que Joanna no pudiera entender. Luego la mujer hizo una reverencia y se deslizó en silencio para regresar un momento después. Traía una cuchara de sopa china hecha de la más fina porcelana, obviamente para Joanna. Se la entregó al hombre, hizo otra reverencia y se retiró.

En resumen, la muchacha no hizo nada extraordinario, sólo trajo una cuchara. Pero Joanna lo observó to do, sintiéndose hipnotizada por la esbelta elegancia con que la muchacha se movía. Parecía flotar en el espacio, como si todo su ser estuviera en armonía con su tarea, con su ambiente y con ella misma.

De hecho, tal vez fuera ésa la verdadera fuente de la belleza de la muchacha: la sencilla elegancia de sus movimientos más que su cara o su figura. Para ser objetivos, los rasgos de la muchacha no eran particularmente hermosos. En realidad tenía una nariz más bien pequeña y las cejas eran muy gruesas, pero la paz que irradiaba provocaba el efecto de ser vista como una belleza sobrenatural. Sin pensarlo, Joanna se puso de pie con el solo deseo de ir hacia la mujer. Quería hablar con ella, aprender cómo hacía para mantener una apariencia tan maravillosa. Pero antes de que pudiera hacer otra cosa que ponerse de pie su captor cerró la puerta y regresó con la cuchara en la mano. Joanna miró la puerta en silencio y él negó con la cabeza.

—Usted no puede salir, señorita Crane. Me temo que usted y yo estamos condenados a permanecer en esta habitación durante un largo, largo tiempo.

Joanna parpadeó, pues el tono de las palabras del hombre la golpeó con la misma fuerza que su significado. Sonaba como si sintiera verdadero terror ante lo que podía suceder los días venideros. Pero ¿por qué? ¿Qué se supone que debían hacer los dos en este cuarto encerrados juntos?

Joanna dejó escapar un resoplido de alarma, pero él le puso la cuchara entre las manos con gentileza.

—No tema. En realidad usted y yo somos muy afortunados. Vamos a aprender los secretos de una muy exclusiva secta del taoísmo. Vamos a estudiar juntos, a buscar la iluminación.

Joanna entrecerró los ojos, tratando de interpretar la expresión del hombre. Su cuerpo parecía pesado y adormilado. De hecho, si ella no hubiese entendido sus palabras, habría pensado que estaba hablando de la muerte o de una tarea increíblemente desagradable.

Joanna bajó la cuchara y decidió permanecer de pie mientras lo miraba fijamente. Luego, con total deliberación, cruzó los brazos sobre el pecho y negó con la cabeza. Lo hizo con mucha lentitud y firmeza para que el hombre entendiera. Ella no estaba dispuesta a estudiar nada con el. Ciertamente nada que necesitara que algunas partes de su cuerpo fueran afeitadas. Lo que él hiciera era asunto suyo, pero ella no iba a participar.

De hecho, exigía que la llevaran a su casa enseguida.

El hombre se volvió a acomodar sobre la cama y se acostó aparentemente más por agotamiento que por comodidad. Joanna frunció el ceño y siguió mirándolo sin pestañear, tratando de hacerlo entender. Cuando él volvió jugar con la comida, ella dio un golpe en el suelo con el pie para atraer su atención. Luego golpeó con el talón. Pero no se produjo ninguna reacción. Volvió a golpear el suelo dos veces. Incluso una tercera vez con tanta fuerza que le vibraron todos los huesos de la pierna hasta la cadera.

Pero nada. Al final decidió pegarle a él en el costado, cruzar los brazos con un movimiento brusco y negar ton la cabeza.

El hombre la miró con una expresión sombría y vacía.

—Entiendo su rabia, señorita Crane. De hecho, la comparto. Pero no hay nada que podamos hacer excepto aprovechar al máximo la situación. —El hombre se enderezó y se puso en pie frente a ella —. Usted no se irá a casa. No hablará con nadie. —Su voz pareció quebrarse al decir esas últimas palabras y tuvo que aclararse la garganta antes de continuar —: Usted aprenderá a aceptar la situación tal como es y con suerte se beneficiara de la experiencia. — Luego suspiró y se apoyó sobre los talones mientras también cruzaba los brazos sobre el pecho —. No hay nada que podamos hacer para cambiar este destino que han decidido por nosotros. Y la rabia no le va a servir de nada.

El hombre esperó un momento y levantó una ceja con expresión de indiferencia. Ella siguió mirándolo fijamente. Entonces él se inclinó de manera casual y volvió a agarrar el tazón de arroz, luego se tomó su tiempo para volver a sentarse sobre la cama, doblando el cuerpo y estirando las piernas.

—Hay algo bueno en la secta de la Tigresa —comentó mientras se recostaba sobre los almohadones —. Las camas son mucho, pero mucho mejores que las del monasterio. —Y diciendo eso, sonrió.

No, decidió Joanna, tal vez era más que una sonrisa ingenua, aunque el hombre parecía estarse burlando más de sí mismo que de Joanna Y Juego se concentró en su comida.

Joanna siguió mirándolo sin poder entender qué podía hacer que este hombre, este príncipe manchú, aceptara la prisión sin siquiera quejarse o protestar. Con la destreza que poseía para pelear lograría escaparse en un segundo. Así que dio un paso al frente y le tocó el muslo para atraer su atención. Los músculos de la pierna del hombre vibraron bajo los dedos de Joanna; se agitaron como un ser vivo y poderoso. Pero luego se quedaron quietos mientras él levantaba lentamente la vista.

Joanna alzó las manos e hizo un esfuerzo por imitar los movimientos defensivos del hombre. Lo hizo muy mal, desde luego, y seguramente le pareció una idiota, pero esperaba que él hubiese entendido sus muecas. Luego señaló la puerta. ¿Acaso no quería enfrentarse con sus captores y escapar?

El hombre negó con la cabeza.

—Hice voto contra la violencia. Yo no peleo. Nunca. Joanna levantó una ceja en señal de burla. Sí que había peleado contra los revolu… los bandidos.

—No peleo a menos que me deje llevar por la estupidez.

Joanna abrió los ojos como respuesta al insulto. ¡Cómo se atrevía a insinuar que había sido una estupidez rescatarla!

—Si tan sólo hubiera pasado de largo, si hubiera hecho caso omiso de su situación, tal como lo había prometido, no estaría aquí ahora. No estaría atrapado en este cuarto con usted a punto de recibir instrucción sobre prácticas que creo que no sirven para nada.

Joanna habría podido creerle. Ciertamente el hombre parecía bastante furioso y amargado. Pero era él quien tenía la llave del cuarto y ella se lo indicó haciendo una seña con el dedo. Podía escaparse en el momento que quisiera, usando o no la violencia.

—Sí, yo tengo la llave —reconoció el hombre —. Y sin ella usted no puede ir a ninguna parte. —Se incorporó y abandonó la pretensión de comer —. Pero hay otras maneras de atrapar a un hombre, distintas de una simple cerradura. Yo tengo la llave de este cuarto. Pero alguien más tiene la llave de mi prisión.

Joanna se quedó mirando al hombre y observó la rigidez de su cuerpo y la seriedad de su expresión. No era buena la iluminación en este cuarto, pues la luz del sol sólo entraba por los pequeños agujeros de ventilación que había cerca del techo, pero en cierta forma eso hacía que las cosas se vieran más nítidas. Perfilaba la forma endurecida del hombre, delineando no sólo sus poderosos músculos, sino la manera casi casual en que parecía envolverse sobre si mismo. Ahí había rabia, eso estaba claro, pero también una aceptación soterrada. Ese conflicto parecía volverle el cuerpo oscuro y rígido.

Sólo había dos posibilidades. La primera era que verdaderamente estuviera atrapado por algo más que una puerta cerrada; algo más lo detenía aquí, algo contra lo que él no podía luchar. Aunque a Joanna le costaba trabajo imaginar qué podía mantener cautivo a un príncipe, estaba segura de que debía de haber cosas que temiera. Tal vez el hombre había dicho la verdad.

Pero la otra posibilidad era igualmente factible. ¿Y si realmente él prefería estar aquí? ¿Qué pasaría si no tuviera interés en cumplir su misión secreta o lo que fuera que debiera estar haciendo? Eso explicaría la indiferencia con que aceptaba su cautiverio. Ella podía imaginarse que una cama mullida y hermosas criadas chinas eran infinitamente mejores que lo que lo esperaba en el mundo exterior.

Así que ¿estaría realmente atrapado? ¿O en realidad deseaba estar cautivo? Joanna casi deseaba quedarse lo suficiente como para averiguarlo. Casi. Pero no tanto como para renunciar a su libertad o a su reputación. Ya llevaba mucho tiempo lejos. Había maneras de disimular un par de días a los chismorreos: una enfermedad, la visita de una amiga, un estado de ánimo decaído, por Dios. Y ciertamente ella era famosa por sus cambios de temperamento. Además, ya había empleado tales excusas para cubrir una serie de excursiones para conocer sabios chinos y caucásicos. Incluso para hablar con misioneros u hombres de Estado, gente que por lo general se negaba a hablar con mujeres bien educadas a menos que estuvieran bajo supervisión.

Pero parecía que el mandarín pretendía quedarse durante varias semanas, si no meses, y eso sencillamente no era posible. Con una sonrisa dulce, Joanna se inclinó hacia delante y agarró la tetera. Dirigiéndose hacia su taza, fingió comenzar a servirse un poco de té. Pero luego, mientras él seguía recostado, le arrojó el agua caliente encima. No estaba demasiado caliente como para quemarlo, pero lo distraería el tiempo suficiente para que ella pudiera agarrar la llave. Luego sólo tendría que dar dos pasos, llegar hasta la puerta y alcanzar la libertad.

Al menos, ése era el plan. Y todo comenzó bien.

Joanna lo pilló por sorpresa, de eso estaba segura pero sólo alcanzó a llegar hasta ahí. El hombre apenas jadeo. El agua le cayó en la cabeza, y comenzó a chorrearle por los ojos. Incluso pareció que se hubiese quedado sin aire por un segundo. Pero su único movimiento fue agarrarle la mano mientras se dirigía al bolsillo. Eso fue todo. No levantó las manos para taparse la cara ni para aclarase la visión. Ni siquiera sacudió la cabeza. Sólo agarró la mano de Joanna, se la apretó y le retorció el brazo por detrás para obligarla a acostarse lentamente sobre la cama.

Joanna aterrizó en un saliente del colchón con los ojos abiertos y la respiración entrecortada debido a que el aire entraba y salía de manera dolorosa de su garganta. El hombre la acompañó en la caída, moviéndose con lenta y consciente determinación. Quería demostrarle que era más fuerte, más inteligente y más dominante que ella, y el mensaje le llegó a Joanna claro y fuerte. El hombre apoyó su cuerpo contra el de ella y la clavó contra el colchón. La muchacha se mordió el labio para contener un grito a pesar de que sintió que el vientre le temblaba de placer al sentir el cuerpo del hombre encima. El órgano del hombre se endureció contra ella y ella trató de zafarse, pero sus piernas, en lugar de tratar de apartarlo, parecieron aflojarse y aceptarlo. No era posible. Él se estaba portando de una manera horrible. Sin embargo, al traicionero cuerpo de Joanna no parecía importarle.

El hombre acercó la cara a la de ella, de manera que, cuando habló, la muchacha sintió su aliento caliente sobre los labios:

—Había pensado darle más tiempo —dijo mientras el té le chorreaba desde el pelo y se le escurría sobre los ojos —. Pero obviamente usted tiene un temperamento más fuerte de lo que esperaba. —Por la manera en que lo dijo el elogio sonó como un insulto —. Por tanto —dijo arras trando las palabras, alargándolas para que se oyeran con claridad —, es hora de comenzar su educación.

Mientras pronunciaba esas palabras, alargó el brazo para agarrar algo que estaba encima de la cabeza de la muchacha. Con movimientos demasiados rápidos para que ella pudiera seguirlos, la acomodó sobre la cama mientras aún estaba sobre ella. Joanna luchó lo mejor que pudo, pero era una batalla perdida, no sólo contra él, sino contra su respiración. No podía quitárselo de encima sin agitarse. Y tan pronto como sus inspiraciones se alteraron el dolor reapareció, la garganta se cerró y el flujo de aire quedó seriamente restringido. Al final no pudo hacer otra cosa que comenzar a respirar con regularidad.

Para cuando esa batalla hubo terminado, Joanna había perdido la batalla contra el hombre. Al levantar la cabeza apenas unos centímetros, de repente se dio cuenta de la horrible verdad: estaba atada a la cama con las piernas y los brazos abiertos en aspa.