Capítulo 1

17 de enero de 1898

No. No, NO. No, NO.

Estas palabras resonaban en la mente de Joanna Crane al ritmo de los cascos de su yegua. Ella sabía que se estaba portando de manera ridícula; no se puede ignorar una orden paterna. Sin embargo, ahí estaba, en pleno camino hacia las afueras de Shanghai, haciendo volar a la pobre yegua.

No obstante, Joanna no estaba huyendo para unirse al ejército rebelde chino. Porque eso sería estúpido y peligroso aunque esos hombres estuvieran luchando contra un gobierno opresor con el fin de obtener la libertad. Al igual que los ancestros estadounidenses de Joanna, esos hombres se estaban jugando la vida en una tarea importante y noble y a ella le encantaría luchar junto a ellos.

Pero no, no podía hacerlo aunque tenía la manera de apoyarlos tanto económicamente como mediante la literatura de los grandes pensadores estadounidenses. Incluso podía traducirla al chino para que ellos la entendieran sin correr muchos riesgos. De hecho, ya había comenzado a hacerlo. Ya había traducido el primer pergamino de los escritos de Benjamín Franklin. O al menos lo había parafraseado. Podía hacerlo, ¿o no?

No.

¿Por qué? Porque su padre lo prohibía, Porque él había descubierto lo que estaba haciendo y le había confiscado los libros. Porque ningún hombre querría casarse con un una mujer que leyera a Benjamín Franklin.

Muy bien, respondió Joanna. Estaba dispuesta a casarse. Pero ¿con quién? No con el apuesto George Highensam, un joven idiota con más dinero que cerebro. Tampoco con el joven Miller ni con el viejo Smythee y ni siguiera con Stephens y su cara marcada por la viruela. Con ninguno de los jóvenes caballeros que habían pedido su mano durante los últimos años.

Y ¿por qué? Porque su padre les había dicho que no. Y ni siquiera la había consultado.

Es cierto, ella no tenía deseos de casarse con esos hombres, pero realmente tampoco quería que su padre desechara las propuestas sin consultarla previamente.

¿Acaso su padre no se daba cuenta de que ella se estaba marchitando? ¿Que al no tener un marido o unos hijos que ocuparan su tiempo se sentía como una inútil? Al no tener un propósito o una causa que pudiera reclamar como suya, Joanna no era más que una hermosa concha vacía. ¿Acaso su padre no lo veía?

No. Nadie lo veía excepto ella misma y su yegua, Octavia, que ahora montaba sin prestarle la menor atención. Hecho que sólo probaba lo que su madre había temido diez años atrás: Shanghai puede llegar a enloquecer a los blancos.

Sin duda el hecho de que su mente hubiera tardado una década en desequilibrarse era prueba de la sólida constitución de Joanna, pero se le había agotado la resistencia, Obviamente estaba loca.

Como si estuviera de acuerdo, la pobre Octavia, su octava yegua desde que Joanna llegó a China, eligió ese momento para tropezar. Cuando la cabeza del caballo rozó el suelo, casi tirándola de la montura, Joanna recobró la atención y se olvidó por un momento de sus problemas. Se golpeó la frente contra el cuello de la yegua y luego tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse encima mientras Octavia trastabillaba debido a una pata que se había lastimado.

Por fortuna Joanna había pasado gran parte de su infancia haciendo equilibrios entre los ataques de furia de sus padres, así que era una excelente jinete. A pesar del tropezón, logró mantenerse en la montura con seguridad y detener a Octavia. Luego se bajó del animal e hizo todo lo que pudo para reconfortarla mientras rogaba que el daño no fuese fatal. Su padre no gastaba dinero en caballos heridos.

—No es nada serio —dijo Joanna tranquilizando a la yegua mientras comenzaba a tocar con suavidad la pata lastimada —. No es más que un tirón. De verdad. Te levantarás y estarás bien en poco tiempo.

Pero antes, claro, ella tendría que conseguir que la yegua reposara. Lo que quería decir llevarla al establo, a su casa, dentro de la concesión extranjera de Shanghai, donde el principal mozo de cuadra de su familia determinaría el destino de Octavia.

Joanna miró a su alrededor, pero no vio otra cosa que un campo abierto, escudado tras unos pocos árboles diseminados, y un largo camino vacío. Frunció el ceño tratando de calcular mentalmente cuántas veces habría cruzado por su cabeza la palabra «no» desde que salió. ¿Exactamente a qué distancia estaba de las puertas de Shanghai? ¿Cuánto tiempo hacía desde que sobornó al guardia de la puerta y dejó atrás a su criada?

Joanna no estaba segura, pero sabía que le costaría cinco veces más tiempo llevar a la pobre Octavia cojeando hasta la casa. La culpa la carcomía cuando comenzó el largo y lento recorrido de vuelta. Incluso los árboles, que ahora parecían más tupidos, parecían erguirse sobre ella con un gesto de desaprobación.

Joanna suspiró y vio cómo la segunda predicción de su madre se había hecho realidad: ella se había convertido en una chiquilla malcriada, que no medía las consecuencias de sus actos. Excepto, claro, que ésa era la verdadera razón por la cual había venido aquí hoy, porque sus actos nunca tenían consecuencias… Ella era un tesoro que a su padre le gustaba exhibir, la anfitriona de sus fiestas y un trofeo que guardaba celosamente hasta el momento en que él decidiera elegirle marido. Y como ella era una muchacha rica en una tierra extranjera, podía hacer prácticamente todo lo que quisiera —dentro de lo razonable, claro — sin sufrir ninguna consecuencia.

Si Joanna rompía algo, los criados lo reponían. Si hería a alguien, el asistente de su padre enviaba un costoso regalo para reparar la ofensa. Si se comportaba de manera loca e impetuosa, había abundantes criados y lacayos a su alrededor para protegerla. Incluso ahora sabía que no tendría que hacer todo el camino a casa a pie. Dentro de un rato se encontraría con su criada y enseguida conseguirían transporte. Naturalmente, se necesitarían muchos sobornos para cubrir el hecho de que una extranjera inglesa había escapado hasta el territorio prohibido, pero eso solo significaba sacar un poco más de dinero de un cofre que no tenía fondo. Poco importaba si las travesuras de Joanna costaban cien o mil libras, a ella le daba lo mismo.

Joanna se preguntaba si alguna vez sería posible hacer algo tan horrible que el asistente de su padre no pudiera a salvarla. Y si eso fuera posible… ¿se atrevería a hacerlo? Descartó enseguida la posibilidad de cometer un asesinato. No estaba tan desesperada por obtener la atención de su padre como para ser capaz de comportarse violentamente con nadie. ¿Un robo? La mayoría de los chinos ya eran lo suficientemente pobres sin que Joanna les quitara nada. Eso sería cruel. Y en cuanto a robar a alguien que pudiera asumir la pérdida… Bueno, eso era una idiotez.

Siempre existía la posibilidad de dejarse llevar por un comportamiento libertino y desenfrenado. Joanna había visto cómo varias de sus amigas habían elegido ese camino. Como mínimo, eso aliviaba la sensación de aburrimiento. Pero la verdad es que ella sencillamente no tenía esas inclinaciones.

Así que tendría que apoyar a los bóxers en su rebelión contra el malvado Imperio Qing. Ésa era la razón por la cual había elegido este camino en particular al salir de Shanghai y había, dejado atrás a su criada: Joanna había oído a los mozos de cuadra hablando sobre un grupo de revolucionarios que se escondían en ese lugar. Si al menos pudiera encontrarlos, les ofrecería sus servicios. Como mínimo, podría proveerles de mantas y de alimentos. Y si no podía entregarles una traducción de los escritos del señor Franklin, al menos podría discutir con ellos algunas de las grandes ideas norteamericanas. Joanna había leído a los escritores más importantes: Franklin, Harriet Beecher Stowe, e incluso al filósofo francés Robespierre. Pero la cantidad de teoría que uno podía aprender sin desear ponerla en práctica tenía un límite. Por esa razón estaba aquí hoy. Estaba buscando una práctica que se ajustara a todos sus ideales.

Suponiendo, claro, que ellos quisieran hablar con una mujer blanca, Eso siempre era difícil en China. Pero por fortuna los revolucionarios debían tener, por definición, ideas más abiertas. Y tal vez estuvieran desesperados por obtener justamente el tipo de ayuda que ella les podía brindar.

Pero primero tenía que encontrarlos.

Después de llevar a Octavia a casa. Después de que la pobre criatura se recuperara. Y después de que Joanna encontrara otra excusa para lograr salir de la ciudad de nuevo. Suponiendo, claro, que los revolucionarios estuviesen realmente en ese lugar.

Excepto que… aparentemente ellos acababan de encontrarla. Joanna no se dio cuenta realmente de cuándo sucedió; iba caminando junto a Octavia y de repente levantó la vista y se encontró rodeada precisamente por los hombres que estaba buscando.

O al menos Joanna esperaba que fueran revolucionarios. Por ahora parecían simplemente cinco hombres chinos bastante sucios. Sería mejor actuar con cautela, aunque lodos llevaran las camisas rojas de los bóxers y los pantalones blancos que ahora estaban grises por la suciedad.

—Hola, amigos —saludó en el dialecto de Shanghai a los hombres que la rodeaban —. Mi caballo se torció una pata y está cojo. Les agradecería que me ayudaran. Serán bien recompensados por su esfuerzo. —Luego Joanna dibujó su sonrisa más seductora. Era cierto que cada vez que la esbozaba sentía una punzada en el corazón. Ella la llamaba su «mirada de niñita cabeza hueca». Pero solía ser muy efectiva, en especial con los hombres.

Por desgracia, no estaba surtiendo efecto sobre estos chinos más bien malolientes. Por lo general, esos olores no le molestaban en lo más mínimo. Ingleses o chinos, los hombres que trabajaban solían desprender un olor característico. Pero estos hombres olían peor de lo normal.

Uno de ellos dio un paso al frente y dijo algo que a Joanna le resulto difícil de entender debido al marcado acento del norte:

—No queremos oro extranjero.

Era extraño, pensó Joanna frunciendo el ceño, pues se decía que todo el mundo quería el oro inglés.

—También puedo pagarles en moneda china —dijo con suavidad —. Si uno de ustedes fuera tan amable de ir hasta Shanghai, estoy segura de que mi criada debe de estar en algún lugar del camino. —Al ver que los hombres no respondían, Joanna señaló hacia un claro entre los árboles, donde vio al menos uno de esos caballos chinos de patas gruesas. Tal vez hubiera más —. Ese es su caballo, ¿no es así?

—¡Yo preferiría que usted fuera mi caballo! —exclamó uno de los hombres mirándola de reojo.

Joanna se quedó quieta, pues seguramente no había entendido bien. Pero cuando el hombre más grande le escupió a los pies de manera agresiva, mientras que los otros soltaban una carcajada no demasiado amable, Joanna comenzó a reconsiderar su conclusión. ¿Habría caído en manos de unos bandidos?

Joanna se reprendió a sí misma por su propia estupidez. ¡Claro que había caído en manos de unos bandidos! Obviamente éstos no eran caballeros honestos, interesados en ayudarla. A menos, claro, que su primera suposición fuera correcta: estos hombres podían ser revolucionarios de verdad.

La muchacha volvió a sonreír, tratando de parecer más relajada de lo que en realidad se sentía.

—Caballeros, ¿son ustedes bóxers? Yo venía precisamente en busca de ustedes. Quiero contribuir a su causa.

Uno de los hombres hizo un gesto con el puño y a continuación lo movió de manera vulgar.

—¿Busca usted a los bóxers? —preguntó y todos sus compañeros se rieron.

Joanna suspiró.

—Busco a los «Puños rectos y armoniosos». Pero si ustedes, señores, no son parte de ese honorable grupo, entonces tal vez me he equivocado. Si me disculpan… —Joanna trató de pasar al lado de los hombres, pero ellos no se movieron. De hecho, un hombre bajito y nervudo de puños grandes la empujó bruscamente hacia atrás.

—¿Qué sabe usted de los Puños? —preguntó.

—Sé que son maravillosos, grandes hombres que intentan derrocar un gobierno opresor para obtener la libertad para todos. —Joanna sabía que era muy arriesgado pronunciar esas palabras en voz alta, pero había visto algo a través del agujero de la camisa de uno de los hombres: un sencillo amuleto con el dibujo del puño de un hombre. Definitivamente ese hombre debía de ser un bóxer. Lo que significaba que lo único que tenía que hacer era apelar a sus ideales políticos —. También sé que los Puños retos tienen amuletos que los protegen de las balas. Como ése. —La muchacha sonrió y levantó las manos en gesto de súplica —. Quiero convertirme en una Linterna Roja dijo, refiriéndose al grupo de mujeres que apoyaban los bóxers.

Los hombres se miraron unos a otros, obviamente asombrados por el hecho de que ella supiera tanto. En realidad Joanna sólo estaba repitiendo lo que había escuchado a escondidas de lo que los sirvientes chismorreaban y murmuraban en secreto, pero por la cara que los hombres pusieron parecía que había supuesto correctamente.

Y luego, casi al mismo tiempo, todos soltaron una carcajada. Joanna sintió que las risotadas y los gestos de burla la golpeaban como piedras.

—Ningún maldito fantasma puede brillar con luz roja. Eso los mataría —dijo uno de los hombres en clara referencia a la creencia china de que los blancos eran como fantasmas.

Joanna tragó saliva, molesta pero no sorprendida por los prejuicios de estos hombres sobre los blancos.

—Déjenme intentarlo. Se lo demostraré.

Los hombres rieron todavía más alto y los rostros adquirieron una apariencia más cruel y vulgar que antes.

—Nosotros somos quienes vamos a probarle a usted. Creo…

—Tengo dinero —los interrumpió Joanna, alzando la voz debido a los nervios. Claramente ésta no era la gente que ella buscaba —. ¿Quieren dinero? Sólo llevo conmigo dinero inglés, pero, si lo quieren, es suyo. Sólo necesito que me ayuden a regresar a donde está mi criada y allí gustosamente les daremos mucho más en dinero chino. —La muchacha comenzó a rebuscar en el bolso.

El hombre más grande le dio un golpe en la mano y tiró al suelo el pequeño monedero.

—¡Nada de dinero maldito! —exclamó. Aparentemente el dinero le resultaba realmente repulsivo, pero otro de sus amigos no desperdició ni un minuto para atrapar las monedas desperdigadas.

—Entonces, ¿qué es lo que quieren?

—¡Que se mueran los demonios!

Joanna dio un paso hacia atrás debido a la confusión. Desde luego que entendía lo que el hombre quería decir, pues los chinos tenían muchos y distintos nombres para la gente blanca: fantasmas, bárbaros y demonios, entre otros, y ninguno de ellos era muy halagador. Pero ¿por qué querrían matarla estos hombres?

—Yo no soy nada aquí. Una chiquilla estúpida que ni siquiera se ha casado. Ustedes no sacarían nada con matarme, sólo atraerían más demonios extranjeros con armas. —Joanna cambió de táctica tratando de parecer más seria —. Les juro que, si me dejan ir, convenceré a mi padre de abandonar este país. —Era una propuesta absurda, pues ella bien sabía que no iban a aceptar. Pero se le estaba acabando rápidamente todo lo que tenía para ofrecer y necesitaba ganar tiempo hasta que se le ocurriera algo más.

Lo malo era que los hombres no estaban muy interesados en esperar. El que estaba más cerca, un hombre alto y delgado que olía a ajo, la agarró del brazo y le dio un empujón. Ella forcejeó, pero no pudo mover el otro brazo; uno la había agarrado y otro le estaba rasgando la ropa.

Joanna gritó. De hecho, empleó toda su fuerza en un sonido que pudiera llegar hasta Shanghai. Pero incluso ese esfuerzo fue interrumpido por un golpe, un puñetazo en el estomago. La muchacha se quedó sin aire y las rodillas se le doblaron. Luego recibió otro golpe en la cabeza, que le resonó por todo el cráneo nublándole la mente al mismo tiempo que…

Al mismo tiempo que comenzaron a suceder cosas terribles.

Luego se detuvieron. Simplemente se detuvieron.

Joanna abrió los ojos y lo único que pudo ver fue un remolino oscuro que arrojaba a sus atacantes hacia todas partes. Era como un tornado, una fuerza oscura que daba vueltas, atrapando a la gente y tirándola lejos como si fueran de papel.

Pero nada de aquello era posible. Dios no actuaba de esa manera. Sin embargo…

Joanna parpadeó mientras se arrastraba hacia atrás y trataba de arreglarse la ropa rasgada. ¿Qué era lo que estaba viendo?

Un hombre. Un hombre chino vestido con pantalones oscuros y una camisa blanca. Tenía un sombrero rustico que salió volando mientras se movía y dejó al descubierto una cabeza rapada. El hombre estaba peleando contra sus atacantes, pero de tal manera que Joanna apenas podía distinguir sus movimientos.

Joanna había visto peleas de boxeo. Era uno de los deportes que más le gustaban a su padre. Pero esto era distinto. Su salvador peleaba con la mano abierta y extendida. Y también usaba los pies. Las manos cortaban como hachas; las patadas eran como golpes de martillo. A su lado, los atacantes de Joanna parecían juguetes que el viento arrastraba.

Todo terminó en un momento. Sus atacantes salieron huyendo, corriendo o cojeando, lo más rápido que pudieron. Segundos después, Joanna oyó a lo lejos el eco de los cascos de sus caballos. Pero mantuvo los ojos fijos en su salvador. Todavía le costaba trabajo verlo como un hombre y no como una fuerza sobrenatural. En especial cuando se acercó a ella con una expresión de ira tan sombría como sus ojos.

Luego el hombre pronunció unas palabras, un suave murmullo en dialecto mandarín. Pero ella no conocía ese dialecto, así que trató de preguntarle si él hablaba el dialecto de Shanghai o si al menos podía decirle quién era. ¿Un ángel? ¿Un mago chino? ¿Un revolucionario? Eran preguntas ridículas, pero de todas maneras no importaba porque Joanna no pudo articular palabra.

Y ¿por qué estaba temblando?

El hombre la miró de arriba abajo sin perder detalle. Tan poderosa era su mirada que ella habría retrocedido de haber tenido fuerzas. En cambio, la mirada del hombre atrajo su atención hacia una herida que tenía en la pierna, otra que tenía en el brazo y hacia un corte profundo en la barbilla. Su traje de montar favorito estaba rasgado en una docena de lugares y la cabellera castaña clara le caía desmadejada sobre los ojos.

Estaba hecha un desastre y, sin embargo, Joanna no podía concentrarse en otra cosa que no fuera el hombre que tenía enfrente. Se estaba alejando de su lado y ella no pudo reprimir un extraño sonido que se le escapó de la garganta, un sonido de pánico terrible, casi animal, que le costó trabajo creer que hubiese salido de ella. Pero era cierto que había salido aunque el hombre no le prestó atención porque siguió caminando. Pasó un momento antes de que la muchacha se diera cuenta de que el hombre se dirigía hacia un rollo de tela que había en el suelo. Aparentemente sólo quería recuperar su morral y su sombrero.

Joanna observó al hombre recoger sus cosas y descubrió la hermosa elegancia de sus modales: caminaba como deslizándose, con un movimiento de balanceo que sólo había visto en marinos muy curtidos. Sin embargo, el andar del hombre era de alguna manera diferente, se movía de una forma que era totalmente única.

Joanna tenía miles de preguntas, pero todavía no tenia voz para expresarlas. Así que se quedó en silencio mientras comenzó a notar que los músculos le dolían debido a la postura que había adoptado, estaba enrollada sobre sí misma. Luego, mientras lo observaba, el hombre sacó una manta del fondo de su pesado morral. Era delgada y burda, la manta de un hombre pobre, pero ella se sintió mejor que nunca cuando él se la puso alrededor de los hombros.

Joanna se dio cuenta de que la manta tenía el mismo olor del hombre. Por eso aspiró profundamente para atrapar el poder del hombre dentro de los pulmones. Su mente consciente identificó el olor de algunas hierbas chinas y el aroma del clima frío, aunque no supo qué significaba eso exactamente. Pero, sobre todo, la muchacha cerró los ojos y sintió cómo se deslizaba la calma dentro de su alma, una tranquilidad que rara vez había experimentado.

—Gracias —dijo en dialecto de Shanghai. Ni siquiera se dio cuenta de que había hablado hasta que oyó la pregunta del hombre, esta vez en el dialecto que ella entendía.

—¿Está herida?

Joanna no quería responder a esa pregunta. Realmente no quería pensar en las heridas y los moretones que le había causado lo que acababa de ocurrir. Pero los recuerdos le llegaron de todas formas y la muchacha comenzó a temblar.

—Ya se fueron —afirmó el hombre con confianza —. Estará segura conmigo.

Joanna levantó la vista hacia él, cautivada por su mirada. Vio cómo se expandían las pupilas negras de los ojos del hombre e irremediablemente se sintió atraída hacia él. El hombre la observaba con total atención, sin parpadear siquiera, mientras parecía tratar de infundirle su fuerza. Así que ella se envolvió en ese pensamiento, en esa sensación, con más fuerza que dentro de la manta.

—¿Lo promete? —susurró —. ¿Me mantendrá a salvo? —La voz le salió con un tono tan agudo que la muchacha se sintió avergonzada. Sin embargo, no pudo cambiarla porque se sentía como una chiquilla desesperada que necesitaba que la protegieran. O una mujer que necesitaba tener a su salvador, a su fuerte y varonil salvador, cerca de ella.

Luego Joanna comprobó que el rostro del hombre se relajaba. Por primera vez desde que apareció, adquirió una expresión humana. Se arrodilló junto a ella. Joanna siguió mirándolo sin apartar los ojos de él ni un instante hasta que estuvieron casi frente a frente.

—La mantendré a salvo —prometió el hombre. Luego le puso la mano sobre el hombro. Fue un gesto sencillo, pero que pareció envolverla en un viento cálido y extraño que su alma fría americana recibió con placer.

Joanna volvió a respirar profundamente y por fin aflojó la manta.

—Gracias —susurró y unos minutos después descubrió que era capaz de hablar normalmente otra vez —. No estoy herida —dijo con firmeza, tanto para tranquilizarse a sí misma corno para informar al hombre —. No tuvieron tiempo de… Usted llegó antes de que… —Joanna tragó saliva mientras buscaba las palabras correctas, pero él la detuvo.

—Lo entiendo. —Luego Joanna sintió que el cuerpo del hombre se ponía tenso mientras miraba alrededor —. ¿Es ése su caballo?

Joanna miró en la dirección que el hombre le mostraba y vio a Octavia olisqueando tranquilamente el pasto seco. La yegua estaba erguida, con la pata lastimada levantada, y Joanna volvió a sentirse culpable. Su impetuosidad había lastimado a la yegua, la había puesto en peligro a ella misma y había involucrado a este hombre en una terrible pelea.

—Lo siento tanto —susurró Joanna mientras miraba a su salvador —. Ella está herida y… —Tragó saliva de nuevo al observar una herida profunda en la mandíbula del hombre —. Y también usted. —Luego trató de ponerse de píe, decidida a no causar más problemas.

Él la ayudó a levantarse, pero, cuando ella trató de devolverle la manta, el hombre negó con la cabeza.

—Todavía no se ha calentado suficientemente —le advirtió. Y justo en ese momento, mientras él estaba allí a su lado, Joanna sintió en su voz un tono de rabia soterrado. Era una rabia contenida, que había estado allí desde el comienzo.

—Su mandíbula… —comenzó a decir Joanna, pero no terminó la frase porque no supo qué agregar.

El hombre frunció el ceño y se tocó la mejilla como si justo en ese momento se diera cuenta de que lo habían golpeado.

—Voy a ver a su caballo. —El hombre caminó rápidamente hasta donde estaba Octavia y comenzó a hablarle en chino con suavidad. De hecho, parecía como si las palabras que dirigía al caballo fueran más cálidas que las que le dirigía a ella.

Joanna se detuvo abruptamente. ¿Qué estaba pensando? No era posible que tuviera celos de la yegua sólo porque su salvador estuviera dedicando un poco de atención a Octavia. Su actitud era ridícula; sin embargo, la sinceridad la obligó a reconocer que era cierto. Joanna quería acaparar toda la atención de este hombre sólo para ella. ¡Y" eso la convertía en una criatura terriblemente mimada! Después de todo, ella estaba bien. Octavia, en cambio, estaba herida.

Así que Joanna se esforzó por comportarse de la mejor manera posible mientras caminaba hasta donde estaba la yegua.

A menudo Octavia se comportaba de manera asustadiza. Por eso Joanna se sorprendió al ver que el caballo ni siquiera parpadeó cuando el hombre comenzó a acariciarle el cuello. Seguía hablando en chino y en voz baja, pero demasiado rápido para que Joanna pudiera entender. Sin embargo, aparentemente Octavia sí entendía. La yegua resopló una vez y luego se quedó quieta mientras el hombre le pasaba las manos por la herida y luego seguía bajándolas por toda la pata hasta el casco. Los susurros se fueron haciendo menos audibles a medida que se movía y Joanna dio un paso atrás para dejarle más espacio.

La muchacha pensó que el hombre no tenía mucha experiencia con los caballos. Su manera de tocar la yegua parecía vacilante y lenta, muy distinta de los movimientos seguros de los mozos de cuadra que empleaba su padre. Pero a Octavia parecía gustarle este hombre, e incluso cerró los ojos hasta casi dormirse, mientras que su piel se calmaba y toda ella se quedaba quieta.

No había nada que el hombre pudiera hacer para ayudar a Octavia; Joanna ya sabía que la única esperanza de la yegua era una combinación de reposo y emplastos, pero, cuando comenzó a decirlo, el hombre parecía tener tal aire de concentración que ella no quiso perturbarlo. Así que esperó en silencio, observando y tratando de no sentir celos mientras él mimaba a la yegua con caricias largas y calmantes.

Joanna se quedó mirando la cabeza rapada del hombre, que estaba llena de polvo, y por fin su mente comenzó a funcionar de manera adecuada y así logró entender que debía de tratarse de un monje. Los monjes eran los únicos hombres en China a los que se les permitía cortarse la larga coleta que simbolizaba la obediencia hacia el Imperio Qing.

La muchacha frunció el ceño. No sabía de la existencia de ningún monasterio en los alrededores. Pero luego observó que la cabeza del hombre no estaba totalmente afeitada. Lo que inicialmente había asumido que era tierra era en realidad la sombra del pelo que comenzaba a crecer y que le cubría la cabeza de una suave pelusa. El hombre debía de estar viajando. Ésa era la única razón posible por la cual se le permitiera dejarse crecer el pelo.

Joanna estiró la mano movida por la urgente necesidad de tocar la cabeza del hombre, de sentir el pelo que estaba saliendo. ¿O acaso sólo quería tocarlo? Volver a conectar con este hombre tan asombroso. Cualquiera que fuera el motivo, la muchacha se detuvo y encogió la mano en un puño para evitar hacer un gesto tan grosero.

Luego, de repente, el hombre terminó su tarea.

Tenía levantado el casco de Octavia y ahora lo estaba colocando con cuidado en el suelo. La yegua cambió enseguida de posición y apoyó el peso sobre la pata herida al tiempo que resopló algo que sonó como una aprobación. Joanna se quedó perpleja, sin poder hacer otra cosa que afirmar lo obvio.

—¡Está mejor!

—Tiene un qi fuerte. Es un buen caballo. —Luego el hombre se puso de pie y apoyó la mano sobre Octavia, de la misma manera que minutos antes había tocado a Joanna.

Joanna protestó.

—Pero si estaba herida. Realmente herida. Pensé que… Temí que mi padre…

—Se recuperará. —El hombre se quedó mirándola —. Pero a usted deberían azotarla.

Joanna retrocedió desconcertada. No importaba que ella misma hubiera estado pensando eso mismo hacía sólo un instante. Este hombre no tenía derecho a hablarle de esa manera.

—¡Cómo se atreve! —exclamó.

El hombre abrió los ojos. Aparentemente a él tampoco ninguna mujer se había atrevido a hablarle nunca de esa manera. Pero su asombro se disipó casi antes de que ella, entendiera su reacción. De repente se alzó sobre ella con todo el cuerpo tenso a causa de la furia.

—Me atrevo —gruñó — porque ella es una criatura valiosa. No es un juguete ni una mascota. Y a las mujeres hay que enseñarles a tratar a esos seres antes de que los destruyan con su estupidez.

—¡Yo sé cómo tratar a mi caballo! —afirmó tajantemente Joanna, más irritada con ella misma que con él. El hombre era apenas unos centímetros más alto que ella; su ropa lo identificaba como un miserable campesino y, sin embargo, ella se sintió intimidada hasta lo más profundo. Tan intimidada que se enfrentó a él con cada fibra de su ser a pesar de ser consciente de que había actuado de manera irresponsable.

A continuación Joanna le dio la espalda. Se quitó la manta que le había dado el hombre y la dobló con cuidado mientras decía:

—Gracias por su ayuda. Si me da su nombre y su dirección, me aseguraré de que sea bien recompensado.

—Déme su caballo.

Joanna levantó la cabeza y, acto seguido, la manta se le cayó de las manos.

—¿Perdón?

El hombre estaba frente a ella con las piernas abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho.

—Usted quiere pagarme el favor y yo le pido que me dé su caballo maltratado.

Joanna giró la cabeza para mirar a su yegua, que se quedó quieta y alerta, sin mordisquear siquiera la hierba, mientras esperaba con paciencia, como si estuviera lista para ser entregada. Luego la joven volvió a mirar al hombre.

—¡Octavia no es una yegua maltratada! —exclamó.

—Si fuera como usted afirma, entonces no estaría herida.

—No está herida —De hecho, en ese momento parecía como si Octavia pudiera soportar el peso de un jinete. Joanna no iba a arriesgarse, pero el caballo realmente parecía tan sano como siempre.

El hombre no cejó en su empeño.

Usted me debe un favor. Usted misma lo dijo. Y yo quiero su caballo. Es un trato muy sencillo.

—Sería un trato de lo más ridículo —replicó Joanna — Usted ni siquiera se las arregla para alimentarse o vestirse —No podría atender un caballo. —Mientras pronunciaba estas palabras, recogió la manta del suelo y se la tiró de cualquier manera al hombre. Él la atrapó en el aire y volvió a doblarla hasta convertirla en un rollo pequeño y suave.

Luego encogió los hombros.

—Me encargaré de que tenga un buen hogar.

—Ella ya tiene un buen hogar —contestó Joanna, al fin había reunido el valor necesario para tomar las riendas de la situación. Su intención fue pasar frente al hombre moverse tan rápido como pudiera avanzar la yegua, pero el hombre la detuvo levantando una sola mano. No la toco, pero Joanna sintió que era incapaz de desafiarlo físicamente.

—Hay bóxers por aquí cerca. ¿Quiere estar desprotegida otra vez?

Todo el cuerpo de Joanna se estremeció al escuchar la velada amenaza del hombre y sintió un latigazo bajar por su columna.

—¿Es eso lo que quiere? —insistió el hombre.

—¿Entonces usted no es…? —Joanna tragó saliva —. ¿Usted no es miembro de los Puños rectos y armoniosos?

El hombre se irguió como si hubiera recibido un golpe.

—Soy un Qing leal.

—Claro, claro —lo calmó Joanna —. Pero esos hombres… Ellos no podían ser… —Dejó el final de la frase en el aire. No era posible que esos hombres fueran revolucionarios. No cuando habían actuado como una banda de sucios ladrones.

—Lo eran —confirmó el hombre secamente —. Y usted es una tonta por haber pensado otra cosa.

Joanna asintió demasiado perturbada para discutir. Se rindió ante lo que parecía el fin de su propósito de llevar la libertad norteamericana a los combatientes chinos. Ciertamente no se podía arriesgar a buscar a esos hombres otra vez. La sola idea la sumió en un estado de temblores y vulnerabilidad como el que estaba sufriendo cuando el hombre la encontró. Lo único que podía hacer para calmarse era seguir hablando, discutiendo con ese hombre. Si seguía hablando, era posible que no se derritiera hasta convertirse en un charco de terror.

—Por favor, señor —suplicó con un tono tan neutro como pudo expresar —, venga a mi casa. Comprobará que nuestros caballos están bien cuidados.

Al principio el hombre no respondió y Joanna se sorprendió a sí misma moviéndose de manera nerviosa mientras esperaba. No quería quedarse sola por esos caminos. No quería quedarse desprotegida otra vez. Y a pesar de la arrogancia del hombre tenía una extraña necesidad de estar cerca de él, de saber más de él, de… Joanna se detuvo aterrada por sus pensamientos. Estaba segura de que no quería hacer eso con él. Pero sí quería. Y parecía un deseo muy fuerte, que podía llegar a dominarla.

Gracias a Dios el hombre eligió ese preciso momento para hablar y así interrumpió el asombroso descubrimiento que acababa de hacer Joanna.

—Iré —dijo secamente —. Pero sólo para asegurarme de que usted recibe los azotes que merece.