Capítulo 7

Joanna mantuvo los ojos bien abiertos mientras dos «sirvientes» la escoltaron desde la habitación a lo largo de la enorme casa de la Tigresa. Sólo eran dos guardias, pero ambos eran bastante grandes y aparentemente listos para cumplir órdenes.

Al menos le dieron tiempo de vestirse con unos pantalones sueltos y una camisa de trabajo antes de conducirla al lugar donde tomaría sus lecciones. De otra manera, habría estado en ese momento caminando por ese hermoso lugar apenas vestida con una bata.

Puesto que sólo había visto su habitación y el pasillo al otro lado de la puerta, Joanna no se había dado cuenta de lo grande que era todo el complejo. Ahora veía también una casa enfrente, más allá de la cual seguramente debía de estar la calle. Eso convertía la construcción que estaba a su derecha en el edificio principal, donde eran recibidos los visitantes. Pero detrás había un jardín largo y rectangular, rodeado de otros cinco edificios, dos a cada lado y otro al final. Eso sumaba un total de seis edificios, todos dominados por la Tigresa Shi Po.

¿Cómo es que esta poderosa mujer vivía en Shanghai y Joanna nunca había oído hablar de ella? La pregun ta era ridícula, claro. Aunque Joanna y todos los otros extranjeros habían hecho de Shanghai su casa, ciertamente no interactuaban con los nativos. La mayoría de los caucásicos casi ni se daban cuenta de que había unos chinos que les preparaban el baño, les servían la comida e incluso manejaban su casa. Los asiáticos sólo eran los criados y China, una inmensa tierra llena de oportunidades, donde cualquiera podía hacer fortuna.

Un gran sabio o una rica emperatriz podían vivir justo al lado de los territorios extranjeros y ninguno de los amigos de Joanna lo sabría.

Pensar en eso la hacía sentir humillación y vergüenza. ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo en China sin fijarse en el enorme país que la rodeaba? Peor aún, Joanna era considerada por todos los que la conocían como una experta en China. Después de todo, podía leer y escribir en chino y había sido educada durante casi diez años por una niñera china. Además, escuchaba los chismes de los criados siempre que podía. ¿Qué más se podía saber?

Muchísimas cosas, claro, y por eso Joanna mantuvo los ojos y los oídos bien abiertos mientras caminaba con esas sandalias recién estrenadas por hermosos senderos llenos de color, que serpenteaban por un enorme jardín. A mano derecha alcanzó a ver grandes y brillantes peces de colores que nadaban en un profundo estanque. A mano izquierda, un ave cantora esponjaba las plumas en una jaula. Pero no veía por ningún lado señales del marido de la Tigresa, el hombre amable —Kui Yu era su nombre, según le habían dicho — que se había ofrecido a ayudarla a marcharse si todavía deseaba irse por la mañana.

Pues bien, sí lo deseaba. Pero ¿cómo podría decirlo con dos guardias a su lado, el manchú detrás de ella, a quien acababa de prometerle obedecer, y la Tigresa Shi Po esperándola en algún lugar para «comenzar sus lecciones»?

Sin esperanza alguna, Joanna decidió seguir a los guardias, manteniendo los ojos y los oídos bien abiertos, mientras el corazón le latía de manera acelerada en el pecho. ¿Exactamente qué clase de lecciones la esperaban?

Joanna echó un vistazo a su lado. Ni siquiera sabía su nombre, pero de alguna manera el falso monje se había convertido en su aliado, en la persona en la que podía confiar. Y justo en ese momento parecía tranquilo, satisfecho y totalmente bajo control. Sólo cuando Joanna lo miró a los ojos pudo ver en ellos un destello de inseguridad.

Rápidamente el hombre escondió su nerviosismo tras una sonrisa. Estaba tratando de transmitirle seguridad a ella, lo cual era estúpido. Los guardias eran hombres enormes y estaban armados con cuchillos. Incluso a pesar de sus impresionantes destrezas en el arte de la lucha, estaban en peligro. En especial teniendo en cuenta que había más guardias al otro lado del jardín.

No obstante, Joanna se sintió tranquila al observar la sonrisa del hombre e hizo también un esfuerzo para devolverle el gesto con la misma resolución, incluso logró mantener esa expresión hasta que llegaron a un salón de baile.

En realidad no era un salón de baile, pero había tanta gente reunida en él que eso fue lo que Joanna pensó. Sobre todo porque no había ningún mueble en el salón, excepto un par de asientos sencillos que estaban apoyados contra la pared lateral. El suelo era de suave madera pulida. Las paredes estaban adornadas con pendones, pero Joanna no tuvo tiempo de descifrar las palabras. En lugar de eso, empleó el tiempo del que disponía para observar la cara de la docena o más de hermosas mujeres que se apiñaban en un círculo diminuto en el centro de la habitación.

Hablaban con entusiasmo y su conversación en chino hacía que el salón pareciera más un mercado que un salón de baile. Pero, cuando Joanna entró, todas se quedaron calladas y se giraron al mismo tiempo para examinarla. Aunque luego se dio cuenta de que tal vez su intención, más que examinarla a ella, era examinar a su hombre.

Joanna se sobresaltó al pensar en eso. Él no era su hombre y, sin embargo, en cierta forma se sentía dueña de él, aunque había sido él quien la había dejado sin voz. Incluso se negó a que los separaran cuando se enfrentó a la mirada curiosa de todas y cada una de las mujeres que había en la habitación.

Estas estudiantes para Tigresas, porque eso fue lo que Joanna supuso que eran, tenían distintas edades. La más joven debía de ser apenas una adolescente, pero la mayor parecía bien entrada en los cuarenta. Tenían el pelo recogido con una cinta, lo que permitía que los largos mechones lisos colgaran de forma armoniosa por la espalda. Todas, incluso la mayor, tenían una piel dorada y lozana que brillaba casi con la misma luz de sus ojos oscuros. No todas llevaban maquillaje. Unas llevaban ropa lujosa; otras, un vestido raído. Algunas tenían los pies diminutos según la costumbre china de vendar los pies a las niñas; otras, no.

Todas notaron la actitud posesiva de Joanna y su reacción pasó en un momento de la sorpresa a la indignación y el desprecio.

Joanna lo entendió. Había sobrevivido durante mucho tiempo en la sociedad de Shanghai como para no reconocer los síntomas. La consideraban una bárbara, una salvaje, una mendiga y una tonta. Ella no tenía derecho a tener un hombre chino y mucho menos a éste, aunque Joanna se preguntó si alguien reconocía la verdadera identidad de su acompañante.

En todo caso, no hubo mucho tiempo para seguir haciendo esa evaluación. La Tigresa Shi Po entró en el salón, caminando lentamente sobre unos pies vendados. Llevaba la misma ropa suelta que los demás, sólo que en ella parecía majestuosa. Hermosa. Inspiradora.

Las otras mujeres se arrodillaron enseguida y se inclinaron ante ella, apoyando la frente contra el suelo. Joanna, desde luego, no hizo nada. Ella no era china y no tenía ningún interés en golpearse la cabeza contra el suelo como señal de respeto hacia su carcelera. Así que permaneció de pie, al igual que el mandarín, mientras que los guardias desaparecieron en dirección a la puerta.

La Tigresa observó a las mujeres mientras se incorporaban y se organizaban rápidamente en filas, aunque permanecían con la mirada baja y la cabeza inclinada en señal de respeto hacia su instructora. Shi Po no se movió hasta que todo estuvo en su sitio; luego avanzó suavemente hasta detenerse delante de Joanna. Tenía una mirada fría y el porte altanero. La Tigresa inspeccionó a Joanna y, aunque ella no quería nada de esta mujer, sintió que el corazón comenzó a latirle aceleradamente en el pecho. De repente tuvo conciencia de su trenza en desorden, de la ropa que no le quedaba bien y de cada uno de los defectos de su cuerpo y su alma.

En realidad se necesitaba tener mucho carácter para quedarse quieta, mirando a la Tigresa a los ojos, pero Joanna lo logró. Echó mano de su orgullo. Los chinos creían que los blancos eran bárbaros. Así que Joanna se propuso mostrarles a una mujer americana que podía medírseles cara a cara.

Como si entendiera el tácito desafío, Shi Po sonrió. Torció ligeramente los labios y una chispa de burla le brilló en los ojos.

—Muy bien —dijo con una voz melódica que, no obstante, atrajo la atención de todo el mundo —. Hoy veremos si una bárbara blanca es capaz de aprender. —Señaló un lugar en la última fila —. Usted se quedará allá. Observe. Aprenda. Y, si es capaz, siga los movimientos.

El desafío resonó en todo el salón y Joanna levantó la barbilla, decidida a realizar cualquier tarea que le enco mendaran. En otro momento habría cruzado los brazos y se habría negado a cooperar, pero acababa de prometer al monje que haría todo lo posible por parecer dócil, así que se dirigió hacia el sitio que le había señalado.

Entretanto, Shi Po encaminó sus pasos hacia el monje.

—El ejercicio del cuerpo fortalece la mente. Como Shaolin lo entiendes, ¿no?

El monje asintió.

—Entonces puedes realizar tus ejercicios allá. —Shi Po señaló una esquina del salón, una zona desocupada donde sólo había otros dos criados, uno a cada lado de una ventana de papel. Luego se deslizó hacia las filas de mujeres, aplaudió y dijo —: El qi se fortalece con cada estimulación.

Las mujeres, al unísono, repitieron sus palabras.

Luego Shi Po volvió a decir:

—Tragar por arriba y vibrar por abajo concentran el qi.

Nuevamente el coro de mujeres repitió las palabras de la Tigresa.

—El continuo refinamiento de estas técnicas armonizará el qi. Cuando el qi circula, tiene lugar la iluminación. Los antiguos decían: «Cómete al dragón para mover al tigre, absorbe al dragón para iluminar al tigre».

La charla siguió durante veinte minutos mientras Joanna se esforzaba por entender. Podía seguir las palabras, pero la mayoría se nutría de una extraña imaginería. ¿Qué era exactamente el rocío de una Tigresa? ¿O la nube de un dragón? Obviamente estas mujeres lo sabían y Joanna sintió un agudo deseo de averiguarlo también.

Luego, con la misma rapidez con que comenzó, la recitación terminó. Shi Po gritó:

—Tigresas, tuerzan la cola hacia abajo.

Con un golpe fuerte la mujer estiró los brazos y los colocó a los lados del cuerpo, de manera que las manos quedaron haciendo presión contra los muslos. Alrededor de Joanna, las otras mujeres hicieron lo mismo. Luego tomaron aire al mismo tiempo y juntaron las palmas de las manos frente al corazón. Después cada una movió los bracos trazando tres elegantes círculos alrededor de la cara y la cabeza. Cada círculo era más grande que el anterior y el tercero terminó en la primera posición. Sin interrupción, el movimiento se convirtió en un número ocho que fluía fácilmente a medida que los cuerpos y los brazos de las mujeres se ajustaban al movimiento.

Joanna se dedicó un rato a observar y notó que el cuerpo de la estudiante de más edad era casi tan flexible como el de la más joven. Trató de pensar en una mujer blanca que pudiera moverse con tanta gracia, pero no encontró ninguna. Los corsés y los polisones ciertamente no contribuían a estimular la flexibilidad. Pero ¡qué cinturas tan diminutas tenían estas mujeres! Sólo en ese momento, cuando la figura del número ocho se convirtió en el dibujo de una letra s que se retorcía, Joanna se dio cuenta de lo esbelto que podía volverse un cuerpo con este ejercicio.

Las mujeres siguieron con su movimiento un rato más hasta que por fin se detuvieron en la parte inferior del ejercicio. Todas las damas estaban coloradas y el salón, que antes estaba fresco, se había calentado considerablemente. Joanna pensó que habían terminado, pero enseguida Shi Po volvió a gritar:

—Tigresas, tuerzan la cola hacia arriba.

Así que volvieron a empezar, sólo que esta vez las palmas trazaban un número ocho al que le había salido otra barriga. Las manos de las mujeres, apoyadas firmemente una contra la otra, daban una vuelta alrededor de las rodillas, el torso y luego la cabeza para bajar enseguida girando hacia el otro lado. Era una imagen hermosa y Joanna casi se dejó absorber por la pura admiración de las tres filas de mujeres, cuyos cuerpos hacían una demostración de flexibilidad y tono muscular.

Después de dos circuitos más las mujeres finalmente se detuvieron y llevaron las manos nuevamente al pecho antes de dejarlas caer a los lados.

Joanna esperaba que todas terminaran sin aire. De hecho, al mirar al grupo vio que algunas de las más jóvenes estaban jadeando. Pero no era el caso de las mujeres mayores, y ciertamente no era el caso de Shi Po. En especial, Shi Po, que fijó los ojos de acero en Joanna.

—Ahora usted lo hará con nosotras —ordenó. Luego se irguió y miró con desprecio a las estudiantes más jóvenes —. Tigresas, tuerzan la cola hacia abajo.

Y así comenzó. Joanna se esforzó cuanto pudo para seguir el paso. Después de todo, era más joven que la mayoría de las mujeres que había ahí, estaba en bastante buena forma debido a sus diarios paseos a caballo y había estudiado anatomía básica. Debería ser capaz de realizar fácilmente una serie de giros y vueltas sencillas. El ejercicio no podía ser tan difícil de realizar.

Pero sí lo fue. Las caderas no se movían en la dirección correcta, siempre estaba a punto de caerse y no podía mantener las manos juntas. Algunas de las mujeres ni siquiera tenían el pelo recogido, así que éste parecía una hermosa lluvia brillante sobre la espalda. Pero a Joanna la trenza se le vino enseguida a la cara y se le pegó a la piel sudorosa.

Joanna realizó todo el ejercicio tres veces, las últimas dos con Shi Po delante de ella, señalándole todo el tiempo con el dedo una parte u otra del cuerpo. Al final la Tigresa puso las manos sobre la cadera de Joanna para mantenerla firme mientras terminaba. Luego, jadeando por la garganta aún dolorida, Joanna puso por fin las manos a los lados y dio gracias a Dios mentalmente por haber terminado.

Pero no había terminado. Shi Po se quedó de pie frente a ella, esperando. Joanna frunció el ceño mientras se preguntaba qué podría querer la Tigresa; entretanto las otras damas estaban rompiendo las filas para ir a beber un poco de té de una bandeja con varias tazas. Sin pensarlo, Joanna se pasó la lengua por los labios secos, pues deseaba desesperadamente tomar algo. Sin embargo, cuando se movió hacia la bandeja, la Tigresa chasqueó los dedos.

—¡No! Las tigresas tuercen la cola cuatro veces. —Luego entrecerró los ojos con mirada inquisitiva —. A menos que esté muy enferma para hacerlo.

Por nada del mundo Joanna estaba dispuesta a admitir una debilidad. Así que se enderezó y decidió realizar el ejercicio una última vez sin el beneficio de seguir a nadie.

Fue una experiencia espantosa. A pesar de que recordaba los movimientos, constantemente olvidaba mover el codo o poner la cadera o la cabeza en la posición correcta. Lo único que lo hizo soportable es que la mayor parte de la clase no estaba observando. Sus miradas se habían deslizado hacia el otro lado del salón, hacia el monje y sus ejercicios de Shaolin. Cuando Joanna terminó, todas las mujeres, excepto ella y Shi Po, estaban reunidas en un semicírculo, mirando al mandarín con ojos insinuantes.

Shi Po lo notó enseguida. ¿Cómo no hacerlo cuando toda la clase estaba prácticamente babeando? No es que el monje no fuera un hombre hermoso, cubierto de sudor. A pesar de estar cansada e irritada, ni siquiera Joanna pudo evitar dirigir la mirada hacia el falso monje mientras realizaba lo que parecía una mezcla de danza y abruptos movimientos de lucha.

Los movimientos del hombre eran suaves y controlados. Sus rasgos eran poderosos. Y los músculos vibraban debajo de la piel representando una hermosa danza. Era un hombre en todo su esplendor. Y, sin embargo, era mucho más.

Porque lo que más atraía la atención de Joanna no era los músculos esculpidos, ni la piel bronceada, ni siquiera la gracia y la elegancia con que se movía. Lo que de verdad fascinaba a Joanna y la atraía como una luz a una polilla era los ojos del hombre, esos ojos oscuros y penetrantes, que parecían ver a través de ella. Todos y cada uno de los movimientos del hombre tenían un propósito, como si todo su ser estuviera absorto en los ejercicios. Y ese ser totalmente concentrado en su tarea creaba un centro de poder y energía que la abrumaba y la seducía al mismo tiempo. En una palabra, el monje era asombroso, Joanna sintió que la boca se le secaba de deseo.

—Miren al monje Shaolin en toda su gloria —pidió Shi Po sin rastro de burla. De hecho, sonaba a hechizada, llena de admiración, incluso celosa —, ¡Qué qi tan maravilloso! Puro yang masculino en todo su poder, fortaleciendo un qi que resplandece como el sol. Él puede destruir a sus enemigos con ese poder. Derrumbar muros de piedra con un solo golpe. —Luego la Tigresa bajó la voz —. Pero con eso no puede alcanzar el Cielo. Sin nuestro yin femenino está encadenado a la Tierra.

Las palabras de Shi Po resonaron en todo el salón. El monje no dio señal alguna de haber oído. No interrumpió sus movimientos aunque el sudor le surcaba ya el cuerpo. Y luego, con un movimiento elegante, terminó su tarea. Juntó las manos sobre el pecho y, tal como habían hecho las Tigresas antes, las dejó caer a los lados. Solo entonces miró a las mujeres que lo rodeaban.

—Cuando el cuerpo, la mente y el espíritu están en armonía, cuando se mueven como si fueran uno solo, sin pensar ni distraerse, ciertamente estoy en el Cielo —afirmó el hombre.

Pero la Tigresa Shi Po negó con la cabeza.

—Tú estás en armonía, Shaolin. Ciertamente un magnífico y poderoso lugar para estar. Pero no estás en el Cielo. Sólo nosotras podemos llevarte allá. —La Tigresa dio un paso adelante con la cabeza ligeramente inclinada para examinarlo de pies a cabeza —. Yo podría mostrarte el camino. Al igual que muchas de estas mujeres. —Arqueó una teja en señal de desafío — ¿Quieres una pareja distinta?

Joanna se quedó tiesa y el miedo le heló la sangre. ¿Estaba a punto de ser abandonada? ¿Acaso él la abandonaría? ¿Qué sucedería entonces con ella?

El monje la miró a los ojos mientras reflexionaba sobre la oferta de la Tigresa. Nada en su cuerpo o en su expresión indicó a Joanna que él entendiera sus temores, ni le aseguró que no fuera a cambiarla por otra mujer. Si Joanna hubiese podido hablar, habría dicho algo. De hecho, dio un paso adelante para intervenir. Pero el único sonido que podía emitir era un maullido suave, un ruido agudo y felino que no le ayudaría. Y como no quería mostrarse débil frente a esas mujeres, guardó silencio y esperó. Al igual que hizo todo el mundo a su alrededor. Las otras estudiantes habían cambiado de posición al oír el comentario de la Tigresa y se habían acomodado en una serie de sutiles posiciones. Todas estaban tratando, a su manera, de captar la atención del monje.

Joanna lanzó una mirada de terror a su alrededor. Muchas de esas mujeres eran increíblemente hermosas. Todas eran expertas en cosas que Joanna no entendía. ¿Qué hombre podía negarse a eso? ¿Qué hombre elegiría a una mujer blanca y virgen en lugar de a una habilidosa cortesana?

Aparentemente, su monje. El hombre ni siquiera miró a las otras mujeres. Su mirada sólo pasó de Joanna a Shi Po y luego se clavó en el suelo. Hizo una reverencia y dijo:

—Usted ya eligió a mi pareja hace dos días. Sólo un mal estudiante descarta la elección de su tutor.

La Tigresa entrecerró los ojos y Joanna sintió que su mirada de hielo volvía hacia ella.

—Pero los apegos dificultan el ascenso al Cielo —afirmó. Luego comenzó a caminar hacia delante y alrededor del monje —. Obviamente superaste el gusto por el oro. El ansia por tener propiedades y posición… —Shi Po negó con la cabeza —. Esas cosas ya las descartaste.

Joanna aguzó la concentración. Sin duda la Tigresa sabía que el monje no era lo que parecía.

—Pero ¿qué hay del deseo por una mujer? —lo retó Shi Po.

El monje levantó una ceja y la miró.

—Mi pureza es evidente.

A su alrededor las mujeres ahogaron una risita. Incluso Shi Po se permitió una sonrisa.

—Un hombre encerrado en un monasterio sin tentaciones no es puro, Shaolin. Sólo carece de oportunidades. —Shi Po se acercó más.

Joanna vio cómo las fosas nasales del monje se hincharon al percibir el aroma de la Tigresa. Vio cómo sus ojos se entrecerraron y comenzaron a seguir los sinuosos movimientos de Shi Po. No había duda: Shi Po no sólo era hermosa, sino una perfecta seductora.

No obstante, el monje no se movió. Ni siquiera levantó un dedo a pesar de que la Tigresa parecía estar acechándolo, acercándose y luego alejándose, de manera que él sentía primero su olor y luego, cuando ella se echaba hacia atrás, tenía que moverse para seguirlo. Sin embargo, no se movió.

—¿Qué pasará con tu pureza cuando tu dragón sienta deseos y las nubes blancas quieran salir? —Shi Po se detuvo directamente frente a él con el cuerpo rígido por el desafío —. La fuerza te falló ayer y eso sólo fue un ejercicio.

—No es vergonzoso fallar —replicó el monje. Aparentemente no se sentía incómodo —. Lo que es vergonzoso es no aguantar.

La Tigresa estiró el brazo y con una de las largas uñas trazó un delicado dibujo sobre el pecho del monje. Se tomó algún tiempo y, aunque Joanna no pudo ver ningún significado en las formas que dibujó, sí vio la intención de la mujer. Shi Po estaba jugando con el monje, desafiándolo de una manera fría pero muy interesante.

—Aguantarás, Shaolin —predijo Shi Po en un susurro sensual —. Una y otra vez. Pero la sabiduría sólo se encuentra cuando uno se mantiene erguido y fuerte. Apuesto a que fallarás por decisión propia. Porque lo disfrutas. Porque el placer que sientes al hacerlo es más fuerte que el qi que te contiene. —Luego Shi Po lo empujo suavemente y le enterró las uñas en el pecho.

Si la Tigresa pensó moverlo, falló. El cuerpo del monje no se movió ni un milímetro; ni siquiera le temblaron los músculos a pesar de que en los dedos de Shi Po aparecieron pequeñas gotas de sangre. En cambio, la Tigresa sí se echó hacia atrás para dibujar el primer movimiento desbarbado que Joanna le veía.

—Entonces forma pareja con la mujer fantasma —le ordenó con un tono de rencor —. Eres tan insustancial como ella. —Y diciendo eso, Shi Po aplaudió para llamar la atención de las otras mujeres —: ¡Tigresas, ahora al revés!

Toda la escena pareció comenzar de nuevo. En el rincón el monje regresó a su entrenamiento. Frente a Joanna las Tigresas comenzaron más ejercicios que ella apenas podía dilucidar y mucho menos realizar. Se arqueaban hacia atrás hasta tocar el suelo con las manos. Se inclinaban hacia delante, doblándose hasta poner la cabeza entre las rodillas.

Joanna lo hizo lo mejor que pudo. Pero, cuando las mujeres se acostaron para comenzar a trabajar sobre el suelo, ya no pudo más. Sencillamente no tenía la flexibilidad suficiente para llevar los tobillos detrás de la cabeza. Y tampoco podía doblarse sobre sí misma hasta apoyar la barbilla contra la pelvis.

Sin embargo, lo intentó. Trató de hacer todos los ejercicios y se sintió más tranquila al ver que muchas de las otras mujeres tampoco podían hacerlos. Pero Shi Po sí podía y los hacía con una gracia que despertó en Joanna un desagradable sentimiento de envidia. Fueran cuales fueran sus defectos, Shi Po podía realizar increíbles proezas físicas.

Por fin terminó la clase. Una criada trajo agua helada y Joanna se giró para mirar el agua con desesperación. Dio un paso hacia delante, saboreando ya el fresco alivio para su garganta reseca, pero dos mujeres le cerraron el paso y una tercera la agarró del brazo y la retuvo. Joanna hizo el ademán de liberarse con disgusto, pero luego entendió lo que sucedía: había que seguir un ritual.

El agua era primero para el monje. Todo el mundo tenía que esperar a que él calmara su sed. Por desgracia el hombre aún no se había dado cuenta de lo que ocurría. Estaba de pie y su cuerpo era como una línea larga y delgada, cubierta de gotitas de sudor. No estaba jadeando y tenía los ojos cerrados, pero tenía la apariencia de un hombre que estuviera haciendo un gran esfuerzo. Todos los ojos estaban fijos en él.

Luego sucedió. En el instante que separa una exhalación de la siguiente el monje expulsó toda su energía en un remolino de fuerza letal. Tal y como había sucedido cuando se había enfrentado a los atacantes de Joanna, comenzó a mover las manos y los pies con tal rapidez que los ojos de Joanna no alcanzaban a ver con claridad. Enemigos imaginarios caían como una fina lluvia.

Alrededor de Joanna todas las mujeres contuvieron el aliento asombradas. Joanna también estaba impresionada, pero esta vez lo observaba más de cerca y vio más que antes. Tal como antes, la muchacha notó la concentración y el propósito del monje. Y a pesar de su limitada capacidad trató de seguir los movimientos del cuerpo del hombre y el ritmo de las manos y las piernas.

Luego la muchacha entró en una especie de trance. No supo qué lo produjo, probablemente el cansancio por sus propios ejercicios. Pero, cualquiera que fuera la causa, comenzó a sentir la energía del monje. Y sin pensarlo avanzó hacia delante, directamente hacia el remolino.

Entrar en el remolino letal de patadas y golpes era un suicidio. Sin embargo, la muchacha no tuvo miedo. Sentía el poder del hombre y estaba segura de saber cuándo se movería el viento en su dirección.

Ya estaba cerca. Joanna podía sentirlo. No podía verlo, pero lo sentía en su corazón. Se fue acercando con paso firme. En pocos instantes quedó a sólo unos milímetros del alcance del monje.

Él podría extender sus golpes. Ella sabía que, si esto fuese una pelea de verdad, el puño del monje la golpearía como el más salvaje de los tornados. Pero esto era una práctica y él no desequilibraría su poder, su qi, para alcanzarla.

El monje siguió girando y lanzando patadas y el viento comenzó a arremolinarse. Joanna sintió cómo el monje fue primero hacia atrás, justo antes de estallar hacia delante. El puño del hombre era la punta de la flecha, el cuerpo eran la caña y el arco. El hombre concentró toda su fuerza en un solo golpe que se dirigía directamente a la cara de Joanna.

Se detuvo sólo a un par de centímetros de la nariz de Joanna. Ella no se movió.

Joanna observó cómo el hombre abrió los ojos sorprendido a medida que recuperaba la conciencia de lo que lo rodeaba.

El monje retiró el puño con un jadeo de asombro y Joanna vio que entrecerraba los ojos y dejaba traslucir furia tras una expresión aparentemente serena. La muchacha entendió lo que estaba pensando. Estaba furioso al ver lo cerca que había estado de hacerle daño, pues obviamente dudaba de su propio control. Y así, antes de que ese mismo poder se desatara en un ataque de ira, Joanna hizo una ligera inclinación y luego le señaló algo a su lado. El agua. Y las mujeres sedientas que esperaban pacientemente a que él calmara su sed.

El hombre frunció el ceño. Joanna sabía que estaba haciendo un esfuerzo por orientarse, primero cuando la vio a ella, tan cerca de su práctica, y luego cuando vio a las otras mujeres que lo estaban esperando. Lentamente bajó el brazo y recogió el cuerpo como si estuviera recolectando lo que quedaba de su energía.

Todo el mundo esperaba con el aliento contenido para saber qué pasaría después. ¿Qué haría el monje? Incluso Joanna temblaba un poco por dentro. Ella también había recuperado la lucidez y ahora se daba cuenta de lo cerca que había estado de recibir un golpe mortal. Sin embargo, mantuvo una apariencia de tranquilidad y compostura.

O al menos eso esperaba.

Él hizo una reverencia, primero dirigida a Joanna y luego a Shi Po. Fue un gesto formal, que indicaba respeto y agradecimiento. Pero también fue un gesto de desdén, pues presentó primero sus respetos a la bárbara blanca y luego a la Tigresa, que los alojaba, en su casa.

De nuevo las mujeres volvieron a contener el aliento. Con todos esos suspiros y jadeos Joanna comenzó a pensar en ellas como si fueran un coro griego. Pero su atención estaba más pendiente del monje que estaba frente a ella y de la Tigresa que los tenía encerrados. Cuando el monje se movió para tomar agua, Joanna lo acompañó. Como lo mandaba la tradición, esperó hasta que él bebiera y luego tomó su propia taza.

El agua estaba gloriosa, tan fresca y dulce como se la había, imaginado, un bienvenido alivio para su garganta dolorida. Fue casi tan delicioso como saber que al tomar su bebida delante de Shi Po había, afirmado ante todos los presentes su estatus de invitada y no de prisionera.

En realidad, era un gesto ridículo. La verdad es que ella estaba prisionera aquí, al igual que el monje. Pero el hecho de que él le hubiese mostrado sus respetos antes que a Shi Po la confortó como ninguna otra cosa. Así que él sonrió y ella bebió, y sus ojos se encontraron en un momento de gozo compartido.

Luego todo terminó. Shi Po se deslizó hacia delante. Las otras damas se deslizaron tras ella, formando una fila que aparentemente iba de la más a la menos aventajada. Pero, como Joanna ya había bebido, Shi Po cambió el orden e hizo señales a la dama más joven que estaba al final de la fila para que se adelantara y tomara el agua la primera.

Esto confundió a la muchacha, pues obviamente no era lo habitual. De hecho, toda la fila se volvió un caos, pues cada mujer trataba de adivinar y explicar lo que se supondría que pasaría después. Entretanto Shi Po apretó los labios en una línea muy delgada.

¡Un punto para la bárbara prisionera!, pensó Joanna. En especial cuando vio una chispa de silenciosa dicha en los ojos de su monje.

Por desgracia su victoria no duró mucho. La fila se fue organizando. Las mujeres tomaron agua y Shi Po recuperó pronto el control de la situación. Lanzó una mirada a Joanna cuando un sirviente trajo una larga bolsa de seda. Las otras mujeres parecían saber exactamente lo que estaba pasando y se acomodaron rápidamente en un semicírculo. Estaba claro que la Tigresa estaba a punto de comenzar su enseñanza, pues sacó un largo y delgado manuscrito de la bolsa.

Joanna lanzó una mirada a su monje, pero la cara del hombre no mostraba ninguna emoción. Estaba quieto e indiferente, bien apoyado en las plantas de los pies. Siguiendo su ejemplo, Joanna decidió permanecer también de pie sin formar parte de la clase pero sin alejarse demasiado.

Shi Po comenzó a hablar.