Capítulo 11

Joanna respiró aliviada cuando la tigresa se marchó. Se dejó caer en la cama, suspirando porque todavía le temblaban las piernas y se sentía débil. Pero cuando se sentó comenzó a estudiar las dos bolas que tenía en la mano, tocando sus bordes fríos y pulidos y evaluando la resistencia de la cadena.

Era bastante sólida. No tenía por qué temer que se rompiera o se separara de las piedras.

Zou Tun seguía arrodillado sobre una pierna con la cabeza inclinada y el puño derecho apoyado contra el suelo. Pasó un rato largo antes de que se moviera, pero luego levantó la vista para buscar los ojos de Joanna y la observó con esa mirada oscura y seria que parecía atravesarla.

—¿Por qué dijo que entendía? ¿Qué cree saber sobre mí?

Joanna lo miró y vio el temor que había en sus ojos, pero también vio un sentimiento de culpa, preocupación y hasta esperanza. No tenía voz para decirle que ella sabía mucho sobre el dolor masculino. Que había visto las mismas emociones torturadas en los ojos de su propio padre diez años atrás cuando su madre murió en brazos de él.

Y que las había visto todos los días desde entonces, acechando tras la serena determinación con que se comportaba.

No importaba cuál fuera la fuente del dolor de cada persona. Joanna sabía que Zou Tun estaba sufriendo. Y también sabía que estaba luchando contra ese dolor lo mejor que podía. A veces eso significaba atacar, hacer daño a la gente cuando uno menos se lo proponía. Ella lo entendía y lo perdonaba aunque se aseguraría de que no volviera a lastimarla.

Zou Tun se inclinó hacia delante y se detuvo a sólo un par de centímetros de donde Joanna estaba.

—¿Qué es lo que sabe? —preguntó.

Joanna no se acobardó, pero se preparó para lo que venía. Si él la golpeaba, se marcharía. Abandonaría la habitación y pediría un nuevo compañero. Pero todo en su interior le decía que él no la tocaría. No con rabia. Ni siquiera movido por su dolor. La muchacha se quedó justamente donde estaba, en una posición muy vulnerable sobre la cama.

Al ver que Joanna no contestaba a su pregunta, Zou Tun se derrumbó. Pareció desmoronarse por dentro, como si un tornado hubiese estallado en su alma y lo hubiese dejado atrás, revolcándose inútilmente sobre el suelo. No sollozó aunque Joanna se imaginó que quería hacerlo. En lugar de eso sólo se sentó y se quedó mirando al vacío.

—¿Qué sabe usted? —preguntó ella con la voz más suave que pudo.

Zou Tun no respondió. Sólo negó con la cabeza pero con los labios bien apretados.

Joanna se inclinó hacia delante y le pasó los dedos por debajo de los brazos para levantarlo. El monje alzó los ojos, asombrado y confundido. Pero ella sólo negó con la cabeza. Este no era momento para hablar.

Después de un rato él se movió, en parte por su propio esfuerzo, en parte por la fuerza de Joanna que lo llevó hasta la cama. No dijeron ni una palabra, pero se movieron como si fueran uno. Con Joanna animándolo, el monje se subió a la cama y se acostó al lado de ella, dejándose caer pesadamente la cabeza sobre la almohada. Luego abrió los brazos y ella se deslizó entre ellos, con la espalda contra el pecho de él y el cuerpo envuelto entre sus brazos.

Joanna apenas pudo acomodar la sábana de manera que los cubriera a los dos, pero una vez la tela reposó sobre ellos cerró los ojos. La respiración del monje ya había adoptado un ritmo estable y la de ella se entrelazó rápidamente con la de él.

La muchacha tuvo un último pensamiento fugaz antes de que el sueño la venciera. Fue una imagen, en realidad, como una visión de su monje. Zou Tun estaba parado frente a ella con su glorioso cuerpo desnudo y los hombros hacia atrás en una actitud de orgullo y poder. Su cabeza ostentaba una coleta manchú, una hermosa cascada de pelo grueso y oscuro. Pero él estaba temblando, luchando por mantenerse en pie. Joanna necesitó observarlo cuidadosamente durante un rato para ver por qué le fallaba la fuerza, pero después de un momento entendió.

Zou Tun estaba herido aunque no en un sentido físico. Joanna estudió su cuerpo y no pudo ver ninguna herida o golpe. En lugar de eso vio un resplandor dorado de energía. Ese resplandor lo rodeaba de gloria, pensó la muchacha. Sólo que no era gloria. No era un brillo divino. Era su propio poder, que se escapaba gradualmente de su cuerpo, escurriéndose como agua de un colador. Joanna no podía ver por qué la energía lo abandonaba. Sólo sabía que así era.

Y que Zou Tun moriría si eso continuaba.

Joanna se estaba resbalando de sus brazos. Lo estaba abandonando.

Zou Tun trató de apretar los brazos, de retenerla junto a él, pero su mente estaba muy nublada por el sueño y tenía los brazos muy pesados para moverlos. Así que luchó por despertarse, por obligar a sus extremidades a obedecerle. Pero para cuando lo logró ya era muy tarde.

Joanna ya no estaba en la cama.

Zou Tun abrió los ojos, pero sólo vio oscuridad y oyó los ruidos embozados de una ciudad que comienza a descansar. Era de noche, lo que significaba que habían dormido durante todo el final de la tarde y el anochecer.

Mientras Zou Tun todavía estaba tratando de orientarse, un repentino rayo de luz atravesó la habitación. Era Joanna, que había encendido una vela para poder ver detrás del biombo.

Zou Tun soltó un suspiro de alivio. No lo estaba abandonando; sólo estaba usando el retrete.

El monje permitió que sus ojos volvieran a cerrar se mientras escuchaba los sonidos de la vida en Shanghai. Incluso en esta zona apartada y de gente adinerada podía oír a la gente: risas o gritos, alegría o dolor. Podía oír los cascos de los caballos por la calle, el crujido de las llantas o el martilleo de los pies. Incluso aunque los sonidos no estuviesen allí realmente, Zou Tun podía oírlos en su mente.

Los detestaba. Pekín era peor, claro. Ruido y actividad, poder y traición, todo tenía su propio sonido y llenaba el aire de basura.

Y en cambio no podía encontrar por ninguna parte el susurro del viento o los suaves ritmos de un tranquilo bosque por la noche. Ningún animal rugía en las cercanías y no había ninguna quebrada cristalina a menos de media hora de camino. Lo único que lo rodeaba en kilómetros y kilómetros a la redonda era ruido. Ruido humano. Y Zou Tun quería que eso acabara.

Observó a Joanna, cuyo perfil se recortaba contra el biombo a la luz de la vela. Era una hermosa imagen, su Joanna. Todavía estaba desnuda, así que Zou Tun podía ver con claridad la silueta de su cuerpo musculoso y largo. Tenía unos senos erguidos y bien formados, las caderas dulcemente redondeadas y unas piernas de esas que pueden envolverse alrededor de un hombre y sostenerse ahí durante toda la vida.

El dragón de Zou Tun se movió y su cuerpo se preparó para la más básica de las necesidades. Pero ésa fue la única parte de él que se movió. El resto de su cuerpo permaneció inmóvil y con la mente concentrada en la belleza de esa vigorosa mujer y no en el deseo que quería dominar mis pensamientos.

¿Por qué no regresaba a la cama?

A juzgar por sus movimientos, Zou Tun podía ver que ya había terminado sus necesidades. Entonces, ¿qué estaba haciendo?

Mientras el monje observaba, Joanna sacó las dos bolas de piedra. Las sostuvo en la mano para calcular su peso. El sabía lo que ella tenía que hacer. La Tigresa le había dicho que debía sostener la bola más pequeña dentro de la cueva bermellón, hasta que contara mil latidos del corazón. Cuando pudiera hacerlo, estaría lista para experimentar el flujo del yin.

¿Acaso iba a intentarlo ahora?

Así fue. Mientras Zou Tun observaba, Joanna abrió las piernas y se inclinó aparatosamente sobre sí misma para introducir la bola más pequeña dentro de su cueva bermellón. La bola más grande colgaba de los dedos y se mecía con los movimientos.

Zou Tun levantó la cabeza de la almohada para ver más. Pero el movimiento hizo que la cama crujiera y Joanna se quedó quieta.

—¿Zou Tun? —llamó en voz baja.

Él no dijo nada y se hizo el dormido para que ella no se sintiera incómoda. Ésa no era una situación agradable para una virgen. Ciertamente no la primera vez.

Zou Tun la oyó suspirar; luego volvió a concentrarse en su tarea. Y mientras él observaba, ella continuó.

Zou Tun la vio moverse con incomodidad y la bola enseguida se escurrió.

La muchacha volvió a suspirar y el sonido fue suficiente para hacer que el dragón de Zou Tun se agitara con interés. Pero Zou Tun permaneció inmóvil y con el aliento contenido.

Joanna lo volvió a intentar. Esta vez pareció entender mejor lo que tenía que hacer. Se enderezó con las piernas ligeramente abiertas mientras que los músculos de su cueva y su vientre se tensaban casi hasta quebrarse. Tal como Zou Tun temía, la muchacha se estremeció. Fue un movimiento amplio que sacudió todo su cuerpo, en especial los hombros. Lo que naturalmente hizo mecer los senos y puso a bailar al dragón de Zou Tun. El monje tuvo que apretar el estómago para contener el deseo.

Sólo que no se suponía que él debiera contener su deseo, ¿o sí? Eso era parte de las enseñanzas de la Tigresa. Zou Tun necesitaba ese deseo. Necesitaba el poder de su deseo para mezclarlo con el yin de Joanna. Así que dejó de luchar contra lo inevitable.

Su dragón estaba despierto. Luchar contra él no servía de nada. Así que Zou Tun aceptó las sensaciones mientras que el dragón se estiró y se endureció, sacando la cabeza de su escondite. Quería ver a Joanna. Muy bien, entonces que la viera.

Zou Tun se relajó y aceptó el poder envolvente de su deseo sexual, pero no avanzó hacia Joanna. En lugar de eso, sólo se permitió observar. Y apreciar.

Joanna lo intentó una vez más. Aparentemente el estremecimiento había hecho que sus músculos se relajaran y la bola más pequeña se había vuelto a deslizar. Así que estaba haciendo ensayos y era obvio que cada vez se sentía más cómoda con la idea de introducirse la bola.

Otro estremecimiento sacudió su cuerpo. Pero esta vez la bola no se salió. Esta vez la muchacha fue capaz de erguirse con las piernas todavía abiertas.

Zou Tun comenzó a contar los latidos. El corazón le palpitaba con fuerza, como probablemente lo estaba haciendo el de ella. Así que la cuenta debería ser bastante similar.

Cincuenta latidos.

Cien latidos.

Doscientos latidos.

Los hombros de Joanna comenzaron a relajarse. Zou Tun pudo ver que se sentía más segura.

Trescientos latidos.

La muchacha cambió de posición y reacomodó los pies. Y al hacerlo, se volvió hacia él. Zou Tun podía verla allí parada con las piernas abiertas y la otra bola colgándole entre los muslos.

El deseo lo atacó con tanta fuerza que le cortó la respiración. Zou Tun nunca había visto nada tan erótico. Sin embargo, no hizo nada. Sintió cómo el deseo se elevaba en su sangre; incluso se permitió evocar pensamientos e imágenes de un amor ardiente, pasional y sudoroso. Pero mantuvo el cuerpo inmóvil. No dejó que las imágenes lo consumieran.

El deseo era fuerte, pero no ocupaba el total de sus pensamientos, no tenía el dominio de su ser. Sólo era una parte de él, que él podía controlar.

Quinientos latidos.

Joanna estaba comenzando a cansarse. Zou Tun lo sintió en el ritmo de su respiración, oyó unos jadeos ligeros que atizaron más el fuego de su dragón. Luego la muchacha se estremeció con otro temblor, más suave, pero aun así un temblor. Y tal como ocurrió antes, los senos se mecieron con el movimiento.

Hermosa. Era tan hermosa.

Zou Tun se dejó absorber por la perfección de Joanna, de su cuerpo y su mente. Adoró no sólo a la mujer que estaba frente a él, luchando con un nuevo ejercicio, sino a la mujer de sus recuerdos, la que se sentía tan apasionada por descubrir sus secretos como por aprender sobre esta nueva religión. Joanna era inteligente y capaz y tenía una sonrisa que ardía como un carbón caliente dentro de su pecho helado.

Setecientos latidos.

No iba a ser capaz de mantener la bola dentro durante mucho más tiempo. Zou Tun alcanzaba, a ver que la bola más grande se escurría cada vez más, amenazando con arrastrar a la otra. Se mecía ahí mientras que ella luchaba contra su peso y apretaba los músculos… pero finalmente no pudo más. Las bolas se deslizaron y cayeron sobre el suelo con un golpe seco.

Setecientos ochenta y seis latidos. Zou Tun quedó impresionado y complacido. Joanna ya casi estaba lista a pesar de que no tenía experiencia en estas cosas. Verdaderamente era una mujer asombrosa.

Zou Tun la oyó lavándose las manos y lavando las bolas, luego se refrescó con una toalla y salió de detrás del biombo. El monje sabía que ella venía de un lugar iluminado hacia uno oscuro, así que no podría ver que él tenía los ojos abiertos. Pero como no tenía deseos de mentirle, ni siquiera en algo tan simple como fingir que no había visto nada, habló y su voz sonó como un ronquido.

—Es muy fuerte.

Ella se quedó quieta. Zou Tun pensó por un momento que la muchacha iba a negarlo. Pero sólo se encogió de hombros.

—La equitación —dijo en voz baja pero clara. Su garganta debía de estar mucho mejor.

—Sí, supongo que eso tiene sentido. Algunos de los ejercicios musculares deben de ser similares. Pero… —Zou Tun dejó la frase sin terminar.

—Otros son distintos.

Joanna seguía parada frente a él desnuda y su cuerpo era una dulce tentación aun en la oscuridad. Para distraerse, Zou Tun señaló hacia la puerta.

—Probablemente nuestra cena esté ahí fuera. ¿Tiene hambre?

La muchacha asintió y luego se metió rápidamente detrás del biombo. Zou Tun la observó ponerse la bata y luego ir a la puerta. Cuando la abrió, el monje notó que estaba sin llave. Y también, por lo que pudo ver, sin vigilancia. Podían marcharse si querían.

Zou Tun sólo se levantó para ponerse los pantalones y enseguida volvió a la cama. Joanna también se sentó en la cama y puso la bandeja de comida entre los dos.

Comieron en silencio. La comida estaba fría y el té, tibio, pero la atmósfera permaneció relajada. Calmante. Y Zou Tun descubrió que a su dragón le gustaba todavía más Joanna por ese silencio cómplice.

Zou Tun orientó sus pensamientos hacia otro lado: quería saber más sobre esta mujer. Después de todo ahora ella sabía más sobre él que cualquier otra persona viva.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Shanghai? —preguntó y se sorprendió al descubrir que su garganta seguía carrasposa a pesar de haber bebido té.

—Diez años —respondió Joanna —. Venimos de Boston. En Estados Unidos.

Zou Tun asintió y se sintió complacido de saber dónde estaba eso. Al mismo tiempo se sintió cada vez más interesado en saber cómo era la vida de la muchacha.

—Usted sería muy pequeña cuando dejaron Boston. ¿Recuerda algo?

Joanna sonrió y su cara pareció suavizarse, lo cual hizo parecer todavía más hermosa.

—Recuerdo el ruido. Recuerdo la rabia de mi padre porque éramos pobres. Yo tenía un árbol favorito al que me subía cuando las discusiones de mis padres se hacían soportables. Abrazaba a mi hermano y hacíamos juegos de manos hasta que se ponía a hacer mucho frío y mi madre venía a buscarnos. —Suspiró —. Eso es lo que más recuerdo: estar abrazada a mi hermano mientras él dormía y cuando mi madre venía a buscarnos porque todo había terminado.

Zou Tun frunció el ceño sin poder imaginarse una familia en la que hubiese una contradicción tan abierta.

—En China las mujeres no discuten con sus maridos.

Joanna lo miró obviamente sorprendida. De repente te estalló en una carcajada.

—Claro que sí. Lo he oído en los mercados, marido y mujer peleando como pájaros enfurecidos.

Zou Tun se puso rígido y levantó la mandíbula con desprecio.

—¡La mujer que hace eso cae en desgracia y deshonra a su marido! El primer deber de una esposa es mantener la armonía en el hogar. Y no puede hacerlo si no puede contener la lengua.

—¿No estar en desacuerdo con el marido? —Nuevamente se oyó un tono de burla en la voz de Joanna —. Déjeme hacerle una sugerencia, monje. Si quiere tener ese tipo de armonía en su hogar, no se case con una mujer que sepa qué es lo que quiere. —Luego le dedicó una sonrisa fingida —. Pero le deseo suerte para que encuentre una que le convenga a su forma de pensar.

—Usted —replicó el monje — no sería una esposa pacífica.

Joanna no se sintió insultada, sólo negó con la cabeza mientras mantenía la sonrisa.

—No, ciertamente no lo sería.

—Su esposo estaría luchando constantemente con bandidos, cuidando sus caballos y buscándola en los bosques, o donde fuera que la llevaran sus caprichos.

La sonrisa de Joanna desapareció de su cara y la chispa de sus ojos se evaporó con la misma rapidez. Cuando habló, lo hizo en voz baja y con un deje de susceptibilidad.

—Dígame que usted nunca ha tomado el camino equivocado, que nunca ha tomado una mala decisión.

Zou Tun abrió la boca para defenderse, para decir que nunca había hecho nada tan estúpido como salir de su casa sin protección para buscar a unos bandidos revolucionarios. Pero las palabras murieron en su boca antes de salir. Porque, desde luego, lo que él había hecho era mucho, mucho peor. Así que el monje se miró las manos y sintió el peso de la culpa sobre los hombros.

—Estoy siendo muy grosero al atacarla a usted cuando lo que me consume es mi propia vergüenza. Me disculpo, Joanna Crane. La he tratado de una manera muy injusta.

Joanna se quedó mirándolo. Durante un minuto olvidó la comida que descansaba en su regazo. Luego habló, con un tono dubitativo, como si no estuviera segura de lo que iba a decir.

—Tuve un sueño sobre usted, Zou Tun. Un sueño aterrador que no he podido olvidar.

Zou Tun se movió con nerviosismo y sintió que la angustia le atenazaba el estómago. Sus compatriotas creían mucho en los sueños, pero él siempre había pensado que los sueños eran poco fiables y que su contenido por lo general servía a un propósito egoísta. Sin embargo, no pudo dejar de notar la oleada de terror frío que le cruzó el alma.

—Usted aparecía en mi sueño y su qi se le estaba escapando del cuerpo. —Joanna frunció el ceño —. No, era peor que eso. Salía de su cuerpo a borbotones y, si usted no detenía la pérdida enseguida, moriría pronto.

El monje frunció el ceño mientras trataba de entender el propósito que había detrás de las palabras de la muchacha.

—¿Alguien me estaba robando el qi? —preguntó mientras pensaba en cuál sería el enemigo al que ella quería que se enfrentara.

La muchacha volvió a negar con la cabeza.

—No. No había ningún enemigo. Sólo usted. Era algo en usted que estaba… como desconectado. Como una herida que no se cierra. Sólo que en lugar de sangre usted estaba perdiendo la energía. Poder.

—Es un sueño muy feo —dijo Zou Tun molesto por la obviedad de la treta de la muchacha. Seguramente ella debía de creer que él era un débil mental para pensar que caería en semejante trampa. Pero la que había caído era ella. Sus siguientes palabras le dirían exactamente qué era lo que quería. Zou Tun se recostó e hizo un esfuerzo por sonar sincero —. No quiero morir. ¿Qué debo hacer para acabar con ese escape de energía?

Joanna suspiró.

—No lo sé. Acabo de aprender que la gente puede tener algo como la energía. ¿El yin y el yang como partes de una fuerza más grande llamada qi? Esas cosas resultan extrañas para los occidentales. —Joanna levantó la mirada para mirarlo a los ojos —. Yo pensé que usted sabría el significado. ¿Acaso no hay alguna leyenda o algo, historias sobre cómo detener la pérdida del qi?

Zou Tun frunció el ceño. Era bastante versado en todos los clásicos, pero no sabía nada sobre ese tipo de historias. Peor aún, no podía identificar el propósito de Joanna al contarle ese sueño. ¿Por qué le diría una cosa como ésa sin tener una idea clara de cómo solucionarla?

—No conozco nada de ese estilo —afirmó el monje finalmente. ¿Acaso ella lo estaba engañando? ¿Le diría ahora qué era lo que quería?

Aparentemente no. La muchacha sólo se encogió de hombros y descartó enseguida la historia.

—Sólo fue un sueño. Lamento haberlo mencionado.

Zou Tun se quedó mirándola. ¿Qué era lo que impulsaba a esta extraña mujer a comportarse como lo hacía?

—¿Por qué usted nos odia a nosotros, los manchús? —preguntó el monje.

Joanna se echó hacia atrás sorprendida.

—Yo no los odio. ¿Por qué dice eso?

—Entonces, si no nos odia, ¿por qué estaba dispuesta a arriesgar su vida para unirse a los Puños?

—Ya hablamos sobre eso. Usted conoce los abusos de su gobierno.

Zou Tun se inclinó hacia delante para recalcar sus palabras.

—Sí, los conozco. Mejor que usted. —Estiró las manos para tomar las de Joanna mientras trataba de adivinar la verdad —. Pero usted no es china. No ha vivido la opresión del Imperio Qing. ¿Por qué querría arriesgarlo todo para luchar por unos campesinos?

Joanna se levantó de la cama y era evidente que se sentía inquieta. Zou Tun podía ver cómo la atormentaba el fuego que tenía en el alma y cómo la empujaba a cometer actos imprudentes. La muchacha se movió con rigidez y al final dijo algo sin sentido con voz aguda y molesta.

—¿Acaso nunca ha pensado en combatir la injusticia? ¿En luchar por la libertad sin importar lo que cueste? La libertad no sólo es la libertad del cuerpo. También está relacionada con el alma. ¿Quién luchará por las almas encadenadas si no lo hacen las que ya son libres?

Joanna comenzó a hablar en inglés y sus palabras se volvieron incomprensibles para Zou Tun. Pero el monje llegó a oír lo suficiente para reconocer una pasión con poco sentido práctico. Así que esperó hasta que la muchacha terminara su monserga. Cuando por fin dejó de hablar, cuando se volvió hacia él como un muñeco que ha dejado de dar vueltas, el monje dijo:

—Nosotros no encadenamos a nadie. Y si hay cosas que escasean, privaciones y pobreza, es debido a las reparaciones exigidas por ustedes, los bárbaros occidentales.

—¡Ustedes asesinaron a nuestros misioneros! —replicó Joanna.

—Nosotros no queríamos que ellos vinieran aquí. Ustedes nos forzaron a aceptarlos en nuestro país. No podemos hacer nada si los campesinos no los quieren aquí, predicando sobre un dios extranjero.

Joanna dio una vuelta alrededor del monje con la boca abierta, pero no emitió ningún sonido. Y aunque hubiera llegado a brotar alguna palabra en el camino, él la detuvo al levantar la mano con un gesto de agotamiento que parecía invadirlo constantemente.

—No discutiré eso con usted, Joanna Crane.

—¿Por qué? ¿Porque soy mujer? ¿Porque usted sabe que tengo razón?

Zou Tun negó con la cabeza.

—Porque no entiendo de esos temas. Nunca los he entendido.

La muchacha retrocedió obviamente asombrada. De hecho, él también estaba sorprendido. Pero después de decirlo no pudo dejar de explicar lo que quería decir.

—Sólo estoy hablando de lo que me enseñaron. Al igual que usted. Ninguno de los dos entiende la situación lo suficientemente bien para conocer las verdaderas respuestas.

Joanna se puso las manos en la cadera y se paró frente al monje como un espíritu vengativo.

—¿Acaso duda de lo que vio? ¿Cree que ese mendigo mintió acerca de lo que le ocurrió?

Zou Tan negó con la cabeza.

—No, no creo que haya mentido. —Levantó la vista y la clavó en Joanna, tratando de transmitirle la fuerza de sus creencias —. Pero también sé que el sistema de los eunucos lleva miles de años funcionando, desde mucho antes de que mi pueblo conquistara este país hace doscientos años. Sé que China es una tierra con una larga tradición y que ningún cambio se produce con facilidad. —Luego se levantó de la cama para quedarse frente a la muchacha —. Y también sé que la emperatriz Cixi desea fervientemente que esas cosas cambien. Ella y sus seguidores, todos quieren hacer que China sea un lugar mejor hasta para el campesino más humilde.

Joanna frunció el ceño y cruzó los brazos sobre el pecho.

—La emperatriz viuda sólo se preocupa por sus propios intereses. Por su barco de jade y sus joyas.

Fue favorable para Joanna que Zou Tun oyera un deje de incertidumbre en la voz de ella; hubo una época en la que habría matado a cualquiera que se atreviera a pronunciar algo semejante. Pero ahora era más maduro y lo suficientemente sabio para entender que en política nada era tan claro y sencillo como uno desearía.

—Usted sólo está repitiendo lo que le han dicho. Pero yo conozco a la emperatriz viuda. He hablado con ella y puedo decirle que lo que usted cree no es cierto: ella es una gran dama que tiene grandes sueños para China.

Zou Tun vio cómo la muchacha abrió los ojos con asombro.

—¿Usted conoce a la emperatriz? —preguntó jadeando.

El monje no contestó directamente, pero eligió las palabras con cuidado para que ella entendiera:

—Soy un hombre, no un eunuco —afirmó con seriedad —. Y ningún hombre puede entrar en las habitaciones de las mujeres de la Ciudad Prohibida, y ciertamente no para hablar con una modesta concubina. Algo semejante sería considerado una traición: castigada con la muerte.

Joanna retrocedió y entornó los ojos al pensar en lo intrincada que era la política china.

—Ella dirige el país, Zou Tun. No verla… ¿Cómo puede usted apoyar semejante sistema?

Nuevamente Zou Tun habló sin la más mínima nota de acaloramiento o pasión con la intención de que la muchacha entendiera:

—No es posible que una mujer dirija un país, Joanna Crane. El emperador es el Hijo del Cielo. Lleva más de una década en el poder.

—Pero…

—¡Pero, pero, pero, pero! ¡Usted no entiende nuestro país, Joanna! Ustedes los extranjeros no saben nada de nuestras costumbres y, sin embargo, exigen compensaciones y envían más misioneros. Y usted, Joanna Crane, una mujer blanca, ¿quiere unirse a aquellos que luchan contra nosotros? ¿Por qué? ¿Por qué querría arriesgar su vida cuando ni siquiera entiende lo más básico de nuestro gobierno o nuestras tradiciones?

Joanna se quedó mirando a Zou Tun aparentemente sin palabras. Luego bajó los ojos y habló con voz suave pero no por eso menos apasionada.

—¿Acaso usted no entiende los ideales de libertad y justicia?

Zou Tun volvió a sentarse y la frustración pareció robarle la energía.

—Los ideales son cosas bellas. Yo fui educado en los ideales de Confucio, que son muy poderosos. Pero cuando una persona arriesga su vida en una revolución, o bien está luchando por algo que desea desesperadamente o está huyendo de algo que realmente odia. No es posible que usted quiera la libertad o la justicia para China con tanta pasión. Usted sabe poco sobre nuestro pueblo y nuestras costumbres. Entonces, Joanna Crane, vuelvo a preguntarle: ¿por qué deseaba con tanto afán ir a combatir contra mi gobierno? ¿De qué está huyendo?

Zou Tun no esperaba que Joanna le contestara. Ya había mostrado que tenía más espíritu e inteligencia que la mayor parte de los hombres que conocía, así que no esperaba que también tuviera un carácter moral más fuerte. Y a ningún hombre o mujer le gusta admitir sus defectos.

Pero una vez más Zou Tun descubrió que no sabía nada sobre los bárbaros y que sabía todavía menos sobre las mujeres. Joanna se dejó caer lentamente sobre la cama, dobló las rodillas hasta llevárselas al pecho y apoyó la barbilla encima. Pero lo más llamativo eran sus ojos. La única luz que había en la habitación provenía de una vela y esa llama intermitente producía un extraño resplandor alrededor de la muchacha. Al verla envuelta en esa luz, Zou Tun pensó que bien podía considerarla una persona fantasma, pues los ojos parecían espantados y la voz resonó como un susurro seco.

—Antes, cuando estábamos en América, no éramos ricos. Mi padre trabajaba muy duro, pero no lograba encontrar la manera de hacerse rico. Y sabíamos que sería aún más difícil en Inglaterra, de donde provenía mi abuelo.

—Así que decidieron venir a China.

Joanna asintió.

—Mi padre tenía un primo que ya había hecho fortuna aquí. Él lo convenció y mi padre… —La muchacha suspiró —. Mi padre nos trajo a Shanghai. Mi madre no quería marcharse, pero mi padre insistió.

—Tenía derecho a hacerlo. Él es el hombre y debía encontrar una manera de alimentar a su familia.

Joanna se encogió de hombros.

—Claramente para él fue la mejor opción. Ha hecho más dinero aquí que el que podría haber hecho viviendo diez vidas donde estábamos.

Zou Tun odiaba pensar que un bárbaro pudiera hacer semejante cosa en su país: amasar una fortuna como si fueran granos de arroz, cuando muchos de sus propios compatriotas se morían de hambre. Pero no podía acusar al padre de Joanna. ¿Acaso su propia gente, si le dieran la oportunidad, no se marcharía tras la promesa de hacer fortuna al otro lado del océano?

Pero cuando miró a Joanna vio que ella no estaba feliz con el resultado.

—¿Qué pasó? —preguntó.

—Mi madre y mi hermano… El viaje fue difícil para ellos. Mi hermano enfermó en el barco. Mi madre cayó enferma poco después. No llegaron a vivir más de una semana en suelo chino.

—Con frecuencia los viajes son más duros para las mujeres y los niños —dijo Zou Tun. Fue un comentario estúpido, un pobre consuelo, en el mejor de los casos, y uno terriblemente cruel. El monje no sabía cómo consolar a los que sufren pero sí sabía por experiencia propia que ni siquiera las mejores palabras podían aliviar el dolor. Así que lo único que pudo hacer fue estirar la mano para tocar la de Joanna. Ella le agarró los dedos con una fuerza inesperada, como si así pudiera suprimir el inmenso dolor.

—Déjeme abrazarla, Joanna —pidió Zou Tun con suavidad —. Si quiere, podemos comenzar otra vez sus ejercicios. Esos primeros setenta y dos círculos están destinados a aliviar y calmar el dolor. En especial, el dolor femenino de llantos y pérdidas.

Joanna se giró para mirarlo con una expresión casi de risa.

—¡Qué masculina esa actitud de querer escapar del dolor haciendo cosas! —Negó con la cabeza —. Yo pensé que un monje sería más sabio.

—¿Quiere estar sola? —preguntó Zou Tun. Él entendía bien esa necesidad, pero no había pensado que ella también lo deseara.

—No —afirmó la muchacha dulcemente —. Enterré a mi madre y a mi hermano hace diez años. Su pérdida fue terrible y dolorosa, así como muchas otras cosas que ni siquiera puedo mencionar. Pero ellos ya no están y yo estoy tranquila con respecto a su muerte.

El monje asintió.

—Al menos todavía tiene a su padre y él a usted.

—Sí, nos tenemos el uno al otro. Y él tiene su trabajo. Y eso trajo dinero, lo cual trajo más cosas y más gente y más… —Joanna volvió a encogerse de hombros —… más de todo a nuestra vida.

Zou Tun frunció el ceño.

—¿Acaso no era eso lo que usted quería? ¿Riqueza?

Joanna se rió con amargura.

—Él quería dinero, Zou Tun. Yo quería a mi familia. Así que me aferré a él y él me llenó de cosas.

Zou Tun no entendió el tono de la muchacha.

—¿No era usted feliz?

Joanna levantó la cabeza y lo miró con ojos serios.

—¿Qué hacen con su tiempo las mujeres manchús ricas? ¿En qué emplean todas las horas del día?

Zou Tun frunció el ceño, pues nunca había pensado en eso.

—¿Leen? ¿O estudian ciencias? ¿O colaboran en el gobierno?

Zou Tun dio un paso hacia atrás abrumado.

—La mayoría no saben leer. Pasan los días… —Dejó la frase en suspenso. ¿Qué harían con su tiempo? —. Pintan y chismorrean. Rinden tributo a Buda y se tienden horribles trampas entre ellas.

Joanna se quedó mirando a Zou Tun expectante. Pero él no entendió. Por lo general las mujeres eran unas cria turas tontas y maliciosas. Les gustaba entretenerse de esa manera. ¿No?

Aparentemente no, porque Joanna sólo se encogió de hombros.

—No soy buena para las artes y no he sido capaz de dedicar mi vida a la religión. E incluso si quisiera hacerlo, mi padre y su Gobierno nunca me dejarían trabajar con los pobres. Él teme por mi seguridad.

—¡Lógicamente! —exclamó Zou Tun con un poco más de énfasis del que había planeado —. Pero ¿qué piensa sobre tener un marido? Con seguridad usted ya está en edad de procrear. Y no es fea ni deforme. ¿Por qué no se ha casado?

Joanna fingió una sonrisa.

—¡Caramba, señor! ¡Qué halagador!

Zou Tun hizo una mueca, molesto por la frivolidad de la muchacha. Estaba hablando seriamente y ¿ahora ella quería que le hiciera un cumplido? Antes de que él pudiera responder, ella se puso seria e interrumpió sus pensamientos.

—Usted dijo que mi padre y yo nos tenemos el uno al otro. Eso es verdad. Él me tiene a mí. Es mi dueño. Yo soy su posesión más valiosa en medio de una mansión llena de cosas valiosas. —Joanna se miró las manos y extendió los dedos como si se buscara un anillo —. Ningún hombre es digno de mí, así que yo estoy atrapada con mi padre. No tengo ningún otro propósito que no sea ser hermosa, ningún otro pensamiento que no sea complacer a mi padre. Al menos eso es lo que él piensa.

Zou Tun la miró con la boca abierta.

—¿Y no es eso lo que quieren todas las mujeres? ¿Ser elogiadas por su belleza? ¿Enaltecer su hogar?

La muchacha soltó un gruñido y dejó caer la cabeza contra la pared con un golpe seco.

—¿Usted sería feliz con una existencia como ésa, Zou Tun?

El monje se enderezó, pues se sintió insultado.

—¡Yo soy un hombre!

Joanna volvió a reírse, pero ahora con una risa suave y molesta.

—Entonces yo también soy un hombre, porque no puedo soportar vivir allí un minuto más.

Zou Tun se inclinó hacia delante, pues necesitaba que ella lo entendiera.

—¿Y usted cree que será distinto con esos bandidos? Escúcheme: si no la matan enseguida, le abrirán las piernas y abusarán de usted hasta matarla.

Joanna sintió un escalofrío al escucharlo, pero no lo contradijo. Ya había admitido que esa decisión había sido un error. En lugar de eso miró alrededor de la habitación con expresión melancólica.

—Ahora estoy aquí. Aprendiendo cosas que a mi padre le parecerían pecaminosas. —Miró a Zou Tun como si le estuviera confiando un gran secreto —. Cuando todo esto termine, no sé si querrá verme de nuevo. Ahora soy un tesoro manchado.

Zou Tun lo entendía bien. A pesar de lo equivocado que era, muchos padres cerraban la puerta a sus hijos por motivos similares.

—Yo nunca podría hacer algo así a mis hijos. Ni siquiera a una chiquilla tonta. Tal vez su padre la quiera de esa manera.

Joanna sonrió con una mirada llena añoranza.

—Tal vez —dijo, aunque no parecía muy convencida —. En todo caso, no estoy segura de querer regresar. Hay tan poco para mí allá, y el mundo es un lugar muy grande. No quiero volver a estar encerrada.

—¿No le da miedo? —Zou Tun no podía entender a esa mujer tan extraña, que no temblaba de miedo ante la idea de estar separada de sus protectores.

Joanna soltó la risa en respuesta y esta vez el sonido fue más espontáneo.

—Claro que me da miedo. Pero en casa no soy nada. Al menos aquí afuera tengo la esperanza de convertirme en algo. —Parecieron brillarle los ojos —. Hasta podría volverme inmortal.

Hace un mes el monje se habría echado a reír ante semejante idea. Era absurdo pensar que una mujer bárbara podía volverse inmortal. Pero la verdad era que había oído rumores sobre otras mujeres inmortales. Y al parecer una era blanca. Y aunque originalmente pensaba que esta práctica de la Tigresa era una estupidez apta para mujeres estúpidas, estaba comenzando a dudarlo. La luz que despedía Perlita era innegable.

Joanna Crane era una mujer con una lógica y una valentía asombrosas, que resultaba muy masculina en muchos aspectos. Sin embargo, cuando él la miraba, incluso sentada con las rodillas recogidas contra el pecho, sólo podía pensar en ella como una mujer. Una mujer inquietante y hermosa.

—Así que desea seguir con esto —pronunció Zou Tun suavemente.

Joanna lo miró sorprendida.

—Pensé que era evidente.

Zou Tun negó con la cabeza.

—Quiero decir que realmente quiere llegar hasta el final. Con dedicación y compromiso.

Joanna frunció el ceño, pues todavía no entendía qué era lo que el monje quería decir. Pero lentamente su expresión se fue aclarando y ella empezó a estirarse. Luego clavó la mirada en Zou Tun.

—¿Usted creyó que yo no estaba hablando en serio? ¿Que esto sólo era un capricho cualquiera? ¿El comportamiento de una chiquilla aburrida?

El monje no pudo sostenerle la mirada, aunque intentó defenderse con las palabras.

—Usted llegó aquí por casualidad. Por un error suyo y luego uno mío. Tal vez es más fácil quedarse aquí que escapar a casa. Tal vez quedarse asuste menos que enfrentarse a un padre enfadado.

—Tal vez —afirmó ella enfáticamente —. Pero no es ésa la razón por la cual decidí quedarme. —Joanna se puso de rodillas y los senos saltaron debajo de la bata —. Aquí hay algo, Zou Tun. Algo que yo quiero aprender. He leído algunos de los clásicos confucionistas. He aprendido un poco sobre la filosofía budista. Fue difícil hacerlo porque nadie quería ayudarme. Todos pensaban que no era apropiado para una mujer. Pero yo quería aprender, Zou Tun. Así que estudié por mi cuenta todo lo que pude. Leí lo que pude encontrar y lo que pude traducir. Pero esto… —Joanna señaló la habitación y todo el complejo de la Tigresa —. Esto es algo que puedo estudiar, que quisiera conocer.

Zou Tun se quedó observándola y vio la pasión que ardía dentro de la muchacha. Una llama brillante, más firme y fuerte de lo que había pensado encontrar en una mujer, y más aún en una mujer fantasma.

—¿Y qué hay de la política? —la desafió el monje —. ¿Qué hay de la revolución contra el opresivo Imperio Qing?

Joanna vaciló y dejó caer los hombros.

—Si creyera que puedo ayudar, lo consideraría. Si creyera que puedo hacer que el mundo sea un lugar más justo y más libre, haría lo que pudiera sin importar los riesgos que hubiese que correr.

—Pero ésta no es su lucha.

La muchacha suspiró y por fin la razón la hizo admitir que el monje estaba en lo cierto.

—No podría ayudar a China aunque decidiera hacerlo —aseguró. Luego levantó el rostro y miró a Zou Tun como dándole una bofetada —. Pero eso no explica su actitud, Kang Zou Tun. Usted es un manchú, un miembro del pueblo gobernante que ha tenido la oportunidad de entrevistarse con la emperatriz viuda. —Joanna cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con una seriedad que él no podía pasar por alto —. Yo ya le conté por qué escapé de casa. Pero ¿qué hay de usted? ¿Por qué está usted aquí en lugar de estar en Pekín?

Zou Tun no respondió. En realidad no podía hacerlo. No cuando la vergüenza y el fracaso lo atenazaban con tal fuerza que apenas podía respirar. Sin embargo, estar frente a Joanna era corno estar frente a la emperatriz viuda, Joanna tenía el mismo carácter recio, la misma inteligencia masculina, la misma fuerza del qi. Y si él no podía contestar a esta mujer bárbara, ¿cómo sería capaz de enfrentarse a Cixi? A ella o al emperador.

Zou Tun no lo sabía. No tenía respuestas ni para él mismo ni para Joanna. Nada que no fuera la sencilla certeza de que tenía que encontrar una solución pronto. El tiempo se agotaba. No tardaría mucho en tener que hacer frente a su padre, el general, y al emperador.

Y en ese momento, ¿qué iba a hacer?