PAPELES DE MIGUEL

En estado mugiente

Enero de 1977

Las máquinas caminan en la noche, Nerissa. Suben y bajan seres humanos por la torre, mina de dolores y ansiedad. Trepidan como en el corazón de un barco. Para mi verdadero viaje final. No perturban el silencio, como no estorba el susurro del aire en el ramaje del bosque. El silencio más alto se siente por encima de los ruidos.

No se me reveló el primer día la ordenación sagrada de este universo. Centrando el mundo, la torrecilla donde vivimos; yo en mi celda recién dada de cal. En torno, la terraza, claustro para circunvalar esa Kaaba. El pretil, su frontera con el vacío. Abajo, en otro mundo, coches como insectos, huyendo por la carretera o inmóviles alrededor de la torre: caparazones usados por cangrejos ermitaños que han traído a la termitera sus vulnerables cuerpos. Círculos exteriores: cercanías habitadas; lejanías de sierra o páramo. Riguroso mandala, Borobudur encauzando mis pasos. Pero, todavía, ¿cuál norte en esta rosa de los vientos? ¿Cuál rumbo este navío, quieto y móvil centro de fuerzas? ¿Cuál de sus cuatro esquinas es la proa, la puerta del mandala?

Entre tanto soy rueda de oración a Ti en mis circunvalaciones cotidianas. Dentro del pretil, el suelo; más allá, el vuelo. Un día caerá la frontera y seguiré caminando en el aire. Pero no debo volver a decírselo a Serafina. Ni aun disfrazado de broma. Se le abre una herida.

Y sin embargo, ¿verdad que así volaré, cuando Tú quieras?

¿Viste, Nerissa, cómo se lo puso al cuello? Con reverencia. El collar afghano, su regalo de Reyes. Plata y cordones rojos con gruesas bolas de ámbar. Negado a Isolina por el destino. Ahora en su sitio: sobre el pecho de Magda, los pechos de Hannah, sobre ti en Sera-fina. Consagrada sacerdotisa; encarnando toda nuestra historia.

Música para Lucía; hice bien en traerme el magnetofón. Pinturas para Pedrito; le disuadieron de jugar con la nieve en la terraza. Así pude luego yo gozarla intacta. Desde el pretil, sólo blancura y silencio bajo una vasta bóveda gris como en la Suleimanyé.

Pero su máximo regalo: el gozo de compartir un secreto conmigo. Comprar juntos, a escondidas, las botas que su marido ha estrenado hoy; suela de goma para las frías losas de la portería. Nuestro secreto: lo veo brillar en su corazón, engastado como una piedra preciosa. Serafina es transparente para mí.

Mi regalo: un jersey de su propia mano. «¿Cuándo has tenido tiempo?» «Lo empecé antes de Navidades» (ruborizándose). Todo estaba ya entonces decretado.

El niño me llama tito Miguel, a la andaluza, como al hermano de su padre. En cambio, Lucía, «Don Miguel». Ese «Don», esos ojos escrutadores. Inquietos, inquietantes...

Me he probado el jersey. Al Caballero de la orden del Botón, su cota de malla. Tiene el color de tus ojos, ¡pero no su luz!

A veces siento claramente el Universo en parada absoluta. ¿Acaso le sorprendo entre kabd y bast? ¡Si es imperceptible para nuestros ojos!

Ese periódico subido por Pedro. En otro tiempo hubiese yo archivado esa noticia: la Tierra gira más de prisa en otoño. Recién descubierto. ¡Octubre, octubre: tu dinamismo! Pues octubre, como siempre, es dos: afuera y adentro. Espirales contrarias girando hacia su identificación final. En el límite, como en matemáticas.

El mundo un momento quieto recobra su latido. «Cada instante ve renacer el mundo aunque lo ignoremos —leo en Rumí—. La vida fluye siempre renovándose, aunque se nos aparezca como continuidad.»

¿O soy yo el que queda estático, aguardándote para renacer en Ti? Porque éste es el centro de nuestra cita. He llegado a mi Meca; a Balj.

Entre soledad y soledad, el nido; Pedro lo perfecciona cada día. Sube materiales y objetos desechados en las profundidades. ¡Cómo lo aprovecha todo! Una estantería, un enchufe, pasta para tapar rendijas... Serafina lo tapiza de plumas: suavidades de cortinas y lámparas, colores y luz. ¡Qué memorias, Nerissa, ante la mesa camilla! Otro paso hacia mí, hacia Ti.

Y las plantas de Serafina, su vida silenciosa. «Niños, no alborotéis tanto junto a esa maceta, que se mustia.» ¿De dónde esa intuición o sabiduría? Nadie le habrá explicado las experiencias sobre las reacciones emotivas de las plantas. Algunas agonizando con sobresaltos, como ciertos enfermos.

¿Dónde lo leí? Se desvanece mi memoria; así se completa mi desnudamiento, se desmorona el ego. Aunque algunos jaramagos tenaces en mis muros. A «plantas» asocio —Miosotis: invierno en Santander.

Hostal Miosotis, segunda playa del Sardinero. Donde daban la vuelta los tranvías; gimiente rechinar en la curva. ¡Aquel sol entre nubes dramáticas, más allá del mirador, sobre un mar salvaje arañando Cabo Mayor con sus zarpazos de espuma! Las mejores habitaciones del Hostal de veraneantes para Miguelito y para mí. Su primer concierto en la ciudad. El éxito le arrastró a su Destino: fue contratado para el verano siguiente. Le llamaron para embarcarle en aquel avión, rumbo a los abismos marinos.

¡Por fin orientada mi rosa de los vientos! Asomándome al vacío, por encima de los pájaros como en Ronda o en Arcos, se me cayeron las llaves. Atraídas por el Imán, agujas de mi definitiva brújula. Ahora lo veo: no las conservé por mera inercia, sino para esta orientación. Inútiles sin sus puertas: sólo me queda la última y tú guardas la llave.

Ese Imán señala esta proa: el ángulo sur. El norte estaba desde luego descartado; sólo llevaba a los cantiles madrileños de hormigón. Pero pudo tener sentido el rumbo hacia el ocaso o hacia la luz de Oriente, la Ishraq de Sohravardi.

¿Por qué el sur?, dudé un instante contemplando allá abajo los dos Villaverdes, con sus talleres identificados por Pedro: Renfe, Marconi, Boetticher. Con sus urbanizaciones: Ciudad de los Ángeles, Colonia Euskalduna, San Nicolás. Más lejos, peor aún: cuarteles, Getafe... ¡y hasta el mal llamado Cerro de los Ángeles!

Encontré la Verdad más allá; alzando la mirada. Invisible hacia el sur, Aranjuez y mis jardines originarios. Más lejos todavía, Argel con Miguelito, Ras-el-Djeb con Mahmud y el morabito de Si Bekr. La idea me arrebató; casi salté. ¡La Tierra Prometida atisbada desde esta cima!

Mi proa. Rumbo al sur me llevan las máquinas de este barco, los latidos de mi corazón.

Sólo se alcanza este aire vivo tras superar la termitera. Dolor: condición de la libertad. Pero las antiguas enfermedades se desvanecían al aire, en los templos de Esculapio, o llevaban a la tierra. Ahora tecnificadas. Aplastadas por los techos bajos de pasillos y salitas; trituradas en los quirófanos mecanizados; deshumanizadas en los reconocimientos en serie: cuerpos en cadena para diagnósticos y operaciones.

Degradado el dolor al racionalizarlo. Reducido a niveles cerebrales: mesoencéfalo, rinoencéfalo, tálamo, cortex. Afrontado con analgesia. ¿Acaso el dolor sólo existe para ser anulado químicamente?

¿Qué nivel mío padeció cuando el teléfono me asestó tus palabras despidiéndome? En mi espalda, bajo mi cintura, colmillos de tigre gigantesco; pero me dolía todo, me dolía yo. Me vivía yo en el dolor; aun ignorando entonces que era la condición para reencontrarnos.

Vuelvo a este aire con más ávidos pulmones siempre que bajo a la torre de sacerdotes funcionarios mezclando cuerpos y burocracia. Los inmóviles en sus camas se quejan, se preguntan si fueron culpables o bisbisean oraciones. Quieren creer en algo más que laboratorios y radiografías. Los familiares pasan el tiempo entre el «Dios mío, que se cure» y el «¿a quién dejará la tienda?».

¿Sospecha alguien, por ahí abajo, que el dolor es también vivir? Como el placer, aunque los declarase opuestos Bentham. Así acabó él, embalsamado en su urna universitaria de Londres, entre los pies su cráneo, sobre los hombros una cabeza de cera con el sombrero puesto.

En estado naciente, dicen los químicos de ciertas reacciones. «En estado muriente» vivo yo: de ahí mi lucidez.

Esa proa ya irrefutable. También en Túnez se asomaba Ibn Arabí a una borda de navío cuando por segunda vez se le apareció su Jádir caminando sobre las aguas. La primera vez se le había mostrado en Sevilla; la última fue en Bakka. Tres veces yo también: Magda, Hannah y Tú, dejándome y reapareciendo.

¿Lo transferí a la Novela IV, creyendo usar sólo palabras vengativas? Las apariciones a Luis: Marga, Carmela, Bast para entregarle a Ágata. ¿Misterio del Tres? Allí surgió, porque Carmela no aparecía en las novelas anteriores. ¿O acaso sí? Olvidadas ya. ¿Por qué las dejé abandonadas y sólo me traje aquí Octubre, Octubre?

Mi desasimiento, simétrico a la desintegración de Luis y Ágata.

Los tres «caemos en el vacío del cielo», como escribió Bataille, tan leído por Luis. Lachez tout!: otro gran grito de Bataille. También yo, soltando todo el lastre.

Luis y Ágata, jactanciosos en su descendimiento. Pero descendimiento es la segunda Pietá de Miguel Ángel, la de Florencia. Hannah y yo las descubrimos por su orden, subiendo hacia Val d'Aosta, desde la primera que talló el coloso, en San Pedro de Roma, pasando por el descendimiento de Florencia hasta la Pietá Rondonini, en Milán. También en eso fue nuestra peregrinación un ascenso a la cumbre.

Pedrito riendo cuando imito con la boca un trombón, moviendo sobre mi hombro un cayado de su padre como si fuese las varas. Me canso pronto; me falta aliento como a los músicos viejos.

Le corregí porque me llamó «Don» Miguel. ¿Inspirado por su hermana? «Es verdad, tito... Oye, y ¿de quién eres hermano, de padre o de madre?» «De tu padre —saltó Serafina—. ¿No ves que tito Miguel es alto como él?»

Los ojos de Lucía no seguían la broma. Eran los del Ángel de la Balanza, mirando fijamente a su madre. Ignorando, saben más que si supieran. ¡Insondable inocencia donde aún no han inculcado lo prohibido, pero donde ya alborea la mujer! La propia niña ignora si la mueve amor a su padre o celos de su madre.

Hube de refugiarme en toda mi vejez para afrontar con serenidad aquellos ojos. Serían reveladores si yo no supiera ya la verdad. Serafina, turbada, se había puesto a evocar su pueblo. Bandas de música, hogueras de San Juan. Su lenguaje popular tan expresivo como el muy culto de Gabriel Miró. ¿Lo dará aquella tierra? Trabajó en juguetes, en Ibi; ponía pelucas de muñeca.

El cochino que criaban en su corral. En sus labios se transfigura. «Piel muy blanca, pelillo rubio, orejas de rosa como transparentes... ¡Me enamoraba de él!» Describía carnaciones de Rubens, formas del Bosco. La mandaban a casa de su abuela hasta terminar la matanza. Cuando volvía encontraba un cerdo pequeñito y la convencían de que era el mismo. ¡Reencarnación para niños! Serafina le llenaba de besos.

Esa mujer en un pasillo, esperando con su hijo enfermito sobre el regazo (impresionantes párpados, cerrados y translúcidos) me evocó de nuevo las Pietás de Miguel Ángel y, por contraste (no, por trasplante), el Ribalta del Prado, tan admirado por Luis. En éste es Cristo el que sostiene, San Bernardo quien desfallece. Sin duda, el pintor copió a un hombre en brazos de mujer; sólo así cabe en el santo el langoroso cuello, la sensual expresión dolorida, el abandono del gesto... Un hombre ya declinante en una mujer con brío. Así puso en el rostro de Cristo una satisfecha conmiseración: es el instante de empezar a separarse los cuerpos tras el desfallecimiento en el éxtasis. El hombre se detiene a la altura del pecho femenino, más niño que nunca, con su clavo de dolor en la sonrisa del deleite...

Comprendo a Luis, identificándose con el santo. Comprendo a Llull: «Di, ¿por qué me tortura con amor quien me ha tomado para ser sirviente suyo? —Si no soportases trabajos por amor, ¿con qué amarías a tu Amado?». Mis fatigas de amor escribiendo Octubre, Octubre. Ignorando que la separación era el rodeo para llegar a Ti.

Mis gafas rotas; enfado de Serafina. «No se le puede dejar a usted solo; siempre asomado a ese rincón... ¡Es como un niño!» La interrumpí de pronto: «¿Cuándo me vas a tutear de una vez, Seraphita?». Calló, asombrada. Me salió sin pensar. ¿Vago recuerdo del Balzac swedenborgiano? No, eso se me ocurre ahora. Mucho más sencillo: angelidad de Serafina.

Me olvidé la cartilla del seguro en la Pensión Eugenia. Siguió la regañina: «Usted no; irá Pedro a buscarla para hacerle otras gafas». ¿Por qué olvidé ese documento y me traje, en cambio, la Novela IV?

Infancia: gran tazón de café con leche migado. Revivida en la guerra: los pasiegos migaban borona en sus cuencos de leche, con ligero sabor tostado porque echaban en la cántara guijos de río calentados en el hogar.

Revivida de nuevo en el desayuno con los niños. ¿Cuándo apaciguarás tu mirarme, Lucía? ¡Si sólo pienso en Ella; en su tardanza! Concédeme tus ojos sin recelo. No robo nada; solamente mendigo. Las risas de tu hermano, la serenidad de tu padre, el amor materno y filial de tu madre. Y tu mirada.

A cambio te ofrezco el triple diamante de un deseo. ¡Ojalá en tu vejez conozcas las desgarraduras del amor imposible! ¡Ojalá en tu vejez conozcas el éxtasis del amor imposible! ¡Ojalá en tu vejez ardas sin llama, te desangres sin herida, te remontes sin alas!

Solamente mendigo, como enseña Ibn Arabí aquí, en La Profesión de Fe: «Acércate como mendigo y pide la copa de la unión final para el amante abrasado por la separación».

Agonizo en el deseo de la unión, pero me resucita el seguir deseando. ¿Dejaré de verte cuando esté en Ti? ¿Cómo entonces vivir sin tu presencia?

En el Mantic Uttair el largo peregrinar de los treinta pájaros en busca de Simorgh, el ave fabulosa. Al encontrarle por fin se ven reflejados en él: Simorgh es los treinta pájaros. «Aniquilaos en mí, gloriosa y deliciosamente —les dice—, a fin de volver a encontraros vosotros mismos en mí», termina Attar. Bi-unidad de Ibn Arabí.

En lo alto la luna. Exactamente sobre la proa. Yo absorto, recordando. Cuando la adoramos juntos en Londres, ante una Regent Street partida en plata y sombra. Cuando caía, exactamente a plomo, sobre la escalerilla del metro Alfonso XIII al salir de la cinemateca. Me esperaba, también rigurosamente enfilada, a mi salida en Argüelles: como en las grandes construcciones del conservatorio de Jaipur.

Estaba yo absorto ante el astro doble como un hacha cretense. Dios viril en Egipto, en Sumer, en la India. Había transfigurado la llanura en una irrealidad llena de fuerza; su luz en el resplandor de un horno de hielo cuyo frío enardecía mi sangre. Sentí moverse la proa; onduló abajo la llanura como un mar tranquilo... Recordé a Ibn Arabí en Túnez... Oí una música silenciosa flotando en aquel aire de Anunciación. Sobrecogido y ansioso retrocedí hasta apoyar mi espalda en la Kaaba: entonces te vi aparecer... El aire adensándose poco a poco sobre la proa... Tu figura... No hay palabras...

Tu presencia inefable.