OCTUBRE, OCTUBRE

¡Babilonia, Babilonia!

Miércoles 11 de octubre de 1961

LUIS

El sabor de mi infancia, estaba aquí, recobrarlo, sin atreverme todavía, desde que me trajo don Pablo, a esta taberna modelo, La Cruzada, eterna en mi recuerdo, achicando a los cafés morunos y los bistrots y los pubs y las trattorie de toda mi historia, ¡el sabor de mi infancia!, miedo de que sin padre no sea el mismo, quizás desvanecido como mi casa, aquellas migas con tropezones y huevo frito, consagradas por unas palabras suyas, «plato de pastores, hijo», todo un mundo campestre y primitivo en aquel olor, en los colores del plato, amarillo de yema, envuelto en blanco sobre una parda tierra granujienta, no volví desde su muerte, retorné con don Pablo, tomábamos un vino a mediodía, él siempre su oporto, el grito en ese cartel de la pared, ahí me esperaba, «migas con tropezones, veinte pesetas», el sabor de mi infancia, pero sin atreverme, hoy la decisión, agotado por la oficina, el doktor obsesionado con parecer eficaz ante sus superiores, y dale con la productividad, multiplicando informes anodinos, armando estadísticas, exagerando nuestra labor con medias verdades, he acabado harto, necesario reponerme, fui capaz de un arranque, «me quedo a comen›, sonrió el tabernero, «pues están las migas, don Luis, para chuparse los dedos», como si me hubiese adivinado, me metió en el cuartito a la derecha, con sus azulejos, y ahora en inquieta espera, asombrado de mi audacia, ¿recobraré el sabor de aquellos días?, por la ventana enrejada el caserón, antes Cuartel de Inválidos, allí sirvió el abuelo, en este mundo empezó todo, mi equivocada ruta, ¡ay si pudiese volver atrás y emprender otra!, la fácil de los demás, la que me cerraron entre todos, la maldita tía Chelo, si el reloj girase al revés, imposible y, sin embargo, ¿por qué no, si veo pasar a las mismas gentes?, con otro o el mismo nombre, me ha traído el destino a mis orígenes, ¡que mi portero actual conociese a mi familia!, todavía me asombro, pobre Ildefonso, baldado junto a su brasero, testigo vivo del barrio, viejo republicano, ¡qué hombre tan entero!, hasta don Ramiro le respeta, pese a sus ideas «nefandas», su mujer la Lorenza, pequeñita y vivaz, carne de pueblo inalterada por la ciudad, sin embargo tan afín a doña Emilia, manos de bordar y tocar el piano tan agrietadas como las de la portera, arañadas por la lejía y las faenas, cuántas mujeres así en España, envejecidas por la vida antes que por los años, llega el tabernero, «y un buen tinto de Noblejas, don Luis... ¡que le aproveche!», he cerrado los ojos, tiemblo, pero es aquel olor, reencarnado en este plato humeante, violencia de emociones verdaderas, ¡con qué reverencia empuño el tenedor!, como un celebrante el cáliz, alzaría el plato como una patena, ¡ofrendar a mis dioses el sabor de mi infancia!, qué duro reprimir este llanto.

Estaba escrito que sucedería hoy, empezó por la mañana, coincidir en el portal con don Ramiro, ocupado en arreglarse el embozo de la capa, raídas sus vueltas rojas, pero él tan ufano, esperando la admiración en mi rostro, «no hay prenda más garbosa para un caballero», pobre hombre viviendo a lo grande, a su edad y en busca de trabajo, pero pobre ¿por qué?, yo soy el derrotado, él no vive su fracaso, habita un mundo irreal, un Quijote burgués, admirado por su mujer, viéndose a sí mismo como espejo de caballeros, sin tacha y sin reproche, héroe hasta en su paro involuntario, portador de una cruz, y además ahora misionero, catequizarme a sus ideas, ha visto en mí «madera», siempre repite ese chiste con mi apellido, y el caso es que lo dice con cariño, estos días en sus glorias, he caído aquí en pleno santoral franquista, patriotería de discursos y pandereta, la Hispanidad, la Virgen del Pilar con música de los Sitios de Zaragoza, don Ramiro emocionado, y además el Descubrimiento, cristianizar un orbe, y el Santo de su Caudillo, y pronto Santa Teresa, vaya mesecito, a ver si me deja en paz con esas manías, pero si octubre es la revolución, si es portador de Scorpio con su dardo mortífero, eso pensaba yo, pero él seguía machacando, ahora comprendo su misión secreta, ignorada de él mismo, guiarme aquí para mi decisión, insinuó la idea de un cafetito, se hizo invitar pero con toda dignidad, caballerosamente, haciéndome un favor, saboreando la mezcla como si fuese moka, colocó en su vieja boquilla de ámbar un pitillo con el mismo ritual que un habano, todo lo transmuta, vive en su mundo como un gran señor, todas sus palabras son elevadas, «La Cruzada, amigo

Madero, ¡qué símbolo!, España es perpetuo cruzado de la historia», si yo pudiera transmutar así mi vida entera, como volviendo a empezar, o al menos mi fracaso con Marga, me convertiría en el caballero que la respetó con un esfuerzo heroico, en el trovador pidiendo sólo amour de loing, pero yo no soy don Ramiro, no puedo disfrazar aquella catástrofe.

Tuve que correr luego hacia el Metro para llegar a tiempo a la oficina, mientras él con su capa calle abajo, majestuosamente, pero ya había cumplido, me había recordado esto, sembrando la semilla que me haría volver a la salida, y atreverme, y recobrar el gusto de mi infancia, porque es el mismo, sí, como las gentes, esa Tere que vive también en casa, en el piso de encima, su tiendecita ahí al lado en Amnistía, tan en la realidad como su marido, luchando a brazo partido para levantar cabeza, pone el transistor a sus clientas para que acudan a la hora del serial, allí caí con don Ramiro el otro día, condescendió a «dialogar con el pueblo», «¿oíste el discurso de Franco en Burgos, Tere?», saltó la respuesta como una ardilla, sin mala intención, «¡ay, don Ramiro, esas cosas no son para los pobres!», don Ramiro imperturbable, claro, de nuevo hizo el milagro de la transubstanciación, se aplicó la respuesta a su favor, una prueba de que a la gente no le interesa la política, el pueblo es sano y desconfía de los partidos, quiere un jefe cristiano, paternal y fuerte, al timón del Estado sólo las minorías, inasequibles al desaliento, un jefe solitario como el águila caudal, derramando el bien desde la altura, ¿cómo van a pensar ni a decidir las masas?, he ahí el error liberal, el pueblo está para conservar las tradiciones, defenderlas con su sangre, «verá usted, Madero, le prestaré a Donoso Cortés, le convencerá», me exasperó, le dije algunas cosas sobre su águila caudal, pero es invulnerable, sonrió tolerante, «calumnias extranjeras sobre la Nueva España, conspiración judeo-masónica», me puso un ejemplo, el Marqués de Corduente, su palacio en la calle de la Bola, don Hipólito José Manríquez de Ataide, malas lenguas le achacan especulaciones de solares, pura infamia, es un español de pro, labora en silencio por el pueblo, «me honra con su amistad, Madero, ¡si yo le contara sus buenas obras!, pero la caridad no se pregona», claro que me las contó, pero yo no le hacía caso, había aparecido ella por la esquina, la mujer de mi primer día, hubiera muerto sin aquel frenazo, Águeda, resulta que vive en mi casa, increíble, frente a la buhardilla interior de Tere, quién me lo iba a decir cuando casi presencié su atropello, al fin calló don Ramiro al verla, le dedicó un galante sombrerazo de noble hidalgo, con la misma dignidad que si su chambergo no estuviera grasiento.

Otro milagro, ella y yo en la misma casa, qué asombro al enterarme, y esa extraña amiga viviendo con ella, Gloria o Claudia, como sea, aparatosa, inexpresiva, grandes pechos, muy blanca, no le va nada a Águeda, a su tez entre ámbar y oliva, delicado cuello, andares decididos y absortos a la vez, doña Emilia aludiendo la otra noche a murmuraciones, don Ramiro defendió solemne el honor de una dama, según él dos mujeres de moral ejemplar, nunca van con hombres, siempre juntas, si acaso un reproche a Águeda, sus pantalones, impropios de una hembra, deberían prohibirse a la mujer como se prohibió el Carnaval, la confusión de sexos atentando al orden natural impuesto por Dios, en cambio esa Gloria tan femenina, tan rellena de formas, almíbar en la voz de don Ramiro, de ella debía aprender Águeda, y corregir sus andares masculinos, doña Emilia le dio la razón como siempre, se levantó y volvió con una tortilla, los primeros días yo no me cansaba de comerla, en eso sí que hay Pirineos, al norte la francesa con alguna patata entre el huevo batido, al sur nuestra muralla numantina, tía Héléne seguía siendo española, su tortilla encantaba a sus hijos, tan franceses, también al tío Augusto, aunque no fuera especialidad de su adorada Occitania, absurda idea de don Ramiro, no ve lo que es sino lo que está mandado, Águeda con pantalones es todo lo contrario de masculina, mucho más encantadora, más femenina, y qué campero este vino de Noblejas, me he pasado un poco del presupuesto, pero estoy celebrando la buena noticia, ya han llegado mis cosas de París, pronto me las traerán a casa, podré al fin instalarme con los restos del naufragio, Robinson en mi vieja isla.

¡Colmo de la delicia, día completo!, don Pablo Abarca entrando, se sienta conmigo, así me desahogo, comprende mi oficina mejor que yo, la obsesión organizadora del doktor, los estudios de tiempo, el memorándum sobre la circulación de documentos, cinco minutos para registrar una instancia, minuto y medio para llegar al negociado por medio del portero, media hora para su clasificación inicial y su remisión al departamento correspondiente, y así todo, han evaluado el minuto y medio del ordenanza en un coste de no sé cuántas pesetas mensuales, carcajadas de don Pablo, se sabe de memoria a esa gente, de qué grupo son, celebra sus ilusiones con lo que Guillermo llama nuestra gallina experimental, la vedette de la organización, le regocija el proyecto de patentar nuestro bebedor standard de nivel constante, tipificado, normalizado, luego resulta que su diseño impide a las gallinas alcanzar el agua, la única solución cruzarlas con cisnes para alargarles el cuello, pero don Pablo tiene razón, he de ser prudente con las bromas, son muy susceptibles, lo encajan todo cuando son más débiles, pero implacables si tienen la sartén por el mango, echan por la borda el amor al prójimo, es raro que me hayan contratado a mí conociendo mis ideas, por lo visto formo parte de la táctica, soy prueba viviente de tolerancia, de cualquier modo Martín Arango me lanzó un cable a tiempo, aunque él no lo supiera.

¿Y ése? No estaba cuando entré aquí, ¿dónde lo he visto antes?, alto, perfil de águila, ojos magnéticos, don Pablo pregunta discretamente, el tabernero le llama don Gil, Gil Gámez por lo visto, un dorador que vive en la Costanilla de Santiago, vegetariano, se trae yogur y le echa un poco de vino, «como un cura vertiendo en el cáliz», comenta risueño el tabernero, a veces le acompaña un gato negro, según don Pablo la Costanilla fue el foso de las atalayas árabes, domina la historia de Madrid, me muestra enfrente la casa de Núñez de Arce, es tan fanático de su ciudad como el tío Augusto del país de Oc, la patria del buen rey René, de los alegres trovadores, para disfrutar de la vida como él, en cambio para Max era lo contrario, el mundo de los cátaros, es decir, de los puros, prefirieron morir por su fe en la pira de Montsegur, entraron sonriendo en las llamas, y para Marga era otra cosa, Provenza significaba los estampados, la moda en el vestir y en la decoración rústica, lo que se vende bien y deja beneficios, pero el Languedoc de Max era místico, también judío, la Kabbala del Sefer ha-bahir y de Isaac el Ciego, heredada por los catalanes, Azriel de Gerona, precursores teosóficos con el yesod, el noveno sefirot, superimpuesto en el sexo humano, tantos Languedoc diferentes, todo es distinto según quien lo ve, descubrí con el tiempo que los trovadores fueron agitadores sociales, así en el aire hay poros para otros aires, en los muros rendijas para otros muros, en cada cuerpo habitan varios, en el mío aquel niño de este barrio, y el estudiante de Argel, y el suicida frustrado, y el aspirante a «Guardián de la Luz», y qué sé yo cuántos Luises acumulados, qué sé yo si alguno insospechado todavía, gestándose en secreto, pero ya no es posible.

QUARTEL DE PALACIO

El aguzanieves planea sobre el Quartel de Palacio, vacilando entre los aleros urbanos y los chopos del talud junto a Bailén, en cuyos arbustos empiezan a endurecerse las bayas otoñales. Los ojitos de iris naranja siguen el vuelo de unas palomas y luego el de unas primillas que abandonan sus altos edificios de la Gran Vía para ir a invernar al sur. La sed decide al pájaro. Sabe de cierta fuente en un patio palaciego de la calle de San Bernardino y planea hacia el cristalino surtidor sobre la taza de mármol. Bebe, contemplado con deleite desde la galería por una anciana que ha visto muchas cosas, y luego vuela hacia su territorio, los árboles del jardín de Liria. Los aguzanieves se concentran en esos árboles y los de la Princesa, mientras sus congéneres las lavanderas blancas prefieren los castaños de Indias del paseo del Prado. Este aguzanieves pertenece a la variedad más delicada y conmovedora: se yergue con el estilo de una gran dama, pero salta con la gracia de una colegiala a las puertas de la vida.

Como Jimena, cuando cruza la plaza de Ramales. No le tocó la lotería de los ciegos, lo que refuerza su proyecto de trabajar; ya convencerá a su padre. Entre tanto el huésped alivia el problema. Un poco raro, pero buena persona. Atento con la madre, soporta a don Ramiro sus tabarras; no resulta un intruso.

Jimena siente un nervioso júbilo al ver a Paco en la esquina de Amnistía. Anuncia a la muchacha que les tocaron los cupones comprados a la ciega días atrás.

—¡Qué va! No salieron.

—Los suyos no, ya lo sé, pero... Bueno, cuando la dejé en su casa, me dio una corazoná . Me fui corriendo a la Feli y todavía tenía la otra tira. Se la compré y ¡quinientas pesetas! Ayer las cobré.

—¿Ve como sí tiene suerte?

(«Ya lo creo que la tengo; como que la chavala está en el bote — piensa Paco —. Y es una cosa fina, una jaquita princesa».)

—Tenemos — corrige el mozo en voz alta. Y añade, ante el gesto de extrañeza —. ¡La tuvo usted en la mano! Si me lo quedo, dinero robao... — Y entonces suelta de golpe la frase tan repensada —. Oiga, lo repartimos, ¿quiere? No me haga de menos.

—¡Tan sincero el acento! Jimena se conmueve, pero se niega. Paco insiste:

—Por lo menos, déjeme convidarla, vaya. A lo que quiera, donde quiera. Si le da reparo mi compañía, me lo dice.

—Reparo, ninguno. ¿Por qué?

—Está claro: yo soy un obrero y usté ...

—¿Y yo una señorita? — le interrumpe, risueña —. ¡Pero si voy a trabajar!

—¿Usté?

Se le ha escapado a Jimena, pero ya es definitivo.

—No lo sabe nadie todavía. Es un secreto...

Y del secreto, de compartirlo, nace entre más palabras la aceptación del convite para hoy mismo, en esa cafetería de Milaneses, la Golden Gate . Allí la espera Paco por la tarde, con un jersey de cuello alto que extraña a Jimena, porque el día no está para eso, y que luego, entre risas, queda explicado: ¿cómo salir con ella sin la corbata, que no tiene, y cómo acertar a comprar una que no sea cateta? Luego el lío del nudo, conque... Así continúan de palique, toman chocolate con churros, Jimena rebosa de sensaciones nuevas, mientras piensa por costumbre en el coste de la merienda. Luego, una copita de anís, «lo mejor pa los churros; en mi tierra los llamamos calentitos», «¿de dónde eres?», «provincia de Sevilla, pero es otra tierra, soy de Doñana, lo más grande del mundo, sin despreciar nada».

Se separan a la salida. Paco, a beber unos vasos, excitado por la proximidad al cuerpo de la muchacha, y lo bien que va el asunto. Jimena, caminando sobre nubes. Vuelve a casa transformada, puede hablar con un amigo. Ya está segura, se pondrá a trabajar. Quiera o no su padre; ya no importa. «¿Se me notará algo?», piensa al cruzarse en el portal con don Pablo, que acostumbra a curiosear en los periódicos viejos comprados al peso por Ildefonso.

Esta vez don Pablo encuentra un antiguo reportaje en La Esfera, sobre la Beata María Ana de Jesús. Daría una buena crónica esa bienaventurada madrileña, hija del pellejero de la reina, Luis Navarro. Ingresó en la Merced, y su cuerpo incorrupto (eso siempre gusta) se conserva en el convento de don Juan de Alarcón, calle de la Puebla. Por cierto, ahí en Santiago hay una efigie del escultor San Martín, que representa a la Beata, según Mesonero Romanos, aunque para Peñasco y Cambronero sea Santa Teresa. Con lo mala que es la estatua, sonríe don Pablo, podría ser la Purísima.

La Feli no está en la esquina de la iglesia a Santa Clara, sino al otro lado, para aprovechar la tibieza del muro, tras ponerse el sol. Sus parroquianas aún no han salido de la novena a Santa Teresa, y don Pablo se detiene un momento. La ciega le pone siempre de buen humor. Ahora está encantada con un transistor de Canarias traído por un vecino suyo. «Chiquitito, pero canta como un jilguero. Usted que sabe tanto, don Pablo, ¿quién inventó esa cosa tan grande para nosotros?»

—Para ti todo es grande, Feli.

—Pues claro. ¿Es que no?

Viviendo así la vida, ¿cómo no ha de reír esa pobre, admirable ciega? Pablo, tan afectado por su vista declinante, quisiera aprender de Feli, pero no es capaz de tan radical humildad. Y también de María, perfección en la sencillez. Feli es la sabia conformidad del pueblo con la existencia. María es... ¿cómo definir a María? Pablo no encuentra palabras.

Hasta la cuesta abajo le lleva hacia el quiosco. Allí está esa otra mujer del tiempo de don Pablo, pero vivido con más garra: la admirada doña Flora. En un viejo Mundo Gráfico de Ildefonso apareció hace poco una fotografía de ella con trenzas postizas, de cuando cantaba Noche triste y se hacía llamar Flora Maipú. Don Pablo admira los rescoldos de su belleza, la dignidad con que se sostiene sola con recursos seguramente escasos, la majestad magnética de su porte claro y a la vez misterioso. Doña Flora agradece a don Pablo su cariñoso galanteo, su estilo de otra época, su delicada sensibilidad; pero también le compadece por malgastar la vida, dejándola pasar.

María dirige a ambos su mirar transparente, sabiendo sin necesidad de saber, segura en su fragilidad. Atiende a los clientes mientras participa en la conversación, ríe cuando doña Flora, ante uno de los fascículos de historia recién lanzados a la venta, recuerda cómo se conocieron ella y María, un día de bombardeo con obuses durante la guerra, prefiriendo ambas esconderse en el quiosco antes que refugiarse en el Metro, donde los milicianos las obligarían a bajar si las veían.

—Me asombró —evoca Flora— verte tan serena siendo tan joven. ¿Cuántos años tenías entonces?

—Acababa de cumplir quince.

—Pues eso. Luego de conocerte, ya no me extrañó, pero en el primer momento... Que a mí no me importara ser muerta por un obús, se comprende, pero tú...

—¿Y por qué habíamos de morir?

«Así es María», piensa don Pablo.

Si viniese Dorotea a relevar a María en el quiosco, como otras tardes, podrían irse a tomar algo los tres juntos. Pero la portera de la calle del Reloj, z, donde vive María, no acude hoy, y al cabo se aleja don Pablo con doña Flora, a la que ha ofrecido una copa antes de cenar. En «Balay», un sótano en la misma plaza de la Ópera, con rincones oscuros para parejas y una sala abierta y agradable. Sirven excelentes Martinis, algo que sabe apreciar doña Flora: «Los lujos, o buenos o nada». Como siempre, acaban hablando de sus tiempos. La belle époque madrileña. Pablo asegura que vio actuar a Flora en el Ideal Rosales. Ella ríe: ¡cómo se iba a acordar entre tantas! Pablo protesta, galante: ella era inolvidable. Flora añade que, además, a él no le gustan los tangos; sólo la música clásica.

También incluye tangos. En Schubert, por ejemplo, en el Allegro de la sonata póstuma en Do menor. O en Mozart, en el rondó en Do mayor para violín y orquesta. Clarísimos compases de tango.

—Entonces, cuando quiera nos marcamos uno.

—Florita, debo confesarle algo: Bailo muy mal. No pasé de lo indispensable para sacar a una mujer en los cabarets de entonces... «ligar», como dicen ahora.

—Pues se ha perdido una de las mejores cosas de la vida, Pablo —en la penumbra, su voz se hace más grave—. Para entenderse un hombre y una mujer, para quedarse solos entre mucha gente, no ha habido más que dos danzas: el vals y el tango.

—Y el minué.

Flora se ríe, burlona.

—Eso era un desfile de parejas. Un ceremonial.

Nos lo parece ahora, lejos de su momento. Dijo Wanda Landowska que en un minué cabe un mundo. Tengo uno tocado por ella, de una melancolía desoladora... Sólo cuarenta y cuatro compases; no tiene Trío. Una joya inquietante: al año siguiente murió Mozart...

Don Pablo calla. El minué le acongoja. ¿O sus propias palabras, o ese pensamiento súbito...? De golpe se le escapa:

Usted que sabe tanto de eso, Flora, mucho más que yo, dígame: ¿es posible tener ansias de vivir tardías, inesperadas, violentas, en medio de la melancolía, de la rutina, quizás un año antes de la muerte?

La mujer oprime sobre la mesa la mano del hombre. Tiernamente pero sin ambigüedad: como una compañera.

¿Tardías, por qué? Siempre se desea vivir, Pablo. Hasta cuando una dice que preferiría estar muerta. El gran error es la melancolía y la rutina. ¿Por qué piensa tales cosas?

Pablo comprende que ella tiene razón. El invierno prepara la primavera bajo las podridas hojas de octubre y los hielos de enero... Sólo que, ay, el barro humano no repite su ciclo como el de la tierra. Por eso Pablo, sin palabras, alza los hombros en un gesto frustrado.

En el rincón oscuro, una joven pareja suspende el besuqueo y mira irónicamente las dos viejas manos estrechadas. No comprenden nada. ¿Cómo van a comprender?

El día está de confesiones, porque en el comedor de su casa don Ramiro ofrece a Luis una explicación que éste no necesita, pero a la que se siente obligado aquél por cuestión de principio.

Le ruego acepte mis disculpas. Ahora se usa «pedir disculpas» en vez de presentarlas, ¡estamos destrozando la lengua de nuestros mayores...! Pues bien, debo confesarle que en el primer momento me inquietó su pasado político.

Luis quiere asegurar que su pasado es cualquier cosa menos político, pero no tiene oportunidad.

No, no me explique nada. Respeto de antemano su desacuerdo con los ideales de nuestra Cruzada, y hasta espero convertirle algún día. Entre tanto, una discrepancia leal no es óbice, cuando se mantiene noblemente. Tan pronto comprobé la nobleza de usted, ya nada me importó. Para ello le sometí a una pequeña prueba. Sí, debo confesarle que cuando aquella primera tarde habló usted aquí con mi esposa, yo estaba oculto tras esa puerta, aunque luego simulara llegar de la calle. La verdad, la buena fe de mi candorosa Emilia es fácil de sorprender, y con una hija en casa yo no podía albergar a cualquiera bajo nuestro techo.

—¿Y cómo vio que yo no era un cualquiera? — pregunta Luis divertido.

Pude haberle visto por la cerradura, pero hubiera sido un acto lacayuno. Ahora bien, me fue dado oírle el detalle inequívoco, revelador de un caballero... ¿No recuerda? ¡Claro, hombre, cuando comentó usted ese pergamino! Habló a mi esposa de las figuras del blasón; aludió usted correctamente, a «cinco roelas en campo de azur».

Luis comprende, estupefacto, que aquella observación resultó decisiva para la mentalidad del buen señor.

Usted conoce la noble ciencia heráldica, la mejor de las psicologías, de las antropologías y de las genéticas. Un blasón lo dice todo: el pasado, que es la ascendencia, y el futuro, porque revela un estilo de vivir. Pero, ¡ay!, ¿cuántos en nuestros días conocen ese lenguaje? ¡Así es nuestra decadencia! ¡Qué tiempos, amigo Madero, qué tiempos!

La noble cabeza se abate un instante sobre el pecho. Pero pronto se yergue, brillantes los ojos. El buen señor se lanza a relatar los actos conmemorativos de Burgos, en el XXV aniversario del Caudillaje, mientras se atusa el ralo cabello con los dedos manchados de nicotina. Habla como si narrase la gloria de Lepanto.

Aquello sí que era España, amigo mío; la España eterna de los Fernandos e Isabeles. Si usted hubiera asistido, su corazón se hubiera fundido con el nuestro, no lo dude.

Luis piensa en los sacrificios de doña Emilia para costear el viaje. Pero cómo iba a faltar don Ramiro, que si bien por vivir en zona roja no pudo empuñar las armas durante la guerra, participó activamente en la oscura batalla de la retaguardia. Así lo ha insinuado ya a Luis días atrás, aunque corriendo en el acto un velo, pues nadie debe jactarse de un mero acto de servicio. En cambio, nada le impide cantar a pleno pulmón las jornadas de Burgos. Certeramente las ha resumido el titular de Arriba en su extraordinario del domingo: «Veinticinco años después y como entonces».

Luis ya lo había leído, pero su reacción fue pensar: ¿para qué ha servido todo, la guerra y el exilio? En cambio, don Ramiro ha revivido estos días sus años mozos en fervor de multitud, templando su alma en la comunión del pueblo con su Caudillo. «¡Qué importaba la lluvia pertinaz! Miles, cientos de miles aguardaban al Jefe enviado por la Providencia hace un cuarto de siglo. Aún seguía lloviendo cuando inauguró en Pancorbo el monumento al pastor, símbolo clarísimo frente al lobo de la estepa, el lobo comunista, claro está.» Pero luego, en el Parral, en el campamento de las Organizaciones Juveniles ya lució el sol, significando el orto de las nuevas generaciones. Como dijo también Arriba, aquello fue un «referéndum espontáneo».

Y se entusiasma don Ramiro: ¡Para qué las urnas, ese invento del liberalismo que permite esconderse tras el anónimo de la papeleta! ¡Ah!, en Burgos se daba la cara como en la guerra. Allí estaban los tres Ejércitos, unánimes con su Generalísimo; allí la Iglesia de Cristo, mil sacerdotes y seminaristas entusiasmados cuando Franco les entregó el nuevo Seminario construido por el celo católico del Estado; allí las nuevas generaciones encarnadas en cinco mil muchachos del Frente de Juventudes; allí, en la plaza de José Antonio, todo el pueblo: los viejos falangistas y requetés, los heroicos alféreces provisionales. ¡Qué jubiloso reencuentro! Tunas y rondallas recorrían el Espolón, los grupos intercambiaban botas de vino y meriendas, no se encontraba un sitio en todo Burgos, yo comí en el portal de una casa con unos camaradas recién conocidos.

—¡Qué hermandad entre las tierras y los hombres de España! Ése es el futuro — continúa don Ramiro —; ya lo dijo Franco en su discurso. ¡Qué discurso! ¡Cómo demostró que nuestro sistema político se adelanta a todos los demás! Sí, las demás naciones acabarán imitándonos, pese a las maquinaciones del exterior, a las envidias contra la España del Cid y de Trento. Jornadas como las de Burgos galvanizarán a un pueblo más que cien programas técnicos, porque la fe mueve montañas.

Luego pasa a otro tema menos sublime. Dios aprieta pero no ahoga; también los pequeños problemas de don Ramiro van a resolverse gracias a las jornadas de Burgos. Se ha encontrado allí con viejos camaradas, personas importantes asombradas de que él no tenga un alto cargo en el Movimiento. Arganzuela, Pérez Levante, otros más le han prometido resolver lo suyo, porque el pobre señor está sin ningún ingreso fijo desde que el programa de estabilización de 1959 acabó con unos cuantos organismos y, entre ellos, con el Comité Corchoresinero, de cuyo sueldecillo vivían los Gomes Bozmediano.

Pero al cabo a don Ramiro se le ocurre la idea de que no se está ocupando adecuadamente de su huésped y le pregunta si está contento en la casa. Ante la respuesta afirmativa de Luis, enlaza con sus comentarios.

—Su cuarto era antes mi estudio; ya se lo dije el primer día... No, no se disculpe, no puede estar en mejores manos. ¿Y sabe lo que más me gustaba de él, lo que a veces verdaderamente llegaba a inspirarme, dentro de mi modestia? El balcón. ¿Me permite gozar de él un momento? Verá, verá. Voy a enseñarle algo:

Al abrir el balcón penetra el aire frío de la sierra junto con los ruidos del tráfico.

—Vea —reanuda don Ramiro —: todo un símbolo. Arriba, lo divino, «la noche serena» de Fray Luis; a nuestra izquierda, la Almudena, es decir el Altar; en el centro, los encinares de la Casa de Campo, la tierra de nuestros antepasados; a la derecha, el Palacio, el Trono. ¿Eh? ¿Se capta o no se capta? El modelo del orbe; todo un programa vivo. ¡Qué digo programa, palabra de técnicos y politicastros! ¡Una triple bandera para morir por ella: Dios, Patria y Rey!

Extiende el brazo y lo mantiene en alto un momento, mientras Luis ve en la Almudena una tarta lamentable. Un pastel de bodas ribeteado de merengue, con dos torrecillas para poner a los novios de alfeñique. Además, don Pablo le ha dicho que sigue sin terminar por falta de dinero, buena prueba de que la primera parte de la triple bandera de don Ramiro no inspira demasiado entusiasmo al país, al menos cuando afecta a los bolsillos. Pero el caballero sigue discurriendo por sus derroteros:

—Contemple, en cambio, aquello más lejano, acechando con todo su poder y sus luminarias tentadoras. Vea esos dos rascacielos, la Torre de Madrid, el edificio España. Ése es el peligro, esas Babeles, esos monumentos de soberbia, esos nidos de extranjerismo, esas imitaciones de lo yanqui. Porque ya ni siquiera copiamos a París, cultura al fin, pese a su decadencia. Ahora nos tientan los bárbaros, con sus Babilonias. ¡Sí, señor, Babilonias!

Luis goza el delicado perfume que aún exhala en octubre la albahaca, y se lo agradece a doña Emilia, que le preguntó si le molestarían sus plantas. Entre tanto, don Ramiro se regodea otra vez en su hallazgo retórico, y repite su clamor con voz tonante, como si increpase a los edificios iluminados:

—¡Ah, Babilonia, Babilonia!

ÁGUEDA

«¡Babilonia!»

¿De dónde esa voz en la noche? Cerré asustada la ventana.

Las tejas tibias del poniente se enfriaban rápidamente bajo las primeras estrellas. Casi tenía olvidada mi angustia. Y de pronto esa voz inquietante. Como si sonase abajo, pero tales voces vienen de lo alto. «¡Babilonia!» Alucinaciones. Me vuelvo histérica.

Sor Natalia me acariciaba la frente, en mi cama del colegio, disipando sombras y temores. Ahora la necesito, aquella mano. Si la voz es alucinación, ¿qué significa? ¿Viven en mí Semíramis, los jardines lujuriantes, Nabucodonosor gruñendo a cuatro patas? ¡Absurdo! ¡Al contrario! Aunque esas torres enfrente, la de Madrid y del Edificio España, parecen zigurats iluminados.

¿Me cambio?, pensé. Lo mejor, pantalones, si Gloria hubiera llegado pronto; sugerir con ellos que yo también recién llegada. Pero pasaba el tiempo: ¿qué ponerme? ¿Más accesible a su mano?

Menos mal que un taxi muy cerca de la Academia, donde Viajes Ulises. La recepcionista, junto a la ventana, inclinada sobre sus papeles. Miope, seguro; pero, ¡ni hablar de ponerse gafas! Tan agachada que casi asomaban los pezones. Gordas, buen cebo; no se Puede quejar.

«¡Babilonia!» ¿Alucinación? ¿Presente o pasado? Me oprimo las sienes y me duelen. ¿O ya me dolían y por eso las oprimo? Despeinada; de pasarme la mano sin sentirlo. No sé lo que hago. He de ir a la peluquería, pero ya es miércoles, mañana fiesta, el viernes otra vez clase por la tarde, y el sábado imposible. Ahora que caigo, ¿me habrá puesto don Rafael esas clases por la tarde pensando en llevarme algún día a tomar una copa? ¡O incluso a cenar: es capaz de creérselo! Su jactancia de macho...

Hoy creo en Dios, como Bécquer. «¿Calle Hermanos Bécquer?», preguntó el taxista. Por lo visto, dije la frase al subirme, en alta voz, feliz de pescar el taxi. Acabaré loca. Tengo que decidirme. La, tensión, insoportable, y ¿para qué?, ¿por qué? Hoy mismo, si quiero.

Llegué, la casa vacía. Cuando sale por la tarde es cuando más la temo. Y todo tan ordenado... Estatua de sal: así me quedé. ¿Cuánto rato? Luego, temblando, abrí de golpe su armario. Loca, sí, pero de júbilo, ante el arcoiris de su ropa. ¡No se había ido! Mis armarios, en cambio, siempre sombríos. Desde la infancia en Pamplona. ¿O me vestían como a todas las niñas, y lo he olvidado? ¿He llevado lazos, tiras bordadas, entredoses? Me veo sin color, como en los sueños. Mis audacias ahora: un poco de verde y marrón, algún anaranjado. Ni siquiera el ciclamen, cuando estuvo de moda en los cuarenta. Y eso que me iba su casi medio luto. Algún celeste o amarillo en una blusa.

«Muchacha de uniforme», me llamaba Meg, mirándome como a Gerta. Odiosa, en tales momentos; succionante su intento de atracción. Buscando otra ama. Me reconcilié con la frase cuando vi la vieja película en el cineclub. ¡Qué Dorothea Wieck, qué verdadera! Fascinante, estremecedora.

¡Viva Gloria, fabulosa Gloria! ¿Acaso llegué a gritarlo? ¡Me estallaba! Sus vivos estampados saltaron como el diablo de resorte en la caja de sorpresas. Violencia de fuegos amarillos, volcanes rojos, llamaradas verdes. Todo el prisma, todas las capas del Bunsen cuando arden sustancias complejas.

El zoo de Vincennes.

El guacamayo rojo y verde echándose sobre mí con aleteo furioso, su grueso pico caqueteando. Retrocedí asustada, olvidando los barrotes. La gente rió; el pájaro también, mirándome con sus ojos abultados. ¿Por qué me atacó a mí?

El armario-arco iris me devolvió la sangre a las venas. Tan de golpe que se me nubló la vista. Mi corazón resonaba por todo el cuarto. Hube de sentarme en la cama.

Lástima no tener un perro. Aquel que se coló en la Residencia y lo adoptamos. Séneca, le pusieron las de Letras. ¡Era más listo!

Un buen día desapareció. ¿Le atropelló un coche? Desapareció como una persona. ¡Séneca, ven aquí, dame cariño! Cariño perruno, fiel. Sin angustias, por favor: no quiero sufrir.

Pero sufro. Me preocupó tanto orden. Hasta el espejo limpio. Ni un pelo en su cepillo. Y cuando sale deja siempre un caos: ya lo recogerá Águeda. Hoy todo en su sitio; hasta mi regalo, el baby-doll que le compré el otro día. Temí una trampa. ¿Qué pantera me aguardaba, relamiéndose las fauces como en los fosos del circo?

No debí meter prisa al taxista. Era joven y se pavoneaba conduciendo. Por poco atropellamos a la vieja del canasto. Por cierto: ya no se ven canastos. Bueno, el otro día pude haber sido yo. Hoy estuvo a punto de ser la vieja. ¿Alguien a la tercera? ¿Quién? Puede que fuera lo mejor.

Cuando fui a comprarlo me atendió la Ojos de Vaca. Me resigné. «Pero no es su talla, señorita», dijo la muy estúpida mirándome el pecho. La hubiera abofeteado. Se dio cuenta y entonces se pasó de comprensiva. Claro; un encargo. Días antes había despachado un juego rojo y negro, con mucho encaje, a un señor mayor. Se reía, obscena y cómplice. Uno de esos calvos que se echan por encima el pelo de la sien, para disimular. Sí, he de ir a la peluquería.

Pasaba el tiempo, ¿qué me ponía? Ácido en mi corazón: la incertidumbre. Como sobre una muestra; burbujas, vapores. Dieron las nueve en Palacio. Me puse la bata; le gusta abrírmela. Aun sabiendo que al verme en bata se le antojaría salir a cenar. En cambio, cuando me encuentra vestida le apetece comer algo en casa. «Cualquier cosa, ya sabes»; luego devora ferozmente.

Esa Babilonia... ¿Acaso oigo ya voces? La Doncella de Orleans... La Pucelle, ¿para qué? Aquel rubio del party en Londres, ¿cómo se llamaba? Estaba muy bien; en el Instituto de España. Me lo soltó con naturalidad: «¿A mi casa o a la tuya?». No le engañé con mis pretextos: «Las españolas no sabéis aún que la virginidad ya no se lleva». Pero ser derribada, poseída, penetrada... Como en una tienta; la garrocha... Odioso, tan sólo imaginarlo. Pero eso, empezar con Gloria...

¡No había pensado en el frigorífico! ¿Habría algo, por si quería quedarse? Menos mal; huevos, leche, su paté favorito, bastante. Ay, faltaba su yogur de fresa... Pero fruta y judías verdes de ayer; aunque no le harán gracia... ¿Y si no quiere nada? ¡qué angustia! Entonces vendría habiendo cenado. ¿Y con quién? Lo sabré porque se quejará de jaqueca, para acostarse sin hacerme caso. Casanova, en iguales ocasiones, pretextaba dolor de muelas. Me lo contó Fred, ¡qué buen chico era! ¿Habrá logrado establecerse en Canadá?

También creí escuchar voces en el colegio; se lo conté asustada a sor Natalia. Ella también de niña, me dijo, pero no se debía hacer caso. Las borró su mano sobre mi frente. «Las santas oían», insistí. «¿Santas?», replicó melancólica. La buscaba siempre en el recreo; mejor en el pasillo. «Quíteme las voces, sor.» Su caricia era mi oxígeno. ¿Hubiera enfermado, quizá, sin ella? Hasta que me dijo, muy seria, que no podíamos continuar esos juegos. Llanto de fuego, aquella noche, sofocado mordiendo la almohada: no me quería. Salvo una esperanza; si acababan los juegos, ¿empezaban las verdades? Ignoraba cuáles, pero me derretía sólo de pensarlo. Como los místicos. Y esperaba cada día, mirándola ávidamente. Cuando me torcí de veras el tobillo en la escalera, ¡qué voluptuosas sus manos en mi pie desnudo!

Las clases por la tarde. ¡Claro, el plan de don Rafael: como en una tienta! Cuando me ve lejana, absorta: «¿Pensando en el novio, niña...? No se enfade, aunque se ponga así tan bonita; no me mire como dándome un latigazo». ¡Ojalá pudiera dárselo! O mejor mandar a Maximina que se lo diera; aquella criada navarra, tan fuerte. Con la fusta del tío Conrado. En el culo al aire, doblado por la cintura, como un niño. O mejor, en los huevos esos tan importantes; los cohones, pronunciará él tan ufano, aspirando la hache. Que aúlle de dolor. Parece ser terrible; peor que en los pechos... ¡Qué cosas pienso en mis esperas...! Babilonia, Babilonia.

Si sor Natalia me viese, si supiera... Curioso; por primera vez desde que vivo esta tensión estoy segura de que me comprendería. Pues ahora me explico aquellas manos, buscándome a mí, como yo a ella. ¡Ojalá hubiese sabido ir a su encuentro! Es criminal, no responder. Necesitamos otra piel contra la nuestra. Eso es comunicarse de verdad, como Gloria y yo en la caseta de la piscina. Es criminal negarse. Nacimos para vivir.

Pasos en la escalera, pero sólo era Tere. Adiviné que miraba la luz bajo mi puerta y abrí, procurando hacer rutinario mi saludo. Ella también se esforzó por parecer indiferente. «¿No está la señorita Gloria? No tardará. La esperaban, pero me dijo que volvería pronto.» Lo dijo piadosamente, pero me encogí como un perro bajo un palo.

La mano de hierro me estranguló en el acto; no dio tiempo a sollozos ni lágrimas. ¡Y antes de que aflojara, ya todo resuelto! Sus pasos, Gloria subiendo a toda prisa, yo en la puerta, ella irrumpiendo, abrazándome. «¿No estás vestida? ¡Date prisa, que tengo una idea: salimos esta noche! ¡Venga, que mañana es fiesta y no hay que madrugar...!» Me hostigaba. ¡Qué excitación! Y así tomamos algo de pie en una cafetería. Así empujamos la puertecita del O. K. Club.

Venía del cine, inventó. Con una amiga de Ponferrada. Ahora ya no me importa esa mentira. Una película estupenda. Comprendí. Robert Mitchum, su favorito: «¡Qué hoyuelo en la barbilla!». No dispone de él para salir y traérselo luego; pero está Águeda. ¿Es un sucedáneo? ¿Pensará ella que vale la pena?

No se quemaron las cejas para decorar el O. K. Club. ¡Qué verá en él para extasiarse así! Spaghetti-western, paredes imitando troncos, revólveres colgados, anuncios de busca y captura, pianista con elástico en las mangas de la camisa. Algunos bailan, pero abunda más el hacer manitas por los rincones. Los taburetes son torturantes, pero descubren muslos. A veces un chillido de ratita en la penumbra rojiza, una risita, un vaso estallando contra el suelo. Sórdido escenario de guardarropía, aunque al parecer se divierten.

Claro, la trajo aquí «él», quien sea, cuando la esperaba el otro día. Pero me dijo que anteayer tarde, con la de Ponferrada. Poca imaginación. ¿O provocar sospechas a propósito, para darme celos? ¡Si no hacía falta, si ya iba yo a su encuentro! ¡Qué sorpresa le esperaba! Conquistándome con la fórmula de las novelas baratas. Empezar por el alcohol, claro. Su último descubrimiento, el vodka pilé; lo máximo en disipación sofisticada. Ahora se dice «la» vodka. En femenino, como en ruso, por lo visto.

Me imaginé al otro; a mi «rival». Ahora ya todo me hace gracia, carece de tremendismo. Haciendo el macho en O. K. lanzando proposiciones a las camareras de la barra, sopesándoles los pechos con la mirada, puestos en bandeja por ceñidos chalequitos a cuadros rojos y negros, transparentados bajo las blusas con corbatín de lazo. Grotesco.

Enfrente, una morena con botas, emparejada a otra. Nos miraba con aire superior; se las notaba más adelantadas. Gloria se arrimó a mí; puso la mano en mi muslo. «De muslos no estás mal», me concedió generosamente un día. Otra forma de subrayar que el resto nada. De pronto cayó en la cuenta: «¡Qué bien estás con botas!». ¿Empezando a excitarse?

Como Robert Mitchum. En una película de safari no se quitaría las botas ni para derribar a la rubia de turno, la esposa del noble inglés a la caza del rinoceronte albino. Gloria dispone ahora de una trinidad: Mitchum-El Otro-Águeda. Tres cuerpos distintos y una sola excitación verdadera.

Ha cambiado el estilo de mi memoria. Recuerdo lo de esta noche en forma muy curiosa. Muy intensamente y, a la vez, con toda indiferencia. Como si hubiera ocurrido a otra, y yo mera espectadora. «Ha sido importante», me repito; pero no me afecta. ¡Y eso que he saltado al fin la barrera! ¿Es eso, la barrera?

Empecé a ser espectadora subiendo ya la escalera de casa. Ella seguía conquistándome, ¿no se había dado cuenta todavía? La conquista de Águeda la he decidido yo: ésa es mi satisfacción. «No hagas ruido», advertí, «vas a despertar a los chicos de Tere». «No haber sido tonta. Que no los hubiera tenido.» Pensé en los pechos generosos de Gloria, maternales, y me asombré. «¿Tú no quieres hijos?» Su voz, una puñalada. «¿Tú sí? Pues haz por tenerlos.»

No bebimos mucho, pero a ella se le nota más. ¿O era la excitación? ¿Su época de celo? Todavía no. Empezó el día en que estuvo a punto de atropellarme el taxi. A mí me toca pronto, ¿será por eso? ¡Qué poco nos enseñan de cosas importantes! En cambio sé que en los perfumes dominan los terpenos y hasta conozco su fórmula; pero la cuestión es olerlos, excitarse los sentidos, gozarlos.

No sería el alcohol, pero ella confiaba en él. Nada más llegar me preparó un whisky on the rocks («Tenemos que comprar vodka», repitió varias veces). Se lo agradecí; me borró el cansancio. ¿O era náusea ante la vulgaridad? «Brindemos por lo que estoy pensando, ¿quieres?» Ésa fue su ingeniosa insinuación. Brindé y recargó la suerte: «Cuidado; ya sabes a lo que te comprometes». Bebimos de un golpe, como el pianista del Club. Soltó una risita y se dejó caer de espaldas en la cama.

Aquella primera vez que se reclinó, en la residencia, cuando aparecieron las palomas. Inocencia, goces sin trampa. Claro, aquella inocencia era justamente la trampa. ¡Quién fuese como ella!, pensé entonces. En su trono, siéndole ofrecida la vida; estrujándola, gozándola: Y ahora, yo en la trampa. Sólo que si se entra a sabiendas ya no es una trampa.

Me miró desde la cama. «Otra copita, ¿quieres?» Me dispuse a servirla. «No pierdas tiempo; sin hielo. Como los hombres.» Me miró intencionadamente mientras bebía. Mala actriz. Como si nos estuviéramos desafiando, tentando nuestras fuerzas antes de sacar el arma; aún duraba el ambiente del Oeste. Reprimí deseos de reír, aunque más adentro tenía miedo. O más bien, debería tenerlo, debía de estar allí, pero yo no lo sentía. «¿Qué viene ahora?», me pregunté, como quien consulta un programa.

Pero no en un teatro, sino en un examen. La teoría me la sé; es decir, más o menos. Pero saberse la teoría no es nada; en esa asignatura lo importante es el ejercicio práctico. Es preciso tener suerte en la muestra y luego, depende de tantas cosas... Porque el reactivo no lo dan preparado, hay que aportarlo.

Se levantó y avanzó. Me tocó la barbilla y me volvió la espalda. Bajé su cremallera, hice resbalar su vestido, lo sostuve mientras ella sacaba una pierna y luego otra. Agachada, me envolvió un curioso olor animal y marino; era otra Gloria. ¿Terpenos o glándulas excretoras? Me dispuse a colgar su vestido; se enfadó. «¿No puedes olvidar un momento tu manía del orden?» Arrojé el vestido sobre la butaca. «Sigue desnudándome, anda. ¿Verdad que te gusta?»

Antes esa palabra me repelía. No la usaba. Solía decir siempre «desvestirme». Como los médicos: «Descúbrase un poco, por favor». ¿Quizás desde que las otras niñas me llamaban «la roja»? Yo era la «hija del rojo», del sacrílego que osó arrojar bombas sobre el templo del Pilar, santuario de la raza. O quizás desde los pequeños salvajes del colegio frailuno, enfrente del nuestro. Aprendices de macho. Pantalón corto, pero ya su puñalito para el uniforme azul y negro en los desfiles. Ya miraban babeantes, disfrazando con la jactancia su inmadurez.

Gloria se tumbó en actitud de esperarme y soltó una risita. «Había ambiente, ¿verdad?» Me pregunté si El Otro no habría estado quizás en el O. K.; sirviendo yo de excitante para otro día. Ya sin el traje me senté en la cama para quitarme las botas. «No, déjatelas para lo último.» Volví a ponerme en pie. «Espera, pruébate mi baby-doll ... ¡Llevas siempre unas combinaciones tan serias!» Una culebra oscura en el arroyo de su voz. ¿Germinaba ya dentro su intención, todavía inconsciente? «Ya conoce mi desnudo — pensé — , ahora lo quiere disfrazado.» Me vestí la corola de oro transparente sostenida por mi doble tallo de cuero negro. Entonces vi en sus ojos centellear la Idea.

Luisa María lo decía, en el colegio mayor. Que como Gloria sólo paría ideas muy de tarde en tarde, se las veía aparecer en su cara. «Casi una suerte, para quienes estamos saturadas de Ideas», le repliqué.

«¡Espera! —gritó entusiasmada—. Un momento; no mires.» Sus pies desnudos recorriendo el cuarto. Me hizo girar a un lado y a otro, mientras deslizaba telas sobre mi cuerpo. Se alejó; le agradecí haberme mandado cerrar los ojos: mejor ir a ciegas, a donde fuese. De pronto algo caliente y blando rozó mi labio superior, sentí el reflejo de abrir la boca como para comulgar. Aquello —¿su dedo? ¿por qué caliente?— iba y venía. Me ciñó un cinturón; ¿qué colgó de él? Un frío alargado en mi muslo; me estremecí. «¡No, la gumía no!» Abrí los ojos, llevé a mi costado las manos. «¡No mires, idiota!» (pero mi voz la había intimidado), «bueno, te la quito, ¿qué te pasa?» «Era de padre, no la toques con esas manos» (de puta —pensé— puestas en el trofeo sagrado). Se la llevó; durante unos instantes no la oí.

Se disipó mi cólera. Al menos agradecí sus manos en mi cuerpo. Me hacían comprender cuán virgen es mi piel. Desierto sin oasis. Nadie me tocó en años y años; desde el baño infantil. Gloria me revelaba nervios ignorados; los del pudor, también los de la pasión o del instinto. No lo sé todavía.

«¡Fantástica, estupenda!» Rechinó la puerta del armario, la del espejo por dentro. «Mírate ahora.» Me vi ante la luna. Botas altas, túnica dorada ceñida por un cinturón negro, rojo sombrero de ala ancha ensombreciendo el rostro, un sarape al hombro. ¿De quién aquella cara con bigote? Gloria, gozándola desde su cama.

También la piel de Atila se estremecía con ramalazos bajo mi mano. ¡Espléndido caballo de tío Conrado! ¡Eso sí que era poderosa vida! El odioso Mohatar lo entendía. El vínculo entre el árabe y su caballo, ¡eso sí que era amor! Sin razonamientos. Puro borbotón de sangre.

Reconocí nuestra manta alpujarreña, su sombrero para la piscina, su cinturón ancho, mi propia cara abigotada con un corcho quemado. ¿Había visto con El Otro una película de El Zorro ? Se palmoteó los muslos. Miró alrededor, faltaba algo. «¡Qué lástima...! Bueno, toma esto.» Puso en mi mano, como si fuera un látigo, su cinturón trenzado. Y automáticamente, por una vez sin pensarlo, el metal de la hebilla en mi puño me hizo restallarlo. La cola de la víbora chascó en mi bota, su espasmo de cuero rozó mi muslo desnudo.

Gloria no percibió nada; ¡ni lo sospechó! Mi pecho un terremoto de violencia, mi mano contraída sobre el látigo, mi corazón al galope. Un sofoco de gozo por toda mi cara. Si no hubiese mirado al espejo la hubiera fustigado, ¡ah, estoy segura! Pero contemplé la realidad, el disfraz grotesco; me desinflé. Se abatió de golpe la exaltación. Sólo quedó la banal decoración de su capricho. ¿Acaso la alcanzó de lejos la llama?, porque se levantó y vino a desvestirme. «Anda vamos; déjate hacer, ya verás qué gusto más rico.»

«Eso; no te detengas», deseaba yo. ¿Qué me importaba reemplazar a Mitchum-El Otro? Los niños sin caricias enferman. También los chimpancés con biberón, sin el peludo cuerpo de la madre. ¡Qué hambre de manos en mi piel! Marginalmente percibí el prisma de luna traspasar la ventana. Bañaba en leche azul el desnudo de Gloria.

Desnuda yo también, conducida al ara sacrificial. «Vamos pava, ¿qué esperas? ¿Será verdad que no lo has hecho nunca, ni en el colegio?» Le excitó la idea porque se puso mimosa. «¡Tontina!», dijo, y sus manos abarcaron mis mejillas para desflorar mi boca. Me invadió trompa de mosca, lengua de camaleón, larguísima lamedera del oso hormiguero. Piel contra mi piel, oscura humedad tentacular. La imité; era preciso retener a mi pescadora con su propio anzuelo clavado en mi boca.

«Así, muy bien; ¿ves, boba?» Ya no temí retroceder; me hice pasiva para aprender a ser activa. Su voz me guiaba; sus manos eran ya de propietaria. Tendida a mi lado guiaba las mías hacia su intimidad. La impacientaba mi torpeza y, a la vez, la excitaba. Risitas cosquillosas. Hänsel y Gretel abrumando mis pechos. Distanciada por dentro continué la gimnasia. Gloria se crecía en la cresta de una ola, impulsada por mis maniobras, mientras yo escalaba penosamente una montaña obedeciendo sus instrucciones. Cuando exhaló el supremo jadeo yo sólo sentía fatiga. Palmoteó mi muslo sudoroso con gratitud satisfecha, como a un caballo que ha corrido bien. ¡Ay, pero no Atila ni ella el árabe! «No está mal, para la primera vez.» Aprobado raspando. Sólo que se trataba de otra persona. Una tal Águeda. ¿Por qué no gocé, por qué? ¿Acaso no podré? ¡Sin embargo, aquel sofoco de goce por un instante! Pero otra cosa.

El coche rasga la calle de Bailén, desplazando en mi oído la respiración de Gloria. Me he venido a mi cama por si se despertaba y volvía a exigir mi prestación. Su boquita dormida, dulce como la de un bebé recién amamantado, ocultando la lengua obsesionada. Se ahondó el silencio tras el paso del coche y sentí los primeros golpetazos de la jaqueca que penaliza mis depresiones. Y de nuevo la angustia: ¿Qué le impedirá abandonarme ahora? No me hago ilusiones; Gloria ha gozado, pero esperaba más. Yo también, ¿O no? ¿Quizá por intuir esta gimnasia tras tantos años eludiéndola?

Otro coche. O el mismo. ¿Se repite este instante, vuelve y vuelve, como los martillazos en mi sien? Alucinaciones. ¿Es eso Babilonia? Acaricio mi muslo, pero no siento nada. La foto del otro día, en una revista. La india del Amazonas, el pelo en melenita, el tatuado cuerpo desnudo sobre una hamaca. Su hijito, también desnudo, gateando sobre el vientre materno: Lo que no tuve. ¿Es por eso? Cuando mi boca buscó un pezón humano sólo encontró caucho tratado con azufre y moldeado.

La luna alcanza la curva gumía colgada en la pared. Muerte en ébano y plata. Una cólera inmensa agudiza mi jaqueca. Malditos los culpables, los que me robaron la Vida. Como cantaba Patachou: On m'a volé tout ça . Mi vida amputada en su origen, gris, (tolerada menores». Sólo un simulacro, como la película de Claudette Colbert, Imitación de la vida. Y ahora, demasiado tarde, esas manos de Gloria intentado vestirme con una piel humana. Prometiendo llevarme hasta el amor y dejándome frustrada, en el umbral.