PAPELES DE MIGUEL

Nombre escrito con sangre

Agosto de 1976

¡Aquel alarido en la noche! De pronto, en mitad de mi insomnio, a la hora del más relativo silencio ciudadano —ese ruidoso silencio-estalló la sirena. Creí que era una ambulancia y esperé oírla pasar. Pero la sirena continuaba, se mantenía. ¡Aquel alarido! ¿Alarma de una tienda o sucursal bancaria? ¿Protección de coche para evitar el robo? La sirena persistía. Pasaban los minutos. Pero no me llenaba de angustia, sino de indignación.

Un hombre es golpeado en la calle y apenas produce un grito inadvertido. Una mujer es explotada, un niño tirita en un portal, gentes innumerables viven sus tragedias y nadie clama. La sirena era la voz de la propiedad amenazada, lo más respetable y sagrado de todo. Al cabo de un gran rato, se extinguió. Habían llegado los guardias. La propiedad estaba salvada. Al menos consiguió hacer silencioso el silencio.

Desde el regreso de Argelia no he vuelto a anotar nada. ¿Para qué? En el muro blanco sobran las palabras. Las palabras. Si no es importante, da igual lo que signifiquen. Y si lo es, significan tantas cosas que no significan nada. Me voy librando de ellas. Libertad: ¿de quién, para qué? Aquella novela en la que pensé algún tiempo y abandoné después: El esclavo del templo. Transcurría en la Creta minoica y el esclavo era el único hombre libre en todo Knossos. Como el ermitaño, como el anacoreta colgado de un risco sobre el mar en el monte Athos. La libertad está dentro. Como todas las palabras que se pronuncian con mayúscula.

El eclipse de Nerissa y su resurrección en la roca de Ras-el-Djeb, aquella noche, me asustó. Su emergencia del mar: inolvidable. Tierra a la vista del náufrago en la balsa; oasis verdadero ante la caravana. El segundo eclipse me asustó menos. Nerissa se va y viene. ¿Quiere prepararme para algo? ¿Quiere dejarme solo? ¿Quiero quedarme solo yo? ¿Cambia de lugar o encarnadura? En su Mathnawi canta Rumí:

«¿Dónde está el Amado; dónde "nosotros" y "yo"...?

»Cuando el hombre y la mujer se hacen uno, Tú eres ese Uno; »Cuando cada unidad se disipa, tú eres la Unidad.»

Los eclipses de Nerissa, ¿son una manera de enseñarme el camino, de ser mi Jádir? Porque en esas desapariciones en que no puedo «ver» físicamente la onda de su pelo, la doble flor de sus ojos, es cuando me habita más viva su presencia. Y cuando vuelvo a «verla» con mis ojos, recuerdo la palabra de Ibn Arabí: «Gozan la más perfecta visión de Dios aquellos que Le contemplan en una mujer». Curioso: también el padre de Mahmud daba esa interpretación de la belleza femenina.

En mi insomnio de anoche pensaba en esos eclipses. Cuando sobrevienen pierdo la memoria hasta de sus trajes y sus zapatos. El último de aquel verano en Londres, la falda plisada blanca y el verde jersey exquisito. ¡Estoy tan acostumbrado a verla físicamente! En mis últimas tentativas telefónicas para recuperarla me repitió que estaba fea. Quería disuadirme, desanimarme, consolarme. Pero no se borra lo que está grabado a fuego, lo que ha tomado posesión de su reino para la eternidad. ¿Entonces, los eclipses?

En esos insomnios, continuando el vaciado de mis aposentos, se ha empezado a trasparentar en el blanco muro la explicación, como cuando en un palimpsesto aparece el texto antiguo. El primer asomo me ha dado escalofríos. ¿Tan adelante estoy ya? Nerissa se eclipsa no porque se aleje de mí, sino porque me penetra y se identifica conmigo como en los cantos de Rumí. Cuando me decía estar fea yo contemplaba un dulce rostro emanando encanto. Ahora es ya más que un rostro. Es La Belleza y La Belleza no tiene forma; como tampoco la tienen, en su manifestación más alta, allí donde dejan de ser palabras, la Vida y la Justicia, la Serenidad y el Éxtasis.

¿O se deben esos eclipses, Nerissa, a que no sé todavía acogerte en mí? Para el enamorado lo difícil no es darse, sino aceptar al que, a su vez, viene a entregarse. Darse es lo más fácil, aunque lo duden los egoístas, porque fluye naturalmente del amar. Todavía pienso a veces qué fue lo que te di para que así vinieras a mí, lo cual es como dudar de tu amor que, como dice Rumí, «ni pide pruebas a Dios ni mendiga ante ninguna puerta provecho alguno». Para el entregado amante no siempre es fácil ver en el amado también otro amante que de igual modo y sin demandas se entrega; en su encuentro hay más el choque de dos ofrendas que la simultaneidad de dos acogidas. Para que el amor dualista fuese perfecto deberían ser andróginos los dos amantes; como los caracoles que actúan a la vez como macho y hembra cada uno y que mis maestros orientales admiran con frecuencia. Cómo nuestra cultura competitiva, que incluso el consumir lo vive como adquisición agresiva, nos ha deformado hasta impedirnos manifestar el amor en la acogida de quien se nos rinde. Y cuanto más amante, más difícil nos resulta retener el ímpetu en una boca entreabierta esperando la miel de la amada. ¿Recuerdas, Nerissa, la única vez que te vi llorar? En aquel banco bajo la luna. Fui culpable sin serlo; porque no era culpa mía no saber recibir la Gracia. Pero voy aprendiendo; la espero siempre de Ti, de otro modo que antes, con los brazos abiertos de Halladj.

Mi cuerpo aún demasiado cargado de memorias. La nueva Beatriz que es Nerissa me ordena seguirla hacia el Paraíso; se aleja hasta perdérseme de vista y retorna para que yo la acompañe. Pero aún no estoy del todo vacío. Me duele demasiado derramar mis recuerdos. ¡Aguarda, déjame vivirlos un poco más! No estoy maduro.

¡Mis recuerdos! Nos separábamos en la esquina de Jorge Juan y Claudio Coello al salir de Nüremberg y te alejabas hacia tu casa. Yo me quedaba en la esquina contemplándote, fascinado por tu pelo oscilando a cada paso como alas de un pájaro de oro; prendidos mis ojos en la leve oscilación de tus tobillos. Te debía mirar casi extático y luego, cuando dabas la vuelta a la esquina, sorprendía yo las miradas burlonas y los cuchicheos de las niñas del Instituto Beatriz Galindo entre la sorna de las mayores y, espero, su admiración o envidia, porque mi amor debía ser muy evidente. ¿Recuerdas cómo recorríamos una geografía del mundo? ¿Por qué las cafeterías y los bares cultivarán tanto la toponimia? Hamburgo tiene cinco escalones desde la calle y era una delicia esperarte para ver cómo los bajabas, con aquel abrigo deportivo. Nüremberg nos ofrecía una semioscuridad intimista. Dakota: sus grandes cristaleras lo convertían en acuario para los transeúntes, con sus clientes dentro como peces. Casa Lucero era un grato contraste popular... ¡Mis recuerdos!

No, no estoy maduro. No soy capaz todavía de arrancarme esa carne de memorias sin cuyo soporte se derrumbarían mis huesos y se harían cenizas. ¿O acaso no? ¿O acaso tus eclipses acabarán salvándome y será no tanto que penetres en mí cuanto que yo consiga hacerme Tú? Pero por el momento... El paseo por Londres, el primer paseo solos, libre y alegremente en una gran ciudad. Los grandes espejos de Burton, mirando a la calle, nos permitieron vernos del brazo por primera vez. Nos quedamos asombrados: ¿te acuerdas? Así se quedaría el hombre del Renacimiento cuando el progreso de la industria vidriera le permitió verse de cuerpo entero. Así empezó, dicen, el arte del autorretrato y el genio de Rembrandt. ¿Cuánto rato estuvimos parados ante aquella pareja feliz, de estatura acoplada, de cuerpos paralelos y juntos, sonrientes y serenos como en las estatuas egipcias?

También mis recuerdos solo. Pero ¿acaso se está solo? La soledad, ¿existe? Todo se lleva dentro. Al menos mientras la soledad no se convierta en La Soledad y se una en el mismo centro a aquellas otras palabras con mayúscula —todas fundiéndose en Una— y estar solo resulte vivir una compañía innumerable. Aquella primera etapa desde que Nerissa me dejó solo yo le mandaba mis flores como a un santuario sin imágenes, una gruta consagrada a la madre Tierra en el monte Ida. Yo no era digno de verla, pero enviaba mi ofrenda. ¿Por qué preferías no verme? No lo comprendía. Descubro hoy que llegué a irritarme después de dolerme; casi empecé a culparte de que la vida fuese así. ¿Había reencarnado Hannah para condenarme a Tántalo? ¿Para entreabrirme la puerta del Paraíso y cerrarla después contra mis ojos? Pienso ahora que preferías verme como yo te veo en tus eclipses: sin verte. ¿Es que te vas haciendo yo o me voy haciendo Tú? ¿Es que nos vamos haciendo Él?

Me crece una resistencia hacia el dualismo, que fue antaño la base de mis análisis. Superar la dialéctica. Sustituir el progreso de la síntesis (tras la contradicción) por el ascenso en la escala de los seres, mediante identificación con el superior. La dialéctica pertenece al nivel en que todavía se admite el principio de contradicción. Ahora vivo entre verdades paradójicas, donde es cierto que A puede ser B y no ser B, donde yo puedo estar aquí y, al mismo tiempo, rigurosamente, no estar aquí.

Ras-el-Djeb me hizo ver esas verdades, antes de asimilármelas. A mediodía por su intensidad. Entre luna y sol —ocaso y amanecer— por su suavidad. En plena noche por su profundidad. Cuando el sol cegaba, la arena ardía y el mar era más azul y espumoso, ¿dónde estaba yo? Mi dorso tendido junto a la casa, mis ojos cerrados; pero yo —yo— ¿dónde? El calor disolvía las dimensiones del espacio; el rumor instantáneo y eterno de las rompientes confundía y deshacía el tic-tac del tiempo. El aire fresco y salado acariciaba la piel desnuda, se la iba llevando como el agua arrastra la piedra en el brocal de la fuente, me desollaba sin dolor, me disolvía voluptuosamente, me transportaba, ¿adónde? Yo estaba allí y no estaba allí.

En el amanecer, en el ocaso, ¿a qué hora pertenecía el momento indeciso, a qué lugar el escenario, cortado por sombras largas y dudosas? Una rosa y un oboe de terciopelo era el amanecer, una violeta y una flauta melancólica era la tarde: sólo el color y la música los diferenciaban. Pero, sobre todo, la noche: las capas de sucesivos infinitos constituyendo el cielo estrellado, llegando hasta nosotros, atravesando nuestro planeta, repitiéndose desde el nadir hasta el cenit. En ese océano innumerable, ¿dónde se está?

La dialéctica, el dualismo... Hablar de Dos resulta grotesco ante ese Océano. Sólo quedan lo Múltiple y lo Uno. ¡Ah, se replica, pero entonces ya son dos! Vamos, no caeré en esa trampa de escolásticos. Él es todo y no lo es porque lo trasciende. Como decía Servet contestando a Calvino, «el diablo es Dios». Y le quemaron vivo. Como materia y antimateria: si se encuentran, el choque produce la Nada. Es decir, el Todo. Para que haya un universo y mientras lo haya han de superarse Todo y Nada. Como Bien y Mal: no hay Bien ni Mal. Los eclipses de Nerissa me salvan del dualismo. Lo cultivé mucho en el campo de las verdades históricas y perdí tiempo en temas tan sórdidos como el capitalismo y el socialismo: ambos obsesionados por producir toda esa basura que nos impide encontrarnos dentro de nosotros o dejarnos vivir sobre el mundo.

Vuelvo a mis recuerdos. Quizás no sean realmente falta de madurez, sino el venablo clavado en el costado del Emperador Juliano, el último gran monarca romano. Así mis memorias me hieren pero me dan vida, me permiten sostenerme durante la Liquidación. Cuando acabe con ellas, habré llegado. Liquidación que se acelera: hoy lo he percibido. ¡Qué mundo más extraño al salir de mi celda! De repente mi barrio es ajeno. Me sobran las calles, los rótulos de las tiendas, los transeúntes que conozco de vista, el mismo guardia urbano, el saludo del carnicero en su puerta, la voz de la señora Aurora al darme el periódico, incluso la señora Petra. La coexistencia en el espacio con la Maga de Balj me exaspera. Al imponerme su presencia se empeñan en anclarme aquí. «Nos perteneces», gritan o murmuran. ¡Cómo se equivocan! A estas alturas de la vida, de la peregrinación, ya no se pertenece a nada ni a nadie.

Hay que soltar amarras, reanudar el viaje, flotar a la deriva. Vivir es cruzar puertas y dejarlas atrás. Algunas he traspasado, reveladas en mi arqueología. En la Novela I, la puerta decisiva era la gran cama renacentista, digna de Lozanas Andaluzas o de Bellas Imperios. Sus cuatro paños de cortina para acendrar a los amantes ofrecían a Luis cuatro accesos distintos al cuerpo de Ágata: escorzo a lo Mantegna con los pies en primer plano, o desde un costado el entero desnudo o bien la primicia suntuosa de la cabellera: Sólo que Ágata, oyéndole llegar, cambiaba de postura y multiplicaba las sorpresas. La Novela II giraba sobre el portalón de la Bastilla burguesa, derrumbándose para dejar sitio al arco triunfal de la Revolución. En la Novela III, la puerta decisiva era la reencarnación; en la IV, la caverna marcada por Jano, en la bisagra de Nochevieja y Año Nuevo, sustituida luego por el estrecho agujero revelado a los amantes por la diosa Bast, el día de su reencuentro. Y, en todas subsistía siempre la puertecita secreta, la del pasillo de casa de Luis, que desde el vivir cotidiano comunicaba de golpe con, a la vez, el antro sombrío y el esplendor luminoso de la Ópera.

Pero ya no es hora de arqueologías. «Mírate bien adentro, Miguel, y responde: ¿de aquellas cuatro ciudades enterradas en ti, qué queda?» «Nada.» «Mírate mejor: ¿qué queda?» «Todo.» «¿Cómo puede ser eso?» «Tan Todo que no existen fragmentos.» Ahora es el tiempo de soltar amarras. La hoja de otoño amarillea poco a poco sin notar cómo se secan, quiebran y mueren las fi-brillas de su pedúnculo, una tras otra, hasta que de pronto un día se desprende y cae en brazos del viento. Es preciso vivirlo, beber esa ruptura; nadie se acerca a Él por azar, sino por empeñosa voluntad. Quiero vivir mi acabamiento como se vive a sí misma la bujía encendida, remontándose en su llama hacia lo alto. ¡Y cómo se van disolviendo mis raíces, haciéndose tierra! No es que me sobra el barrio, es que le sobro yo. Esta etapa ha concluido.

En el piso ya me queda poco. Pero he de tirar el barrio también por la ventana. Los brahamanes tienen razón: ha llegado ya el momento de la etapa final. Vanaprastha; retirarse al bosque. ¿Dónde? Ha de ser a solas pero no demasiado; el hombre moderno necesita más cosas que el padre del yermo. No quisiera mucha floresta, más bien la austeridad castellana. Un arroyo invisible entre los juncos. Algún chopo, para que los pájaros aniden. Cerros poco levantados, lo bastante para formar una oquedad. No, la cueva es demasiado. Una choza junto a una ermita o una casilla abandonada. Algo de manos de hombre y, no muy lejos, un olvidado pueblo donde abastecerme. Muchos sitios así vienen a mi memoria: podría ser la Alcarria Alta o tierras de Ágreda. ¿Acaso mejor cerca del mar? El océano transparentando el Océano. Una vieja atalaya contra los piratas, una abandonada casilla de carabinero o quizás la soledad compartida con un torrero de faro...

En todo caso, lejos de todo. Para vivir tus eclipses tendido en el potro; atirantado entre la carne del recuerdo y el ansia del vuelo. Sufrir Nerissa presente y Nerissa ausente; dejarla que me empape como una salmuera. Esperar, hoja de otoño, la madurez de la muerte. Muriendo antes de Morir.

Pero aún no ha llegado esa hora en que las aguas subirán hacia arriba. Recordé el versículo de Llull en Aranjuez, ante las Castañuelas en el Jardín del Rey, donde el artificio de la piedra labrada simula que el agua cayendo trepa por la pendiente: «¿Cuándo cesarán las tinieblas en el mundo?... Y el agua, que tiene por costumbre discurrir hacia abajo, ¿cuándo llegará la hora en que, por su naturaleza, suba hacia arriba?». Hasta entonces sufro en tus eclipses, desiertos tendidos para mi peregrinación a Ti. En mis momentos de exaltación soy, si acaso, un ayudado por Ti, pero todavía no soy (ese «todavía» es mi esperanza) un arrebatado por Ti, en ese rapto divino que es la tercera y más alta unión de Amor en Ibn Arabí.

Quien me consuela con su Elogio de la Tristeza, que copio del libro de Asín para asimilármelo: «Es la tristeza el manto de honor con que se visten los que a Dios (Nerissa) tratan con respetuosa cortesía», comienza. «¡Oh, triste, bendito seas una y otra vez! ¡Por Dios juro que tú eres el hombre feliz, el verdadero poseedor de la intuición real!» Mientras se abate sobre mí la sequedad copio esas palabras en esta charida, cuadernito del novicio para la introspección de su caverna interior. El texto es del Mawaqui (Descenso de los astros y ascensiones de los místicos), donde se recomienda, en todo un capítulo, la confiada obediencia al Maestro. Porque, repiten todos los sufíes, como los místicos cristianos o hindúes, «Quien no tiene maestro espiritual tiene a Satanás por maestro».

Y ¿quién mi Maestro sino Tú? El Almendro Ardiente me condujo a Lulio, y éste a Ibn Arabí, de la mano de Asín Palacios, luego a los grandes sufíes. Pero sólo son libros, palabras definitivas, aunque cada lectura me ilumine de nuevo modo. Sólo Tú mi Maestro vivo, mi Jádir guía, para aprender de ti el Amor que concilia los contrarios. Ya ves, mi cerebro sabe que ese Amor es lo Imposible; conoce que tu ausencia forma parte de ese Amor; ha leído incluso que esa ausencia no existe... pero mi corazón no lo sabe y sangra, porque no soy perfecto. Consigo ser morid, el que te quiere, pero aún no estoy abierto de par en par a ser morad, el querido por ti, pues no he llegado a vaciarme del todo, a anonadarme, a convertirme en la Nada donde pueda entrar su Todo. Soy tu Fidèle d'amour, como explica Corbin comentando también a Ibn Arabí; soy el vasallo de mi Dama de amor. Es sólo el principio, lo sé, y entre tanto no se puede arder en más desesperada esperanza, no se puede llegar a más que yo.

Y mi congoja se resuelve en invocarte, en practicar el Dzikr con tu nombre. «Nerissa, Nerissa, Nerissa...» repito sin descanso en letanía que me calma. Tu nombre está en mis venas; cuando Zuleija desesperada se abrió la muñeca, la sangre en el suelo escribía gota a gota el nombre de su amante. Cuando Rabí'a de Balj, la primera poetisa islámica de Irán, agonizaba en su cárcel, recién cortadas sus manos por amor, trazó con su sangre su último verso. Cuando a Halladj le amputaron las manos en el suplicio, la hemorragia de sus muñecas escribía en la arena de la plaza: «Allah, Allah». Si yo también me desangrara formaría tu nombre con mi sangre, como lo forman mis labios ahora en los umbrales de la tribulación: «Nerissa, Nerissa, Nerissa...».