OCTUBRE, OCTUBRE

Nuestros dioses los búhos

Lunes, 23 de abril de 1962

LUIS

Plan, rataplán, plan, plan, rataplán, plan, plan, rataplán, rataplán, me llenan el oído los tambores, sus destemplados parches, a igual ritmo el arrastre de pisadas, y de pronto el clarín pero siempre el rataplán, plan, rataplán, y el silencio sagrado de toda una multitud, los alientos en vilo, la gente atónita esperando, lo imaginaba puesto que no veía, yo en la caverna en marcha, bajo el paso procesional, un recinto cercado de paño, escondiendo veinte hombres apretados (veintiuno: yo era el polizón), aplastados bajo el peso del techo, la raspada madera con sus vigas, las trabajaderas, el jadeo de veinte galeotes, como en un barco al remo, su sudor concentrado, y el rataplán imponiendo su ley, y de repente el grito de la saeta, allá afuera, en otro mundo, y el paso deteniendo sus patas en el suelo, la plantá, veinte suspiros de alivio, el descanso difícil con la espalda doblada, aprovechar para arreglarse la morcilla de tela protectora, para cambiar de puesto, afuera la saeta subiendo y bajando en rizos de voz, en espirales de infinito, el cosmos pendiente del afilado canto, y el gemido final y el martillazo de aviso, reanudar la marcha, levantar el paso con crujir de tablas, con quebranto de huesos, y yo dentro, y pies arrastrándose, ¿cuántas horas?, ¿dos o mil?, yo algo bebido y el tiempo no se mide, la esfera del reloj carece de saetas, las saetas por el aire de Sevilla, ¡qué ingenuo juego de palabras! saetas y saetas.

Estoy algo bebido, con la mente confusa, pero también me siento desdoblado, hay otro Luis en otro plano lúcido, con ojos diamantinos observándome, calando hasta mis tuétanos, lo sabe todo, yo me dejo caer en el sofá, pero él sigue alerta, en pie, yo su discípulo, me confío, sabe lo que hace, desde que entré en la primera caverna, la del colmado, dicen colmao, luego el antro peregrinante, la caverna bajo el paso de la Virgen, ¿cómo llegué allí?, ni ese Luis diamantino lo sospechaba, el destino, caí en sus manos tras el rechazo de Ágata, ahí empezó todo pero no esto, ¿se menea la lámpara del techo?, estoy algo borracho pero consciente, mi memoria confusa pero recuerdos clarísimos, con un cincel en piedra, pues ya no son recuerdos sino carne, conocimiento propio, el nuevo Luis que nace, el rataplán los clava en mi cabeza, mi voluntad los repite, crean mi nuevo yo, el Luis clarividente, que por fin ya se acepta como es, lo que soy, y sólo poco más de un giro de la Tierra desde que crucé Despeñaperros, de la España herreriana a la morisca, otra puertecita inesperada en el corredor oscuro de mi vida.

Pero la verdadera puertecita después, la del pasillo infantil en mi casa, anoche, con tres escalones descendentes como la caverna de Nochevieja, pasando a la trastienda del colmado, allá donde la ciudad se asoma al río, un cuartito interior desnudo y sórdido (pero era la caverna consagrada), bombilla de rojizo filamento (pero antorcha iniciática), tres mesas (altares ¿para una Trinidad?), «aquí pueden aguardar a don Melchor», dijo el tabernero, ¡y no le di importancia!, Guillermo y yo nos sentamos indiferentes, aspirando olores de urinario por una saetera al patio, aunque el vino era espléndido, claro ámbar fragante y un queso serrano prodigioso, yo pensando vagamente en los contactos políticos buscados por Guillermo, de paso se alejaba de Madrid durante las pesquisas tras la manifestación, me tenía todo sin cuidado, yo sólo deseoso de escapar a mi vacío, desterrado de Ágata, desengañado del pueblo, desquiciado de mí, más a la deriva que nunca, ¡y me anunciaron al Maestro y no supe estremecerme ante su nombre!, en verdad soy de corcho.

Nada de corcho, un momento, ahora que la lámpara está quieta, es verdad que he tirado una copa al agitar la mano evocando al Maestro, pero el otro Luis lúcido me guía, estoy sereno, en cambio la gente cuando llegamos, ¡qué correteos por la calle perfumada de aire tibio!, a eso le llaman devoción de la Semana Santa, sí, sí, devoción a la vida, «¡a la bulla, a la bulla!» gritó aquella mocita cuando le preguntaron a dónde iba, todo abril en el aire, pensar en el Maestro, meditar en él, concentrarme, no olvidar ni un gesto, ni una palabra, todo es trascendental, fijar esa figura, ese modelo, si cierro los ojos le veo claramente en el fondo de mis párpados, asombroso: ¿pues no me recuerda a Gil Gámez?, no se parece en nada y sin embargo... no se parece en nada.

Don Melchor llegó pronto, ¡Don Melchor!, ¡cuánto he repetido ya ese conjuro, un mantra, Donmelchor, donmelchor, su sombra tapó la entrada, su estatura le obligó a doblarse, dudó antes de inclinarse, al fin entró primero su sombrero redondo en una mano, luego la otra y el junquillo con puño de oro, después la sólida figura que se irguió en seguida, se aplomó frente a nosotros y nos miró en silencio, sus primeras palabras: «¡hombre, queso de La Zainilla!», cogió un pedazo y continuó, «no lo tiene más que este Manué y cuando él se muera dejarán de hacerlo, pero como yo me moriré antes me da igual», luego pensó en nosotros, «usté será Guillermo, ¿eh?», acertó tras de habernos medido a los dos con la mirada, «dispense que haya empezado por el queso», Guillermo me presentó, quiso entrar en materia y acabar pronto, tenía más citas aquella noche, pero don Melchor imponía su ritmo, las palabras previas, las del tiempo y las agudezas, al parecer triviales pero imprescindibles para medirse con el interlocutor, al cabo abordaron sus cosas, aquel hombre me fascinaba, ¡qué gran señor raído, qué sabio encanallado, qué predicador cínico!, mil cosas cabía llamarle sin acercarse a su verdad, ojos de asceta y labios de sileno, boca golosa para morder amorosamente o para insultar, pero ahora desenredando análisis sociológicos, cuello aristocrático sobre torso campero, viejas manos solidísimas y delicadas, zarpas de terciopelo, dedos largos, hábiles y alerta, era zurdo (memoria de Ágata), cómo paladeaba el vino, aquello no era beber sino libar, cómo saboreaba la vida y llenaba de su gran hospitalidad aquel camaranchón, el Maestro.

Cuando me di cuenta sus palabras me habían envuelto, entre copita y copita, ¡qué filtro prodigioso, transformante!, ya estaba yo instalado en mi destino, interesado por las procesiones, don Melchor era el cómite del Mayor Dolor en Carretería, no lo entendí bien, capataz o director, dejé partir a Guillermo que no me necesitaba para sus contactos, «cansado ¿eh?», me dijo don Melchor, «pero de todo, claro que de todo», lanzó una bocanada gris contra el techo, fumaba constantemente cigarrillos de una petaca filipina, fina paja trenzada con figuras, «me la regaló un preso», negros emboquillados, «me los lían en casa», me ofreció, siguió hablando, «además, a usted le deja frío, ¿no?, eso de la política de su amigo; a mí también, ¿a qué meterle espuela al mundo?, todo vendrá por su paso, ya se hundirá esto, ya se hundirá todo, pero ¡la gente tiene tanta prisa!».

Comenzó así el guru, la iniciación, «¿entonces por qué informa usted a Guillermo?», «me abochorna esta dictadura; no por nada, sino por ramplona, mediocre, aborregada, por no tener ni estilo ni gracia, algo hay que hacer para no ser cómplice del todo», conocía la ciudad en todas sus capas, que Guillermo no se hiciera ilusiones, pocas perspectivas, la moral destruida, los viejos machacados o comprados, los jóvenes ¡qué saben de antes!, pero él sólo era afisionao, la única actitud posible, y así me llevó hasta su más honda sentencia de la noche, «lo único serio en esta vida es destruir, así se la domina, lo contrario es amancebarse con ella, pasar por su aro, ser su cómplice», aletearon búhos al oírle, llenaron sus alas aquel cuarto, se replegó, por eso podía paladear la vida con fruición.

Con esas palabras me dormiría, ¡qué sueño tengo!, pero el Luis diamantino me lo impide, recordar nuestro diálogo, Maestro iniciador, lo primero destruir las convenciones, la camisa de fuerza en que he vivido, que respeten ellas lo que soy, «no beba tan de prisa; la vida es a sorbitos como está bien», «deje usted que se posen las palabras», «me gustaba dar clase en la Universidad, nunca de catedrático amancebado con lo oficial, más libre de ayudante, solamente las prácticas pero a veces me dejaba D. Isaac, yo siempre afisionao, a todo, me pirré por las mujeres toda mi vida, me siguen gustando pero a ellas ahora no, por eso me apetecen los mocitos, mi vocación tardía, con ellos además de gozar se puede ser amigo, con las mujeres nunca, y como alternamos se aprende mejor el arte de Ovidio, ¡qué sabios los griegos y orientales!, los persas amigo Luis, no olvide usted a los persas, ¿que por qué se lo cuento?, ¡porque usted me comprende, se ve en el acto!, tanto monta monta tanto don Melchor igual que Plato, nosotros decimos Platón, ¡buena divisa me inventé para buena ganadería!».

Si, ya lo sé, no era eso exactamente, hablaba también de otras cosas, de cómo a los pasos de la procesión no se les pueden poner ruedas, «parecerían ministros en automóvil, no se podría darle su baile a la Virgen, han de llevarlos pies humanos, músculos angustiados, que se rindan veinte hombres en la caída ante la Verónica», me contó su reingreso en la Universidad, aceptó ser repuesto sólo para poder dar una única clase, volvieron a expedientarle para siempre, destruyó la filosofía del derecho con una sola explicación, sobre el absurdo de que la ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento, esa monstruosidad, ahí se separan ya la ley y la justicia, se armó el gran escándalo, dijo muchas cosas, pero cuando le recuerdo cantando la destrucción («le hice a todo el tinglado un buen corte de mangas») el rataplán se ahonda, el clarín se refuerza, la puñalada de la saeta en la noche me recorre las venas como escalofrío, y toda mi embriaguez se me disipa, y me pongo a tu altura, Luis El Lúcido.

¿Recuerdas?, luego su gente, llenaron la caverna de humo y de espesor humano, algunos ya maduros con aire carcelario, otros adolescentes corrompidos y vírgenes a la vez, aprendiendo a curtirse, a encorambrarse, destinados a un vino purulento, don Melchor rechazaba los jóvenes piadosos, allí parecía ya de noche cuando apenas la tarde iniciada, pero ¿qué importaba el tiempo?, no tenía sentido, era una hora cualquiera, para golpes de estado y agonías, hora de bombardeos o velatorio, de arrestos policiacos, de transbordo en aeropuerto desconocido, hora de clarividencia y de conjuros para aquella encrucijada de caminos, eché por el de la izquierda, me hice zurdo como Ágata, ¡Dios mío, Ágata!, pero a lo que estoy ahora, a recordar el fuego mientras arde, pensando en don Melchor y sus mozuelos, pues Platón monta tanto y es montado, todos aquellos cuerpos en mi torno, yo superviviente de fusilados en masa, recobrándome del desmayo, palpándome las heridas no mortales, irguiéndome entre cadáveres, entre la risa de Lázaro y el vómito, apoyándome en un vientre hinchado y un cráneo roto, emergiendo a un Luis que es lo que es y quiere serlo.

El maestro me explicaba, eran los costaleros de su cofradía, los de Carretería, Cristo Faldero, es decir el Santísimo Cristo de la Salud y María Santísima de la Luz en el Misterio de sus tres Necesidades y Nuestra Señora del Mayor Dolor en su Soledad, a las cinco de la tarde saldrían de la Capilla, «la hora de los toros» pensé, lo sacaban de San Cristóbal para la procesión del alba, los costaleros se deshacían el hombro, a veces cofrades penitentes, con don Melchor gente bronca del muelle o las tabernas, se ganan un dinero, pero van escaseando, vuelven los cofrades, don Melchor era el cómite, sí, corrupción de cómitre, dirigía a golpes del martillo en el paso a aquellos galeotes, no era fácil, podía atascarse en las revueltas de las callejuelas, había sitios muy difíciles en Sevilla, el arco del Olvido o la famosa reja saliente de la Costanilla de las Jaranas, y era dificilísimo ejecutar bien la «humillación», inclinar el paso tres veces ante la Dolorosa al encontrarse con ella, o sacar al Baratillo de su iglesia, don Melchor insustituible, lo explicaba todo antes de ir a la capilla, allí cerca, junto a la plaza de toros.

No, no estoy algo bebido, lo que estoy es seguro, certeza es lo que tengo, fuerza en mi certidumbre que parece embriaguez, se me sube a la cabeza lo que soy, lo que me he hecho tras la iniciación del Maestro, tras mis experimentos esta noche, mis asomadas a simas diferentes, ahora mido mi cobardía con Ágata, amagar y no dar constantemente, ella y yo temerosos, si me gusta la marcha recibirla, cogerla a manos llenas, atrevernos a ser lo que somos, nuestros dioses los búhos de la noche, dejarse de otras vías, me vendí como esclavo de mentirijillas (sólo porque era más tolerable que dimitir de macho), le conté mi falsa historia de marido encornado por Marga para no confesarle mi impotencia, la que me arrojó al río (porque el cornudo es más normal, la impotencia abunda pero no se menciona, por qué no), jugué con mi masoquismo cuando debí enarbolarlo como bandera, y no digo homosexualismo porque ya lo he aclarado esta noche, no lo deseo, pero sí complemento de Ágata, ¡cómo me atrajo el primer día su seguro paso!, y subrepticiamente el comadreo sobre su masculinidad lesbiana, como si ella viril me dispensara de mi papel de hombre, negándose ella a ser mujer bajo un macho, ¡qué sosiego para mis dudas de ser macho sobre ella!, ¿verdad que es la verdad, Luis diamantino?, será distinto reencarnándome, entonces estaré a su altura, pero aún no, es la verdad, la descubrí por la calle atestada, entre aquella cuadrilla patibularia, ángeles contaminados, la gente se apartaba a nuestro paso, nosotros diferentes, al margen de la ley y las buenas costumbres, verdugos y reos, eunucos y violadores, sacerdotes de la otra procesión, la subterránea, la invisible bajo la tarima del paso, y sin embargo la que mueve a las imágenes, nos temían y nos necesitaban, qué miradas del pueblo, qué carrera de baquetas, entre la gente honrada que fornica al ritmo establecido, que presta a usura y respeta a la autoridad, qué dicha sentirme al fin hereje, destructor, nos cruzábamos con nazarenos de capirote, yo me sentía ostentando una coroza, camino de la hoguera, cuán cierto que el suplicio es como un trono, el empalamiento un ascenso a la gloria.

Estoy orgulloso, Luis, recuerda cómo me enfrenté al Cristo en su columna, cuando llegamos a la iglesia, las señoras preparando los pasos para la salida, bullicio de hermanos con varales y cirios, poniéndose los capirotes, ciñéndose las túnicas de cola en terciopelo azul para la Virgen, todos ellos gentes que viven a la luz, nosotros agitadores subterráneos del paso, recuerda cómo miré al pobre Cristo, yo también fui atado a una columna, era de mármol en Aranjuez, yo también he decidido coger la cruz que es mi triunfo, sólo que él es de palo con ojos de vidrio, triste y resignado para siempre según la gubia del imaginero, mientras yo soy de sangre enardecida, le hice visajes para mostrarle que mi cara se movía, la suya no, y no era el regio vino del colmao, era la embriaguez de mi reconstrucción, el hallazgo de mi norte, le miré de hito en hito, por encima de sus cirios pobres llamas, mi fuego es el auténtico, recuerda.

Y la entrada a la iglesia, la muchedumbre en la puerta, frotándose sus cuerpos y sus supersticiones, qué alboroto de manos y de sangre, revoleo de faldas, suspiros del sexo y del espíritu, castañuelas de tacones, palabras ardientes simulando oraciones, piropos como jaculatorias, miradas como estoques, calor y olor de cera, dentro nos acercamos a la Virgen, el capiller ordenaba los pliegues del manto, colocaba un pañolín de encaje en las manos de palo, recibimos las últimas instrucciones, «a ver cómo pasáis por la calle Toneleros; es donde nos esperan», ya estaban sacando el Cristo de rodillas como la cofradía del Baratillo, los hombres fueron desapareciendo bajo la Virgen, ella una pirámide hierática con su manto extendido, entre flores y velas y faroles, en la caverna subterránea los costaleros ya instalados, los más altos delante, los más bajos detrás, los pateros en los ángulos, el puesto más difícil, «esa esquina delantera estroza el espinazo», me instalé en medio de ellos, no hice caso a sus protestas, las cavernas mi patria, la del Real accesible por mi puertecita, el sotanillo desde donde coleccioné taconeos y pantorrillas, la camilla en casa de las Saralegui, por encima los pechos de Corita con la crucecita colgando entre ellos, los cartones de la lotería, el lunar con pelos de doña Fabiana, por debajo mi mano en el pecado, y la caverna de Mateo en Nochevieja, y otras, y ahora ésta, semoviente, navío subterrestre bajo la planta de una Virgen, plan, rataplán, plan, plan, plan, rataplán, plan, plan.

Los pies unánimes hiriendo el suelo, hasta el mío solidario, moldeado mi paso por los costaleros vecinos, aquel universo crujía, los maderos, los músculos, las respiraciones jadeantes, afuera un gran silencio, los hombres se doblaron al avanzar, casi se acuclillaron, pasábamos la puerta, de repente un clarín, tambores destemplados, un inmenso rugido, aplausos, «¡guapa, guapa!» chilló una voz histérica, se organizaban alrededor, imaginé civiles con el mauser a la funerala, el estandarte, el simpecado con la Inmaculada, la música, todos adaptándose a nosotros, éramos el centro, los verdaderos dioses, la Virgen no andaría sin nosotros, la procesión tampoco, creábamos desde la caverna, fuerzas moviendo el mundo, patibularios y ángeles rotos, sudor y esfuerzo, en medio mi vocación tardía, ya no negada sino asumida, mi nueva piel, junto a mí un costalero de excepción, don Melchor me lo ha: bía señalado en la taberna, «es un cura privado de licencias por su mala vida, pero afirma que puede consagrar, que la unción no se borra, que si pronuncia las palabras sacramentales Dios se joroba y baja, en cuerpo y sangre, ¿qué le parece esa bárbara fe?», cómo reía la vieja boca faunesca, ya habíamos sacado el paso, el martillo marcó una plantá, posaron los costaleros el mundo en tierra, cuando lleguen a la Campana aprovecharán para salir a «echar gasolina», beber un trago en cualquier bar.

También en la Campana salí yo, me emparejé con don Melchor, la calle era otro planeta, las gentes me eran extrañas, «todo está podrido» sentenció el Maestro, «yo también pero a sabiendas, como Salomón, por mi designio, con dignidad, cuando ya no pueda acabo con Melchor y echo el telón», «Salomón es un perro» recordé, ya no me inquieta el sueño, ya sabré su sentido cuando todo esté a punto, eso es lo esencial, echar el telón con dignidad, representar hasta entonces con dignidad, el decidido a destruirse es más fuerte que nadie, volvimos a la caverna, a la mesa camilla, al teatro Real, a mi planeta oscuro, al Luis que soy, al fin regresamos a la iglesia, devolvimos la Virgen a sus propietarias, pagaban a los costaleros, alguno envidiaba a los de la Santa Cena, ponen en la mesa comida de verdad y luego ellos se la zampan, un joven se acercó al Maestro, «¿en su casa como otros años, don Melchor?», «eso mismo, Zorito, y que venga el Eva», «descuide, yo respondo, pero no hase farta, acude a usté con gusto», qué prodigio de gracia su sonrisa corrompida.

Y aquí estoy, casi como otros años, ¿no he sido siempre de este mundo aunque viniese negándome?, aquí en el corazón de las afueras, protegido por la cancela (otra puertecilla decisiva), el patio un estanque de luna transparente, sin un ciprés pero la luna de la Encarnación y los arcos moriscos tapando el chinesco de Aranjuez, ¿entonces un quiosco árabe?, ¿no fue en China?, concentro mis ojos en la lámpara del techo, quisiera hipnotizarme, así recordaría, estoy tocando la clave, acercándome al secreto de mi vida pasada, fui árabe, maduro poco a poco, al final lo sabré, recordaré.

Y esto no necesito recordarlo, este salón, mobiliario caótico, divanes, mesitas bajas, una cantarera, muchos cuadros, cerámicas, empañados espejos en anchísimos marcos, librerías, espléndido bargueño, aún resuena esa campanilla quieta, la agitó don Melchor, apareció una chiquilla y le besó, «avisa a tu madre», llegó la casera con vino y tapas, «siéntese a gusto, aquí espero a los bárbaros, como un senador romano, la camisa limpia y esperando a Atila, su amigo Guillermo confía en el pueblo, ¡ilusiones!, esto se hunde y al final los bárbaros, los chinos, los marcianos, cualquiera sabe, no fallarán y yo no tengo prisa, pero sí me importa recibirles con dignidad, ésa es la cuestión», su voz melancolía y desdén sentencioso.

El salón a la vista, y casi las sombras que lo poblaban hace un momento, hace un siglo, la cancela chirriando a cada instante, primero el gitano viejo, y el niño con afisión, y las dos mocitas, y más hombres, y la casera trayendo bateas y botellas, pelo muy liso, ojos codiciosos y ancha grupa madura, «he avisao a la Conchita pa el baile, don Melchó», el Maestro asiente indiferente, alguien pregunta por Carmela, «bajará si es su gusto, pero en ella no manda nadie y el año pasado no quiso» advierte el Maestro, de pronto brillan sus ojos, ha llegado Eva, el más angélico y más contaminado, sonrisa de cielo y marfil, pelo rizado, andares candongos, botinas, me lo presentan y no sé cómo llamarle, ¿Evaristo?, «¡osú qué feo!, no señor, que mi padre era pastor, vamos, cura inglés, me puso Evangelio, qué le va uno a basé, cosas de la vida», alguien se asombra ante su ceñiclísimo pantalón, «¡qué me vas tú a desí, si para sacar el billetero tengo que desabrocharme la portañuela!, pero así se llevan», y mira de reojo a don Melchor, le muestra el anca de tres cuartos, hasta que el Maestro le reclama.

Este salón otra caverna, traspasado de guitarras, de taconeos de Conchita, de voces cogiendo el tono, de aire adensándose, «hay que calentar motores» dice alguien, miradas emparejándose, deseos ondulando en el espacio como gasas, jaleadores estallando, palmas y copla, sentencias y recuerdos, un amago de bronca, un gallardo y un achantao, la chiquilla asomando a la puerta su carita de ojos enormes, don Melchor mirándose dignísimo en los ojos del Eva, en su sonrisa resplandeciente y cínica, su mano en la cintura del muchacho, y el nuevo Luis mirándome, tú el diamantino, espiando mis reacciones cuando se sienta junto a mí el del clavel en la oreja, me supone ese mozo los gustos de don Melchor, qué escurridas caderas, qué rostro de retrato florentino, mancebo de Pasolini, en verdad atractivo, Gabriel, le llaman El Lele, honradamente me interrogo, si me gustase me iría con él ahora mismo, pero el Luis diamantino mueve la cabeza, no es un veto sino que no es verdad, mi destrucción no es ésa, El Lele se retira, antes propone aquel jayán del fondo, su tío, «un macho mu plantao y bien servio», pero tampoco es eso, no me importa mirar de hito en hito al individuo, sostener su mirada como ante el Cristo, pero tampoco es eso, el Maestro se da cuenta, siempre gran señor atiende al huésped, «acuéstate con Conchita, sabe latín... y arameo», y dicho eso se retira con Eva, su brazo sobre el hombro del adolescente, Ganímedes bajo el ala de Zeus, nadie le da importancia, Conchita se acerca porque ha oído, me mira un momento y se encoge de hombros, a por otro, cante y remolino, humo y palmas, el jayán coge a la casera por la cintura y sale con ella, un corro discute si es más bonito el cuerpo del hombre que el de la mujer, uno empieza a desnudarse, una gitana también, «por votasión, por votasión, esto es una democrasia», ya no me importa nada, no hay más que recordar, me instalo en la embriaguez, que es de diamante, que es sabiduría...

¡Ah, sí, otra vez el patio!, pureza de la noche, dime luna tu secreto, el de mi vida anterior que tú alumbraste, junto a un ciprés en Arabia, en Granada, en Ispahan, las columnas del patio ondulan levemente como para contestar, o acaso yo vacilo, recuerdo al legendario Viejo de la Montaña, drogaba a los suyos con haschich, la Secta de los Asesinos, pero yo drogado conmigo, con mi nuevo saber de mí, descubro una escalera, ¿subir al piso?, miro arriba: una sombra me detiene, una aparición, cara de porcelana lunar, ojos en dos abismos, no me atrevo, ambos nos miramos quietos, pero ella se me impone, al revés que ante el Cristo, algo me avisa de algo, un rosal a mi alcance, una rosa que arranco a cambio de mi sangre en una espina, la ofrendo desde abajo, cae en sus manos juntas, pero ella no se mueve y retrocedo, vuelvo a la caverna, a la fiesta degenerada, de pronto se me cae encima el sueño, la fatiga trenzada de emociones, recordar ya es difícil, pero ya irrevocable mi diamante, el nuevo eje secreto de mi vida, mi verdad la de siempre, la que negué hasta hoy pero ya acepto, abrazo, trago, bebo, me asimilo.

ÁGATA

Como en las películas. Como en las novelas. Sigue escrupulosamente el Manual del perfecto seductor. Un escritor ramplón hubiera imaginado así la escena culminante del melodrama. El conde libertino, para quien no hay secretos en el corazón femenino, y la pobre chica sometida a una escalada de sorpresas, de fascinaciones sensoriales.

Aquella risa de Maribel, tan contagiosa. ¡Qué sentido tan personal del ridículo! Le hacían reír los bigotes de las gambas. En el cine era temible, cuando soltaba la carcajada ante una escena romántica. Algunos alrededor se molestaban, pero muchos acababan riéndose con ella. Era un torrente: «¡Hija, lo siento, no lo puedo remediar!».

Pero yo no he venido en ese estado de ánimo, sino sintiéndome sacerdotisa de Isis, como diría Luis, o de Citere. Sometí a las abluciones mi desnudo, elegí el negro para mi ropa interior —¿no es preceptivo?—, conservé un exterior muy discreto, sin apenas perfume ni maquillaje. Me he vestido de niña cándida por fuera y de vampiresa por dentro. Conscientemente, sí, pero para el sacrificio. No para una sórdida pornografía. La prostituta sagrada. ¡Si me viese Luis!

Cuando se casó Luciana y vino al Colegio, a presumir de marido con dinero. Especulador de la vivienda o algo así. Su abrigo de astrakán: entonces era el uniforme de las señoras; todavía no se había generalizado el visón. Y resultó que el marido era tan gordo como ella, que había engordado aún más. Claro, una vez casada ya no le importaba la línea. ¡Cómo se echó a reír Maribel, en la sala de visitas! Tuvo que salir de allí.

Me imagino su esmero al afeitarse. Una obra de arte, el bigote exactamente recortado; vaya tiralíneas, una raya del tres. Las mejillas muy lisas, muy suaves para la prevista ración de besos. Pensando ya en el perfecto planeamiento: media luz, champán con alegre taponazo y «espuma loca».

Salí tras Maribel. «¿Qué pasa?» Se doblaba riéndose, en los arcos del patio, sin poder hablar. Al fin: «Pero ¿tú te imaginas? ¿Cómo lo harán?». Y venga a reírse. Intenté imaginármelo y me eché a reír. «¡Tropiezan las barrigas, figúrate! ¡Como dos trompos!» Y reía, reía. Se acercaron unas pequeñas que jugaban y rompieron a reír sin saber de qué.

Por supuesto, no me siento invitada como mujer, sino como arpa. Piano, quizá automóvil. Sí, el automóvil da una imagen más moderna. Yo voy de coche, a ser probada por el experto. Difícil arranque (en frío, claro, muy en frío), pero ya se calienta. Pisar el acelerador del placer, probar poquito a poquito la reprise, no forzarla demasiado en el rodaje, cuidado con los tirones en las cuestas. Al final se corona la cota; después ya baja sola. Lágrimas sin importancia, el escape normal. Luego el motor ya recuerda la pisada a fondo y deseará repetirla. Ya está a punto.

Resplandeciente al verme. Hasta ahora no había acabado de creérselo, seguro. Colonia «viril», claro. Y actitud caballerosa. Me conduce al coche: primera sorpresa de la escalada. No es el que lleva a la Academia, sino un Dodge de esos que los anuncios llaman «señorial». Me abre la puerta, cierra. Perfecto. Su desenvoltura conduciendo, pasando sin alarde a los demás coches Cuesta de las Perdices arriba. Viendo su seguridad sospecho que su último gesto al salir habrá sido comprobar que no olvida los anticonceptivos.

Aquel chiste que escandalizó a algunas. Lo contó Alberta, a su vuelta de la beca en Filadelfia. El joven que cita a una chica y la recoge en su coche. Para estar seguro del ligue aparca ante un drugstore y dice a la otra: «Espérame un momento. Se me ha olvidado coger anticonceptivos». Si al regresar al coche sigue esperándole la chica, ya está todo claro.

Su falsa naturalidad, como los anuncios de los grandes almacenes. «Vamos a alejarnos un poco porque Madrid se pone muy desaborío. Estas fiestas religiosas son un atraso, ¿no cree? No se puede decir por ahí, pero usted es tan comprensiva... ¿Va cómoda? Siéntese a gusto, el coche es grande. Si saco adelante mi proyecto editorial lo cambiaré por un Mercedes, pero mientras tanto éste no está mal. Verá, tomaremos unas copitas en un sitio con ambiente.» ¡Qué exquisito cuidado en no llamarme «niña», ni «Aguedita»; en no mirarme a las rodillas! Verdaderamente, se lo está ganando con el sudor de su frente.

Un Mercedes, claro. No sospecha el Ashton Martin. Ni siquiera el Porsche. No ha llegado a eso. Quizá a Maribel le hubiera dado mucha risa un Mercedes. «Demasiado coche de papá, ¿no crees?»

Ambiente. Bar de carretera, bajísimo de luz, amparo de parejas haciendo manitas, complicidad general. Pero el primer tropiezo: mi ignorancia del baile. Falló la escalada. Con la sorpresa se le escapa un «¡Niña, pues hay que aprender!» ¿Por qué no? Tampoco es difícil, la música más bien para ir lentos y apretaditos (chictu-chic, pronuncia él). ¡Qué regordeta su mano! Pero muy correcto. «¿Ve qué fácil? Cuente tres, ahora uno, ya está... ¡Ha nacido usted para el baile!» Una gimnasia. Su mano en mi espalda bajando un poquito. Uno, dos, tres. Qué más da.

«La mano que aprieta.» ¿De qué recuerdo eso? ¡Ah, una película de episodios!, eso que ahora llaman un serial. Después de la guerra, cuando no había películas nuevas. ¡Estaba tan cortada! Cada episodio acababa con la protagonista o el héroe a punto de morir terriblemente. Pero al día siguiente se salvaban de milagro y vuelta a empezar.

Uno, dos, tres. Lo malo es que toca el Uno: pisotón. Lo siento. «No diga eso: estoy en el séptimo cielo.» Uno, dos, tres. Uno. «Así, así, muy bien. ¡Qué intuición para el ritmo! ¡Qué elasticidad!» Se rozan nuestros muslos. Eso sí, elástica sobre todo. ¿Qué gusto le sacarán a esto? Acaba la música. Como el gong que salva al boxeador vacilante. Vuelta al rincón oscuro. Confidencias: continúa la escalada. «Pues yo he sido un bailón toda mi vida. La música, me emociona tanto... ¡Ay, Águeda, soy un sentimental! Ése es mi secreto, pero no lo utilice contra mí. Un sentimental, palabra. Ni ciencia, ni nada. ¡La mujer! ¡El amor! Pero el amor, de verdad. Lo demás...» Barre «lo demás» con un gesto elegante, de escéptico desdén. Un verdadero blasé.

Gerta se reía de los sentimentales. Tenía muy clasificados a los hombres: «Los que se te declaran platónicos, o son unos impotentes o unos sinvergüenzas de tomo y lomo. No me fío ni un pelo». ¡Qué lenguaje más coloquial usaba! «Buenos esclavos, de todos modos.» Eso no me lo dijo hasta el final, cuando ya trataba de alistarme en su bando.

«¿Bailamos otra vez? ¿No? Como usted quiera. Hoy manda usted, Águeda. Bueno, hoy y siempre. Pero tiene que practicar. ¿Verdad que usted y yo vamos a practicar mucho?» Me palmotea la mano encima de la mesa. Pide un whisky, pero no así como así. Un Vat 69, precisamente. Casi estallo de risa, cuando se le ocurre pedir para mí un Cointreau pilé. «No lo ha probado antes, ¿verdad? Verá cómo le gusta.» ¡Si él supiera!

¿Buen esclavo? «Pídame lo que quiera. Soy su esclavo.» ¿Y si le mando que me lleve a casa en el acto y me deje en paz? Pero eso no es serio. Aquí se viene a la guerra, no a la paz. Se viene a ser acosada y derribada, como las vaquillas en la tienta. Después de todo, no me voy a morir por eso. Y ya es hora.

Otro poco de práctica, ¿por qué no? Incluso cheek to cheek, si quiere. Lo inicia prudentemente. Su mejilla lisa no me da ni frío ni calor. ¿Le hará efecto a las demás? ¿Al ajolote, a la murciélaga? ¿Se dirá murciélaga? Uno, dos, tres. Uno. Ya no se aparta. La música es clemente. No dura demasiado. ¿Para qué? Somos cuatro gatos y la gente prefiere hacer manitas. Don Rafael también, supongo. Es decir, Rafael. Así me ha pedido que le llame. ¿Por qué no, si le hace tan feliz?

Estuve a punto de preguntárselo de golpe, en mitad del baile. «¿Qué es el ajo-lote?» Pero no se hubiese callado, ¡qué va! Siempre doctoral, con suficiencia. «Un plato mejicano, naturalmente.» Y hasta me explicaría si era muy picante o no.

Todo tan delicado, una tarde entre amigos, no hay motivo de alarma. Ya me considera a punto para seguir la escalada, en ese restaurante de la carretera. Pasamos por delante de regreso. Frena. Se le ocurre de pronto, según dice, no había pensado en ello. Ahí se cena bien, ¿para qué ir hasta Madrid? «¿Ha venido aquí mucho?», le suelto haciéndome la inocente. Vacila un momento: «Bueno, me lo han recomendado los amigos». Como no es tonto, vuelve el arma contra mí. No se desconcierta. Ataca en cuanto aparcamos bajo los farolitos de colores en el jardín. Qué crispante la grava. El guardacoches, qué ojeada, me desnuda con ella el sinvergüenza. Tiene gracia: es el primero que disfruta de todas las que vienen. Antes que los que pagan. Sí, contraataca cogiéndome del brazo: «Tiene razón, Águeda; a usted no la voy a engañar. Sí, he venido otras veces, pero eso es el pasado, se lo juro. Estoy deseando cambiar, que una mujer de verdad me transforme... ¡Ay, una mujer que yo me sé...!».

Otro ejemplar en la tipología de Gerta: el incomprendido. «La mayoría de los casados juerguistas pertenecen a esa categoría: su mujer no les comprende.» ¿No era en una comedia de Jardiel Poncela donde eso significa que su mujer les comprende pero que muy bien?

Dentro, ni un alma. Todas las mesas vacías. ¿Entonces, los coches aparcados fuera? A ver qué me dice ahora; a ver por dónde sale. Ya, que en Semana Santa la gente no quiere ser vista, ¡hay tanta hipocresía! Digo que esto es un panteón; deprime, tan vacío. «¿Entonces, subimos?», exclama refrenando el entusiasmo. El maître, que simula no conocerle, se aparta con discreción. Ahora el argumento supremo, el do de pecho, oh, casta diva. «Pero Águeda, ¿no confía usted en mí? Entonces nos vamos, pero parece mentira. Yo soy un caballero.» No lo recita mal. Acepto, ¿no he venido a eso? Cuchichea con el maître. «No, hombre, de las completas», le oigo decir. Subo.

¿O bajo? Me intriga tanto la duda que tropiezo en la escalera. Azorada la paloma, pensará Rafael: está en el bote. ¿Cómo avanzarán las terneras en el matadero? Sube detrás de mí, relamiéndose, mirándome las piernas, las caderas. El culo, por qué no decirlo, si es mío. Bueno, casi suyo. Los camareros también contemplan, valorando la res. «Este don Rafael, ¡vaya tío!»

También me lo miraba don Gaspar, durante las prácticas de analítica en el laboratorio. El culo. Por encima de las gafas, caídas sobre la nariz. «Agáchate un poco más, que se te ciña el traje, ¡se le van a saltar los ojos!», reía Maribel, que era mi pareja de mesa. Me hacía ponerme colorada y a don Gaspar también, por aquella risa estúpida, sin razón. ¡Pues si supiera el motivo! Tampoco a don Gaspar le debía comprender su mujer.

¿Cómo puede dar tanta escalera un solo piso? Arriba ya no es mi caballeresca escolta, sino mi matador. Va proclamándolo al mundo entero, al universo, al cosmos. ¡Pasen, señores, pasen! Por primera vez en esta plaza será practicado, si el tiempo no lo impide, la desfloración, el desvirguen, desdoncellamiento (¡quién fuera la Celestina para tener más palabras!) de la señorita Águeda Quillán. Esta difícil pieza, que se resistió mucho tiempo, ha sido lograda con gran éxito por el conocido aficionado don Rafael Duque, de Córdoba. Gran éxito.

En la televisión, ¿por qué no darlo? Con una voz en off El valeroso espada brinda mentalmente al respetable en estos momentos, mientras lleva la res a su terreno. Inicia la faena con la selección del menú, dando unos langostinos superiores con vino de su marca. La becerra contempla recelosa el ruedo, cuatro paredes. Tropezó a la subida pero luego entra con buen pie. Tiene trapío, corta de pitones pero afilados, bien de remos, ancha de grupa: todo hace esperar que acabe pidiendo más varas. Luego el espada se pasa al steak pimienta de la casa y pide unas banderillas de champagne, pero francés. Ante esa demanda, el maître me mira con más respeto: me siento de categoría, de postín. La idea me produce náuseas. «Disculpe, voy un momento al tocador», le digo. Se levanta muy fino. En mi ausencia comentará con el maître las cosas de las mujeres. La emoción, los detallitos, el pipí. Está nerviosilla.

No es eso: quiero un gran espejo. Verle la cara a esa mujer. La miro largamente. ¿Quién es? ¿Qué hace ahí? Me pregunta si me pasa algo, la vieja del tocador. Turbia, de mirada babosa, seguro que anduvo en una casa de esas. Rectifico en el acto: pobrecilla, se gana la vida. ¿Quién soy yo para juzgarla? ¡Habrá visto a tantas pasar por este aro! Pues esa es la vida del ajolote, la murciélaga, la antropoide y nosotras. «Estoy un poco mareada», le contesto, y se pone cariñosa, comprensiva. Entonces resulta odiosa. Aconseja: «No beba usted mucho, señorita». Se pasa mejor este trago, supongo, con media chispa que con una entera. La odio aún más porque lo ha captado todo. Todo: mi frialdad. Si sigo en otro planeta fallará el experimento. Debo ir «con ilusión», gozar de la vida, esas cosas. Se pamer, más bonito en francés. Agotarlos, como decía Gerta. Pero ¿quién pone ilusión en esa relojería preparada? «Hale, Ágata, Águeda, un esfuercito. ¡Por Dios, mujer, a lo que estamos! A lo mejor apetece la cosa. Anda, Ágata, Águeda, cierra el cerebro, abre otros órganos. Los sexuales sí, llámalos por su nombre, no seas tonta. Éste tiene experiencia, a lo mejor acierta con la tecla y a vivir, que son tres días, como dice Tere.» ¡Ah, la propina a la vieja! Odiosa.

Otro escalón: el tuteo. «No me llame de usted, Águeda.» ¡A ver, con lo que está pasando entre nosotros! Ya está embalado: «No me llames de usted, déjame hablarte como te hablo a solas, que no paro, nena, las que me has hecho pasar, qué fatiguitas, penitas negras, mira, yo...». Habla como en las coplas. Lo dará su tierra. Ahora jura que nunca estuvo enamorado antes. Su mujer, un compromiso de familia. Ahora pregunta si tengo calor, si no me estorba esa chaquetita tan mona. Me la quita. ¿Pues no la besa antes de doblarla con cuidado? «Como los curas la estola», dice, «todo lo tuyo, sagrao para mí».

¿Habrá sido monaguillo o estado en un seminario? No me extrañaría. Ahora sirven el café y dice que no necesitamos nada más. Es decir, que aquí ya no entra nadie hasta la consumación de los tiempos. O de lo que sea. «Dejadme solo», dice el matador. La hora de la verdad. Al agua, Águeda.

Ahora me habla a la oreja, qué cosquillas. Eso sí, se quita las gafas. «No estés triste, mi amor (su amor soy yo); hoy es noche de alegría.» Lo que ha sufrido, por lo visto, pero ya se acabó. De lo contrario no estaría aquí con él una mocita tan formal. Ahora me pregunta que si quiero un poquirritín a mi Rafaelito. Ahora me dice que vaya piel la de mis brazos, y me los besa. Sube por ellos el bigote, cosquilleando como si fuera un bichito. Le clarea el pelo en la coronilla. Si se lo digo le hago polvo.

Por Dios, olvidarme de Maribel. Bigote-bicho, coronilla-cura: por mucho menos se hubiera ella retorcido de risa. Y no tengo derecho a reírme. No he venido engañada. Un poco de formalidad. ¡Pero es tan difícil aguantar la carcajada!

Ahí va, se desenfrena. Habla a tropezones. Esto debe de ser lo que llaman pasión. «No puedo más, mi vida, déjame en la boca, en esa boquita, no me huyas, nena mía, soy tu Rafael, loco por ti, esto es nuevo para mí, te lo juro, el verdadero amor, mmmmmmm.» Le va a dar algo, es un artista, tiene mérito. Yo creí que el beso de hombre sabía distinto. Bueno, más a tabaco negro, pero Gloria lo hacía mejor. Relamía por dentro como rebañando el cucurucho de un helado. Éste más bien empuja, hale, hale. Ahora unos mordisquitos: ¡no querrá que me coma el bigote, qué asco! Antes que eso le muerdo yo. Ahora me mira entusiasmado: deduce que voy calentándome. Bueno, algo me pasa. ¿Será ésta la sensación debida? ¡Vaya, no soy tan fría! Eso me anima un poco. Falta me hace. Me considera ya «en el bote». Esta prueba de confianza que le doy no la olvidará nunca. Responderá, me lo jura, es un caballero. Y, sobre todo, me quiere, me quiere, no puede más. Le creo. Lo de que no puede más. No hace falta que lo diga.

Suspira. Me pregunta por qué estamos tan lejos. El brazo del sillón estorba. ¿Cómo no habrá un diván? Esa falta ya me extrañaba a mí desde el principio. Me pide que me siente ahí, en las rodillitas del nene que me adora, porque soy su muñequita y me va a dormir en sus brazos y me va a llenar de mimos. «Tú me has matado a fatigas pero yo te voy a matar de gusto. Pídeme lo que quieras.» ¿Qué diría si le pidiese que se afeitara el bigote? Pero quia, debe tener ahí su fuerza, como Sansón. Me levanto de mi silla. ¿Y si echo a correr? Se muere del ridículo. Se le acaba el cartel. Me siento encima. Pinchan las rodillas. Le aplasto las piernas. A lo mejor le aplasto todo. Allá él.

Gloria besaba mejor. He tenido miedo de que resultara igual que Gloria. Cuando subía la escalera. Aquella noche ella también me miraba subir. Y en el O. K. Corral también hacían manitas. Y tomé Cointreau pilé. ¿Sospecha éste lo de Gloria? ¿Y qué le importa? Estas piernas no son de mujer. Sobre todo, que esto sea distinto. Única oportunidad.

Esa mano en mi rodilla, en mi muslo por debajo de mi falda, sobre la carne más arriba de la media. Un bicho regordete, un sapito, qué grotesco. Le digo que me hace cosquillas, por no decir que me río de él, de su cara, de sus trucos. «Pues verás las que te voy a hacer.» Saca la mano, me desabrocha la blusa, ¿acaso van a interesarle mis pobres pechos? No atina a soltarme el sostén y le ayudo: ¿qué más da? Al fin posee el pezón, su objetivo. La verdad es que me gusta, pero también con Gloria. No sé, quizá ahora un poco más, no estoy segura.

¿Cómo voy a estarlo, si me siento ausente? Aquí está mi piel, mi boca, mis muslos, mis pechos. Tengo pechos, sí; no están cortados. Por lo menos es un hallazgo. No para de moverse, me va a tirar al suelo. Y sigue la retahíla, entre besos a mis pechos: «Vamos, nena, no te inquietes, vamos a ser muy felices, para siempre, por éstas, con quién mejor que contigo, la más bonita, y qué Academia montaríamos, la mejor de Madrid, lo prometo, pero a qué esperar, somos libres, no me hagas sufrir, ven, te voy a hacer la mujer más dichosa del mundo».

Va a la otra puerta quitándose la chaqueta; la abre y aparece la alcoba. ¡Claro, por eso no había diván! ¡Qué pantallitas más cursis! Me empuja. Se remueve detrás de mí. ¿Qué hace? Intento volverme pero no me deja. Echa mano a la cremallera de la falda. Se la aparto; por la fuerza, no. Me vuelvo. Quiero ver lo que hace. ¡Qué hábil, se ha quitado ya los pantalones! Le veo un segundo, porque se pega a mí, insiste con la falda, como lo impido trata de quitarme la blusa desabrochada. Y venga de hablar y de hablar, ¡cómo resopla! Sólo fue un segundo, pero vaya estampita. Un slip como braguitas de niño. Azul, ¡la Purísima! Abajo los calcetines cortitos. En medio las piernas cortitas. Cuánto vello en el muslo, las rodillas como nudos, las pantorrillitas muy blancas, de risa. De risa, de risa, de risa. Imposible.

Me echo para atrás, me sigue, me detengo junto a la cama. «Por favor, por favor, no seas mala, no te pongas así.» Soy el gato en lo alto del árbol al que se le habla para que baje. Soy el suicida en la cornisa del edificio y él es el persuasivo cura en la ventana. Habla el cura: «Resígnate, confórmate con este valle de lágrimas, resistirse es pecado, ésta es la ley de Dios, que creó dos sexos». Habla y habla, de pronto viene corriendo, qué gracioso con sus pantorrillitas de nata y sus muslos de pelambre, parece un injerto por la rodilla. ¡Se postra a mis pies!

¡La carcajada! La culpa es suya, tan grotesco. Corro al lado opuesto de la cama. Se pone rojo, colérico y salta encima. Se hunde su pie en el colchón, rebota, parece un monito. Me muero de risa. Tarzanito de Córdoba, como el Gran Capitán, los conquistadores, no se me corta esta risa, es la de Maribel, ¡ay, que me da algo!

A él sí que le va a dar. Debe estar pálido, pero no le veo: se me saltan las lágrimas. Sólo le oigo: «Por favor, cálmate nena; Dios mío, se ha puesto histérica, ¡éstas tan tímidas!, cállate estúpida, a mí me tenía que pasar, y ya estaba en el bote, no vuelvo con formales, nada, le ha dado el histérico, ni me oye!». (¡Que te crees tú eso, cretino!) Él sí que ya no oye, sigue hablando: «Agua fría, pero quién la suelta, unas bofetadas, nena, perdona, pero es histérico, toma unos cachetitos».

Cachetes a tu madre, ¡cabrón!, le suelto yo uno con la izquierda que me arde la mano. Casi se cae en la cama. ¡Qué histeria ni qué histeria! Si es que me muero de risa, ¿no lo ves? Que eres ridículo, repulsivo, con tus trucos, tu bigotín, tus manos como sapitos. ¿Subirte encima tú, enano de Velázquez, de barraca de feria? Le doy otro bofetón y se levanta iracundo. Viene contra mí, agresivo. Ignora que Gerta me enseñó la receta contra los gamberros del Soho. Le dejo acercarse. No puede fallarme el golpe: su slip marca el blanco. Y mis rodillas perfectas tienen fuerza.

Se revuelca en la cama lívido de dolor. ¿No quería revolcarse? Ambas manos contra sus cositas, todo encogido, parece sin brazos, pero gusano. Jadea, le cuesta respirar, me asusto un poco. ¡Ah, ya me insulta!, eso va mejor. Puta, bueno, pero no contigo. Me visto, me arreglo mientras tanto. «¿Aviso al salir para que te atiendan?» «No, no», suplica. Teme más por su vanidad que por nada. ¿Se me olvida algo? No. Un poco despeinada, pero puedo pasar.

Los camareros estupefactos; debo de ser lo nunca visto. Acabo de escaparme de los plomos de Venecia, de Sing-Sing, de Alcatraz. De aquí ninguna sale entera, sin ser pasada por la piedra, como ellos dicen. Pues mira por dónde, Ágata sí. Ágata, Ágata. Ustedes lo pasen bien, tíos alcahuetes, muy señores míos.

No hay taxi. Echo a andar. Otro estupefacto, el guardacoches. «Por Dios, señorita, trece kilómetros. Aguarde y le pido uno por teléfono.» ¿Esperar yo, aquí, ni un instante más? ¡Apártese! ¡Uf! ¡Qué grandiosa, la noche indiferente! ¡Qué pureza sobre tanta porquería! Me alcanzan los faros de los coches, me pasan rápidamente con la rasgadura de sus ruedas, se alejan con sus dos lucecitas rojas. La noche es lo mío: ¡qué maravilla, qué libertad! Lo mío y lo de Luis. ¡Sus ritos, Dios mío, su amorosa delicadeza! Estas lágrimas, ¿de felicidad ante un mundo tan bello? ¡Qué pena que nosotros lo hagamos tan feo! Prefiero ser como soy, diferente, no servir para ese asco de gimnasia. Lo siento por ellas, aunque me quede sola. Mejor mi soledad que tales compañías. ¿Y cómo habrá podido sor Natalia? ¿O hay hombres diferentes? Estas lágrimas, ¿nostalgia de Luis, de sus manos en mi pelo? ¿Exigí demasiado? ¡Pero si él...!

Ese camión de reparto, a la puerta del otro restaurante. Va a arrancar. Se sube a la cabina un hombre viejo. Cincuentón por lo menos. «¿Quiere llevarme?» Me acepta y arrancamos. «Le pagaré lo que sea.» «No se preocupe por eso.» Ahora me da rabia recordarlo todo. ¡Qué vulgaridad, qué plan el mío más imbécil! ¿Cómo pude pensar que resultaría? Estaba loca. Lo de menos es la moral, pero esa zafiedad, esa ramplonería, ¡imposible! He sido estúpida, ¿qué me creía? Pensé que no me vería llevarme el pañuelo a los ojos, pero el hombre me dice que no llore. «No vale la pena. Yo no sé ná, ni soy quién, pero la vida es la vida, hija, y llorando no se arregla ná.» «La vida es la vida», repite; en eso se condensa toda su filosofía. Calla, es discreto. Temí que me importunara con un sermón. O peor, que me asediara. Me pregunta dónde vivo, cuando nos acercamos a Puerta de Hierro. Se lo digo. Qué casualidad, él tiene que pasar por Bailén, me dejará al ladito.

Seguro que es mentira. Da un rodeo para llevarme. Se lo digo y se encoge de hombros. Me dice que no cavile tanto, que me deje llevar. Su filosofía. Llegamos y frena. No quiere aceptar nada. De ninguna manera, le ofendería. No sé qué hacer. Sonríe: tiene dientes muy blancos para su edad. «Váyase a su casa y duérmase: eso es lo que tiene que hacer.» Le pregunto su nombre. «Gracias, señor Fermín, le recordaré a usted.» «A su edad se olvida pronto.» «A usted no.» Me da las gracias, gravemente, y nos estrechamos las manos. ¡Qué mano la suya tan distinta, qué mano de hombre cabal!

Camino hacia mi estudio. ¿Y ahora qué? Ya está claro: no sirvo, aunque me lo proponga. Muera el ajolote, ¿y ahora qué? Hace pocas semanas aún era Águeda, resignada a morirse solterona dando clases, cada vez menos rebelde. Pero después de Gloria, de Lina, de Luis, de todos; después de haber llegado a ser Ágata, ¿qué? ¿Qué es Ágata? ¿Quién es? ¿Adónde voy? ¿Acaso queda algún sitio?

QUARTEL DE PALACIO

—¡No desconfíen porque vendo barato! Con mi dinero hago lo que me da la gana. ¡Esto es un peine, esto sí que es un peine! Mejor que el Hércules, el Astra y el Minerva. ¡Y a duro, nada más que a duro!... Pero, señora, no lo compre sin mirar, que yo no vengo aquí a engañarla. Fíjese; lo doblo y no se rompe. Mire: restriego las púas y no saltan. ¡Y cómo suenan! ¿A que eso mismo no lo podemos hacer con esa peina tan bonita que usted lleva? ¿Eh? Pues ahora sí que le dejo llevarse el peine: después de comprobada la calidad... ¡Saldos «Noblejas», para mozas y para viejas! No se peguen que ahora voy... ¿Esos cucharones? A dos duros y en la tienda valen veinte; digo cinco, ¡qué embustero soy! Y esos vasos de uisqui a tres pesetas. ¡A champán sabe el vino, en ese vaso tan fino!... No, si a mí tampoco me gusta el champán, pero como finolis... ¡Noblejas, siempre saldando y siempre regalando! A ver usté, señora...

Don Pablo escucha divertido al vendedor callejero instalado tras su tenderete. Ahora, con micrófono y altavoz de batería. Le aleja del pensamiento la penosa impresión de la visita a Ildefonso, que ha tenido una recaída. Empeñado en que cuando se vaya a morir le pongan el colchón en el rincón del almacén donde murió su hijo. «Mi última palabra será para ellos: ¡Cabrones!» «Vamos, Ildefonso, que no está usted para eso.» «Sí, sí; será pronto, se acaba el fuelle. En verano, con buen sol, para que los amigos, volviendo del Civil, se metan a beberse unos tintos con limoná a mi memoria... Lo más tarde, en el Octubre de la revolución.» Con Ildefonso y conmigo, piensa Pablo, se acabarán los últimos testigos de otra época en el barrio. Pero es mejor oír al charlatán:

—Higiene, que miro por la higiene, señora. Ahí, ese lavaverduras mejor que electrónico, que hay que ver la de gusanos que nos comemos con la lechuga. Y ese apuralimones perfeccionado, que lo usan hasta en los hospitales... Otro para usté, sí, señora... ¡El derroche de las fábricas de Eibar! ¡Plástico más barato que el americano, más fuerte que el americano, mejor inventado que el americano!... ¿Que en América lo hacen mejor? ¡Por favor, señora, lea usted los periódicos!... ¿Y este Niño Jesús, a peseta, con corona y todo? ¡Una criatura, una peseta! ¿Que el suyo tiene una mancha? Traiga, señora, se lo cambio, que el Niño Jesús no tenía mancha ninguna... je, tiene usté salero, abuela!, pero de eso sí que tenía el Niño Jesús. Digo yo: si no, no sería niño.

Pablo sigue su camino, evocando aquella otra época, aquellos años veinte en que fue feliz sin saberlo, en la capital provinciana, la ciudad todavía mesocrática, pero a la que ya se le había subido a la cabeza su neutralidad durante la guerra. Los príncipes y los espías en el Palace, los ballets rusos, las fortunas de la especulación y el contrabando de mulas. Ya muchos perdían el sentido de la posición social y creían que poniéndose de puntillas aumentaba su estatura, pero, todavía, ¡qué inocentes los escándalos, qué cándidos los pícaros, qué ingenuas las descocadas, qué barato el vicio, qué modesta la gallofa! Como si los malos jugasen a serlo y los buenos a vivir en el limbo. La felicidad inadvertida. Las comidillas del día: «¿Se ha enterado usted? Anoche en el Pelikan Kursaal...». «¡Qué barbaridad!» «Como le digo: una bofetada!» Aspavientos de tragedia grotesca a lo Valle Inclán, en las clases altas; a lo Arniches, en los barrios bajos.

Ante la peletería de la Plaza recuerda una vez más a Vera, su amiguita de Acuario. Llevaba el zorro como nadie, y no era nada fácil. A veces dos, cruzados por delante; otras uno solo en torno al cuello o de un hombro a otro, por detrás... ¡Cómo se rieron una vez ante un artículo en Blanco y Negro que recomendaba sobre todo los zorros blancos para la hora del té, «la hora del vampirismo por excelencia»... Sí, otra época, otro mundo.

Pero quedan personajes increíbles. Mientras se sienta a la mesa del café para escribir su crónica recuerda las ideas del marqués ese, transmitidas orgullosamente por don Ramiro. Para ambos, España es el colmo del bienestar. ¿Cómo puede decir nadie que en Andalucía se pasa hambre —argumenta el marqués— si allí todo el mundo canta y las casitas blancas están llenas de flores? Y el gazpacho es un plato exquisito; ¡cuántos países nos lo envidian! El problema no es el hambre; el problema que preocupa al marqués se lo ha explicado a Pablo don Ramiro. Resulta que la gente se marcha de los pueblos y con eso provoca difíciles situaciones. Por ejemplo, en las tierras conquenses del marqués ya no ha encontrado este año quien siembre cereal. No, lo de menos es el cereal; el marqués no necesita el producto para vivir. Lo malo es que las perdices anidan entre las mieses y, claro, si no hay cereal no hay perdices en otoño, cuando el señor marqués va a cazar con sus amigos. Ése es el verdadero problema del campo español. Don Pablo le escuchaba atónito.

Rogelio le ha traído su cafetito de siempre y Pablo dispone sus cuartillas. La crónica está ya pergeñada; no hay más que ponerse a escribirla. Va a ocuparse del rincón de María, en torno a los famosos siete escalones de Nochevieja, y hay material abundante. El Senado, antiguo convento de Agustinos calzados, cuya elíptica sala de sesiones fue trazada por El Greco para iglesia. El actual cuartel de Sanidad Militar en la calle del Reloj —la de María—, que ocupa el solar del Ministerio de Marina, sucesor de la Biblioteca Nacional y antes palacio de Godoy, construido por Sabatini para el marqués de Grimaldi y ocupado por Murat durante la guerra de la Independencia. Y, sobre todo, en el número siete de esa calle tuvo su taller Francisco Bayeu, con cuya hermana Josefa casó Goya. Allí creó el genio los Caprichos, los defendió contra la Inquisición y soñó con la duquesa de Alba.

Embebido en su artículo, no ha visto pasar apresuradamente a Jimena, a cuyo lado va una gitanilla florista. Jimena llevaba días sin saber de Paco, y ni Mateo ni Tere podían darle razón. Mateo temía que se hubiese metido en algún lío: «Con ese genio que tiene y esa mano dura para el trato...». «Hombre, no será tanto», quiso tranquilizar Tere. Pero la gitanilla vino a buscar a Jimena y ésta se preparó para una mala noticia.

La muchacha se va explicando mientras caminan. El Brijao -ellos llaman así al Curro— no ha podido venir. Es que... bueno, se dio un golpe. «¡No se asuste usted, señorita! No es nada... No, ningún recado... No habla, ¿sabusté? Me manda mi padre, para que la señorita lo sepa. Está en nuestra casa, en el barrio de Altamira, entre buenos gitanos. Pero, ¡cuidao!, no se puede decir. Parece que su Paco anda huido, no lo sé. Vamos, como si...» Jimena entiende a medias ese mensaje de riesgo y de misterio. Sólo está claro que a Paco le ha pasado algo. ¿Se le puede ver?

Si quiere, sí. La gitana puede conducirla hasta la casa. Jimena mira en su monedero, pero la muchacha la ataja. No, nada de taxi. Han de ir como todo el mundo. Por lo visto allí un taxi llamaría la atención. Jimena se somete, pero le irrita la lentitud del metro. Transbordan en Sol, salen en Atocha y caminan hacia una parada de autobuses en el Paseo de María Cristina. Esperan en la cola. Un joven muy moreno se alinea también. Jimena cae en la cuenta de que es gitano, pero la muchacha no parece reconocerle. Sólo entonces se le ocurre a Jimena que se ha puesto en manos desconocidas, quizá peligrosas. ¿Y si es mentira todo lo referente a Paco? Para su ansia no hay miedo.

Suben al autobús y el mozo también, siempre a distancia. Conversan. La gitana se llama Ostelinda; María, para los payos. El nombre de la Dai-timují, la Madre Divina. Antes acampaban debajo del puente de Legazpi, pero les echó la autoridad, y vinieron unos señoritos a ofrecerles unas viviendas recién construidas más abajo, hacia Entrevías, camino del basurero grande. Al nuevo barrio le llamaron Altamira: Ostelinda no sabe por qué. Ellos preferían el puente por quedar más cerca del mercado; pero así son las cosas de la vida. Menos mal que por la misma zona viven otros gitanos, en La China y en La Celsa. Pero Altamira está peor situado. Las mujeres pierden más tiempo en subir a Madrid, para sus ocupaciones. Bueno, trabajar no; vender. Muchas cosas: flores, pañitos de labores, objetos y prendas de plástico. Los canastos son cosa de antes. Ahora ya tienen poca salida. Los hombres son chatarreros, y los chicos andan al randipeo por el mercado; vamos, a lo que encuentran. «Mi gente es muy conocida», dice ufana, «más que los de La China. Nosotros somos Galayos; ellos son Platas», termina desdeñosa.

A través de su pena y de su angustia —un filtro espeso y acolchado— Jimena escucha palabras extrañas y contempla barrios desconocidos. Largas avenidas mal urbanizadas, casuchas pobres, chabolas, retazos de verde en un huerto polvoriento, solares con basuras. De pronto, calles estrechas, como si se hubiera entrado en un pueblo, casas bajas y tiendas de géneros baratos: comestibles, confecciones, muebles de pino. De nuevo una avenida a cuyo final, por fin, se detiene el autobús.

Cruzan un descampado. Ha cesado la llovizna. Avanzan una junto a otra, dejando en medio el sendero, donde el barro es más blando que entre la rala hierba. Jimena siente sus pies mojados. Observa que el gitano joven las sigue de lejos, pero sólo le inquieta el estado de Paco. Se dirigen hacia un grupo de casas bajas muy encaladas, con macetas de claveles y geranios colgando en algunas fachadas. Embocan una calle de tierra, en cuya primera esquina está caída la placa, colgada oblicuamente de un solo clavo: «Altamira Tres.» Varios niños de piernas desnudas y sandalias rotas escudriñan a Jimena. Unas mujeres se asoman a las puertas y dirigen cómplices gestos a la gitanilla.

Ostelinda se acerca a una puerta y la empuja. Penetran en una oscuridad con olor a gente hacinada y sudorosa. Un rumor de voces envuelve a Jimena como el bordoneo de un enjambre, pero ella experimenta cierto desdoblamiento. Jimena de verdad es una pura aguja imantada, tensamente atraída hacia Paco. «¿Dónde está? ¿Dónde está?», pregunta constantemente, sin responder a nadie. Otra Jimena, envolviendo a la primera como un manto, percibe confusamente voces de hombre y de mujer, discusiones, explicaciones para prepararla. En vano, pues la Jimena profunda no se entera. Al cabo, una mano rugosa la coge por la muñeca y la aísla del enjambre. Una voz bronca, llena de autoridad, consigue penetrar hasta la Jimena obsesionada, que se encuentra en la puerta abierta a un patio con montones de chatarra. ¿Por qué le duele la muñeca? La aprieta un hombre viejo, de bigote blanco y sombrero echado hacia la nuca. Resalta la gruesa cadena de reloj en un chaleco estrambótico. La voz se impone a Jimena:

—¿Se entera usté? ¡Que no se pué decir a nadie porque le buscan los guardias! ¡Que nos pierde usté a tós por darle amparo! ¡Y a él más que a ninguno!

Jimena toca tierra.

—Pero, ¿qué ha hecho?

—Lo que hacen los hombres —responde sentencioso.

Jimena tiene la extraña sensación de que ese viejo disfruta del instante. Promete callar y es llevada hasta una construcción al fondo del patio; una casilla para guardar aperos. Mientras avanzan, el viejo le explica que si vinieran los guardias a registrar, desde allí mismo y por un agujero disimulado pasarían a Curro, El Brijao, a la casa de al lado, donde vive un primo segundo del viejo. «Un hombre muy cabal y muy fijo.»

Paco yace sobre un jergón de paja en el suelo, boca arriba, envuelto en una manta. Junto a su cabeza, un vaso lleno de agua sobre un plato. Jimena cae de rodillas, estallando en lágrimas que le impiden ver. El hombre coloca tras ella una sillita de enea y guiando su hombro la hace sentarse. Explica que Curro no habla. Le encontraron sin sentido unos de Altamira, en el descampado junto a la parada del autobús, y lo llevaron a la casa. Tiene un golpe en la cabeza.

—Pero se pondrá bien. Le ha visto el Sosimbres y le ha echao un jumaso la Rují. Y a más tiene mucha encarnadura ese hombre tuyo. Esos golpes, o matan o sanan.

—¿Y un médico? ¿Y llevárselo a una clínica?

El viejo gitano la mira como a quien ha perdido la razón.

—Eso lo último, mujer. Déjalo estar y que la sangre haga su camino. No le pasa nada. Al principio no abría los ojos y, ya ves, ayer los abrió una vez como mirando. Por eso te hemos avisao... ¡No le muevas! —concluye, al ver que Jimena busca la mano de Paco.

Mano angustiadora, a la vez sudorosa y fría. No logra encontrarle el pulso y la congoja hiela su frente. Pero el pecho de Paco sigue moviéndose. Jimena quiere creer que de su mano a la del hombre se trasfundirá la vida. Con esa esperanza mira a su alrededor: los rugosos ladrillos desnudos de las cuatro paredes, los clavos salientes de donde cuelgan rollos de pleita o herramientas oxidadas, la yacija de paja, la raída manta, el viejo cabezal sin funda —a rayas azules y blancas— donde reposa la nuca de Paco.

—¿Ves? ¿No te lo decía? —exclama el viejo.

El herido ha abierto los ojos. Mira a lo alto. Después los vuelve hacia Jimena. Mueve los labios. Jimena se inclina hacia esa boca, recibe un débil soplo en su oído. ¿Ha dicho «páguela»? Ahora se le entiende algo mejor.

—Pamela... ¿por qué no?

Jimena mira al viejo, pero sólo ve en ese rostro cetrino el orgullo de haber acertado.

—¿Lo ve usté? Ha roto a hablar... Ya os dije que había que traer a su chaví -añade dirigiéndose a un torso de gitana vieja asomado a la puerta y que Jimena no había visto hasta entonces.

—¡Qué blanca eres! —musita la voz yacente.

¿Quién es blanca? ¿Quién es Pamela? ¿Un nombre inglés? Jimena siempre lo había leído en las novelas como palabra llana: Pamela. La alegría de oírle hablar se ensombrece de amargura. Pero ¡que viva, que viva!: eso es lo que importa. Y como agradecido, como si la hubiera oído, pronuncia:

—Paloma... Jimena...

¡Cómo se dilata el pecho femenino! Quiere creer que le han infundido vida, sus dedos en la mano viril, a esa muñeca sin pulso. Paco la mira. No es seguro que la reconozca. Al menos, pronunció su nombre. Ahora los ojos vuelven a mirar hacia lo alto. Vagamente, sin enfocar bien.

De la cuarta, de la cuarta... Telesforo... Ya está.

—Suéltele la mano —sentencia el viejo—. Le hace hablar mucho.

Jimena no comprende, pero obedece. También parecen haber oído los ojos de Paco, que se cierran. Vuelve el silencio al cuartucho, sin más luz que la de la puerta, medio tapada por la gitana; sin más rumor que la respiración catarrosa del viejo; sin más movimiento que los pechos alentando. La gitana se retira abriendo un poco más la puertecilla antes de volverla a cerrar. Un golpe de luz alcanza entonces el lado izquierdo de la cabeza yacente. Jimena sofoca una exclamación de horror.

—La oreja, la oreja.

—Sí, la porra le dio ladeá y le dañó... Pero esa rajilla cierra; no es ná. He visto más sangres que ésa.

Jimena, sin embargo, desfallece ante el cuajarón reseco y la inflamación. Se retuerce las manos desesperada. Le estremece ese hombre inmóvil y vulnerable; ese herido abandonado en el suelo, sin médicos, ni aparatos, ni medicinas. ¿Cómo es posible salvarse de ese modo, casi a la intemperie? Por otra parte, ¿cómo pedir más a esa gente? ¿Qué puede hacer ella? De pronto, recuerda esa palabra que le había chocado.

—¿La porra?

—Bueno —admite el viejo, arrepentido de que se le haya escapado—. Se lo diré todo. Han matao a un gris detrás del mercado, hace cuatro noches. De una puñalada; le partieron el corazón. Dicen que llegó a sacar la porra, intentó defenderse. Claro que nosotros no sabemos nada, y Curro apareció en el descampao, que queda lejos. El golpe en la oreja, vaya usté a saber. ¡Igual pudo haberse caído del autobús! —concluye con ojillos cómplices.

Jimena vuelve a sentirse como desdoblada. Esas palabras no le importan. «¿Qué hacer, qué hacer?», es lo único que se oye a sí misma la verdadera Jimena, mientras la otra escucha palabras ajenas. ¿Qué hacer? Por de pronto, estar allí. Afortunadamente encargó a Magdalena que llamase al teléfono de Tere para anunciar su almuerzo fuera de casa, con unas compañeras. Podrá quedarse hasta media tarde sin llamar la atención. Pero eso no ayuda en nada a Paco. Tirado ahí, como un animal en el campo... ¿Qué hacer por él? Tendría que estar en un hospital, con sábanas blancas, con enfermeras de cofias verdes poniéndole inyecciones, con médicos estudiando síntomas, adoptando medidas, llevándole a la salud... Jimena mira en torno: el contraste la aplasta. ¿Qué hacer? No se le ocurre nada. ¡Qué tristeza, sin inutilidad! Tampoco pueden hacer más estos amigos. ¿Qué hacer?

—Ustedes tendrán gastos —se le ocurre de súbito—. Lo que haga falta, yo...

—Niña, sin faltar —ataja el viejo—. Curro respondió por mi nieta y ahora responderemos acá. Para nosotros, un Galayo más.

Jimena se atreve a tocar esa mano, ahora tibia. Por un instante, siente el pulso. Acaba doliéndole la espalda de estar doblada sobre Paco, desde la sillita, pero no se atreve a moverse. Ese pulso, que se va y vuelve... Se da cuenta de que el viejo salió también. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Paco mueve de nuevo los labios, sin abrir los ojos:

—Ahora, ahora... Vas a gozar.

¿Es ella? ¿Es la Pamela? ¿Es otra? Jimena no ignora que Paco tiene encuentros con mujeres, de vez en cuando. Sufre por ello, pero lo acepta. Por lo visto, es así como es. ¡Que se cure, que salga adelante! ¡Si ella pudiese darle la vida, la suya propia! Pero no se le ocurre nada. Esperar, solamente. ¿Es eso, una mujer, algo esperando siempre?

Chirría la puertecita y se asoma la florista. Trae un canastillo con una fiambrera y una botellita con vino.

—¡No, no! —rechaza con espanto Jimena—. ¿Cómo pretenden que coma? ¡Monstruoso!

—Es muy tarde, señorita. No la hemos llamao a almorzar, pero manda el abuelo que tome usté algo.

Jimena se fuerza a comprender que no debe rechazarlo.

—No tenemos ná mejor —se excusa la gitanilla.

Jimena lo agradece y vuelve a quedarse sola, mirando ese canastillo. El «¿qué hacer?» vuelve a su mente, pero ahora como una duda minúscula: no puede comer, pero no es posible dejar de comer. Una tortilla, tres manojos de boquerones fritos, un panecillo, el vino. ¿Qué hacer? No tiene hambre ni sed.

El pecho de Paco se ha hinchado más que antes y de su boca ha brotado un suspiro. Abre los ojos y ella se siente reconocida por su mirada lúcida:

—¿Jimena?... ¿Qué pasa?... ¿Cómo has venido?

Jimena pone el dedo sobre los labios que sonríen, mientras dos lagrimones de alegría crecen en sus ojos. Las dos perlas resbalan y caen sobre la manta raída que se las bebe.

¡Mi juventud en esa persiana enrollable, de listoncitos verdes, que levanto y bajo tirando de una cuerda, montándola sobre la barandilla del balcón para que me quite el sol pero no la luz! ¡Hace tantos años! Calle de la Victoria, encima de las taquillas de los toros. Sábados vísperas de corrida: bordoneo de palabras y gritos en la calle; corros de compradores y revendedores. Con la persiana un botijo al fresco, un olor de albahaca, un canto de grillo en su jaulita, aserrando el calor de la noche madrileña. Enfrente, la casa baja que da al pasaje con sus buhardillas a la altura de mi balcón. Dos hermanas asomando en ellas sus caras pícaras, sus gestos provocativos y, a veces, hasta con semidesnudos voluntarios. Vicente Ardura consiguió a la más rubia: ¡cómo presumía! Ernesto, nuestro estudiante de cuarto de medicina, tuvo pronto que practicarle lavados con permanganato. El cuarto de Vicente era un espectáculo poco antes de cenar: allí acudíamos todos los de la pensión, divirtiéndonos con la seriedad exagerada del facultativo y los visajes del paciente.

Otro mundo, recordado para mejor olvidarlo. Adiós también a las memorias de esa época, más resistentes porque pertenecen a mi edad más inconsciente. Se desprenden ahora solas, como hojas de otoño. Me voy desnudando como los árboles; transformando la frondosa opulencia en la austera geometría del ramaje.

¡Qué diferente esta pensión de la de entonces! ¡Qué distinta además de mi proyectado retiro! Esta selva en que me refugio: Vanaprastha, sí, pero nada de llanura castellana. Ni atalaya frente al mar, ni soledad de faro. Esta casa de doña Eugenia; este balcón a la parte de atrás, sobre el patio donde almacena sus rollos de cable la fábrica de conductores «Thor». ¿Por qué aquí? ¿Y por qué no? Fue anzuelo el nombre de la calle: Bolívar. El Libertador, mi Libertador. Fue pescador el hombre del Rastro que acudió a mi anuncio liquidatorio; el señor Ramón. Un hombre también de persiana verde. ¡Qué lenguaje el suyo, tan plástico y expresivo! Su bigote de sainete, su gorra ladeada, su cigarrillo pegado al labio. Se llevó lo que quedaba. Y vive en esta calle de Bolívar. ¿No era un signo, casi un mandato? Por cierto, en casi un mes ya no le he vuelto a ver. ¿No es extraño? No, es natural. El Ángel Púrpura de Sohravardi; otro Jádir de paso, como el que guió también a Ibn Arabí. Y atrás quedó para siempre el barrio de tía Magda, el barrio luego de Isolina. ¡Atrás, atrás!

Esta zona de Legazpi. El matadero y el almacén de frutas. Mugir de reses; olor animal estabulado, llegando hasta aquí según el aire. El pobre Manzanares enriquecido en su cárcel: desde que lo represaron, aguas abajo del Puente de la Princesa, es un poético espejo, captor de nubes y cielo en medio del tráfago industrial. Espejo: metáfora favorita de Rumí. «Cuando te mires al espejo y no veas nada, habrás llegado a ti!»

Dueños de este espacio: los camiones. Enormes, poderosos, avasalladores. Invasores de las calzadas, de los solares, de los aparcamientos, de las puertas de los almacenes. Y sus hombres: jóvenes musculosos llenos de jactancia; hombres maduros cargados de trucos y experiencia. Muchos, un aire de familia con aquel mozo que vi en Doñana hace años. Congéneres suyos. Le llamé Curro; ¡tantos se llaman así por esa tierra! Le vi en el exterior del palacio, junto a la jaula donde incesantemente iba y venía, iba y venía, el meloncillo cautivo. «Curro» estaba sentado en lo alto de la cerca, tallando un palo con una navaja campera, tarareando una coplilla. Pronuncié «buenos días» y gruñó algo. El meloncillo, yendo y viniendo, me miraba con ojos verde oro de felino; pero eran ya ojos tristes, sabios, convencidos de que no podía hacer nada, salvo ir y venir en su jaula sin saber por qué. «¿Dónde se han llevado el mundo», parecía preguntarse; «mi mundo con presas en la noche y hembras en el día?»

El mozo sentado en la cerca como los vaqueros que en el cine contemplan la monta de un bronco. Impasible y alerta. Yo miraba al meloncillo sabiendo que el joven me miraba. De pronto me volví a él y sólo percibí sus dientes. Como si me estuviera mirando con los dientes: incisivos blanquísimos y fuertes. Contrajo los risorios queriendo ofrecerme una sonrisa, pero el resultado fue enseñarme unos caninos lobunos. Imponía. Recordé aquel jornalero de quien cuenta Madariaga que, encontrándose en una plaza de pueblo en espera de trabajo, fue abordado por el aperador de un cortijo para que vendiera su voto a las derechas y entonces replicó despreciativo ante los cinco duros (las relucientes y sólidas monedas de entonces): «En mi hambre mando yo».

Yo deseaba comunicar con el mozo, pero a su edad no sabía si tratarle como a un chico, por su juventud, o como a un hombre, por sus dientes y su mirada. Al fin me arranqué: «Oiga...». «Mande usté», contestó en el acto saltando al suelo y quedando frente a mí. Le pregunté el nombre del animal enjaulado por hablar de algo, pues el «mande usté» había sido dejado caer como una barrera.

Hice averiguaciones acerca de aquel muchacho, al que no volví a hablar, ni casi a ver, durante mis tres días de estancia. «¡Ah, sí, El Terne!», me aclaró el guarda mayor. «Está aquí por su abuelo, que fue guarda. No hablará usted mucho con él, no. Pero sabe de campo; se crió en el monte... Veremos... Si lo doman en el cuartel, cuando haga la mili, podrá ser guarda.» Me callé, pensando que ni lo domarían en el cuartel ni querría nunca ser guarda.

Hay un eco de esa elementalidad en este mundo, que exploré antes de adoptarlo para mí. ¿Fue esa fuerza, esa autenticidad popular lo que me ha retenido? No lo sé. No es bello ni sosegado. No es desierto, ni siquiera tranquilo. Sin embargo, logro cierta soledad, aunque no sirva para ser la última. Ramón Llull lo sabía: «Deseó el amigo la soledad, y fue a vivir solo para tener la compañía de su Amado, con el cual está solo entre la gente». Habito una isla humilde, rozada todavía de espumas ajenas. Aún no soy digno del yermo, donde el solitario se yergue sin ayudas frente a Él. Por ahora, anegarse anónimo en el océano humano, en el seno de la muchedumbre que, sin embargo, me deja solo.

Esta pensión se anunciaba también con un rótulo luminoso facilitado por Coca-Cola. Como la de Luis, en la Novela IV. Mejor dicho, en las cuatro novelas, como si fuera el único retorno posible de Luis a sus fuentes. Ya no soy arqueólogo de mí mismo, porque no hay distanciamiento entre novelas y autor. No son ellas mero producto, no son el objeto y yo el sujeto. Las novelas me creaban tanto a mí como yo las creaba a ellas; de otro modo no hubieran podido ser reveladoras, como lo han sido estos meses. En todo caso, por el rótulo anclé en la Pensión Eugenia. Eugenia, la palentina grandota, morena que fue guapa y ahora aplastada por el cansancio de vivir. Sus dos hijas la explotan; sólo vienen a sacarle dinero. Y ella nos lo saca, bastante razonablemente, a los dos camioneros, que aparecen y desaparecen; al jubilado de los antiguos ferrocarriles del Oeste («a mí, lo de la Renfe, no me hizo tilín nunca, don Miguel»), y a las dos primas mecanógrafas en la Alcoholera Española, ahí al lado. Sin contarme a mí, don Miguel, don Miguel: ¡me suena tan extraño! ¿Sobrevive don Miguel?

Mi cubil encalado; mi celda conventual. La del padre Miranda, con su cama de hierro, su pupitre, su reclinatorio, su gran Sagrado Corazón. Fui admitido a ella por primera vez un lejano mayo, en el mes de las Flores a María. El padre Miranda esperaba quizá que Miguelito, aquel niño estudioso, se inclinase poco a poco hacia el ingreso en la orden. Y le prestaba libros: vidas de niños santos y mártires en tierras lejanas: Corea, Líbano (los maronitas), Japón. La Compañía, muy vinculada a Japón, desde que a San Francisco Javier se le cayó al mar un crucifijo en una tempestad y se lo devolvió a la playa un cangrejo. ¿O no era así la historia? ¡Aquellos libritos de la Editorial Herder! Y el rosario todas las noches, antes de bajar a la cena.

Mis libros espirituales: No son los del padre Miranda, aunque están emparentados. La oda de Rumí, en el Mathnawi, la de la comunión de los santos: «Oh, tú, que has visto el orto de la luna desde mi seno y a quien he iluminado con mi Luz. Soy tu Dios, yo estaba enfermo y no acudiste.» ¿No es lo mismo en San Mateo XXV, 43?: «Estuve enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis». Pero prefiero a los míos. Anoche, la Mugatt'at de Hallaj: «Te he escrito, sin escribirte, a Ti; porque he escrito a mi Espíritu, sin trazar ni una sola letra... y toda la carta sin letras hace llegar de vuelta, sin ninguna misiva, la respuesta». Leo y releo esa veintena de volúmenes. Todo lo que me queda, con unas cuantas casetes musicales y el aparato para oírlas.

Hallaj, el supremo mártir, tan claro y tan oscuro. Blasfemador y santo. ¡Ah, mis cartas sin respuesta a Nerissa, después de perderla! Cuando mi vivir era pura memoria del Amigo; porque en Llull, «los ojos decían que es mejor ver al Amado que recordarlo, y la memoria repuso que por el recuerdo sube el agua a los ojos y el corazón se inflama de amor». Te escribía a ti, Nerissa, sin saber qué palabras mías te llegaban, porque una cosa se escribe y otra se lee: ¡Pobreza de los mensajes humanos! La última carta no fue la última, y así quedó mejor. Cuando la escribí proyectaba otra, pero entonces sobrevino el Almendro en llamas. Dejaste de recibirlas, como si yo hubiese muerto. Cuando, en realidad, revivía.

Sólo que revivir no es vivir otra vez, sino volverse a vivir. Me revivo en mis novelas; no analizo. Aquel viejo profesor que se en-cerraba en un pequeño cuarto sin ventanas, se fumaba un puro y después seguía tendido respirando el aire cargado de humo, volviéndoselo a fumar. ¿Era don Laureano Canseco? Así respiré de nuevo mi vida. Te escribía cartas, Nerissa; las escribía a Él. Es una misma cosa. Por eso me guías y me acompañas, Beatriz del paraíso del silencio. Por eso tus eclipses, a veces Beatriz se adelanta y me deja atrás; al cabo me espera y la alcanzo. ¿Eso fue tu dejarme solo? Hiciste bien. Así nos reuniremos más lejos, cada vez más lejos, más allá de todo, después del después. En el «Oriente» que no está en los mapas: la morada de los orientales de Sohravardi, la gente del Ishraq.

Más allá de todo: de la amargura, de la resignación, de la desesperanza, de la felicidad que no ha podido ser y agarrota el corazón con su ausencia y desata las lágrimas con la idea de la hermosura que pudo haberse vivido. Más allá del amor y del odio. «Di, loco, ¿en qué sientes mayor voluntad: en amar o en odiar? — Respondió que en amar, ya que odiaba a fin de poder amar.» Con ese ánimo escribí la Novela IV. Tal como cantaba el loco Llull: Ramón lo Foll, el loco.

En mi pequeña estantería los sufíes resplandecen mejor. Se me saltan a las manos, salvados de toda la ganga que eran los otros libros, escorias de ciencia y técnica. En las desnudas paredes del cuarto repercute mejor la música. El desfallecimiento del Quinteto de Schubert. o, más desnudas todavía: los silencios de su Sonata Póstuma. ¡Cómo los destacaba Miguelito! Cada silencio era un diamante negro, resplandeciendo sobre el verde terciopelo de las notas. ¡Cómo levantó en el aire al público santanderino de la Plaza Porticada con aquella sonata! Su juego pianístico era inexplicable: no había mecanismo. Lograba golpes de ritmo sin romper la melodía. Allí le escuchó Martínez Valdés, de allí salió la beca para un año en Viena, estudiando composición con Werner. Y allí, en Viena, el golpe de suerte: el encuentro con el viejo Karel Jacik, que había sido discípulo de Godowsky. La mejor herencia pianística centroeuropea.

¡Al fin desvelada otra señal del destino! Aclarado por qué me guió aquí el señor Ramón: la Ciudad Sanitaria Primero de Octubre quedaba más a mano. El autobús a la vuelta de la esquina. Naturalmente no fue casualidad que el médico me mandase ir allí cuando aumentó mi fatiga respiratoria. Abren a las ocho. ¡Delicioso aire matinal! Primer día; aquel viejo toledano, entrando en todas partes sin quitarse la gorra negra. Sus irresistibles ganas de contar a todo el mundo su historia. Presumiendo de saber mucho de la vida porque es viejo. Lográndolo todo, afirma, a fuerza de amigos. El doctor Castén, sin ir más lejos, su paisano, diciéndole: «Yo te opero gratis si encuentras una cama». La encontró, ¡no la había de encontrar!

Curioso mundo, la Ciudad Sanitaria. Altísimo termitero lleno de galerías. Dos clases de hormigas: las permanentes y las que entran y salen; a veces muertas. El termitero, como la estatua ardiente del dios Baal, devora por una parte y se deshace por otra de sus víctimas. Pero no son víctimas: la relación entre ambas hormigas resulta un juego. Los pacientes se sientan, son de pronto absorbidos por una puerta, emergen al rato con cara extraña, se intercambian cuitas o esperanzas y sobre todo se sientan, se sientan. Mientras espero, recuerdo: hoy tres años justos del Presidente Allende avanzando hacia sus asesinos. Las termitas permanentes van y vienen, diferenciadas por la protección verde o blanca de sus batas, sobrenadando gracias a sus zuecos de trabajo, coturnos de actores trágicos. Unos y otros se entrecruzan, se tocan pero no conviven. Dos mundos interpenetrados. Paralelamente a los corredores públicos están los caminos secretos desde donde emergen los médicos o las enfermeras, desde donde se gobiernan los aparatos y los fármacos. Como los corredores para la servidumbre que, en el palacio imperial de Schönbrun, permiten desde la oscuridad alimentar las enormes estufas de porcelana en el gran salón donde canta la diva. Sólo que aquí la red secreta es más poderosa que la pública; aunque los médicos, más que salvadores, sean en el fondo oficiantes del secreto, iniciadores en el misterio, preparadores para la muerte. ¡El misterio! Absoluta Claridad Que Ciega. Absoluta Ceguera Que Ilumina.

El médico se ha interesado por mí más que por mi caso. Es curioso que yo sienta mi pulmón mientras el riesgo está en el corazón; el tuyo, Nerissa. Ciertamente es curioso todo. Me trata indefiniblemente: mezcla de ternura y rutina. «Estoy yo más preocupado que usted mismo», me ha dicho. No sabe que yo vivo ya en otro espacio, que he logrado morir antes de morir. Conmigo no necesita asombrarse de cómo se engañan los pobres humanos para no advertir que se acaban.

Lo malo es que me canso. Los paseos se reducen casi a los alrededores. ¡Qué curioso ese triángulo acotado por la calle Guillermo de Osma contra el vértice del Paseo de las Delicias y la Chopera! Siete calles y una glorieta. Cuatro nombres de santos, dos de desconocidos y luego dos placas inesperadas: la calle de «Voluntarios Macabeles» (¡qué tribu sería ésa!) y la de «Alejandro Saint-Aubin», el interesante personaje de principios de siglo, artista y pariente de Canalejas.

Sentado en la plaza mientras el crepúsculo empieza a mostrarse otoñal, me baño en elementalidad humana. Estamos apretados en los veladores (nadie usa ahora esa palabra, sino mesa), la acera es estrecha para los transeúntes, pero un espacio vacío me envuelve, una flotación me levanta. Los pobres comercios florecen en la calle: puestos de pipas, vendedor de revistas viejas, de pósters, mujer con flores artificiales. Echo de menos los globos y también los molinillos de viento, cuadrados de papel incididos por las diagonales casi hasta el centro y clavadas luego las puntas en un palo con un alfiler para que puedan girar. Curioso, cómo hace falta la atadura para el vuelo. Oigo vagamente los tranvías. Es decir, los autobuses. ¿O son los tranvías? Para mí lo son porque estoy y no estoy. De repente, un roce en mi pierna: ¡Bast! Maúlla mirándome y se aleja.

Pasa el autobús de la Ciudad Sanitaria. La aventura de anteayer. El hombre que subió en él casi al mismo tiempo que yo, en la parada del sanatorio. Estuvimos sentados enfrente durante el trayecto. ¿Por qué me interesaba si no tenía nada de particular? Cincuenta años, pelo escaso, traje modesto, sin corbata, manos de trabajo manual. Me interesó su cara de campesino castellano, un poco alargada y con ojos profundamente tranquilos. No debiera decir «profundamente» porque la profundidad no se advertía. Eran sólo tranquilos, aplomados. La hondura hube de adivinarla. Y entonces la aventura: salir al mismo tiempo hasta casi tropezarnos en la puerta. Sonrisas de excusa mutua. Caminar paralelamente por la acera. Ya mi sonrisa interior porque doblamos la misma esquina. El colmo: juntos ante el mismo portal. Por si fuera poco, en el ascensor, al mismo piso. La risa ya: «¿Vive usted en la pensión?». «No, soy el primo de Eugenia. Vivo en la Ciudad Sanitaria, de donde usted viene. Soy allí portero y me dan casa en todo lo alto, en el último piso de la torre.»

Me traen la consumición. ¿No será más bien la consumación? Para la gente se trata de consumir; ignoran que vivir es consumar: llevar a cabo totalmente una cosa. Consumir es lo contrario: destruir, aniquilar, afligir, derrochar. Este aire contaminado de barrio industrial (pese al polvo, al ruido de pisadas, de rodaje, de motores) me envuelve convertido en un cristal diamantino. Su agitación está parada y yo, quieto, vuelo como la luz. Tanto que se nubla todo. Es otro vuelo, como a veces. ¡Sorpresa! En ese momento pasa el señor Ramón. No lo invento: me reconoce y me saluda al pasar. Ha hecho un gesto con la mano. Si no me sintiera tan cansado, iría a darle las gracias por haberme acercado al Final. Hacia el Primero de Octubre, hacia Nerissa, hacia Él.