PAPELES DE MIGUEL

La playa y el morabito

7 de agosto de 1976

Estalló el grito, su llamada de socorro. Corrí desolado. Caído en la arena, sobre la hamaca de lona plegable. No tendía sus manitas para ser levantado: estaban clavadas al suelo. Comprendí: ¡qué vuelco mi corazón! Se había cogido los dedos entre los palos de la silla, cerrada bruscamente por estar mal montada. Por fortuna los largueros no ajustaban mucho, y las manitas ¡eran tan pequeñas! Angustiado, abrí suavemente la tijera de palo y liberé sus deditos. Sangraban, magullados. Derramaba en silencio gruesas lágrimas de adulto. «¿Puedes moverlos? ¡Mueve los dedos, Miguelito!» Los movió todos, desprendiéndose gotas de sangre. Suspiré aliviado. Le cogí en brazos y corrí al merendero de la playa. Pedí aguardiente en dos vasos grandes: del más fuerte. Lo bebían los pescadores al volver de la mar en la amanecida. Le hice meter los dedos; no se me ocurría otra cosa. La sangre formaba hilitos rojos en el líquido, como esas flores japonesas de virutas enrolladas, montadas en almejas vacías, que se abren al echarlas en agua. «¿Duele, hijo?» Tuvo un gesto de dolor. Clavó en mí unos ojos aterrados por una idea espantosa: «Papá, papá, ¿podré tocar el piano?». Su primera reacción; su único temor.

Tenía... sí, cinco años. Estábamos en Blanes, después de mi divorcio. ¿Te imaginas a Miguelito, Nerissa, con esa única angustia de futuro gran pianista? ¡Si le hubieses conocido! Me hubieras querido más. Te habrías enamorado de Miguelito más que de mí. Apenas tenía un año —¿o no lo tenía?— cuando atendía más a los sonidos que a los colores. La vecina le trajo un sonajero de plata reluciente, pero siguió aferrado al suyo de plástico, descolorido ya. Prefería el sonido, más opaco, casi a madera, del viejo. Lo agitaba con un ritmo staccato de maraca. Pues ¿y más tarde, cuando logró hacer sonar un silbato? ¡Qué júbilo! No se le caía de la boca; hube de atárselo a una cinta para colgarlo del cuello y se olvidó del chupete. Todavía en París, su abuela materna le regaló un pianillo y así empezó. ¡Pobre señora, qué disgusto se llevó con la historia de su hija! Más que yo, porque cuando se descubrió su lío ya había dado yo por arruinado nuestro matrimonio.

Entonces Blanes era todavía casi el de Joaquim Ruyra. No había un solo rascacielos y las casas paralelas a la curva del mar eran estilo del país, salvo un par de chalets a lo «moderno» de los años treinta, al final, junto al camino de San Francisco. Del paseo se accedía directamente a la playa, sin pretiles ni escalerillas. Una playa poco mayor que esta de Ras-el-Djeb, donde para acercarme más a ti he venido con Mahmud: pequeña, entre dos promontorios leonados o violáceos, según la luz, que acotan la media luna arenosa. Pero mientras en Blanes, abierto al sudeste, amanecía sobre el mar y anochecía tras las montañas, aquí camina el sol de un promontorio a otro. Nunca nos deslumbra cuando miramos al mar: el azul es nuestro norte. Aunque la mayor y mejor diferencia consiste en ser esto casi un desierto. Sólo unas cuantas familias argelinas ocupan los cabanons o viviendas de verano (un piso habitable con galería al mar y abajo, entre los pilotes, espacio para el coche y la barca) que pertenecieron a colonos franceses de Tlemecen o Ain-Témouchent. Vivimos prácticamente en la galería o en la misma arena; hasta duermo muchas noches en la playa, salvo si sopla fuerte el levante. El mar no está frío ni para mi viejo cuerpo. Las estrellas son chispas de diamante en el aire purísimo; ninguna luz de tierra las empalidece. Como en el desierto persa de Rumí. Contemplándolas, ¡cómo me acompañas! ¡Ay, Nerissa, nunca pudimos gozar juntos una noche de playa! A ti te llevaba Eduardo a Menorca, mientras yo consumía mi verano en la desesperación de aguardarte. Luis, en cambio, contemplaba junto a su tía Hélène estas constelaciones. ¡Qué envidia!

Estrellas: tus ojos mirándome: las chispitas doradas que salpican tus iris claros. Su sereno fulgor aclara mi desnudez interior. De madrugada la luna, afiladísimo creciente apareciendo a la segunda noche. ¡Cómo se la comprende como diosa para los hijos del desierto! No hiere los ojos, no endurece el mundo como el día, sino que lo baña de misterio iluminado. Y además ¡vive! Nace, crece, madura en la perfección del círculo y, desnudándose poco a poco, muere. Para reencarnarse en infinito ciclo. ¡La luna! Reina de la magia mientras el sol, el pobre, sólo posee la fuerza.

El realismo de Petra se dio cuenta de todo. Hablaba del dueño del bar, pero me aludía a mí: «Cosas de los hombres. Cuando empiezan a sentir el pajarillo alicaído ¡hacen cada tontería...!». ¿Tontería? ¡No, no, locura, excesiva sed de amante!

Cuando me marche del barrio dejarle a Petra algo importante. El silloncito donde le gustaba sentarse. Porque del barrio ya también me he vaciado.

En cambio Luis se obstina en encontrar su personalidad. ¿Para qué una personalidad? Más madurez es no tenerla. Suprimida ella, se acabaron las dudas: siempre cumpliremos nuestro papel, hagamos lo que hagamos. Hacer equivaldría a ser. Para ser hay que dejar de ser.

Yo también estuve demasiado aferrado al dualismo: mi hábito profesional de la dialéctica. Pero Isolina ha roto el velo al revelarse luego innecesaria; al reducirse a deseo. Tú, en cambio, me llevas hacia la unidad porque ya no estás fuera de mí. Es la espina dorada en la honda coplilla de Machado que tantas veces te recordé: «¡Quién te pudiera tener en el corazón clavada!». Al cabo ya no se siente clavada. La fiera punta de flecha no está en mí, sino que es yo. Enamoradamente la envolví en mi carne, le di calor y cobijo, se hizo raíz de mi vida.

He sufrido, pero el suplicio es la gloria del mártir. Intuyéndolo sin saberlo fui incapaz de vengarme. No duele a la madre el niño que por dentro la patea. Nuestro Amor es nuestro hijo, lo engendramos Tú y yo, Nerissa. La espina dorada ha encarnado en mí. Ahora sé que empecé a vaciarme de todo lo demás cuando adviniste a mí y la dejaste clavada.

Empiezo a vivirlo: no hay dualismo Tú-Yo. Como Rumí y Shams, sólo somos flecha única aspirando a ser espina clavada en el Absoluto. A ser allí Nada disolviéndonos; a ser allí Todo expandiéndonos.

Esta playa propicia a la meditación. Además, ajeno estando en ella, único europeo en Ras-el-Djeb. Me miraban al principio con curiosidad y recelo, pese a mi amistad con Mahmud. A mí, en cambio, me sorprendían de sus vidas las cosas olvidadas por los libros. Un amanecer, desde la galería abierta, vi a las tres esposas de un rico propietario bañándose en la orilla. Con el agua por las rodillas se habían levantado la ropa hasta los hombros y se mojaban todo el cuerpo conservando el rostro tapado. Me extrañé ante Mahmud y me lo explicó: «La vergüenza está en la cara, no en el sexo». En cambio las hijas del rico eran unas muchachitas con bikini.

Al fin noté que ya no recelaban de mí. Una frase que se le escapó a la vieja Aicha (¿qué parentesco tenía con los padres de Mahmud?) me reveló la razón: «Cuando tú estés con nosotros, los fieles...». Así, pensaban que Mahmud me estaba convirtiendo y ya me acogían en sus brazos. ¿Para qué desengañarles? Me veían leer libros árabes y me tenían por un docto. Vino un amigo del padre de Mahmud y tomó uno de mis libros. Me lo devolvió asombrado: «¿Qué es esto? ¿Qué árabe es éste?». Tuve que explicarle que era farsi, persa, escrito con caracteres árabes —claro, los del Corán— apenas modificados. Me miró con un gesto a la vez de respeto y de temor, ante el posible hereje chiíta.

Versos de Rumí: «Avanza por la senda del deseo / dejando atrás el légamo del mundo, / aguza tu visión con ojos limpios: / el Universo es Él, únicamente». ¿Y no llega a lo mismo, con toda la ciencia física de un premio Nobel, Erwin Schrödinger? No son distintos el sujeto del objeto: la idea de que hay tantas individualidades diferentes como cuerpos humanos y de que cada una percibe su distinta versión del mundo, es un error. Sólo hay una Mente que mira a través de nosotros. Y no sólo de nosotros. Su ojo es la pupila del león y el ocelo del insecto, la membrana del saurio y del pez, e incluso el tentáculo de la actinia, el pseudópodo de la ameba, los cabellos del viento y hasta la quieta violencia del basalto.

¿Y entonces, el odio? ¿Contra qué, si todo es Él?

¡Claro, el odio es inútil, un error, no tiene sentido! El odio que yo echaba de menos en la Novela IV, durante mi etapa de amargura por tu rechazo, Nerissa; aunque lo racionalizaba pensando que infundiría «garra» al relato. Odio, violencia, destrucción: lo exigía mi amargura. No se requerían en la Novela I, la erótica; pero eran indispensables en la II, la revolucionaria, y de ella procede la manifestación política que subsistió en el nivel IV. Aunque ya no estoy seguro de ninguna de ambas cosas: de que haya erotismo sin violencia y destrucción y, menos aún, de que yo expresara odio en la Novela II, ni tampoco en la IV. Se intentaba, sí; se justificaba la violencia, se cantaba su apología. Pero ¿estaba allí, vivida realmente, en carne y hueso?

A ti nunca, Nerissa; a ti no te odié nunca. Pero ¡a Eduardo! ¿Sabes que planeé su asesinato? Palabras, puro juego, dirás tú. ¿Y qué hay en la vida que no se quede al fin en juego y palabras? Salvo el silencio, claro, pero ¡es tan difícil! Y cuando el silencio llega a ser el Silencio, entonces estamos, aún en vivo, más allá de todo: hemos llegado a Todo.

Contra ese horizonte, ¡qué mezquindad el odio, qué insensatez! Me alegro de que Luis no odiase a la inglesa; ni Jimena a su padre. Y el odio de Paco, ¡qué demencia! ¡Si al final no hay víctimas! Sólo hay sufrimientos, dolor, mutilaciones y torturas. Pero no vidas absolutamente vencidas. Todas las vías son de salvación. La liebre se cumple en el pico del águila; el prisionero en el potro del verdugo. ¿Qué somos? Teselas de mosaico en sangre y hueso. Por eso el orgullo es una aberración engendrada por la ignorancia. Supone desconocer que «yo soy tú».

La playa en el crepúsculo; cuando el agua viraba a violeta. Sidi Abdullah, el padre de Mahmud, salmodiaba sus oraciones. Un pescador pasaba con los remos al hombro, dejando en la arena mojada la momentánea huella de sus pies descalzos. Mahmud y yo discutíamos nuestros apuntes del curso, mientras se atirantaba indecisa la mágica transición del crepúsculo. Las dos valvas del mar y del cielo se entreabrían en el horizonte, dejando entrar otro mundo, otro espíritu. Ante nuestros ojos se encarnaban los versos 566 y siguientes del Mathnawi, que describen la vida mística, el Introrsum ascendere de los místicos cristianos; el viaje exterior y el interior; «el cuerpo camina sobre el polvo; el espíritu, como Jesús, sobre la mar». Una mar como ésta, así de propicia.

Una de esas tardes me habló Mahmud del santón en el morabito, arriba, en la serranía. Tres días después, muy de mañana, un amigo de la familia que iba a Beni-Saf nos llevó en su coche hasta un recodo de la carretera al pie de las montañas. Al atardecer pasaría de regreso por aquel mismo lugar. Se alejó levantando el polvo de la descuidada carretera y nos adentramos barranco arriba, siguiendo el serpenteo de un arroyo seco. Pronto me sentí solo, aunque Mahmud caminara delante, flotante en su blanca chilaba.

Solo no, sino contigo, Nerissa. El mundo adquiría a mi alrededor creciente densidad. El recio viento era una salvaje y perfumada caricia en el rostro, como si me azotara con tus cabellos. Las piedras reflejaban el ardor del sol y a la vez lo retenían como nutriéndose de él. Las nubes eran sólida blancura en un azul etéreo. Matojos de esparto, de romero, tomillo, lentisco y abrótano raspaban mi pantalón y mis zapatos, levantando susurros rítmicos y oleadas de perfume. Se me cruzaban mariposas amarillas y negras, zumbaban insectos, aserraban el aire las chicharras. Abajo, junto al muerto río de arena, desplegaban su verdor algunas adelfas de flores blancas o rojas. Mis pasos seguían monótonamente la blanca llama bajo el sol encarnada en Mahmud, que ya no era él sino Tú, faro de mi navegar, como aquella tarde única entre los olivares del Tajuña, ¿recuerdas? Un comienzo de cansancio me cargaba con un peso de sopor. El calor me empapaba como una lluvia. Caminaba hipnóticamente.

El barranco estrechándose al cabo de un par de horas; al final un rellano del pie de la montaña. A media falda, clareaba un aduar y más arriba todavía, el morabito, blanca cúpula entre verdores. Tentadora sombra un extendido algarrobo, pero Mahmud señaló más lejos hacia una higuera. Bajo sus ramas, junto a un pozo del que bebimos sacando el agua en una piel de cabra, descansamos un rato. La sombra era una isla de intenso verde, cargado de un perfume pegajoso, casi húmedo. El mismo aroma de nuestra higuera en el Embankment. Abajo, lejano, el mar: una lámina blanquecina, pulido espejo para Tu rostro. Un morillo descalzo, rapada la cabeza salvo una coleta, nos miraba de lejos sin valor para acercarse, protegiendo recelosamente unas cuantas cabras.

Era ya mediodía cuando llegamos al poblado, cercado de chumberas. Todo el mundo se asomó, y cambiamos palabras de cortesía. Un viejo que conocía al padre de Mahmud nos obligó a pasar al patio delantero de su casa. Sus mujeres nos trajeron agua, pan de cebada, chumbos, unas ciruelas y té con menta. Nos costó trabajo impedir que matara una gallina para asarla en el acto. Después encendió Mahmud un cigarrillo y el viejo sacó su pipa, de largo tubo y pequeña cazoleta de barro. Constantemente se asomaba gente para vernos sentados bajo el emparrado y era preciso repetir las cortesías. Mi árabe les hacía a veces reír, por sus diferencias con su dialecto bereber, pero les gustaba. El viejo nos habló del santón; llevaba años viviendo allá arriba, junto a la tumba de Sidi Buaflik, muerto mucho, mucho tiempo atrás y, según la leyenda, venido de Al-Andalus a Tlemecen. Mahmud le dijo que yo era de Al-Andalus y el viejo estrechó de nuevo mi mano besando luego sus propios dedos.

Al fin reanudamos la marcha y pronto llegamos al santuario. En un repliegue de la montaña se apiñaban espesos algarrobos y unos fresnos junto a una fuente. Alguien había plantado un cedro del Atlas y su porte aristocrático le convertía en el gran señor de aquella comunidad vegetal. Sólo un edificio: el encalado cubo de mampostería con su cúpula. La puerta estaba abierta. Desde ella invocamos a Allah. Nos respondió una voz vieja pero firme. Al entrar, por falta de ventanas, no percibí nada, salvo Tu presencia, más viva que en todo el camino. Al cabo distinguí, perpendicular a la pared de levante, el túmulo de Sidi Buaflik cubierto con una manta montañesa de colores. Encima colgaba del techo un estandarte verde con caligrafía en oro. En un rincón, sobre una colchoneta, un hombre sentado pasaba entre sus dedos las gruesas cuentas de un rosario de cedro. En un poyo de mampostería, junto a la puerta, un cántaro de agua y algunas vituallas seguramente aportadas por los campesinos y pastores de la comarca: dos hogazas, queso de cabra, una lata de té, un pilón de azúcar envuelto en su habitual papel azul, un plato de barro con tapa de fina cestería. Contra un ángulo, un cayado. De una alcándara, un pesado manto de lana.

No había más. Aún así, el hombre sentado con las piernas cruzadas me transmitió la sensación de que aun todo aquello sobraba. En el umbral de la puerta todavía prevalecían los olores calientes y salvajes del mundo, su rumoroso silencio campestre. Pero cuando entramos fue como si cayera a nuestras espaldas una cortina, aislante. Dentro era la penumbra, el frescor húmedo, el silencio encerrado, la vida suspendida, la paz en el vacío. Me asaltó el recuerdo, no de Rumí sino del pasmoso Quevedo; ese grito suyo que repitió más de una vez: «¡Desnúdame de mí!».

Mahmud se acercó a la tumba del santo y se inclinó ante ella varias veces. Yo hice lo mismo. Después saludamos al viejo. Si Bekr nos contestó con firmeza, pero distante. No se le veían los ojos, bajo la capucha echada sobre el turbante; sólo la boca entre la barba blanca. Mi vista, acostumbrada ya a la penumbra, percibió entonces sobre la cabecera de la colchoneta un marco tosco sin cristal, encuadrando una litografía con la inscripción, en gran tamaño, «El Clemente y el Misericordioso». Cuando, a mi vez, saludé al eremita, alzó la cabeza. Dos centelleantes azabaches me investigaron, entre muchas arrugas y muy pobladas cejas. Pareció percibir por primera vez mi traje europeo. Aquella boca, entonces, preguntó a Mahmud si yo era de Egipto, por donde él había pasado cuando fue a La Meca. Mahmud volvió a declararme del Andalus y yo pronuncié algunas palabras. El viejo bajó la cabeza asintiendo varias veces y al fin me dijo:

—Hablas bien, pero con fantasía.

Creí cortés disculparme y lo hice, pero me atajó con un gesto de su mano:

—¿Qué importa? Vivirás hasta perderla.

No dijo más. No sabíamos qué decir. Señaló al poyo de los alimentos y, para no desairarle, nos llevamos a la boca trozos de pan de cebada, espantando para ello algunas moscas. De vez en cuando, el viejo hacía lo mismo con un abanico de palma. Había vuelto a repasar las gruesas cuentas de su rosario, olvidado de nosotros. Tras largo silencio de respeto Mahmud le pidió la baraka, la bendición. Nos inclinamos ante él y el viejo tocó una tras otra nuestras cabezas con su diestra sarmentosa. Yo sentí Tu mano suavísima. Depositamos sobre el poyo un billete de diez dinares, sin que él pareciera darse cuenta y, tras despedirnos e inclinarnos de nuevo ante la tumba, volvimos al sol, al viento, a los aromas, al mundo. Mi pecho se dilató de golpe hasta el azul más alto.

Descendimos la montaña rápidamente, sin detenernos más que un momento en el poblado para saludar al hospitalario viejo, que aún nos regaló unas granadas de color de cuero, con grietas por donde asomaban los rubíes de sus corazones. El sol ya se tendía, suavizando la violencia de la luz sobre el campo. El día se desleía en dulzura. El sendero del barranco nos impedía ir a la par y no hablábamos. Yo no olvidaba la frase del viejo. «Hasta perderla.» «Fantasía», en el Moghreb, significa además «correr la pólvora»; la salvaje galopada de un grupo de jinetes disparando al aire los fusiles. Su Palabra: aún viviré lo bastante para madurar. Yo sé que es Tu Palabra, Nerissa.

Un lagarto se asomó entre las peñas y, a su vez, me contempló a mí. ¿Cuánto tiempo permanecimos así los dos? De pronto unos gritos me arrebataron a mi quietud hipnótica. Era Mahmud, retrocediendo alarmado. «Creí que habrías rodado por el barranco.» Le expliqué lo ocurrido y le mostré al lagarto inmóvil; una joya en esmeralda viva. «Allah ha llenado el mundo de maravillas.» Cuando llegamos a la carretera, el sol estaba tocando los montes. No había llegado el coche y nos sentamos a esperar.

Sentía cansancio en mis viejos huesos, pero en mi pecho cabía el aliento del Universo, como si en el santuario me hubiese depurado. Eso: como si me hubiese lavado de todo, desprendido de ovas, de musgo, de líquenes. Odio, ¿para qué? Los lagartos no odian. Ni las adelfas, aunque su jugo sea venenoso. El tigre mata, pero sin odio. Tampoco las águilas ni los virus. Viven, sencillamente.

Lavado de todo, depurado... ¡Demasiado!, comprendí de pronto, lleno de alarma. Nerissa, oh Nerissa, ¿dónde te habías quedado? A la ida seguías conmigo a cada paso, gozaste con la sombra de la higuera, me acompañaste en el morabo, pero ¿y luego? Me habías abandonado junto a la carretera polvorienta, solitaria como si no condujese por ningún lado a ninguna parte. Tu ausencia era tangible.

Me invadió tal congoja, tal opresión cayó sobre mi pecho, que me levanté de un salto. Mahmud me miró con asombro, preguntándome si me pasaba algo. Nada; ¿qué decirle? Miré en todas direcciones, como si pudieras aparecer por el horizonte, donde el sol acababa de ocultarse. Mahmud debió pensar que yo temía verme obligado a pasar la noche allí, pero se reclinó tranquilamente en su fatalismo. Entre tanto, yo intentaba evocarte, tu rostro, Nerissa, tus palabras, tu silueta. En vano todo: no acudías. Yo sufría de amnesia espiritual; de absoluta sequedad.

Aparecieron los faros cuesta abajo y confié en que me sacudirían lo bastante para volver a tenerte. El aire ya era violeta, los campos casi grises. El amigo de Mahmud se excusó al abrirnos la portezuela; me pareció como si viniese algo ebrio. Mahmud me lo confirmaría desaprobadoramente al día siguiente; en la ciudad hay quienes beben a escondidas. En las curvas resultaba alarmante el rechinar de los neumáticos y la forzada inclinación del coche, pero el conductor se reía. A mí me daba igual. Me había quedado huérfano de Nerissa. Pero, ¿es posible quedarme sin Ti sin quedarme sin mí, sin que yo muera?

A la noche era ya plenilunio. La caleta de Ras-el-Djeb formaba un cuenco de plata líquida. Mahmud se acostó pronto. Yo espantando al sueño, con los ojos secos, irritados como si hubiese llorado arena. Me vino a la mente otro verso de Rumí, comienzo de un rubai: «Esta noche es mi desolación». Imposible sosegarme. Bajé a la playa y caminé hacia el promontorio de occidente. Desde allí la luna, sobre las rocas a oriente, rasgaba con luminosas pinceladas las oscuras aguas en éxtasis. En la orilla, junto a las peñas, se movían formas submarinas. Pasó cerca un bote con pescadores que me reconocieron y me gritaron un saludo. A la violenta luz de su Petromax de popa, para atraer la pesca, vi escapárseles una enorme raya deslizándose hacia mí. Sus alas ondulaban con la lenta sensualidad de una odalisca. Un ángel del abismo. Fue sólo un instante: el pez desapareció, el bote se alejó con su foco, las aguas volvieron a su oscura magia líquida. Se completó en mi memoria el rubai evocado: «... esta noche es la revelación. / En mi corazón no hay más misterio que mi amada. / Oh noche, no pases tan deprisa para no acabar conmigo». Y en el mismo instante emergió tu rostro, Nerissa, del abismo marino, de la negrura nocturna, del fondo de mí. Volviste a estar conmigo, existiendo a mi lado.

Me senté desfallecido sobre una roca y con los codos apoyados en mis rodillas, lloré sobre mis manos lágrimas de angustia y éxtasis, como las del niño perdido en el caos adulto de una muchedumbre frenética, cuando ve de pronto a su madre acudir a salvarle cogiéndole de la mano.