Paco lleva su reloj en la muñeca y viste su gabardina, signos externos de no ser un recién inmigrado. Debajo, jersey de cuello alto y pantalones de pana. No le gustan los vaqueros de moda; son de señorito, y él es campero. Las botas lo dicen, también, aunque no son las que Paco quisiera, porque son de soldado, cambiadas a un gitano. Así vestido, camina con su aplomo de siempre, en busca de Mari luz, una chavala que ayuda en la cocina de un restaurante barato. Ya estará a punto de concluir su faena y, como otras veces, bajará con Paco a un sótano que sirve de bodega y almacén. Es buena trabajadora, y los amos hacen la vista gorda en cuanto a lo que haga con su novio, con tal de que sea discreta.
Por el camino, Paco piensa en Jimena, inocente provocadora de los urgencias de hoy, porque ayer fueron al cine juntos por primera y vi., aunque ni se permitió cogerle una mano. Jimena, tan lejana, sin embargo, de este mundo de Legazpi y de los apaños de Paco. Legazpi es el territorio de caza; lo otro es... Si el mozo tuviera en su vocabulario esa palabra le llamaría «el ideal». Jimena es la Blanca Paloma, como nombran los andaluces a la Virgen del Rocío. Es aquella vaquita blanca que tenían para la leche de la casa, adquirida de ternerilla recién destetada y acostumbrada a jugar con todo el mundo. Tan mimada, que se asustaba de los toros, de su negrura, de sus testuces graníticos y peludos, de sus bramidos en celo, de su potencia. Jimena es también una fuente de agua exquisita que hay en un pueblo de su mismo nombre: Jimena de la Frontera, el único gran viaje infantil de Paco. Ayer se lo dijo: «Tienes nombre de pueblo, chiquilla», y se lo explicó. «Me gusta», añadió sin decir por qué, aun cuando tampoco hizo falta: Jimena, la mujer, se dio cuenta. Jimena es además una yegua pinturera para pasearla por la feria y para tener lindos y bravos potrillos. En fin, Jimena es el bocado más fino y deseable que Paco puede concebir.
Su caza por Legazpi es otra cosa: cualquier piel suave, nalgas rotundas, muslos ágiles, unos besos, un trote, un galope, una explosión y un fugaz recuerdo. Desgraciadamente, en el restaurante le dicen que Mariluz no ha ido hoy a trabajar. Se fue el domingo de excursión con una pandilla, se mojaron con la lluvia y se despertó con fiebre. Paco sonríe socarronamente al imaginar la clase de excursión.
No es su costumbre resignarse, sin embargo; no es la primera vez que ha sustituido un programa por otro. A esta hora empiezan a abrirse las tiendas, y muchas mujeres salen de compras. Paco emprende una descubierta, más cazador que nunca. Planea sobre ellas como un gavilán, dejándose guiar por su instinto. Algunas miran a ese mozo de ojos como carbones, dientes tan blancos y actitud predatoria. Las más experimentadas suspiran con disimulo; saben que hombres así son raros. Las más jóvenes ignoran lo que les pasa, pero acentúan inconscientemente su contoneo bajo ese mirar selvático, deseando que, tras de cruzarse con él, sus nalgas retengan los ojos del macho. El milano, entre tanto, detecta y sopesa inconscientemente tales reacciones a su paso.
Sabe que es buena hora; los hombres están en el trabajo, los niños en los colegios. Porque prefiere las casadas; se sorprenden menos, están más frustradas y más abiertas a cualquier relámpago que rompa la grisura monótona de sus días. Se saben a sus hombres de memoria, y la rutina banal de algunas noches, antes de dormirse; saben que el que no las engaña ya es porque no sirve ni siquiera para eso; porque no se atreve o no encuentra con quién. Y su pobre horizonte se reduce al desesperante trabajo de la casa, la lidia con los gamberros de los niños, a veces con la suegra, y la competencia con las vecinas; dichosa la que tiene al menos una buena amiga de verdad. Ésas son las presas habituales de Paco, aunque él no se moleste en tanto análisis. Se limita a mirar, a buscar los' signos, los andares capaces de delatar una entrepierna cálida, los pechos comprimidos retando las miradas y, sobre todo, los ojos, las caras. Si nota algún interés, busca la alianza de casada en la mano, porque una experiencia interior le disuade de las solieras. Cierta vez, por la misma calle de Santiago, recién llegado de trabajar con Mateo, siguió a una criadita pulida como una joya, que ante la puerta del piso se dejó besar, pero advirtió que estaba dentro su señorita, creyendo librarse con eso. Paco, sin contestar, se la llevó en volandas hasta el último rellano de la escalera, y allí la poseyó sin demasiada resistencia, ante la cerrada puerta de la azotea. Al final ella pareció darse cuenta de lo que acababa de pasar y, aunque no era virgen, se echó a llorar. «Si me has hecho un hijo, me pierdes.» Paco la miró asombrado: «¡Qué cosas! ¡Qué tiene que ver un hijo...!». Ciertamente, para él un hijo era ajeno a aquello. Pero desde entonces prefiere las casadas.
Al fin una mirada devuelve la suya antes de desviarse temerosa, se fruncen unos labios, enrojecen ligeramente unas mejillas. La mujer, transportando una bolsa con comestibles, se mete en una tienda. Paco, recostado contra una acacia en la acera, la espera a la salida. Está buena; delgada pero firme. Y acuciada por la misma necesidad que él: Paco lo percibe siempre, como los caballos libres de la marisma lo olfatean en las yeguas. ¿Treinta y cinco años? No más. Cara Fatigada pero ávida. Ojeras. La mujer sale con otra bolsa más. No hay duda: ha mirado ante todo a ver si estaba el hombre. Primero sonríe, pero inmediatamente se detiene; vacila como para volver a entrar en la tienda. Eso es bueno, piensa Paco, y avanza con audacia: «¿Quiere que la ayude a llevar eso, señora?». Sus dientes prometen, sus ojos garantizan, su voz sosiega: «No desconfíe: soy amigo del señor Cortés». (Ha leído el apellido en el rótulo de la tienda. ¿Qué importa si ella sospecha que es mentira?) Con gestos suaves, como para tranquilizar a una jaca, retira de su mano la bolsa más pesada, acariciándole los dedos al mismo tiempo, sin que ella haga nada por impedirlo. La mujer tiene que echar a andar, so pena de llamar la atención. Paco camina a su altura.
De pronto, el paso vacilante de ella se vuelve otro. Decidido, con un objeto. Tuerce por la primera esquina, se detiene en la siguiente, señala un portal con un gesto de la cabeza, sin querer acercarse más, tiende la mano para recoger su paquete. «Muchas gracias. Yo vivo ahí.» Paco no suelta la bolsa, sonriente, responde: «A las mujeres como usted, las sirvo a domicilio». Sus ojos lo dicen todo. Los de la mujer se clavan en él, inquiriendo todavía, con una última y ansiosa incertidumbre. Al fin se entrega: «Segundo interior — dice — , espere un poco». Y le vuelve la espalda dirigiéndose al portal.
Un ratito después sube Paco las escaleras como un gato. No necesita llamar: la mujer abre. Ha tenido tiempo de soltar la bolsa, de quitarse la rebeca de lana que la abrigaba y, sobre todo, de arreglarse un poco el pelo. Pero todavía, por prudencia, tiene en la mano un portamonedas, como para remunerar un sencillo servicio de portes. Paco, muy suavemente, se lo quita de la mano y lo coloca sobre una mesita junto a la entrada. «Pero, ¿qué quiere usted?», necesita ella decir todavía, desde su último reducto, ya rendido. «Lo que tú», responde la voz ahora en celo de Paco, sofocada y ronca, cogiéndola por la cintura y acercándola a él. Ella aún se repucha. «No está muy corrida», piensa el mozo complacido, y la calma. «Quieta, bonita, quieta.» Con la misma inocencia que cuando se revolcaba en el chozo con un cabritillo. Los cuerpos se tocan, se reconocen de frente uno a otro; las bocas se sueldan y se exploran, las manos de la mujer se aferran a la cabeza de Paco, mientras las del hombre acarician la nuca, recorren la espalda, tranquilizan las nalgas, las separan y abren en un anticipo. «¡Niña, cómo estás!» Las respiraciones se aceleran; la mujer siente contra su vientre la seguridad de que no se ha equivocado, de que está en los brazos de un hombre. Se desprende y da la vuelta, marchando hacia la alcoba: avanza lentamente, porque las manos acarician ahora sus pechos y desabrochan el traje, la boca besa su cuello, el empuje viril acosa su grupa. Es como una tienta para Paco, que susurra «donde tú quieras; verás lo que es bueno».
«Quiero aquí», dice, mientras retira la colcha del lecho conyugal, con un énfasis en el que Paco adivina la violencia de la venganza. Quién sabe de qué, pero, por supuesto, del retrato masculino, que mira desde la mesilla con su corbata de torpe nudo. Una vez desnudos, Paco tiene a la vista un cuerpo nervioso y deseable, de atractiva madurez, y unos ojos ardientes que no admiten espera. Paco, sin embargo, la acaricia, juega, crea la confianza, detecta el gusto en el susto. No quiere sorprenderlas, no monta sin lograr antes la doma, la participación en el juego. Sólo entonces cabalga, instintivo y consumado jinete.
La despedida no suele ser difícil, salvo las obligadas promesas de volver, previo teléfono o sistema de acuerdo. Ellas quedan contentas, al haber recibido más de lo que esperaban, y aún más de lo que dan, pues para él no se trata de respirar nueva vida un momento, sino de calmar la suya por unos días. Además, ¿por qué no? A veces volver es agradable, aunque no demasiado: No caer en la costumbre.
Esa misma noche, mientras anchamente duerme Paco en su catre del almacén un piso más arriba Jimena está despierta en la oscuridad su cuarto, como el día anterior. Su salida con Paco el domingo (la primera vez que han estado juntos casi cuatro horas) le ha dejado en la piel huellas de insolación, y en la mente una obsesionada memoria. Lo esperaba así cuando llegara a ser; lo sabía desde que en agosto vio por primera vez al hombre. Este hombre que le pareció alto y maduro, cuando luego resultó de su misma estatura y casi su edad,. Desde entonces se sintió acechada por los ojos bravíos, y se replegó deseando esa emoción tan ajena a lo de siempre: su casa, sus padres, su mundo. No puede haberla heredado de ese don Ramiro y esa mamá cariñosa, pero sumisa, aunque ambos sean ciertamente sus padres. Es como una pasión contagiada por ese hombre.
Ayer. tarde pasaron cosas ya definitivas. Paco le preguntó con sincero asombro, qué veía en él para dejarle acompañarla; ella se limitó u sonreír: ¿cómo explicarlo? Luego la puso en guardia contra él mismo, muy serio, y paternalmente: «No te convengo, chiquilla. ¿A dónde vas conmigo? No tengo nada». Jimena volvió a sonreír: «Será que soy tonta». Así fueron, comprende ahora, la declaración y su entrega. Ya no es ninguna broma de chiquillos; sino juego sagrado de mujer y hombre. Su hombre: sólo de pensar esas palabras, le tiembla el cuerpo en la cama y se le sofoca la cara.
Es verdad. Ese hombre huele a peligro, arrebata. Es un bandolero, un salteador de caminos. Tere cuenta de él vagas cosas referidas por Mateo, asombrado por el temple del mozo al tratar con los duros del mercado, los buscavidas, los gitanos, los quinquis, los que ofrecen cosas robadas. No es mercader, no chalanea: es un pirata, se Impone. Leopardo acechando en el árbol, cayendo como el rayo. Es el milano y ella la paloma, feliz en sus garras. ¿Feliz? No es eso; es un incendio, una vida a la máxima potencia.
Y esta tarde ha podido ver lo que es Paco. Estaban ambos en la cola del cine, con una docena de personas entre ellos y la taquilla. Un aprovechado intentó colarse delante de una mujer, cuya débil protesta desdeñó el aprovechado, encogiéndose de hombros. El resto de la gente callaba. Paco salió de la cola sin prisa, pero lleno de violencia contenida. Jimena contuvo temerosa el aliento y abrió los ojos desmesuradamente. El hombre era más alto que Paco, pero éste, sin palabras, le cogió por el cuello del abrigo y lo sacó de la cola con un zarandeo que lo dejó vacilando. El otro se volvió contra Paco y le miró. Inmediatamente se encogió ante su atacante, que esperaba tenso, como un resorte comprimido. El hombre balbuceó un «Usté no se meta en esto», al que Paco no contestó. El otro hizo un gesto que quiso ser despreciativo y se marchó. Paco volvió tranquilo junto a Jimena, y el tiempo echó a andar de nuevo.
Ahora, en la cama, la misma oleada de orgullo y de triunfo recorre el cuerpo de la mujer. Intuye que puede sufrir mucho con ese hombre; pero sabe que va a vivir. Y en la oscuridad ya goza, anticipadamente, esa gran pleamar de su sangre.