PAPELES DE MIGUEL

Despertar en París

Hasta el 30 de junio de 1976

Maigret había tratado ya de convencer a algunos de que quienes dejan degradarse poco a poco sus vidas (especialmente si muestran morboso placer en enfangarse cada vez más) son casi siempre seres idealistas. Pero no lo conseguía. El juez Coméliau, por ejemplo, le respondería:

«-Diga usted más bien que han sido unos viciosos toda su vida.»

Maigret tiene razón, en esa novela de Simenon, Maigret et le corps sans tête, leída anoche en el tren. ¡Profundas verdades a la venta en los quioscos de las estaciones! Como las contenidas en la historia conmovedora del ladrón solitario, entre Olga y su madre, Le voleur paresseux. ¡Cómo he pensado en Luis y Ágata! También en mí, ¿cómo no?, evocando mi último episodio, ya tan remoto. Al borde de la catástrofe, si no me hubieses Tú ayudado. Hombre: animal que tropieza mil veces en la misma máscara.

Pero todo ya remotísimo, desde este Hotel du Quai Voltaire, número 19. Abajo una placa: alojó a Wagner y a Sibelius. ¡Vals triste de mi juventud, tercamente repetido por los altavoces de Recoletos en la Feria del Libro de 19344, entre la Invitación al Vals y las Czardas de Monti! También se hospedaron aquí otros dos más entrañables: Oscar Wilde, que se atrevió a ser honrado en una sociedad hipócrita, y el inmenso Baudelaire, en quien quizás pensaba Simenon al escribir el párrafo copiado.

En la misma máscara. Creí que Isolina eras Tú; ¡sufro tanto de tu ausencia! Quise acelerar nuestro reencuentro —¡como si la purificación fuese cosa de días! — y me aplicaste el fuego. Compréndelo: necesidad todavía de un cuerpo. ¡Que sobreviva el deseo al derrumbe de nuestra fisiología! Crueldad inconsciente de la vida. No; error nuestro. Peregrino perdido en tormenta de arena. La rosa de los vientos como una ruleta: Norte confundido. ¡Qué violencia el remolino, qué ardoroso el simún! Ardí, pero en la hoguera negra. Como sabe Maigret.

Lo rumio por costumbre, pero pasó. Ya pertenece a otra vida. Mis viejas neuronas. O no graban, o vuelven sobre lo mismo; disco rayado. Grabaron, grabaron; aquella idea de culpabilidad. Isolina confiaba en mí, esperaba salvarse conmigo. Otro error. Simplemente intrigada. La salvación no se recibe gratis. Exige esfuerzo y paciencia perseverante; yo quise acelerar. En fin, otra vida. Como mis cuatro novelas. Desde ahora no escribiré cuadernos de campo sobre mi excavación introspectiva, sino un Diario de Navegación. Por el mar desconocido, pero la otra orilla decretada ya. He cortado todas las amarras, levado todas las anclas, izado todas las velas, dócil sólo al soplo de tu amor. ¡Largos meses sacando basura del pozo para perderme unas semanas en la confusión del agua todavía turbia! ¡Noche del sentido! Ya pasó: en el fondo, bajo la transparencia, mi luna. Absoluta, como el sol de Rumí.

Fue penoso anunciarle a Alberto, en su hotelito de Pozuelo, que no volveré a la Facultad en octubre. Trató de convencerme, pero sigo mi destino. ¡El destino! Si no fuese auténtica esa noticia en el International Herald Tribune resultaría inverosímil. Ya es extraño que un músico, George Zukerman, sienta la vocación de ser solista de fagot: sorprendente concierto suyo anteayer. Naturalmente, su problema es encontrar repertorio, a pesar de pedir obras a cuantos puede, pues desde el barroco apenas se escribe para fagot. Y ahora lo asombroso: hace tres años dio un concierto en Vilna y a la salida un desconocido le regaló una obra, perdida ya la esperanza de oírla alguna vez en su propio país. La firma, Balis Dvarionas, no decía nada a Zukerman, que tardó dos años en reconocer la obra como una gran creación y seis meses más en estrenarla, con auténtico éxito. Escribió inmediatamente al autor para anunciarle el triunfo, y recibió una respuesta de la familia comunicándole la muerte de Dvarionas, poco tiempo antes.

Así la vida quita y da las cosas. Alberto se resignó y pasamos el día tranquilamente. Largué entonces mis últimas amarras. Libre al fin, en alta mar. El calor anticipaba ya el pleno verano. Me arrojé a su piscina. Un velo de nubes celaba el sol; se le podía mirar nadando de espaldas. Se percibía como una precisa y redonda claridad ese sol que, sin nubes, me hubiera cegado. Pero resultaba visible precisamente porque estaba oculto. Así el Absoluto de mis maestros.

Hoy sí que es pleno verano. ¿Preludio de tormenta? París vacío como en aquel agosto de 1914 narrado en Los Thibault. Tú me regalaste esa novela y porque vives siempre en mi memoria la recuerdo. ¿Cómo no recordarte si esta fecha 30 es mi Viernes Santo, mi crucifixión? A Ti estoy escribiendo, aunque nunca te llegará este Diario de a bordo. Fue a esta hora exactamente; cuando se cumplían cuatro años, un mes y ocho horas desde tu advenimiento en el ascensor. Entre cada treinta de mayo y cada treinta de junio ha cuajado así mi Cuaresma anual; entre tu aparición y tu adiós. Este año, además, purificación del Carnaval del Deseo, máscara final de mi vida.

Aun en este aire de bochorno mi corazón helándose al recuerdo. Tu voz en el teléfono apuñalando mi congoja: «No puedo más, amor mío. No ser del todo me duele demasiado.» Volvías a Londres, pero con Eduardo, ¡cuando yo había esperado que retornaríamos al Embankment, como aquella tarde! Él iba a su congreso de Informática Financiera o lo que fuera... Yo sobraba.

Nunca lo sabrás pero, tras mis lágrimas al colgar el teléfono, mi desesperación me llevó a Barajas y tomé el primer avión a Barcelona. Di vueltas y vueltas por las salas de espera, ante las ventanillas, en la cola de pasaportes del aeropuerto. Inmensos vacíos llenos de gente, confiando en verte contra toda esperanza. ¿Qué hubiese hecho, para qué? Pero yo no razonaba; mientras siguiera en el Prat el final no era definitivo. Tomé el último avión de vuelta. Casi vacío, irreal, ataúd volante. Llegué a mi casa al alba. El portal: entrada de una tumba. Mi cuerpo se sublevó: allí mismo, en el alcorque de una acacia en flor, devolví de golpe todo lo que no había cenado.

¿Hice aquel viaje sabiendo, en el fondo, que no te encontraría? ¿Para remachar acaso mi soledad? Sólo sé que me vi fuera, en el quicio de tu puerta cerrada; pero todavía, en una isla lejana, aunque a menos de una hora de vuelo de Ti, a sólo nueve cifras de teléfono. Ningún momento tuyo atracaba ya en mis riberas, como esos bateaux-mouches que pasan ahora de largo por el Sena, llevando a turistas y enamorados. ¿Comprendes cuán fácil ha sido engañarme por última vez, tomar a Isolina por tu mensajera, casi por tu sombra? Poseerla, poseerte; ser poseído por Ti. Culminación en hombre del niño que vocifera dentro del gigantón de fiesta mayor. ¡Soy grande, soy fuerte, debéis quererme! ¡No paséis de largo!

Ya no volverá a ocurrir. He madurado en el molino triturante; soy uva dando su zumo bajo tus pies; he roto con las trampas de la confusión. Lo noto en mi permeabilidad para mis maestros. Fue una suerte aquella breve charla con Cristina —¡ella sí fue tu mensajera!— sin la que no me hubiese enterado de este cursillo sobre temas islámicos en la Escuela de Altos Estudios. Parece hecho para mí. Me pierdo el detalle filológico, claro, pero unas cuantas sesiones reveladoras. ¡Qué nuevo Rumí, el filósofo, visto por Gibson, el discípulo de Arberry! ¡Qué descubrimientos sobre el «amor courtois» en Ibn Da'ud y sus sucesores, mostrando que el assag es de todas las culturas, cimentación del hombre! Y hasta del cursillo elemental de persa se me queda algo, pues el alfabeto no ha sido problema (tengo que perfeccionarme para leer a mis maestros). Pero gracias, sobre todo, a Mahmud: un hallazgo humano en este cursillo. ¿Te lo debo a Ti también, otro Jádir que me envías, esta vez verdadero? Por supuesto, todo te lo debo a Ti. Te doy las gracias en persa, con ese modismo de cortesía en que uno se declara esclavo —bandé— de la persona a quien habla: Bandé tashakkor mikonam: «Tu esclavo te lo agradece».

Filosofía de Rumí: rechazar todas las categorías analíticas para comprender el vivir humano, sólo interpretable mediante símbolos y analogías. Dos objetos no pueden coexistir a la vez en el espacio, pero dos voluntades sí. ¡Cómo se rasgarían las vestiduras quienes reducen la antropología y las ciencias sociales a modelitos y análisis de sistemas! Rumí sabía más hace ya siete siglos. Ya era evolucionista: mejor aún que Darwin. En su escala mística, la evolución es viaje hacia Dios, retorno ascendente al origen. Los minerales devienen plantas, que se tornan animales, que se elevan a hombre, ángel, hasta Él. La variedad de seres no compone una jerarquía estática, sino una escala en movimiento. Ni siquiera Plotino alcanzó esa idea; si acaso el élan vital bergsoniano, esa voluntad de vivir tan intensa y fuerte como para crear los medios. Ahora soy pura voluntad de llegar a Ti, Nerissa; luego buscaré el modo. Me repito estos versos del Mathnawis:

«Me extinguí como piedra para tornarme planta; perecí vegetal para renacer animal.

»Si muriendo como animal resurgí hombre, ¿cómo temer ningún descenso en mi próxima muerte?

»Con ella me crecerán alas de luz» (III, 1-3).

En Luis la idea de reencarnarse le permitía seguir viviendo; en mí garantiza mi fe, mi esperanza, mi amor. No habrá Novela V, pero si la hubiera, la ciudad renacida sobre las cuatro sepultadas repetiría el mismo plano rectangular de la novela I: la cama renacentista, el ámbito cerrado con damascos para la alquimia de transmutarnos en uno solo.

Por si no bastaran las conferencias, disolviendo mi última máscara, están nuestros largos paseos. ¡Qué bien comprende Mahmud mi desvarío reciente! Pues vive el deseo viril y también el amor udhrita; el de Leyla y Majnun; el del secreto y la muerte. El hadith invocado por Ibn Da'ud: «Quien ama castamente y oculta su amor y de ese secreto muere, ése muere mártir». Amor aún más alto que el de assag y joi, aquel de Jaufré Rudel por Odierna, la condesa de Trípoli. Frente a esa vida, la que desde hace tres años busco contigo, ¿qué significa error y máscara, culpabilidad y deseo, fatiga y dudas? Se desprenden los últimos jirones: me siento vacío. Fuera lastre y provisiones, anclas y ataduras. Para el nuevo viaje, sólo el viento de tu amor hacia tu amor sopla en mis velas. Mi arboladura, brazos tendidos. El filo de mi proa surca las aguas sólo hacia tu orilla; la de morir en Ti. Proclama Rumí: «Bajo la visible evolución de las formas es la fuerza del amor lo que impulsa todo progreso». «De no ser por el amor, ¿cómo hubiese llegado a existir nada?» El Soplo que crea y recrea el mundo a cada instante. Mi élan vital, mi seguridad de hallarte. De mi secreto muero; por él llegaré a Ti.

Mártires. Mahmud planteó el tema del martirio de Hallaj en el coloquio y, por suerte, Fréchet lo conoce bien. Al saber que algunos nos interesábamos, decidió introducir en el programa algunas lecturas del Diwan, en la edición de su maestro Massignon. ¡Cuán grande Hallaj en sus imprecaciones! ¡Cómo exige el amor, más que lo entrega! Absorber es su manera de entregarse. ¡Qué audacia sagrada, sellada con la sangre! Muerte, Avenida sagrada, pórtico de catedral, iwan de mezquita, entrada salvadora. Misterio, sí, afortunadamente. Pues la inteligibilidad es la triste hija del miedo: acabo de leerlo en La Caverne, ese intento de otra antropología por un heterodoxo —sal fin, en esta cultura sin verdaderos herejes!—, para quien la causalidad no explica nada, sino que se limita a registrar observaciones. Un autor marginado, claro. Manuel de Diéguez, nombre español desconocido para mí, escribiendo en su retiro de Normandía.

Un hallazgo. Muchos hallazgos estos días. Los acumulo, pues siento que se acaban. Todos fugaces; si acaso retenidos como símbolos, como mensaje a mi estado de ánimo. Isolina fue dejar atrás mi interior; este París, velo de colorines sobre el denso cursillo, es dejar atrás mi exterior: lo bebo por eso con avidez. Todo. Exposiciones, por ejemplo. Dos muy dispares y sin embargo juntas porque se reparten el Petit Palais. Dos hombres sorprendentes, Farinelli y Meyrink; frivolidad y misterio, placer y muerte, luces y arcano.

La primera, un poco oportunista, con esa gracia francesa para sacar leche de una alcuza. Mezcla de Venecia, la España borbónica y el personaje, para llenar las salas. Venecia en los cuadritos de costumbres de Pietro Longhi, en los retratos de su hijo Alessandro, en los paisajes urbanos de Canaletto o los Guardi. Incluso uno hacia 1900, por Pietro Fragiacomo, una Piazza San Marco transida de nostalgia, mojada tras la lluvia, un jirón del sol otoñal sobre los esplendores bizantinos, las mesas borrosas del Café Florian. Pero domina la Venecia dieciochesca, genial de vida ambigua: piedras descansando sobre agua; fulgente joya engastada en fango (que la va devorando). La putta onorata de Goldoni. El reino de las máscaras, de la transfiguración bajo el oscuro tabarro y la batuta, el blanco antifaz con capuchón de seda negro.

Todo eso mezclado con Mengs y recuerdos españoles. Y, sobre todo, el personaje. Que ni era Farinelli, sino Broschi, ni veneciano, sino del sur, de Andria: irónico topónimo para el más famoso castrato de su tiempo. Pero ¡qué garganta, a cambio de la virilidad! ¡Qué locuras encendía! El catálogo es muy descriptivo. Ni las histéricas fans de los cantantes actuales dan idea de su apoteosis. Il ragazzo, por antonomasia; no había otro. Las mujeres le adoraban tanto como los hombres. En Londres un sagaz empresario le enfrentó con su rival Senesino en la ópera Artajerjes y la orquesta fascinada dejó de tocar cuando Farinelli inició su aria mientras Senesino, olvidando su papel principal de Gran Rey, abrazó llorando a su encadenado prisionero. Una dama del público gritó fuera de sí: «¡Sólo hay un Dios y sólo un Farinelli!». Después triunfó en España donde nueve años, noche tras noche, sosegó la morbosa melancolía de Felipe V repitiendo las mismas cuatro canciones en un ritual para íntimos. Fernando VI le nombró luego comendador de Calatrava y Farinelli regentó el teatro de la reina Bárbara de Braganza, para el cual inventó un aparato simulador de la lluvia. Al austero cazador Carlos III no le fue grato y Farinelli salió de España. Murió en Bolonia, rico y agasajado todavía, a los setenta y siete años.

Cruzar el vestíbulo del Petit Palais, con sus ujieres y su guardarropa, era salvar un abismo. ¡Qué hombre tan diferente al otro lado, qué muerte tan distinta! ¿Conocería Gustavo, ayudante del agregado militar a nuestra embajada en Viena, a su tocayo Meyrink? No es imposible que algún día se cruzasen por la calle, porque Meyrink vivió hasta 1932. Pero Meyrink no le hubiera estimado; odiaba a los militares. Aborrecía toda la prosopopeya del Imperio. Era un hereje como los pintores que ama Luis: el bizantino Klimt, el bárbaro Schiele; por eso su casa fue una vez apedreada. Pero Meyrink resistió a todo, se refugió en la mágica Praga de los alquimistas, se curó la tuberculosis con baños fríos y ayuno, salvó de igual modo a su segunda mujer (que alcanzó los noventa y tres años), continuó testarudamente su vida adelante, entre esoterismos —Alex me los recordaba— y su esfuerzo literario. Pero sin huir de la muerte; más bien preparándole una bienvenida digna de ella. A los sesenta y cuatro años, un cuatro de diciembre, se despidió sereno de los suyos, se retiró a su alcoba y se sentó, con el torso desnudo, frente a la ventana. Desde otra situada en ángulo su familia pudo verle tranquilo, a lo largo de la noche. Al aparecer el sol, tal como él mismo lo había anunciado, murió en paz. En esa exposición unas cuantas huellas de ese personaje misterioso, cuyo nieto acabó profesando en un monasterio asiático, con el nombre de Saddhaloka. Convencido de la reencarnación, recreador literario de El Golem, no me extraña que fuese autor predilecto de Luis en la Novela III. En su Ex-Libris, una mujer con una maza-espada emerge de la boca de un pez vertical, bajo el signo del Ying y el Yang.

Las exposiciones, las tiendas de antigüedades, las callejas de la orilla izquierda, el cine retrospectivo o el más moderno, giran en loco tiovivo en torno al pozo inmóvil de la mística islámica de nuestro cursillo y de las charlas con Mahmud. Madrugar mucho, deambular por las calles, entrar en los pequeños bares donde el olor a serrín de la limpieza se mezcla con el de los croissants recién hechos. Tanta agitación exterior contribuye a mi dilución interior. Me saturo de todo lo que intelectualmente ofrece una gran ciudad. ¿Me atolondro? Libélula, vuelo vertiginosamente sobre la densidad del estanque, entre las nieblas de la mañana, ebrio de haber soltado el peso de la piel muerta, obsesionado por disfrutar las horas que aún faltan antes de enterrarme en otra metamorfosis. A veces me siento aturdido. Mejor; necesitaba toda esta percepción múltiple y varia, después de los obsesionados días en mi falso viaje a Balj.

Pues cuando Balj se desvaneció aquella tarde como espejismo, cuando ya había dejado de estar en el error, la rutina adquirida por mi cuerpo durante las semanas de intoxicación me provocaba todavía pensamientos y hasta sueños. Mi alma seguía retenida cuando ya mi espíritu se había liberado. Aunque sonriendo, a veces me preguntaba si acaso estuve endemoniado, poseso; el extraño Samuel — ¿Daniel? — se prestaba a creerlo. Extraño hasta en su desaparición: cuando traté de verle dos días después — cuando me atreví a salir de casa y encontrarme con alguien — su taller estaba cerrado. La portera le había oído salir de noche, cargar cosas en un coche que vino a buscarle. Solía desaparecer así y de pronto reaparecía. ¿Reventó el globo multicolor, el velo engañador de Maya? ¿Se rompió la linterna de Omar Jayam con todas las sombras que somos a su alrededor? Tuve horas de fantasías enfermizas.

Pero ya no, y esta dispersión de aquí — sin alejarme de mi centro espiritual, como la cabra que pasta atada a una estaca — me ayuda a la liberación. Éstos son recuerdos pasando como nubes sobre una llanura. Algunas sombrías, pero sin dejar huella sobre la estepa sin fin. Tan vacío y libre me siento que ya no es cuestión de mis aposentos, porque no hay paredes, ni corredores, ni escaleras. Habito un altiplano donde nomadeo en libertad, bajo el cielo que es mi único manto. Aún no estoy ante el blanco muro absoluto, pero no veo tampoco nada frente a mí, ni siquiera yo mismo en el espejo interior. «La mejor manera de alabarle a Él es no alabarle — proclama Rumí — porque hacerlo es afirmarse y afirmarse ante Él es perderle.» Eso: mirarse en el espejo y no ver nada.

Ya mis sueños son únicamente tuyos, Nerissa. Pues ¿qué es vaciarme sino sentirme habitado por Ti? Mis sueños, como el de anoche. Larguísima playa solitaria; nubes bajas y oscuras. Junquillos de las dunas sacudidos por el viento. Mar tempestuosa y sombría, olas fragorosas restallando como látigos sobre la arena. Alta, esbelta figura; su túnica modelada por las ráfagas en pliegues barrocos, a veces largos lienzos ondeando como banderas de socorro. Me voy acercando a ella. La figura se lleva la mano a un pie y se desploma como una gaviota dulcísima. Corro hacia ella, hundiéndome pesadamente en la arena, enredándome en los montones de algas depositados por el mar, algunas moviéndose vivas como tentáculos de pulpo. Al fin llego a la arena limpia donde yace. Bajo los velos, tu cara y tu cuerpo, Nerissa. Tus ojos acongojados mirándome; ojos de haberme esperado mucho tiempo, de no poder casi seguir esperando más. Miro alrededor: nadie, soledad de la playa y el mar. Pero un mar de pronto en calma. Habremos de volver por donde yo he venido. Guardo el vago recuerdo de un pueblo de pescadores. Te cojo en mis brazos: no solamente no pesas, sino que al revés, me levantas como un impulso, me haces flotar como un salvavidas sobre las enredadas algas. Y de pronto se ha invertido la situación: tú me llevas en brazos y yo reclino mi cuello sobre tu hombro, como allí en el Embankment, aquella tarde. Pienso repetidas veces «amor, amor, amor, amor». Tu rostro se inclina hacia mí y pronuncia estas palabras (las recuerdo perfectamente al despertar y las anoto en el acto): «¿Aún no sabes quién lloraba en el palacio de la Archiduquesa?». Tu sonrisa es dulcísima, y aplaca el mar y el viento, multiplica la luz, me apacigua. Me estás llevando hacia el mar, entramos en él, descendemos y descendemos. El agua dispersa los rayos solares en fantásticas ondulaciones; me disuelvo en un océano de luminosa paz.

Ese palacio de la Archiduquesa sólo puede ser aquel que yo inventé, en una provinciana ciudad carpática, para un cuento escrito en los tiempos de la Novela I. No llegué a publicarlo y se ha perdido entre otros papeles. Un viajero llegaba a la ciudad y por avería de su carruaje había de permanecer en ella unos días. Recorriéndola, llegaba ante un gran palacio barroco: el de la Archiduquesa. Sobrina lejana de Su Majestad Imperial, había sido desterrada de la corte a sus remotos dominios para impedir una boda desaprobada por el Emperador. El viajero ve abrirse el gran portalón y se queda asombrado ante la belleza de la dama que sale a pasear en coche. Pero más le asombra aún escuchar el llanto de un niño. Se acerca al portalón; no es allí, no se ve a ninguna criatura llorando. Sigue en dirección del llanto, da la vuelta a los muros del palacio, llega a la parte trasera, se acerca a lo que fue puertecita de servicio y que se encuentra tapiada, sin duda desde hace mucho tiempo. Allí es donde se oye con toda intensidad el llanto, como si llegara desde un pozo o un subterráneo. Llanto sin violencia, gemir ya resignado en su desesperación. Más de una hora está el viajero allí; continúa el llanto. Al fin se aleja el hombre, pero ya no puede olvidar.

No recuerdo otras peripecias del cuento, cómo llega a ser recibido por la Archiduquesa para investigar el hecho, cómo al fin no aparece el niño y, en cambio, descubre otras cosas sobre la extraña vida de la dama. Sólo recuerdo el final: antes de partir en su coche ya recompuesto, el viajero se acerca a la puertecita una vez más y sigue oyendo el llanto infantil en el subterráneo. El enigma no se resuelve. ¿Por qué ahora, en mi sueño, me has dicho que he debido ya descubrir el misterio?

No lo sé, pero, de todos modos, claramente estoy contigo. Y la luna: saliendo del metro en el boulevard aparece redonda y brillante en lo alto. No es una enorme roca muerta rodando por el espacio, sino el Amigo tan fiel al Amado que llega a hacerse luz de Él. Por eso derrama emoción en cuantos la miramos, guía nuestros pasos, despierta a los insectos nocturnos, a las aves de las sombras, al ímpetu de la marea. Rodar muerto y vacío es la vía para arder al fin.

No doy abasto a tantas incitaciones. Traspasado estoy dentro y fuera. Sobre todo, traspasado por Ti. Y no digo que sólo contigo porque también peregrino hacia Miguelito: mis paseos solitarios me llevan a los sitios en que estuve con él, a la esquina del Jardín de Luxemburgo, a los corredores del Conservatorio, a la puerta de su hotel barato, el Hotel Nantais, hacia Santa Genoveva. Es otra garantía de mi nuevo equilibrio, mi nueva solidez. Nosotros tres: Tú, la diosa madre; yo, el hijo; Miguelito, el arcángel.

Me he atrevido incluso a volver al restaurante de aquella noche, Le Vieux Gaulois. He encontrado un sitio no muy lejos de donde estuvimos. El mismo bullicio, el mismo humo, la misma música de tocadiscos al otro lado de la mampara. Los comensales bien podrían ser los mismos jóvenes de entonces. No había un contrabajo en la esquina, pero sí el estuche de un violín. La camarera la misma: me asombré de que no me reconociera y luego me asombré de haberme asombrado. Me expliqué la falta del contrabajo con toda naturalidad: seguramente era demasiado temprano para que Robert viniese a cenar. Casi llegué a oír las palabras de Chantal, las que desencadenaron la Novela I: Pas mal, ton vieux. Y, por supuesto, vi su cara; la percibí perfectamente. No era nada difícil: el local estaba lleno de Chantals e Isolinas. Es lo mismo: me asombro de haber creído que fuese tu mensajera.

No me afectó el recuerdo; no vibró ni una fibra de mi cuerpo. En cambio, ¡qué emoción interior la indudable compañía de Miguelito! ¡Qué seguridad de tu presencia! ¿Sabes? Se fueron apagando los ruidos, las voces; se disipó el humo; se intensificaron las luces hasta resultar casi incandescentes. Dejé de notar el asiento; floté. Y tan a mi lado estabas Tú que resolvía el enigma de mi cuento, oculto durante tantos años. El niño no lloraba en el subterráneo del palacio, sino en lo hondo del corazón del viajero. El niño era el mismo viajero niño, llorando de soledad en su interior; una soledad de la que el mundo le había distraído hasta llegar a aquella ciudad. Una soledad no percibida hasta no haber visto el rostro de la Archiduquesa, su belleza devastada por haber sido privada de su amor. Aquella belleza inutilizada por el capricho imperial había hecho saltar masas de roca en el corazón del viajero, y éste había llegado a oír el niño en su interior, el niño desvalido, oculto bajo el cartón y las telas del gigantón de feria, que le disfrazaban de hombre.

El niño que Tú recoges en mi sueño, tomas en brazos, llevas contigo hacia la caverna receptiva del mar. El niño libre en Ti.

Cerca de aquí vivió Lulio, que escribió: «Amor es aquello que esclaviza a los libres y libera a los esclavos». Ya soy tu esclavo libre.