OCTUBRE, OCTUBRE

La enana feliz

Martes, 10 de abril de 1962

QUARTEL DE PALACIO

Tableteante moscardón en lo alto. Para el helicóptero la llamada Glorieta de Carlos V, antes de Atocha, aparece como un rectángulo orientado del Norte al Sur, donde las calles arrancan cuesta abajo hacia el Manzanares. El sol de la media tarde hace brillar el enorme techo metálico de la estación del Mediodía, de cuyo caparazón sale un trenecito de juguete soltando nubecillas de humo.

En la cáscara del moscardón el sargento sentado junto al piloto insiste en su micrófono: «Plus Ultra llamando a Miraflores, Plus Ultra llamando a Miraflores. Cambio.» En los auriculares una voz rayada por los ruidos. «Adelante, Plus Ultra.» «Casi nadie por el Paseo del Prado, pero cada vez vienen más grupos de los barrios bajos. Cambio.» «Entendido, Plus Ultra. Vete a ver cómo anda la cosa por General Ricardos. Cambio.» «A la orden, Miraflores. Terminado.» Pero en los auriculares sigue oyendo instrucciones a los grupos de tierra: «Esperar a que penetren en la plaza, identificar a los cabecillas y detenerlos, preferir a los de barbas que son estudiantes, unos señoritos...». Plus Ultra pierde el contacto cuando sobrevuela el escuálido río, cuya cinta refleja el sol al ensancharse en el embalse de Praga. Hay también chispas de luz en los techos acristalados de la fábrica de cerveza.

Abajo, el aire de la Glorieta está electrizado; el olor de las acacias abrileñas ondula en un campo de fuerzas. Por Santa María de la Cabeza y los paseos de las Delicias y de Primo de Rivera suben parejas o grupitos de andar descuidado y mirada muy alerta; con ellos se cruzan gentes apresuradas o temerosas. Los grupitos cambian sonrisas de complicidad. De vez en cuando circulan por la calzada coches para todo terreno de la Policía Armada. Hay otros aparcados en diversas esquinas de la Glorieta, y también autobuses grises. Junto al antiguo Hotel Nacional está situado un enorme vehículo, como un tanque, con su torreta giratoria de la que sale un tubo amenazador.

Los grupitos van desembocando en la plaza como primeras burbujas de vapor en una caldera. Allí tropiezan con la tapadera de los grises. «Circulen, venga, circulen.» «No se detengan.» Los grupitos siguen andando a lo largo de la fachada, bajo la mirada hosca de los guardias, y sonríen satisfechos ante la debilidad de la barrera gris. Dan la vuelta a la primera esquina que encuentran, rodean la manzana y vuelven a la plaza. A lo lejos, cerrando el paseo del Prado, vislumbran otra barrera gris. Cruzan la Glorieta rápidamente algunos turismos y, de tarde en tarde, un autobús municipal; pero sólo se oyen los silbatos de los guardias urbanos sobre el fondo de un extraño silencio. ¿Es que los automóviles han dejado de hacer ruido? No: ese silencio de la gran plaza está ya dentro de los oídos en tensión.

Aumentan las burbujas en el agua de la caldera. Predominan los obreros jóvenes, pero también hay viejos que se sienten así rejuvenecidos y estudiantes de la Universidad o de las Escuelas Especiales. Se ven muchachas alegres y resueltas —todas llevan pantalón y zapatos bajos— que mueven la cabeza para echar atrás los cabellos, como potrillos sacudiendo su crin. Lina, con la mirada brillante, camina junto a Guillermo. «Mira; Antolín», exclama éste de pronto, señalando a un muchacho con un casco de motorista colgando de la cintura. «Ése sí que es un tío; ya verás.» Ellos, a su vez, son observados por Luis, inmóvil ante un quiosco de periódicos cuyo propietario sigue con inquietud los acontecimientos.

Junto a la monumental fuente de la Glorieta se pasea un capitán mirando a todas partes. Cerca, un sargento habla por radio. De repente, por las aceras al sur estallan rítmicas palmadas que alertan a los grises. La caldera ha entrado en ebullición. Al compás de las palmas salta un grito de esquina a esquina: «Libertad, libertad!». «¡Li-ber-tad, li-ber-tad!». Los grupos se han condensado en una masa que llena las aceras. ¿Han brotado repentinamente de la tierra esas mil o mil quinientas personas? Allí están, lanzando su grito rítmico, frente a la fila de grises con sus caras sombrías bajo los cascos de uniforme.

El corresponsal extranjero apostado en la bajada a la estación empieza a concebir su artículo, para hablar de la manifestación typical Spanish, prohibida por la dictadura: «Nadie imagine una columna de gente avanzando por las calles con sus banderas y pan-cartas...». Justo en ese instante surge una bandera roja junto a la esquina de Méndez Álvaro y flamea en la brisa primaveral. Chillan silbatos y arrecian los gritos y las palmas. Un pelotón de guardias corre hacia la bandera y deja un hueco por el que una cuña de gente invade la Glorieta. Hacia ella acuden guardias que han bajado de los autobuses; al mismo tiempo que otros grupos presionan por la cuesta de Claudio Moyano y el paseo de la Infanta Isabel. El gran reloj de la estación contempla la escena con su ojo atónito.

La cuña penetrante se ensancha y alcanza la fuente central de la Glorieta pero ha perdido densidad. Un megáfono chilla órdenes. La tapadera gris, reforzada, logra cerrar el boquete y entonces la segunda barrera, que cierra por el paseo del Prado el acceso al carcelario edificio de los Sindicatos del Gobierno, carga sobre los manifestantes. La situación degenera en un caos de movimientos. Todo son carreras, gritos, porras alzadas que caen sobre una espalda o un cráneo, forcejeos, algún casco rodando por el suelo, ladrillos y piedras por el aire, grupos de tres o cuatro guardias apaleando a un caído o arrastrando a un detenido. Guillermo corre sin dejar de gritar y sin alejarse de Lina. Ambos contemplan, a lo lejos, el casco de Antolín que, como un jugador de rugby, burla constantemente a sus perseguidores. Un guardia se acerca a Guillermo por detrás para golpearle, pero un viejo obrero le pone la zancadilla y hace rodar al gris por el suelo: «Escapa», grita el hombre a los jóvenes, «no hagas el héroe; esto se ha rematao». Los tres se escurren hacia la entrada de la calle de Atocha, menos guarnecida.

Ciertamente, vista desde el helicóptero la plaza resulta cada vez más gris. Alguien ha caído en el estanque de la gran fuente. Por las alturas de Claudio Moyano aparecen grises a caballo, que algunos estudiantes y obreros intentan vanamente detener cortando la calle con bancos públicos. Antolín, rodeado, cae al suelo bajo las porras. En medio de la vorágine, una muchacha, sentada en el pretil de la fuente, se restaña la sangre de una rozadura en la sien. El clamor de «¡Libertad!» se oye menos; ahora predominan los gritos y los insultos. Por algunas ventanas asoman cabezas cautelosas. Los pocos manifestantes que habían logrado infiltrarse Prado arriba se ven acorralados y saltan las verjas del Jardín Botánico, entre cuyos árboles se pierden. En la plaza vacía hay bancos tumbados, bufandas, ladrillos, piedras, palos y un anorak oscuro. Un muchacho se retuerce de dolor en el suelo, con las manos en la entrepierna, contemplado burlonamente por varios grises. En la esquina de Delicias, donde sigue haciendo frente un grupo más tenaz, el diplodocus motorizado les riega con agua teñida de anilina, disparada a presión por el tubo de la torreta. A los estudiantes no les sorprende esta novedad, ensayada ya en los campos de la Universidad, pero la amenaza de identificación hace huir a todos paseo abajo.

Cerca de Legazpi los fugitivos se creen a salvo, pero allí les esperan nuevas patrullas apostadas previamente junto a los mataderos y el mercado. Piden los documentos de identidad y detienen a los de ropas teñidas por la anilina o a los que consideran sospechosos. Huyen a toda prisa de las calles incluso los transeúntes ajenos a la manifestación y los guardias empiezan a meterse en los portales y en los bares buscando nuevas presas. En El Capote, esquina a la calle del Molino, frente a la fábrica de Cervezas de La Cruz Blanca, está Paco junto al mostrador con Ignacio, hablando hace rato de sus asuntos. De pronto entran dos fugitivos, jadeantes y desconcertados.

Ignacio ve por los cristales a un gris que se aproxima y advierte a los recién llegados:

—Venid conmigo. Os sacaré al patio por la ventana del retrete y saldréis por el portal.

—¿A ti qué más te da? —pregunta Paco inútilmente a Ignacio, que ya ha desaparecido por el pasillo—. ¡Que no se hubieran metido en líos!

La puerta se abre de golpe y entra un gris. Gran silencio. Demasiado sospechoso para el guardia. Se dirige a Paco porque todas las demás miradas le esquivan, mientras que esos ojos en la cara cetrina se clavan en él.

—¡Tú! ¿Dónde estabas hace un rato?

—Aquí —responde Paco sin levantar la voz, pero con tal fiereza escondida que el guardia se inmuta y le deja en paz. Entonces, disgustado de sí mismo, busca otra víctima y la encuentra en un viejo con manchas de cal en el traje. Le interpela:

—Tú sí que andarías por ahí, ¿verdad?

—No señor.

—¡Cuentista! He visto correr ese traje manchado.

—Le digo a usted que no.

—¿Me estás llamando embustero, gallito?... ¡Toma, para que aprendas!

La manaza del guardia cae violenta sobre la mejilla del viejo, que se tambalea pero consigue sostenerse contra el mostrador. La mejilla golpeada enrojece. El hombre no dice nada mientras dos únicas lágrimas brotan de sus ojos.

Paco descubre, asombrado, que esos ojos son exactamente los de su abuelo. El mismo color, las mismas arruguillas en torno, la misma asimetría, por el izquierdo un poco más cerrado. No se lanza contra el guardia porque el propio descubrimiento le paraliza. La puerta se abre de golpe. Otro gris.

—¡Telesforo! ¡Corre, que vamos a Cuatro Caminos!

—Espera, que estoy domando a este gallo viejo. A ver si...

—¡Déjalo: es urgente! ¡Ya tenemos detenidos de sobra!

Salen los guardias. Todos siguen inmóviles, menos Paco que se precipita hasta la puerta. Los guardias corren a un autobús ya medio lleno, en cuyo costado se ve pintado en negro el número catorce y debajo dos palabras: «Cuarta compañía». «Telesforo. Cuarta compañía. Catorce.» tres datos grabándose en la memoria de Paco, que vuelve al interior. Sí, los mismos ojos del abuelo. Sólo que su viejo hubiera tirado de aquella faca para hundirla en un corazón gris. No importa, alguien lo hará por él, sonríe Paco. Es obligación de hombre. Y dará gusto hacerlo. Está harto de verlos chulear por Legazpi.

Sonríe y recuerda una historia de Doñana. Aquel señorito jerezano, de cacería unos días con sus amigos, le pegó una patada en el culo a un zagalillo que se equivocó al servirle. Ese mismo señorito, estando al día siguiente de puesto tirando a patos, recibió en la cabeza un cantazo lanzado con honda. El grueso sombrero redujo a una descalabradura la herida que hubiera sido mortal. Se atribuyó el hecho a un furtivo, de los que eran apaleados cuando les sorprendían en el coto, en aras de la ley y el orden, antes de entregarlos a la Guardia Civil.

También Baldomero, el sereno de la plaza de Oriente, está en El Capote pensando en otra cosa. También, como Paco, se desentendió de la manifestación y marchó en dirección opuesta para dar un paseíto tras el almuerzo. Se ha levantado a mediodía, ha comido bien, ha disfrutado de la tarde y se ha metido en la taberna a tomarse un vaso antes de echar para arriba, hacia su trabajo. Hubiera preferido unos culines de sidra en un chigre de verdad, con suelo de tierra, pero la vida nunca es perfecta. Por lo demás, Baldomero se siente feliz. La escena del gris golpeando al viejo ha resbalado sobre su dicha. No le ha infundido miedo; no le ha impedido ni siquiera inventar uno de esos versos que ahora brotan en su cabeza, para asombro de sí mismo: «Guadalupe, eres mi amor / y te doy mi corazón». Suena bonito.

En efecto, como ha adivinado ya la dueña de la casa donde duerme, ese hombre tímido y engañado, que hubo de dejar el pueblo por los devaneos de la mala hembra con la que se le ocurrió casarse, ha encontrado por fin el amor, y ahora vive envuelto en cariño. Una mujer le adora y le encuentra perfecto, en vez de aquella que le ofendía comparando sarcásticamente su anatomía viril con la de sus amantes. Ahora, poquísimas veces se dará un ejemplo más palmario de seres complementarios, hallando cada uno a su media naranja. Porque Guadalupe, a no ser por su encuentro con Baldomero, difícilmente hubiera podido nunca gozar de hombre.

La razón es tan cruel como sencilla: a pesar de sus treinta y dos años, su estatura no sobrepasa mucho un metro. Guadalupe es una enana; aunque enana hipofisaria, no acondroplásica. Es decir, una enana perfectamente proporcionada. Una miniatura de mujer, una muñeca viviente, de graciosa cara chatilla, pero una enana. Al principio no se advertía y los primeros recuerdos de Lupe fueron felices, envuelta en la alegría de sus padres, al fin con descendencia cuando ya no lo esperaban. Por eso mismo sufrió mucho más en su descenso cruel hacia la soledad. Primero fue la preocupación de los padres, las visitas a médicos, los ensayos de remedios vulgares, las novenas y promesas de la madre. Luego el disimulo y la fingida despreocupación, pero vistiéndola de niña casi hasta los veinte años, cuando ya su cara de mujer lo hizo imposible. Más tarde, la ocultación: sacarla a misa temprano, esquivar a las gentes. Al principio de esta última fase, Guadalupe se resistía al encierro, pero al cabo la vencieron las miradas de los transeúntes, los cuchicheos, las cabezas vueltas y, a veces, el eco de los comentarios: «¡Pobrecilla! ¡Pues es mona de cara!». Solamente los niños fueron siempre cariñosos al llamarla, sin mala intención, la «enanita».

Guadalupe se encerró en su concha. Se dedicó a leer, aunque el veto paterno acotara demasiado su curiosidad. Llegaron a estorbarle sus padres, con su cariño convencional fingiendo que «aquello» no tenía importancia. Le irritaban, sobre todo, las alusiones frecuentes de la madre a la «otra vida, donde recibimos el premio o el castigo». ¿La otra? ¿Por qué no ésta? Sin culparles, comprendiendo que eran así, sintió alivio cuando, en poco más de un año, murieron ambos. Entonces empezó a pasear por las noches hacia las dos, cuando la gente había salido ya de cines y teatros. Donata, la vieja criada, pretendía acompañarla, por miedo a los maleantes y sinvergüenzas. Quizá Donata era la única que veía la situación como mujer y acaso inconscientemente buscaba Guadalupe lo que temía la criada. En todo caso, también la vieja murió y Lupe pudo organizarse a su gusto, con el servicio de una asistenta y con las necesidades cubiertas por las rentas de unos valores. A la lectura y la radio se añadió la televisión. Y, sobre todo, las salidas nocturnas.

Le ocurrieron muchas cosas, pero en general no desagradables. Más de una vez, una pareja de guardias la tomó por una niña perdida o escapada y su confusión posterior la divirtió. En raras ocasiones sufrió bromas soeces pero aprendió a conocer de lejos a los noctámbulos y, curiosamente, esos percances reforzaban el valor de su libertad. Charlaba con todos los serenos de la zona y adquirió un amigo, al que encontró más de una vez: don Pablo. La primera noche que dieron una vuelta juntos la convidó en la chocolatería del pasaje de San Ginés, que no cerraba nunca. Se encontraron más veces, pero el buen señor envejecía y limitó sus salidas.

Pasó el tiempo y se acomodó a esa vida, sin esperar más, hasta su reciente y novelesco encuentro con un sereno nuevo. Baldomero lo recuerda ahora, sentado frente a su vaso en El Capote, tras el incidente del guardia. Llevaba pocas semanas sustituyendo a su tío Antón, enfermo ya de la dolencia que le llevó a la tumba, y había entrado en la plaza de Oriente. Acababan de dar las cuatro en el reloj de Santiago. Le gustaba el rincón del cabo Noval y la noche de febrero era una de esas que prematuramente anuncian la primavera, a pesar de la escarcha. Había un anticipado aroma vegetal en el aire, y un como intento de la tierra por despedir de sus entrañas un primer vaho cálido. Entonces vio algo que al principio le pareció ilusión: una niña en la plaza. Y notó algo más extraño aún: que jugaba tranquilamente con los salvajes gatos callejeros. Y algo casi imposible: tenía en sus brazos precisamente a la misteriosa gata negra, la que no comía, la que mandaba en todos y se escabullía siempre mágicamente.

Baldomero se acercó a la niña y, como solía ocurrir, se desconcertó al comprender su error. Pero en vez de disculparse, aquel hombre también estafado por la vida se identificó con ella y pasó a hablar sin dificultad de la gata, que les miraba desde el suelo.

—¿Cómo lo ha hecho usted, señorita? ¡Si ese animal es muy reacio! ¡No se deja coger nunca!

Guadalupe percibió el tono humano y se sintió llena de alegría, de ganas de correr.

—¿Que no? — ¡Ahora verá!

La gata se alejaba, Lupe quiso alcanzarla, se precipitó, pisó en falso en el bordillo de la acera y se le dobló el pie cruelmente. Le fue imposible levantarse y se sentó allí mismo. Baldomero acudió en el acto, preguntó, se afanó. Estaba tan apurado que la mujer se echó a reír.

—Ahora ya no me duele casi nada. Al caerme sí, como una puñalada, pero ahora no.

—¿Puede mover el pie?

La enana hizo girar su piececito en miniatura.

—Sí, pero me duele.

—¿Me deja tocar?

Había tal respeto y timidez en su voz que Lupe volvió a reír. Los dedos tantearon hábilmente.

—Cuidé ganado en mi tierra —explicó el hombre— y se rompían muchas patas, con perdón —su voz traicionaba su rubor, ¡qué delicia!—, pero el tobillo no está roto; solamente dislocado. Voy a buscar un taxi, señorita. Espere aquí.

—Vivo ahí mismo, en San Quintín. Ya llegaré.

El hombre vaciló. Pero tomó una decisión.

—Déjeme llevarla, entonces.

Y así fue como Guadalupe se sintió por primera vez acunada en los brazos de un hombre. El tobillo le daba dolorosos latidos, pero ella bendecía la caída. Aquellos brazos fuertes, aquella respiración oliendo a tabaco, aquel pecho viril, la embriagaban con la fuerza de un licor desconocido. Sin soltarla abrió el portal, entró, encendió y subió la escalera tras indicarle ella el segundo piso. Moviéndose dentro del nido humano en que se hallaba, Lupita buscó el llavín en su bolso y el hombre abrió. Guiado por ella encendió las luces, la llevó a la salita de estar y la dejó sentada en el viejo canapé isabelino, bajo el retrato de la abuela por un discípulo de Madrazo. Lupita llevaba su zapatito de niña en la mano. Estiró la pierna y vio que el tobillo empezaba a hincharse. Enfrente, el sereno se quitó la gorra, pidió otra vez permiso, se arrodilló y tomó el pie en sus manos, tanteando unos momentos. De improviso agarró fuerte el pie, mientras sujetaba arriba con la otra mano, dio un brusco tirón y soltó. Se oyó un chasquido. Lupita soltó un grito y se le saltaron las lágrimas. Iba a protestar, pero sintió que le dolía menos. Se lo dijo al hombre.

—Entonces acerté. Encajáronse las tabas. Perdóneme. Si la aviso le hubiera dolido más con el susto.

Lupita señaló el aparador y dijo al hombre cómo podía servirse una copa de coñac. Él aceptó y, ante la pregunta de ella, contestó:

—Me llamo Baldomero, para servirla... Ahora se le puede poner un alivio, si quiere. ¿Llamo a la criada? Hace falta vinagre.

—Estoy sola —y sonrió feliz.

Baldomero sintió un vuelco en su pecho. Siguiendo instrucciones fue a la cocina, vertió un poco de vinagre en una fuente con agua, volvió con ella y unas servilletas y se arrodilló otra vez, perplejo.

—Hay que sacar la media —explicó.

—Bueno —aceptó Lupita sin cambiar la sonrisa ni hacer un gesto. El corazón le latía más fuerte que a Baldomero. ¡Por primera vez en su vida se sentía coqueta, casi perversa! Era como en las películas.

Baldomero enrojeció, pero levantó la falda, más, más arriba, porque la media de mujer le estaba muy larga. ¡La Virgen, qué piernina de ángel! La carne blanca como lana de cordera, la piel de misma seda, y arriba, aquel vértice vislumbrado un instante, con una sombra oscura tras la telita blanca... Femenina y pequeñita. ¡Exactamente lo que él necesitaba! A su medida. Pensándolo y pensándolo, Baldomero sudaba mientras cambiaba las compresas de vinagre que, al aliviarla, libraban del dolor físico a la exaltación psicológica de Lupita.

Desde aquel instante todo quedó decidido, aunque aún tardara unos días en realizarse. Fue natural que él la llevase a su cuarto y la dejara vestida en la cama, que se ofreciera a avisar a la portera en cuanto abriesen para que subiera a ayudarla, que pidiera permiso para volver a preguntar por ella.

—Pero ven por la noche; después de cerrar el portal. Siempre estoy despierta.

Fue natural que volviese, que hablasen, que ella procurase encontrarle por su ronda la primera noche que salió a la calle, que él la acompañara a su casa ya como amigo, que la sentara en la mesa del comedor —tan exacta de altura como si el ebanista hubiera previsto los hechos—, que ella desde la encendida inocencia de su nuevo paraíso, le besara en la mejilla riendo por una broma del hombre, y que éste la besara en la boca, con la lengua, y fue natural que Lupe lo encontrase natural. Fue natural que la desnudara de obstáculos, que la tendiera sobre aquella mesa, con las piernecitas colgando por el borde y que el amor le hiciese daño antes de elevarla a un éxtasis que ella misma impulsó enlazando cándidamente sus tobillos tras la cintura del amante.

Lupe hubo de consolar a Baldomero arrepentido, besándole, abrazándole, pidiéndole nuevas visitas, hasta que ambos acabaron riéndose de felicidad por el encuentro aquél, por el amor éste, por el amor duradero, diciéndose ternezas, que Lupita encontraba adorables en los astúricos diminutivos del hombre. ¡Tan impensable el hecho y, sin embargo, tan predestinados uno a otro que, por ambas razones, se sentían inocentes! Tenía que ser: ninguno lo había provocado.

En esa erótica inocencia está soñando ahora Baldomero, ajeno a cuanto ocurre en El Capote. Paladea por anticipado la noche: él sube al piso, y la llama «muñeca», y juegan por la casa, y se beben un par de copitas, y ella le tira de los bigotes, y él levanta en el aire el admirable cuerpecito, de niña y de hembra, y ella se mueve desnuda sobre la mesa, y mutuamente se gozan, cada uno en el paraíso con su media naranja. Exactamente, la otra mitad; la que encaja tan justa como deleitosamente.

LUIS

¿Qué estoy haciendo aquí, me digo (y en ese mismo instante se me abren los ojos) bajo el helicóptero, junto al inquieto quiosquero que encierra sus periódicos y revistas? ¿Qué me une a todo esto?, ¡qué tres semanas de vorágine!, una paja en el viento, desde que me quedé solo de nuevo, desde que se me hundió mi mundo, desde Ágata imposible, ¡qué desgarradura, verla de lejos aquella tarde!, fue una ilusión, ¿acaso no volví aquí para morir?, ahora sin ancla en la tormenta, buscando playas, calmas, asideros, ¿qué me importa esa bandera roja?, la mía si acaso negra, ¿cómo llegué a interesarme en esto?, perdí la brújula, ¡tres semanas sin rumbo!

En el primer momento me salvó Émile, después de la noche en blanco, desterrado de Ágata, pensando si debía marcharme de la casa, llegó la mañana con sus urgencias, acompañarle de ventanilla en ventanilla, consuelo de pensar en sus problemas, comprender su desesperación, sus ráfagas de violencia, su idea de unirse en Francia a los terroristas de la O A S, también el refugio en la nostalgia, del tiempo en que eran jóvenes las melenas de la Greco, nuevas canciones de Brassens, le recordé que éstas estuvieron prohibidas en España. Émile se asombró, «¿también Brassens?», «por inmorales», se echó a reír, lo comprendió, «Brassens se mete con todos ellos, el cura y el policía, el militar y el burgués», se entristeció después, «lo mío es peor, me prohíben mi patria, mi paisaje, en cambio tú has vuelto a encontrarla», sí, él mitigó mi primera desolación, en aquellos dos días no viví con Luis sino con Émile, la bomba caída desde Argel, desde el pasado, Émile como un cometa de catástrofes, pasando fugazmente por Madrid, destruyendo mis dioses y el de Ágata, pero ahora eso qué importa si acabo de perderla.

Y qué es Madrid sin Ágata, qué es el mundo, sólo el moridero adonde vine, y entonces otro golpe de timón, otra ráfaga salvándome de Luis, lo importante no vivirme, llevándome a otra isla, me instalé en ella en el acto, el almacén de abajo, la idea de Guillermo para aprovechar la caverna, proyectándolo desde Nochevieja, clases para obreros del barrio, enseñar a las chicas secretariado, decidí dar francés a las muchachas, Shannon también clases de inglés, el irlandés viajero del alto Tajo, me añadí unas clases de matemáticas para los aprendices, embrutecerme de trabajo para no pensar, empezaron a venir, uno de una calderería a orillas del Manzanares, me asombró al decirme que allí se construyó el transbordador del Niágara, proyecto de Torres Quevedo, quieren aprender más para marcharse a Alemania, «arrancar de una vez», como el personaje de La Camisa, la comedia de Lauro Olmo estrenada el otro día, prohibida por la censura tras la primera representación, tantas protestas que vuelven a autorizarla, se les resquebraja la represión, no pueden petrificar la vida, sus y a ellos, las huelgas de Asturias, empezaron en la mina La Nicolasa, los estudiantes en huelga contra los privilegios del Opus en Navarra, los de la Facultad de Económicas, todavía en la vieja Universidad de San Bernardo, fuimos a apoyarles, los grises rodeando el edificio, encerrados en el Paraninfo, todo eso me salvaba, lo importante salirme de Luis, no asomarme a su interior desolación.

Ignorarme, gracias a ellos no pensaba en mí, alinearme con los amigos de Guillermo, atacar de frente a los que me destruyeron, a los que nos explotan el sudor y nos envenenan de tabúes, volver a las raíces elementales, a las cosas que se tocan, nada de manotear contra fantasmas, salir de las cavernas psicológicas, pan pan y vino vino, hombro con hombro, ¡qué conmovedores esos muchachos!, también desamparados, apenas leen y escriben, ¡cuánta ventaja les llevan ya los niños ricos!, siempre estarán por encima y de eso se trata, éstos se enfrentan con el libro y el papel como contra una barrera, embisten como carneros a golpes de testuz, casi una lucha física, atónitos ante sus descubrimientos.

Ágata hubiera podido darles química, pero me destrozaría su presencia, mi preocupación de estos días, evitar sus horas, no cruzarme en la escalera, sólo desde mi balcón la he visto, ¡qué llanto sin lágrimas!, yo Tántalo de esa mujer, su andar elástico, los pies tan conocidos por mis manos, su pelo ha ido creciendo desde noviembre, ondulando a cada pisada, ¡Ágata!, ¿por qué forzaste las cosas?, ¿qué necesidad tenías de destruirme?, ¿no era mejor tenerme como estábamos?, hice bien, ¿hice bien?, sucedió porque sí, estaría escrito, no pensé nada, mejor no pensar nada.

Me he concentrado en esos muchachos, me han enseñado el lenguaje que necesitan, explico para ellos mucho mejor, con palabras como cosas, ¡qué verdaderos!, ese Chamorro, el apodo, se llama Silverio López Morales, me disculpo y se ríe, «llámame Chamorro», «los señoritos tienen apellidos y nosotros el mote, lo que nos dicen», le pregunto por su vida, «nada que contar, la de tóos, mi abuelo yuntero en Cáceres, somos de junto a Trujillo, hasta el treinta y seis dice mi madre que teníamos un pasar», con la guerra sacaron los amos leyes nuevas, les subieron las rentas, hubieron de vender las mulas y aperos, se quedaron en jornaleros, Chamorro de niño ya cuidaba unos cerdos, el amo decidió no cultivar, menos molestias para él, dejó la tierra sólo para guarros, ganaba menos pero ¡tiene tanto!, aunque la tierra produzca la mitad a él le da igual, así ni se ocupa, se vinieron los Chamorros a Madrid, el padre murió, ahora la madre asiste a las casas, «¡qué casas!, como en el cine, el agua sale ya caliente del grifo, hay de tóo, como en el arca de Noé, que decía el cura», porque había que ir al catecismo, claro, y yo mientras tanto olvidado de Luis, de su angustia, convertido en compañero de Chamorro, de sus agravios y sus odios.

La misma historia todos, la injusticia, pero qué diferentes, la de Jesús Tejón, le ha reclutado Guillermo en la granja de IDEA, le ha metido de botones en la oficina, asombrosa facilidad para el dibujo, aunque manos de obrero su osamenta es agilísima, le obsesiona pintar, tanta ansia que no presume, al contrario, se burla de sí mismo, de sus «monos», tiene miedo de engañarse, de fracasar, eso me lo hizo simpático, miedo a fracasar precisamente por el ansia de triunfar, como yo, Marga no lo comprendió, allí empezó todo, al verme interesado ha acabado enseñándome sus cosas, copias de ilustraciones de revistas, error imitativo, de pronto un dibujo suyo, espontáneo, un descamisado cayendo contra una tapia ante un pelotón, en primer término las espaldas y los fusiles, sombría masa de tricornios y capotes, al fondo el fusilado solo, dueño de la inmensa pared blanca, señor de la única luz, con los brazos abiertos como alas, a volar más que a caer, «¿de dónde has sacado eso?», «de ningún sitio, es mi padre, lo cogieron con los maquis, en la sierra de Cuenca, en el cuarenta y siete», me conmueve, un día le llevaré al Prado, que vea a su compadre Goya, no ha estado nunca en un museo.

Le reclutó Guillermo, la palabra es correcta, había algo más que las clases, me di cuenta al poco tiempo, reuniones clandestinas, una multicopista escondida entre la chatarra y los géneros de Mateo, si éste lo supiera se pondría furioso, pero sólo piensa en el alquiler obtenido, una organización clandestina, Guillermo y Lina andaban en eso, las clases son de verdad, pero además tapadera, se reproducen octavillas, vienen obreros más viejos como si fueran alumnos, después se quedan un rato, a veces hasta muy tarde, Guillermo no me ha dicho nada, pero sabe que lo sé, los alumnos lo ignoran, ¿alguno quizá sospecha?, la otra noche cuando vino el guardia Tejón cogió unos papeles y los escondió en su carpeta, seguro que eran octavillas, estábamos dando clase, llegó uno de uniforme a la portería, me avisó la Lorenza, preguntaba por el Centro Estudio Nocturno, en ese momento llegaba don Pablo, es formalmente nuestro Director a causa de su título, era un inspector municipal porque hemos pedido licencia de apertura, «quiero ver el local», le hice pasar al almacén. Se quedó estupefacto, me preguntó molesto si le tomábamos el pelo, intervino don Pablo, el guardia le atajó las cortesías y repitió la pregunta, «no nos burlamos», respondió sereno don Pablo, «esto es todo lo que tenemos ahora», el otro se irritó, «¿qué se han creído, es que no han leído los reglamentos?, hay requisitos para un centro de enseñanza, esto es un camaranchón, una cuadra, no tiene ni servicios propios», el hombre se excitaba cada vez más, don Pablo trató de apaciguarle, «hay servicios en la portería, bastante lo sentimos nosotros, no es un centro lucrativo, no cobramos nada, el local también es gratis, una obra de caridad, de eso se trata, por unos cuantos de buena voluntad».

El inspector se moderó, pero en cambio se volvió receloso, «ay por qué no se ofrecen a otros centros benéficos, ya establecidos con todos los requisitos?, sin ir más lejos en este mismo barrio, unas clases nocturnas montadas por el Movimiento, la Falange», nos defendimos como pudimos, los alumnos habían ido llegando y nos escuchaban desde sus mesas, temí que el inspector notase la hostilidad de las miradas, acabó efectivamente mostrándose incómodo, al cabo don Pablo consiguió un aplazamiento, pienso que por cansancio, el inspector nos concedió seis meses para poner el local en regla o buscar otro en lugar de esta cuadra, «esta cuadra», repitió al marcharse, mirándonos a todos con desdén.

Así he vivido estas semanas, metido a hombre de acción, lo contrario de Luis, alejarme de él a toda costa, era exaltante mientras lo creí, hasta hoy, «¿qué hago yo aquí?», el quiosquero escamado por mi inmovilidad, piensa si yo seré uno de esos, si atraeré hacia su negocio el rayo destructor de los guardias, me mira como los transeúntes apresurados, los que no quieren meterse en líos, la gente se distancia de los manifestantes, mira con recelo a sus liberadores, no quiere remover el estiércol de su pocilga, la paja y la bazofia que les echa el sistema, su vino y su fútbol, su mujer en la cama y su auto en la calle, ¿qué hace aquí Luis Madero?, por un momento intento seguir creyéndomelo, autosugestionarme como en Argel, todo antes que ser Luis, seguir sintiéndome camarada, me sujeto la etiqueta vacilante, me reprocho mi inhibición, otra impotencia más, el hombre debe responder como el toro acude al trapo rojo, el hombre sí pero yo soy Luis, allí está el enemigo (pero ¿por qué lo es?), los grises agresivos frente a los atacantes, seguramente también indoctrinados, hay que pegar duro a esos señoritos de mierda, los dos bandos enfrentados, como dos gallos, sudores opuestos, adrenalinas en la sangre, yo cada vez más ajeno, mi indiferencia próxima a la náusea, ante los unos y los otros, ¿qué tengo yo que ver con esa ritual lucha callejera?, empiezo a alejarme paseo abajo, en ese instante suenan las palmas, el grito va quedando atrás, «¡Li-ber-tad, li-ber-tad!», ¿de qué me sirve a mí la libertad?

Corren, corro, se refugian, me refugio, la calle cortada en gris por los dos lados, nosotros como liebres sin aliento, acosados por los podencos grises de los señoritos, ni aun ahora puedo sentirme unido a los míos, a los que he creído mis raíces, ni aun cuando mi sangre late como la suya, acelerada por el miedo y la carrera, ni aun ahora me enfrento al enemigo con ellos, me deprime ser así, comprendo que soy ajeno a todos, indiferente a sus ideologías, me alegro: todas falsas, grises y rojas, dos caras de la misma moneda, para comprar el orden, el progreso, ¡como si el hombre hubiera progresado nada desde Osiris! ¡como si hubiera servido para algo su Cristo o su Lenin!

«Metedlos ahí hasta que yo vuelva», dice el policía, se va con el sargento, los cuatro guardias nos empujan hacia el patinillo de una casa, paredes encañonadas hacia lo alto, olor a sumidero, cuerdas con ropa tendida, dos ventanas entreabiertas con medrosa curiosidad, una radio clamando Las bodas de Luis Alonso, de pronto se corta la música y una voz asegura que debemos el programa a la cortesía del mejor detergente, «No lo dude, señora, se hará usted compradora», junto a mi espalda baja por la pared una gruesa tubería de gres, de vez en cuando gorgotea en ella el agua de retretes y fregaderos, se respira humedad y guiso barato, uno de los guardias advierte entonces mi edad, veo chispear su mirada, me agarrota el miedo, me siento ciervo apuntado por el fusil, viene y me apostrofa: «¿Con que tú eres otro cabrón empujando a éstos, no? ¡Otro agitador!».

¡Qué rostro brutal! mi corazón revienta desprecio, ni siquiera odio, rezuma desprecio verde todo mi cuerpo, náusea ante esos esclavos, ignorantes del orden, borregos pastoreados con el cuento de la patria, los valores sacrosantos, miro aquel bulto gris con apariencia humana, ¡cómo asoma el desdén a mis ojos!, ¡qué agresivamente!, tan insultante que el bulto palidece, se siente desnudado, sin sus insignias grotescas, para salvar su propia estimación sólo halla su mecánica respuesta, levanta la mano y me la aplasta en la mejilla, mi cabeza contra la tubería de gres, vacilo un momento, tras el chasquido estalla fuego bajo mi piel, oigo cerrarse una ventana, el guardia escupe otro insulto, en mi mejilla el ardor crece, por dentro de la boca me mana un hilillo cálido y espeso, se hincha mi labio inferior aplastado contra los dientes, trago de vez en cuando mi propia sangre, procurando que el objeto gris no lo note, no darle esa satisfacción, el sabor me recuerda las torturas infantiles en el dentista, pero ahora se aviva mi desprecio, me lleno de superioridad, la vivo como una borrachera, porque yo sé y ellos no, ninguno, yo sé que el mundo es una trampa, los ideales una farsa, todo son espejismos, la opresión y la revolución juegos de principiantes, callejones sin salida, saber eso me agiganta, por eso el bulto gris se rinde a mi mirada, ha de volverme la espalda como si quisiera hablar a los suyos, incluso simula que les habla, pero es reconocer mi victoria, mi superioridad, mi potencia.

¡Qué fuerza inmensa la mía!, ¡qué gratitud por lo gris que me la revela a su pesar!, ganas de abrazar al guardia, sólo me retiene la sorpresa, ansia de darle las gracias, de besar la mano que me ha devuelto el ser, una mano con huellas de azada, joven, grande y pesada, con cerduno vello rubio, hubiera podido ser de un cura, tiene más eficacia sacramental que la de un obispo, me confiere la gracia de iluminarme sobre mi impotencia, me revela que no es permanente, sólo cuando intento el error, ser otro, pero no mientras sea fiel a Luis Madero, esa mano me otorga la confirmación, me enseña la primera ley de la vida: ser lo que se es, tigre o árbol, liquen o granito, víctima o verdugo, héroe o cobarde, yo soy Luis Madero, el-que-es-ajeno-a-ellos, yo Luis I El Humillado, el de la bofetada a pie firme, contra la canal de los retretes, el de la sangre en la boca, las uñas negras en la mano confirmadora me producen satisfacción adicional, la guinda sobre el helado, celebro la porra pendiente de su cinturón, como otro miembro elefantiásico, pienso cómo caería sobre mí si yo le diese al guardia una patada, ahí donde pende su pequeñez viril, puedo conseguirlo si quiero, que responda a mi estímulo, ¿me derribaría para pegarme mejor en el suelo o me golpearía hasta que yo mismo cayese?, ¡qué gozo tales pensamientos! ésa es mi superioridad sobre los manifestantes, los pobres muchachos ahora preocupados, ellos ignoran lo que yo conozco por fiel a Luis Madero, su mundo convencional se lo oculta, que el oprimido es superior, que siempre triunfan las víctimas, que la destrucción es más verdadera.

Ya nada me atosiga, de nuevo el juego nos arrastra, nos sacan del patinillo, nos empujan hacia el camión, nos vemos conducidos a la Puerta del Sol, recuerdo a los escapados de la Francia ocupada, pasaron por aquellos sótanos, me lo contaron tantas veces que casi los reconocí, los compartimientos cerrados con rejas, las bombillas amarillentas siempre encendidas, el olor a colillas enfriadas, a orines y a sudor cuartelero, a restos de gamella con rancho fermentado, a retrete de bar miserable, las voces pidiendo ir al servicio, discutiendo con el viejo guardia sobre unos reglamentos grotescos, ¡qué solera de mugre sedimentada por los posos de cada día!, el formulismo de la declaración, la pobre luz del flexible sobre los papeles, la rutina del interrogatorio, la advertencia de que me ande con cuidado, acaban de dejarme regresar a España, por lo visto hay que hacer méritos para vivir en la propia tierra, acaba diciendo a los guardias: «éste también a la calle», añade al verme inmóvil: «pero bueno, ¿qué quieres todavía?», pronuncio muy sereno, muy seguro, «denunciar al guardia que me pegó sin motivo», su impulso iracundo me llena de gozo, voluptuoso, se contiene, «venga, fuera; no digas tonterías, aquí los cojones se dejan a la puerta», pretendo pincharle más, preguntarle «¿usted ya los ha dejado?», me empujan antes, tienen mucho trabajo, muchos infelices, me sacan escalera arriba, el patio todavía no es «fuera», huele demasiado a gasolina y humedad, pero en la calle de Correos, en la Puerta del Sol desierta, cuando renazco en la noche... ¡qué delicia, qué embriaguez vital, delicada, violentísima, refinada y total!

El cielo negro y traslúcido a la vez, claridad de luna invisible, o presagio auroral, el aire no sopla, sólo se mueve lentamente, ondula como tules danzarines, en cámara lenta, tremolan perfumes de primavera, acacias florecidas, ¡ay mis acacias de entonces! ahora me habéis devuelto a mi ser, a cuando Antonio Hervás, la acacia en la plazuela del Biombo, la ciudad se lava a pesar de los hombres, los faroles relucen en las baldosas, en los bordes pulidos de las viejas aceras, infunden poesía al pavimento, dulcemente borbotea la boca de riego mal cerrada, un corazón sangrante y melancólico, la magia de la noche entregándose a mi encuentro, dándome la bienvenida, recibiéndome como al hijo pródigo, así avanzo por la calle desierta, más fuerte mi pisada que nunca, hacia el Real, el que fue mi gran antro iluminado, avanzo entre las sombras antiguas, las damas perversas y las coristas fáciles, los conspiradores y los alabarderos, la Partida de la Porra y la Hermandad de la Buena Muerte, los senadores vitalicios y los descuideros, el músico del armonio y Madame Pimentón, los gatos del cabo Noval y los serenos... Ávido bebo esas sombras, me acompañan esas vidas, aspiro la noche electrizada, fresca a la vez y ardiente, domino el aire como un búho, vienen a mi encuentro, la prostituta y el conde, el organillero y el sabio, todos mis compañeros, sabiendo que todo es farsa, que los valores son de cartón piedra, trapos rojos para el toro estúpido, y es también otra farsa combatirlos, la vida se encoge de hombros, la única verdad es negarlos, entonces ¿qué sentido mi imbécil resistencia a Ágata?, ¿qué importan las medias?, «la castración fue hace tiempo», ¿quién ha proferido esas cinco palabras?, claro que yo, pero ¿desde qué abismo?, ¿la causa de eso: el ciprés de la Encarnación?, ¿asociado a castraciones? ¡los chinescos, el quiosco!, ¿aflora a mi memoria el recuerdo anterior?, ¿estaré a punto de saber?, ¿qué pasado amanece?, en todo caso asumirlo, hacerlo carne mía, madurar con él, dejar caminos falsos, no sirvo para Margas, tampoco para revoluciones callejeras, intentos desdeñables, reconstruirme, hacerme lo que fui, lo que soy, bajaré a mis abismos, ahora mismo lo juro, ante el ciprés guardián de mi secreto, arrancárselo, y entretanto marcharme, entregarme al azar mientras maduro, destruido y reconstruido, Luis al fin para quien sea y lo que sea.

¡Decisión absoluta: el gran triunfo mío y de la noche!, al fin acercarme a los búhos, Luis Madero El Proscrito, mi labio hinchado me confirma a mí, paso mi lengua una y otra vez sobre la cicatriz interior, voluptuosamente, ahí mi marca, una gata salvaje hace lo mismo, parece que me copia, ¿acaso me estimula?, la dejo atrás, calle de San Quintín, ¿esa luz en un piso?, ¿qué fiestas ilumina?, al frente el infinito de la noche, el farallón enhiesto de Palacio, cortándola de negro, otros pasos escucho, ¡tan pesados!, no el vuelo de los míos, la pareja de guardias, arrastrando sus botas, sus cadenas, pasando ya a mi lado, me detengo, un impulso de Luis que yo obedezco, se paran a su vez, les miro fijamente, hablo con voz segura, a pesar del tumulto de mi sangre, «sigan, sigan, sólo quería ver si son de los que pegan», prosigo sin mirarles, sin duda desconcertados, ¿tiene previsto eso el reglamento?, no concibe civiles superiores, aún me vuelvo de lejos, para aclarar las cosas, confirmar mi victoria, «no estoy borracho», grito (mi embriaguez no es estarlo), «soy Luis Madero West», y lo repito, «Luis Madero West, Madero West...», mi identidad, mi incertidumbre, hacerme exactamente lo que soy, alerta aquí en mi centro, solitario en la noche, altamente de pie, mientras los otros roncan como muertos y se creen estar diciendo algo.

ÁGATA

«Vil estafa.» ¡Ese titular del artículo! Clavado bajo el cráneo, instalado en mis nervios. El texto entero, frases como puñaladas. «Lucrarse con los muertos.» «Traicionando a los héroes.» «Esa Asociación de Ayuda a Ex-Combatientes es una estafa.» «No se deje engañar por Fernando Quillán.» ¡Mentira! Pero es verdad. Me aplasta el pecho, me mata. Tendría que llorar. ¿Más todavía? Ya no puedo.

Dos veces en pocos días. Engañada por dos traidores. Primero, Luis, quitándose la careta. Toda su entrega, una trampa. ¿Esclavo? otra técnica distinta, nada más. Mi alma en un hilo. Como el vidrio estirado, como el tubo que cortamos en el soplete. Se reblandece, se funde, tiramos de cada lado. Va adelgazándose como melaza o jarabe. Hilo de araña movido por la brisa. ¿Cuándo se romperá?

Se ha roto. Esta muerte, mil veces peor. Lo otro podía sobrevivirse. ¿Qué se ha creído? Duele y nada más, porque ha quemado la esperanza. Pero ahora mi vida es ceniza. Luis me engañó unos meses; padre, treinta años. Mi dios venido abajo. ¿Por qué, por qué, por qué? Imposible. Sin embargo, ese artículo lo explica todo. Su silencio, su abandono. ¡Dios! ¿También mentira?

Hilo de araña. Pero no soy araña; no cazo a nadie. Soy murciélago, ajolote, hembra de simio, de hombre. Ni siquiera he aprendido a tender la tela. Cuando echo el anzuelo saco algo tan mezquino como Gloria o Luis. No soy jinete como Gerta. Ni montura como Lina. ¡Ser algo! Cualquier cosa menos la soledad, esta carcoma. Antes aún les tenía a ellos dos, mis mentiras. Ser como todas. Otra vez sola no. O romperme de una vez. Sería lo mejor.

¿Por qué me enteraría? ¿Quién me mandaba preguntar a ese Émile? ¿Por qué le indicarían abajo que Luis podía estar aquí? Le abrí creyendo que era él; hice pasar al desconocido tomando su llegada por un buen presagio. Había que hablar de algo; se marchaba ya para Francia. «¿Ah, viene usted de Argel?» ¡Maldita mi boca que lo dijo! La ilusión de saber algo. «¿Ha oído hablar de un español, Fernando Quillán?» ¡Que si había oído! Me miró con asombro. «¿Le conoce usted, es pariente suyo?» ¿Qué me hizo callar, para rematarme a mí misma? Mi destino. Negué a mi padre y se me desplomó encima. «Precisamente se ocupan de él en una de esas revistas que traía para Luis.» Su voz era neutral, simplemente cortés. Dejó los papeles ahí encima, como una tarjeta de visita y eran una saeta envenenada. Se fue. Así de sencillo.

Ser como ellas. Y aún menos: como cualquiera. Una borrega más. Tener llenos el vientre y el sexo; vacía la cabeza. En fin, vivir en paz. Surgieron a miles el otro domingo, cuando sonaron las trompetas oficiales y los micrófonos de las consignas. Le llamaban el Día de la Victoria. ¿Qué Victoria, contra quién, para qué? Nadie reflexionaba. Borregos, rebaños. Lo mismo abren la boca ante las ubres de la Ursula Andress que aguzan los oídos respondiendo al clarín. ¡Los soldados, pasan los soldados! La gente siguiéndoles, como tras el flautista de Hammelin. Papás con su niño sobre los hombros. Mirad bien, hijos; aprended a matar el día de mañana. Las venerandas tradiciones. ¡Qué importa que, en realidad, crean menos en Dios que en la policía! Suena el chin-chín; arrastra al rebaño.

¿Pero qué quería Luis? ¿Por qué se declaró esclavo? Al final ha resultado mentira. Sin embargo, lo justificaba, cuando días después le pregunté. Me habló de La isla de los esclavos, de Marivaux. Me contó la sumisión de Hércules, nada menos, bajo el yugo de Onfalia. El vencedor de la hidra hilando con la rueca y sirviendo como mujer. Destino, sin embargo, noble, me aseguró. Aquella cita de Sófocles: no hay ofensa en venderse como esclavo a una mujer cuando así lo decretan los dioses. Entonces, ¿por qué? ¿De qué se extrañaba? Pude haber sido más dura con él. Pude haber esgrimido el látigo que la noche de Gloria sentí en mi mano. ¿Qué le pasó? Luis ni coge ni deja de coger.

Mi vida escindida. Antes y después de esa noche. Gloria dejándome y hasta el mismo Luis. Insoportable. Pero ¡ese Émile, mi verdugo! Sus revistas, mi tortura. Padre, peor que muerto. Ágata, peor que viva. Desollada. Los nervios a flor. ¡Qué noche! ¿Cuántas horas-luz para aceptar el hecho? Y cuando lo acepté, mis pasos de plomo hacia la gumía. Mi andar fantasmal hasta descolgarla de la pared. Mi violencia al estrellarla contra el suelo. Un golpe como para atravesar los pisos, hundirla en los abismos. Pero ahí quedó, intacta, sarcástica. Sólo la piedra verde del pomo se había desprendido. Esmeralda tan falsa como él: culo de botella.

«Con un hombre no, Ágata, ése es nuestro error», dijo. ¡Pero si hacerle hombre es precisamente lo que estoy intentando, a fuerza de provocaciones! ¡Si él mismo lo desea así: me lo ha dado a entender de cien maneras! Apenas la víspera había hablado de las grandes iniciadoras. La conmovedora frase de Lycenia, ignorada de todos los que citan a Daphnis y Cloe. La mujer madura que ofrece a Daphnis una fruta y un jarro de miel y le inicia en el amor. Lo único que le pide: recuerda siempre, Daphnis, a la que te hizo hombre antes que Cloe.

Borregas del rebaño. No me burlo; las envidio. No están solas. Todas tienen su cuarto de hora, dicen: alguien las caza entonces. ¿De qué está hecho ese cuarto de hora? ¿Desesperación, ilusiones, curiosidad, descarga hormonal? De soledad. Para salvarse de ella se acepta todo, y a mis años aún más. No hay quién la resista. Los voluntarios para experimentarla, en cámaras oscuras e insonoras, pierden pronto su discernimiento. La orientación, la conciencia de sí mismos. Se desintegran. Enloquecen.

¿También mentira sus besos paternales? ¡Tanta seguridad como me daban! oír sus pasos en la escalera de Pamplona, mi cuarto de juegos tabique por medio del rellano; ¡qué acelerón la sangre! Mentira el combate con el rifeño, claro. ¿También sus vuelos? No, era aviador y bueno: también se dijo en periódicos. ¿Se puede ser héroe y cobarde? Preguntas, preguntas. Mazazos en mi cerebro. ¿Para qué? No se recompone la vida. ¡Pero no quiero sufrir! ¡No quiero sufrir!

¿Lo sabe Luis? Aunque no se lo haya dicho mi verdugo, ¿cómo duerme ahí debajo y no le despierta mi insomnio? Soledad al cuadrado. Tan aguda anteayer —¿o ayer?— que maquinalmente cogí el teléfono para preguntar la hora. Igual podía haber llamado a la policía, a los bomberos. ¡Consuelo de la voz humana; aunque sea indiferente! «Veintidós horas, doce minutos, veinte segundos.» La dejé correr como el agua serenante de una fuente, pero se paraba a las dos o tres veces. Me situaba en el río del cosmos. Volví a marcar, y a marcar, y a marcar. Como el niño que, en la visita, se aburre y pregunta insistente: «Mamá, ¿cuándo nos vamos? ¿Cuándo nos vamos?».

Risible sucedáneo ese teléfono. ¡La palabra de Luis! ¡Cuántos horizontes, ideas, perspectivas! ¡Qué profundidades a veces! Su obsesiva insistencia en la reencarnación. Ciertamente, ¿por qué no! Últimamente pensaba en Venecia. ¿Qué he sido allí? se preguntaba. Discípula de Vivaldi, escolar, monja en uno de aquellos conventos que visitaban a diario los libertinos aristócratas. Otras veces se imagina espía de la República, asesino a sueldo. ¿Por qué esas encarnaciones sombrías? ¿Por qué a veces femeninas? «Tú hubieras sido Vivaldi, Ágata, y yo tu discípula.» ¡Qué extrañas ideas! Me apena verle tantear a ciegas en esa obsesión; no descansará hasta que no se centre en alguna vida determinada. Parece su última esperanza: se aferra a la reencarnación como a un clavo ardiendo.

¿Por qué se es héroe y se es cobarde? ¿Tendrá razón ese experimentador behaviorista? El otro día, en el Scientific American recién llegado al laboratorio. La hipótesis de que los hombres con cromosomas anormales X Y Y muestran tendencias criminales. Se han conseguido peces luchadores del Siam con cromosomas Y Y en vez de los normales X Y: unos «supermachos». Se atiborra de hormonas sexuales femeninas a machos corrientes hasta que se tornan morfológicamente casi hembras, capaces de aparearse con los otros. Así es como alguna descendencia resulta Y Y. Y ciertamente, según ese Hamilton, parecen más agresivos. Pero, entonces, somos tan inocentes de cometer un crimen como de tener los ojos azules. Ni más ni menos.

Ahí su forma curva y plateada. Sarcástica, burlándose de mí. Sólo la esmeralda se había desprendido de su engarce en el pomo. Como vuelva Luis, le exigiré la rendición sin condiciones. Lo primero, tragarse ese vidrio verde entero, como los ladrones. El sudor del héroe, la piedra empuñada por el héroe. Entrando por su boca, paseando su cuerpo, saliendo por el culo, rebautizada. Digna ella de él. Y si no vuelve me iré de aquí. ¿Cómo continuar?

¿Qué ha sido Luis? ¿Qué es? O acaso el problema es éste: ¿qué soy yo? Luis ni coge ni deja de coger, pero yo aquella noche me reprimí ante el látigo que enardecía mi mano. ¿Hubiera cambiado mi vida si lo hubiese usado? Recuerdo de pronto una mujer capaz de hacerlo. La cantante Barbara, en L'Ecluse con aquella canción, «Est-ce la main de Dieu, est-ce la main du diablea. Su nariz aguileña, su traje negro, sus manos como garras sobre el piano; sobre todo su voz. Se preguntaba cantando de dónde venía aquel don: ¿de Dios o del diablo? Le daba igual; terminaba agradeciéndolo a la vida: Merci et chapeau bas. Quisiera estar segura de que mi don es ser Ágata.

¿Un consuelo posible? Al perder a padre me conmueve mi madre, la recobro. No la comprendí nunca, me deslumbró su marido. ¡Cómo debió sufrir! ¿Es posible enamorarse de un hombre así? ¡Pues claro: si yo estaba fascinada! Me esfuerzo ahora en imaginar su pobre vida. Siempre esperando en la casa; siempre sabiendo que el hombre la engañaba. Percibiendo incluso que su hija prefería al padre. ¿Se puede vivir así? Sin embargo, ahora estoy segura de que murió solamente de no tenerle cerca. Pregunta increíble: ¿acaso mi madre fue feliz? No, es imposible.

Pero ya no le tengo. No tengo nada. Hasta la religión he probado. Doña Emilia me dio la idea. «Mi único consuelo es la iglesia, hija, para allá voy.» ¿Por qué no? Recuerdo el deliquio de mi primera comunión. Claro que entonces sor Natalia estaba en la capilla. ¡Adoración de su perfil, de sus manos! Un prodigio hasta el lunar-cito en la barbilla, con su pelito. Se lo cortaba: me confesó ese pecado de vanidad. No se atrevía a arrancarlo.

Encuentros. También cruzándome con Paco. Pero ése no habla. Mira, dispara su mirada desnudándome de arriba abajo. Odioso y fascinante. No me gusta, pero tampoco tienen por qué gustar los imanes. Imán natural, no electromagnético. ¿Sabe lo de Luis? Aunque lo supiera, ¿qué le importaría? Yo sé lo que piensa Paco. No me diría lo del otro; lo de comerme. Es un pirata: se apoderaría. Otro monstruito. ¿Por qué digo eso? ¡Si todos son así y todas ceden y hasta son felices! Sí, mi madre fue feliz. Entonces, ¿por qué no?

La iglesia, ¡qué fracaso! ¿Cómo podía quitarme la soledad lo que ocurría en el templo, si eran cosas de otro mundo? Otro planeta, incomunicado. ¡Cuántas viejas! También dos muchachas feas. Y aquella otra monilla que miraba mucho, con resultados, al único joven en el templo. ¿Se habrían citado? En otros tiempos era el mejor sitio. Pero para ese hombre también era otro planeta. Levantó escéptico el velo morado, de Cuaresma, que cubría la estatua en el pedestal junto a él. Acaso por si había debajo algo que valiese la pena. ¡Qué gesto negativo, al dejarlo caer!

Si vuelve, rendido sin condiciones. Ser como él me deseaba o, al menos, como decía desearme. Aquella noche, bajo la luna en la Plaza de Oriente. No es la casta Diana de los románticos, dijo; Artemis era diosa de la fecundidad y señora de las fieras. Él me buscaba así. Si vuelve, me encontrará. No Diana, sino Judith, como en la estampa del colegio: con el alfanje en una mano y la cabeza ensangrentada en otra. Salomé, con una gumía de verdad.

Al retorno, dando un rodeo para airearme, la placa en la fachada de Santa Clara. El pistoletazo de Larra. ¿Se mató de verdad por amor? Seguro que por soledad; por amor no se mata nadie. La fidelidad es mentira. No es virtud positiva, sino carencia. Comodidad, rutina. Se vio solo en la nada con una pistola, y decidió dejarle el vacío a la pistola.

Definitivamente, otro planeta. La calificación moral de las películas, anunciada en la puerta, ¿y a mí qué? Los avisos de las congregaciones, ¡qué nombres tan barrocos! Mirando bien, la mayoría de los fieles tan indiferentes como yo. El viejo, más confortable aquí que en su casa. La beata de medalla con cinta blanca y morada, sintiéndose importante por un rato en la mesa petitoria. La indiferencia de los monaguillos, trasteando los objetos sagrados como juguetes. Hasta el cura, ¡qué aire de funcionario aburrido!

El caso es aborregar. Con los clarines o con el rito. Con los micrófonos o la literatura oficial. ¡Qué tinglados se arman para eso! Sería más barato disolver tranquilizantes en los depósitos de agua municipales. Cloropromazina para la ansiedad, y resuelto. ¿No lo hacen ya con los soldados en algunos países? Un poco de bromuro en el agua y menos tentaciones sexuales.

¿Qué soy? Ni lo sé ni me importa. Hacer, es lo que interesa. Como en el análisis: ensayar reactivos. Lo que gusta sólo se sabe probándolo. Hasta Luis, hasta mi padre contra mí. Pero la vida no se acaba. Y mi vida es nueva, ha empezado con Ágata. Quizás ésta es la prueba para la piedra dura.

Luis diciendo que sufrir es bueno, su idea del mal redentor. Los santos ofreciendo sus padecimientos al Señor. Dios mandando a su hijo a morir para arreglar las cosas. ¡Qué barbaridad, qué desatino!

¡Abajo el dolor! ¿Y dicen que al principio fue el Verbo? Nada menos vivo que la palabra de aquel predicador. Su ejemplo del venerable anacoreta revolcándose desnudo sobre zarzas, para «mortificar el aguijón de la carne», allá por el siglo I v. ¿Dónde encontrar zarzas en Madrid para una urgencia semejante? Elevado luego al solio episcopal contra su deseo, empezó a limpiar su ciudad de arrianistas y demás herejes. Hoy los herejes dependen de la Dirección de Seguridad y además no sale ninguno nuevo: hay herejes cuando hay violenta fe, como entonces. Pura voz libresca. Sólo porque el predicador tosió alguna vez cabía pensar que aquel funcionario era de carne y hueso, tenía quizás varices y prefería el tabaco negro. Pero le sobraban las zarzas.

Quizás también a mí. ¿Será también cuestión de cromosomas? Los hombres tienen XY; nosotras XX. Nuestro sexo es más definido; el de ellos más ambiguo, entonces. No ando muy segura en biología pero ¿seré yo otra X Y, o X X Y, o Y X? ¿O me habrá contaminado, simplemente, el contacto permanente de la mentira, empapándome hasta tomarme simulacro?

Pues, ¿y el confesor? ¿Cómo se me ocurriría? Desesperada, claro; probarlo todo. Hablaba otro idioma. Le fastidió lo de mi noche con Gloria; aquí no deben contarle eso. Lo explicó en términos de tentaciones del demonio. Un químico recurriendo al flogisto para explicar el estado semisólido. Desconoce el bromuro, por lo visto.

Bueno, pues ya estoy de vuelta. Por lo menos he eliminado una vía inútil: la religión. Seguir ensayando con otros reactivos. Ágata, piedra de toque. A ver qué pasa. Se acabaron las palabras, empiezan los hechos. Responder a mi nuevo nombre.

Por poco recaigo a la salida. La sorpresa me hizo esperar un milagro: ¡la mismísima Madre Resurrección subiendo los escalones de Santiago! La acompañaba otra monja joven. ¡Qué emoción al verla! Ella, en cambio, tan fría como siempre. Acortó mis evocaciones. ¿O las abrevié yo, impaciente por lo único que me importaba? Sor Natalia. Me temblaba la voz ante la idea de que también pudiera estar en Madrid. Se replegó más aún; sus palabras se hicieron más vagas. Disparé la pregunta: ¿había muerto?

Tienen razón los de abajo, los del almacén. ¿La religión? Para ellos, espina irritativa y no consuelo. Mitos en decadencia, sostenidos por una clase burguesa también ya entrada en putrefacción. Hay tensiones. Según Tere, la manifestación de hoy ha sido gorda. Lo sabe todo, incluso antes que la radio.

«Para nosotras sí», sentenció lúgubremente la voz bajo la toca. «Sor Natalia no perseveró. El Señor no la mantuvo en su gracia y no renovó los votos.» ¡Como yo, entonces; como yo! ¡Encontrarla, encontrarla! Pregunté ávidamente. ¡Un hilo que me condujese a ella! La Madre Resurrección se encerró en su concha, arrepentida de haber revelado tal caso de infidelidad al Esposo divino. Se metió en la iglesia deprisa, acompañada de la otra monja. ¡Tú también, Sor Natalia! Expulsada del paraíso. ¿Dónde estás? ¿Abandonas a tu Águeda, como todos? «¡Niñita mía!» decías. ¿No me ves llorar? ¿Fue entonces cuando abandoné la lucha, tiré la esponja, me decidí borrega?

«Pues ya ve usted, más de trescientos años y su cuerpo todavía fresco, talmente carne viva.» Las palabras de la mujer me encadenaron al atrio. «Sí señora, sangre en sus venas y despide olor a manzanas.» Hablaban de la Beata María Ana de Jesús. Me forzó a oírlas doña Emilia, que entraba a la novena y me las presentó. Han abierto el ataúd varias veces desde su muerte y siempre la encuentran igual. La carne blanda. Tuvo un novio capitán y le dejó para entrar en el convento. El novio enloqueció. La señora se las sabía todas. Suspiró y dijo algo que me obligó a aguantar la risa: «Es sólo Beata porque falta dinero para los gastos de canonización». ¡Conque de eso depende pasar al santoral! ¡Cómo lo comentaría Luis!

Quizás es mejor este fallo de todo lo de siempre. Me da más libertad. Me obliga a nuevos caminos. Mi madre fue feliz, ¿qué me cuesta intentarlo? ¿Por qué no probar el sexo de ellos, si todo lo demás ha fracasado? Jinete o montura, ¿qué importa? Sor Natalia lo aceptó: su mano necesitaba a alguien para la caricia. Entonces, ¿por qué no yo? Saltar la barrera del monstruito. Ser como los ajolotes o los murciélagos. Borrega en el rebaño.

Todo antes que los mazos en mi cráneo. La biografía oculta de padre. Esa tía con la que se casó, o se lió. ¡Mientras yo le añoraba! Esa Asociación fantasma para quedarse con el dinero. Esas delaciones de los moros de la Kasbah que acudían al burdel de su nueva querida. ¿Cómo puedo pronunciar todo esto refiriéndome a padre? No lo digo yo, lo claman los mazos. He vuelto a colgar la gumía; es decorativa.

Nunca me hubiera rendido la violencia; sólo la soledad me descompone. Pero no tolero el engaño ni la estafa. Soy Ágata en medio de los borregos. Ensayaré el reactivo, usaré a don Rafael en el tubo de ensayo. Una tarde de estas vacaciones: Semana Santa, muerte y resurrección. En su coche del christmas, supongo. Y si quiere cenaremos. Por mí que no quede. De todos modos no podrán esquilarme más de lo que estoy. ¡Abajo Luis, abajo padre, abajo yo, a basso tutto como en aquella pancarta en Florencia! Por cierto, el cura confesor ceceaba como don Rafael. Serán de pueblos cercanos. Después del ensayo volveré al cura para disculparme y darle la razón, si es verdad que lo que necesitaba esta solterona histérica era un raspado por un tipo con bigotito. Claro que no se lo diré así: explicaré que al fin me ha sido concedida la gracia. Suena psicológico. Decididamente, don Rafael me ha cazado. ¿En mi cuarto de hora? ¡No! En mi siglo de soledad.