OCTUBRE, OCTUBRE
Delirio en el Fórum
Lunes, 26 de marzo de 1962
LUIS
Como ver a un marciano, así de pronto, en la calle Mayor, imposible, primero mudo, después el grito, «¡Émile!», su asombro entonces, nuestro abrazo apretado, el chorro de palabras simultáneas, estorbando a los transeúntes, el corazón saltando de la sorpresa al júbilo, al fin un cierto orden, caminar juntos, Émile volvía de la Dirección General de Seguridad para arreglarse el tránsito a Francia, se había embarcado de Orán a Alicante sin pasaporte, «¿necesitas dinero, alguna cosa?», sonreía, todo estaba bien, encontró pensión en la calle de Postas, «¿la posada del Peine?», se echó a reír, apretar su brazo, renunciaba a Argelia, adiós para siempre, aquello imposible, evidente en la tristeza de la voz, «he aguantado hasta el límite, me rindo», otro Lázaro como yo, a reemprender su vida, viaje inverso al mío de hace veinticinco años, decía adiós tranquilo, las lágrimas se agotan, ¡qué hacer sino doblegarse!, si acaso, recordar.
¡Qué contraste con aquel entusiasmo, aquella esperanza de los suyos en Argel!, y hace sólo cuatro años, aquel trece de mayo del cincuenta y ocho, Émile recién salido del Lycée Bugeaud, yo en la Universidad, qué delirio en el Forum, frente a los mármoles del Gobierno General, las escaleras hacia el mar, las de Odessa en El acorazado Potemkin visto en el Madrid en guerra, aquella multitud cívica y verbenera, las muchachas risueñas, los estudiantes avanzando hacia el Gobierno entre paras tolerantes, los llamados «hombres pintados» por su uniforme camuflado, aquel grupo lanzando contra la verja un camión militar en marcha, todos cómplices, Fuenteovejuna francesa, los gritos políticos, la Marsellesa rugida por cien mil gargantas, aquella ventana en el cuarto piso con alguien asomándose, aquella bandera tremolada en lo más alto con su cielo y su sangre, la masa como mar embravecido, el toque de clarín, el silencio de pronto para los altavoces, el anuncio de que Massu aceptaba presidir el Comité de Salvación Pública, el coronel semidiós con la institución de 1789, el trueno de alegría, ¡qué griterío!, así se tomó la Bastilla, se conquistó San Petersburgo en tres días, por una multitud arrolladora, por un pueblo hecho tigre.
Sí, así debió tomarse la Bastilla, reímos y sufrimos recordando aquellos días, la fortaleza vencida por la Revolución debió inspirar la misma sensación de alivio, catarsis, final de la pesadilla iniciada cuatro años antes, la guerra entre la ciudad europea y la Kasbah, entre las casas junto al mar y las azoteas de lo alto, entre los bulevares y las callejuelas, los tiroteos diarios, los paracaidistas asaltando viviendas por las terrazas, y los civiles acorralados entre dos mandíbulas, el FLN y el ejército, desgarrados, enfangados, ensangrentados, acabadas las amistades interraciales, Ahmed tan inteligente, Halima con sus ojos inmensos, todos divididos, recelosos, enemigos sin desearlo.
«¿Y tu novela, cómo va?», no sé de qué me habla, por fin un esfuerzo, ¡ah, sí, sobre la historia de la marquesa de Ganges!, «la bella provenzal» asesinada en 1667 por sus dos cuñados, el abate y el caballero de Malta, los dos la deseaban y a ninguno se rendía, el famoso proceso que inspiró a Fabre d'Olivet su poema inacabado, la idea me la dio el tío Augusto, pobre Augusto, creía en mí, me había interesado el aspecto teosófico de Fabre d'Olivet, proyecto casi borrado de mi memoria, me hace mirar a Émile con otros ojos, permanecemos en los demás como éramos al dejarles, yo soy aquel muchacho a final de carrera, escribiendo poemas y estudiando literatura provenzal, pero Émile quedó atrás cuando fui atraído por Max, así quedé petrificado en otra memoria, recobro en ella mi olvidado yo, aquel Luis fascinado por la marquesa de Ganges y su tortura, ¡qué personaje!
Volvemos a las alambradas, los controles, los terroristas disfrazados de mora para ocultar las armas bajo los jaiques, nuestra vergüenza ajena por la tortura pero también nuestro miedo, las bombas, la terrible de la cafetería de la rue Michelet, la que destrozó el Bar Milky, rue d'Isly, apenas una hora después de vernos allí Émile y yo, recuerdo aquel bolero, tan repetido en el tocadiscos: «hasta mañana, Rebeca... Te quiero tanto, mi vida», ¿sonaba cuando la explosión?, ¿bailaría en aquel instante la muchacha pelirroja y opulenta, nunca supe quién era?, ¡cómo se movía!
Massu en enero del cincuenta y siete con sus nuevos paras, el comienzo de la Operación Champagne que iba a resolverlo todo según los militares, se equivocaron como suelen, en su desdén por el paisano, subestimaron como siempre a un pueblo, nunca aprenderán que las armas sólo destruyen, impotentes para crear nada nuevo, capaces sólo de retrasarlo, por medio de sangre y más tortura, ¡mi encuentro con Ahmed!, me amargó el comienzo de mi primer curso como profesor ayudante, me habían felicitado otros amigos, y me lo tropecé a la salida, me acerqué a invitarle, escupió en el suelo y se alejó sin una palabra, sin siquiera odio en la mirada, le detuvieron semanas después llevando una pistola, no pude hacer nada por él, qué evocaciones de otro planeta en este entresuelo de La Mallorquina, qué resurrección de otras vidas, ¡y son las nuestras!
No cesamos de hablar, intercambiamos sueños y nostalgias incongruentes con la ventana a la Puerta del Sol, aquella Argelia naciente, volcán de voluntades, la creían indestructible, irrefrenable, imaginaban a los rebeldes desmoralizados por la radio, en sus escondites de la Kabilia o de la Kasbah porque entonces los FLN eran los rebeldes, aún no los negociadores y menos todavía los ministros, ratones aterrados por la fraternidad en torno al ejército, los bocinazos constantes por las calles, «Ti-ti-ti-ta-ta», «Al-gé-rie fran-çaise», acompañados por gargantas, sartenes, cajas vacías, ritmo de vencedores, ¡quién podía entonces sospechar lo contrario!, la comunión ciudadana pasó como una ola, aquella multitud todas las tardes en el ágora del Forum, a oír a los oradores, Salan con su quepis, Massu con su boina verde, Jouhaud con su gorra de aviador, Sid Cara de paisano, Lagaillarde con su barba, Thomazo con el trozo de cuero que tapaba su nariz mutilada, qué catarsis, algunas mujeres se desmayaban, y qué éxtasis al conocer el Je vous al compris de De Gaulle, yo sentía tristeza comparando con la España del treinta y seis, con nuestros generales perjuros, creí que De Gaulle no lo sería, pronto me desengañé, Émile tardó más tiempo en darse cuenta, no tenía mi experiencia española, todavía en febrero del sesenta, cuando Lagaillarde se atrincheró en mi Facultad, con Ortiz y los suyos, alzándose contra el abandonismo de De Gaulle, mis amigos me escribían persistiendo en su error.
Max fue el único que no se engañó nunca, odiaba a los militares, los enemigos de la vida, prohibido ser humano porque prohibido pensar, «la disciplina es la lógica del soldado», consigna en el muro de un cuartel, qué risa, por algo se dice «civilización», odiaba a Massu sobre todo, porque engañaba más, alto y austero, casi monacal pero una máquina de destripar, ¡y en nombre de Dios y de la Patria!, siempre que se pronunciaba «Patria» tenía Max un rictus en la boca, un gesto de ironía y de desprecio, «el telón para cubrir los intereses», escuchamos juntos el famoso discurso de De Gaulle, recuerdo cómo veíamos llover por las cristaleras del Café de Bretagne, aquella nueva idea de la «autodeterminación», el primer paso para abandonar la «Argelia francesa», pero aún prometió De Gaulle que no negociaría con los rebeldes, mientras Ferhat Abbas preparaba ya el primer gobierno en Túnez, los Émile se lo creyeron, yo me acordaba de España, de las promesas de «respetar a quienes no tuvieran sangre en las manos», de hacer la «revolución social y económica», de tantas palabras falsas, Max siempre vio claro, no podía soportar un uniforme, consideraba a Massu el peor de todos, precisamente por parecer íntegro, «esos tan estrictos son letrinas con tapa de mármol, tienen miedo de verse por dentro, por eso miran al frente», «todos tenemos ese miedo», le contesté pensativo, contemplando los regueritos de lluvia en la cristalera; «yo no, yo soy en eso chino, sólo tengo miedo de que miren los demás dentro de mí», así me contestó con aquella sonrisa suya bajo el bigote rilkeano, entonces me explicó la diferencia entre la idea cristiana del pecado y la idea oriental de salvar la cara, es el pecado el que genera angustia, la angustia de Occidente, por entonces empezó a intrigarme la vida personal de Max, aquel misterio, cara de la luna oculta para mí, pese a nuestra intimidad cotidiana, ¿tenía familia?, decían que una hermana, quizás una madrastra, otros que una querida, ¿de qué vivía?, nunca estuve yo en su casa, ignoraba incluso su dirección, ni siquiera un teléfono, siempre llamaba él, y de pronto aquellas desapariciones, cinco, seis días teniéndome en vilo, hasta que de nuevo su voz, o su alta silueta bajo los arcos del patio académico, los ojos eslavos, la sonrisa imperturbable, como si nos hubiéramos visto la víspera, ni una explicación.
Y ahora Émile me da la razón, «hiciste bien en marcharte a París», gracias a Max, cuando le pregunté por qué no me acompañaba me aseguró que imposible, recuerdo la intensidad de sus palabras, como si alguna misión sagrada le retuviera en Argel, ¿los Guardianes de la Luz?, así que acepté el puesto mal pagado pero estable, la extraña editora de textos esotéricos en la Rue Monsieur-le-Prince, cerca de donde vivió Antonio de la Gándara, el pintor español tan solicitado por las damas elegantes de principios de siglo para sus retratos, ¿quién me iba a decir que no muy lejos encontraría la boutique de Marga y mi prueba mortal?, Émile sigue contando lo que pasó después, el asalto de los manifestantes a la Kasbah en diciembre siguiente, el fracaso de la nueva sublevación en abril del sesenta y uno, la implacable crueldad de De Gaulle contra los compañeros de armas que le recordaban las promesas con las que llegó al poder, al fin la degringolade, la débácle como de Zola, hasta hoy, hasta estos acuerdos con los «rebeldes» en Évian, pese al honor militar, a la palabra generalesca de no negociar con ellos nunca, hasta hoy en que también Émile odia a los quepis.
Le comprendo, yo era solo y escapé a tiempo pero a su hermano lo mataron en la ferma familiar de la Mitidja, en lucha de territoriales contra rebeldes, uno de sus cuñados perdió una mano en la bomba del Hipódromo, pero aguantar aún sabiendo ya que todo está perdido, aguantar a causa de su madre, muerta al fin recientemente, dejar entonces para siempre la tierra natal, allí empezó el abuelo trabajando las viñas, llegado desde Alicante cuando las replantaciones tras la filoxera, «allí no me quedan más que tumbas, ¿te acuerdas de la frase que definía nuestra opción: la maleta o el ataúd?», comprendo su amargura, insiste en que hice bien en volver desde París, «ésta es tu tierra y aquí vivís en paz», «la paz de las prisiones» le respondo, se encoge de hombros, «no está mal como prisión, Argel al final ya no era vivir, todavía en el centro parecía normal, la plaza Foch, el hotel Martínez, el café Ricbe, como una Europa más cálida y luminosa, pero las zonas hacia los barrios musulmanes, rue des Noiseaux, rue des Flandres, rue de Reims, ¿recuerdas, Louis?, y hacia las afueras, la avenida Sidi-Chami rebautizada Boulevard del Crimen, imposible, no compares, esto es el paraíso», y sorbe su café y respira hondo, gozando la primavera incipiente, las nubes fugitivas contra un azul pálido sobre la animación de la plaza, me callo que ahí mismo están los calabozos, los de nuestros Massus y sus sayones, ¿para qué?, no me entendería, yo hago ahora de rebelde en su «Algérie française», soy el «ratón» cazable en la Kasbah, como los cazan aún los de la OAS en los bidonvilles parisinos, en Gennevilliers o en los distritos trece y dieciocho, en las calles de Chartres o de la Goutte-d'Or, sí, ya sé, lo he oído muchas veces, el olímpico Goethe prefería la injusticia al desorden, se comprende, la injusticia favorecía a su casta.
Y a mí también aquí, no puedo negarlo, me siento casi culpable, ayudaré estos días a Émile, no necesita nada pero habrá de hacer gestiones, quizás alguien de IDEA puede ayudarle, su plan es irse a la región de Burdeos, de lo que entiende es de vinos, tiene allí amigos, prefiere no quedarse en España como tantos, también lo pensó, e incluso unirse en París a los plasticadores de la O A S, siente ráfagas de cólera violenta, pero se ha decidido, lo repite «he tirado la esponja», nos envuelve un silencio, como yo en septiembre, ¿adónde vamos?, contemplo las tazas vacías, el café resecado dejando un poso negro, le propongo comer juntos, salimos, vamos hacia la plaza Mayor, nos detenemos en un bar, «tomar el aperitivo», como allí, casualmente hay una botella de anís Machaquito, «es la primera que veo», comenta, brindamos con los vasos altos, llenos de la opalina «palomita» donde flota el hielo, alguien pone un disco y suena la voz de quizás Juanita Reina, Émile evoca su pasión por las canciones de Juliette Greco, le digo que aquí llegaron a estar prohibidas, se queda pensativo, mueve la cabeza como expresando que la estulticia no tiene remedio.
No volvemos a hablar de su guerra, me recuerda a tía Hélène, «¡qué guapa!», me sorprende el adjetivo, sí, era arrogante en cierto modo, pero yo no la hubiera calificado así, más bien de seductora, enternecedora, a veces mirándola se apresuraba el corazón y cuando, ya enferma en sus últimos tiempos, se apoyaba en mi brazo, ¡oh, la dulce elasticidad de su pecho!, «claro que la conocí, yendo a tu casa contigo, la primera vez me dio agua con alcohol de menta», sonrío, era costumbre suya, el alcohol de menthe Ricqlès, lo usaba para todo, en agua, en un terrón de azúcar, desinfectante en un pequeño corte, sedante, toquecitos en la sien con un pañuelo cuando sus jaquecas, las famosas jaquecas, parecían coquetería y le amargaban la vida, ¡Hélène, Hélène!, me conmueve la evocación, pero ¿qué escucho?, ¡sacrilegio intolerable!, ¿habré oído mal?, «repítemelo», «pues eso, que te tenía esclavizado», le cohibe mi cara, se excusa, «perdona pero todos lo sabíamos, estaba clarísimo, te chafó el noviazgo y Asunción era una chica estupenda», me gustaría tener motivo para pegarle, un silencio penoso, «no quisiera haberte molestado, tú sabrías lo que hacías», ¿qué voy a decirle?, hablamos de otras cosas, trivialidades de entonces, pero mientras tanto pienso, veo aquel tiempo bajo otra luz, una frase de Hélène me traspasa: «tú serás el báculo de mi vejez», así fue, más que sus propios hijos, seguí a su lado cuando ellos habían volado ya, ¿era eso ser esclavo?, ¿tendrá razón Émile?, otra mutación en mi pasado, cuando Fiammetta y los pechos maternos, y ya asomado al abismo más negrura, ese «tú sabrías lo que hacías», ¿creería la gente que engañábamos al tío Augusto cuando ya estaba enfermo?, ¡ahora soy yo el sacrílego!, me horrorizo, ¿cómo se me ha podido ocurrir?, ¿en qué antro de mi mente tal deseo?
¿Por qué Max le resultaba antipático a Hélène?, me prevenía contra él, por entonces empecé a sentirme intrigado, me habló Max de los Guardianes de la Luz, me reveló que había sido iniciado en la Orden por la marquesa de Lenterac, «iniciado tántricamente, ¿comprendes?, no, ya veo que no comprendes», su risita compasiva, la marquesa amiga de su tío Milosz, en 1935, también de Rudolf Steiner, había estado en el Goetheanum de Dornach, no me contó mucho más, una sociedad secreta, «algún día estarás maduro», ahora caigo en la cuenta de que gracias a ellos me encontró Max trabajo en París, la extraña editorial de la rue Monsieur-le-Prince, ¿me controló Max a distancia mientras no supe nada de él?, ¿acaso no fue casualidad su aparición final?, ¡quizás lo tramó todo con Marga!, ¿o más bien ella le engañaba?, ¡la cabeza me da vueltas!, Émile ha llegado a decirme que Max vivía de las mujeres, señoras por supuesto, discretamente, que incluso fue a visitar a Hélène cuando sabía que yo no estaba, qué extraña sensación oyéndole, ¡todo mi ser rechazando la imagen y comprendiendo a la vez que es muy posible!, explicaría la aversión que le cogió Hélène tras de haberle encontrado simpático, otro terremoto en mi vida después del de mi infancia, ¿cuándo acabaré de encontrarme?, ¿cuándo sabré quién soy?, al menos desde ahora vivir lúcidamente lo que venga, cogerlo sin reservas como esta voz del más allá que estoy oyendo, que viene a destruir y a revelar, después de todo agradecerlo.
Prometo a Émile ayudarle en sus gestiones, quizás recurriendo a alguien de IDEA, se acaban los temas, me entristece percibir la separación ya de nuestros caminos, sólo nos une el pasado, cuando contemplaba la Puerta del Sol desde La Mallorquina creía verla en obras como en el treinta y seis, con sus postes sosteniendo los cables de los tranvías y muchos transeúntes con sombreros de paja, como si las carteleras anunciaran una película de Angelillo, para hablar de algo evoco nuevos nombres, pregunto por españoles, y enciendo sin querer la mecha con el nombre de Quillán, «ele conocías?», deseando llevarle noticias a Ágata.
¡Cómo estalla la bomba! Émile es un torrente helándome la sangre, a Fernando Quillán le asesinaron hace un par de meses los del FLN, le apuñalaron una noche por delator, nadie lo ha lamentado, era un vividor, una escoria, sablista, sufro por Ágata pero ahondo para saber una historia de señorito achulado degradándose cada vez más, llegó a Orán en el cuarenta y uno con fondos republicanos, se enredó con una francesa dueña de una boutique de la que vivían ambos, acabó tolerando otros líos de ella, al fin hubo de marcharse de la ciudad, acosado por acreedores y ofendidos, intentó constituir en Argel una ficticia «Asociación de Solidaridad Antifranquista», era demasiado conocido para sacar dinero con tal truco, vivió algún tiempo con la dueña italiana de un burdel en la Kasbah, cuando empezó el control del barrio vendió informaciones a los militares, al mismo tiempo cobraba por ayudar a escapar a algunos, al fin el F L N descubrió su doble juego y le ejecutó, ¡qué sórdida historia!
Escucho a Émile con fingida indiferencia, ¡pobre Ágata!, espero que no lo sepa nunca, que le crea desaparecido en una de sus «misiones heroicas», la veo más vulnerable todavía, ahora la comprendo mejor, capto la secreta debilidad de su fuerza, minada por ese padre, en la infancia vivimos esas llagas sin saberlo, las produce la falsedad del beso paterno, la mirada huidiza, la palabra hueca, el reprimido suspiro de la madre víctima, las ausencias inexplicables, no se sabe qué pero sangra una herida secreta, queda una cicatriz, avanza una corrosión inexplicada, se sufre ignorando la causa como se soporta una tara congénita, como yo viví aquel gesto y no lo supe hasta ahora, mi madre tirándome en la cama y diciéndole a mi tía «¡para ti!», repudiándome, ahora comprendo mejor la exasperación de su angustia, no es la falta de noticias sino la inseguridad en el héroe, el miedo por esa estatua inventada cuyos dorados resanamos constantemente, ahora interpreto detalles que ella me ha contado sin comprenderlos y hasta pienso que la sagrada gumía, el trofeo de la lucha cuerpo a cuerpo contra el feroz cabileño, fue venalmente adquirida en un bazar de Tetuán, tras porfiado regateo, o incluso sustraída en un descuido del moro.
Pobre Ágata con su secreto fardo, mi reina y mi diosa en su trono de barro, pero así me acerco más a ella, también yo mutilado desde los orígenes, encadenado por Hélène, ambiguo ante mi mosquetero, ese Antonio Hervás que me obsesiona desde que el otro día emergió de mis abismos, ¡cuántas biografías somos cada uno de nosotros!, acabo de vivir cuatro horas con ese Luis de Émile que ya no soy yo, llevo días viviendo con el mosquetero, descubro que fui reducido a báculo por tante Hélène, ¿y qué es lo decisivo?, ¿quién soy en fin?, por no hablar de Max, y de Marga, y de lo que me hizo volver aquí a sobrevivirme, espero que Ágata no lo sepa nunca, protegerla para que no le alcance esa maldición, que no sienta su vida sobre una sima abierta, pero esto me agiganta frente a ella, cuando otra vez compare a alguien con su padre yo sabré la verdad, ¿cuántas veces no me habrá comparado a mí mismo con su héroe agusanado?, que no lo sepa nunca, no podría encararse con el derrumbamiento, recuerdo su desmayo por mucho menos.
Camino con orgullo, en invisible desfile triunfal, pues yo no tengo miedo de mirarme, quiero vivir incluso mis gusanos, también el amor por Antonio o por quien sea, y hasta la impotencia con Marga, ser deliberadamente lo que soy, hacer verdadera mi vida, avanzo como anduvo Lázaro sabiéndolo ya todo, no hago otra cosa desde mi regreso a mis fuentes, camino hacia la copa que me aguarda, como se camina hacia la guillotina, me alegra haber desvelado esa historia, saber de Ágata esa enfermedad secreta, tenerla así en mi poder de otra manera, ¡si yo quisiera aniquilarla, qué pocas palabras bastarían!, la rajaría un rayo como a una torre, eso hace mi sumisión más voluntaria, más alta y más oscura, avanzo hacia mi grial de sangre y lodo, como caminaré esta misma tarde cuando termine en la imprenta, como subiré los treinta y siete escalones que me elevan desde la calle hasta la caverna en lo alto, nuestro sagrado campo para el rito, me detendré en el rellano ante la puerta del tabernáculo, daré tres golpecitos y esperaré, ¿qué?, lo que me espera, lo que empeñosamente busco: el verdadero Luis. Voy a lo que soy.
ÁGATA
¿Me conviene? ¡Yo qué sé! ¿Cómo saberlo, en este torbellino desatado por Lina? Pero ¡qué eficaz! Por eso me dejo llevar. Logra lo que quiere. Me viste a su estilo y me saca a la calle. Nada más salir, ahí en la esquina de Amnistía, el resultado. Un tipo, doblándose sobre mí como el torero sobre el toro. Dándome un pase. Oliéndome, «comiéndome» toda. Toda, ha dicho: «desde los pies de la cama hasta el Santo Cristo». Un bestia, pero un éxito de Lina. Conoce a los hombres.
Luego, la mirada del Urbano, la miel de su saludo. Una baba. Cuenta la Tere que tiene una amiguita fija, en un apartamento, unas casas nuevas, cerca del Rastro. Es mecanógrafa en no sé qué Ministerio, pero se ayuda con el viejo. La chica, por lo visto, tiene además un novio. Después de saberlo me fijé más en el Urbano, con sus dientes amarillos y su calva rodeada de un cerquillo canoso, como ese actor inglés de cine, ¿cómo se llama? No les comprenderé nunca. ¡Lo pasmoso es que mi mirada le pareció un signo de interés y hasta se puso colorado!
¿De dónde le viene a Lina esa intuición? ¿Cómo es tan espontánea en el artificio? Lina ama sin programarlo. «¿Cómo empezasteis?», me atreví a preguntarle la otra tarde, «¿cómo fue la primera vez?». «Pues venía llegando, y ocurrió. De excursión a San Rafael, en pandilla. Nos tumbamos bajo un árbol después de comer con todos, sin intención, y así fue. ¡Sin darnos cuenta!», termina riendo. «Pero ¿no hace daño la primera vez?» «¡Bah! ¿Y qué?» Me confía detalles con tanta naturalidad que alcanzo a compartir su punto de vista. Fue como cualquier otro goce; un bello atardecer, una buena película. Más intenso, pero así de natural. Lo comprendo intelectualmente, pero ¿sabría yo vivirlo así? No; será un cataclismo, una falla geológica.
Recuerdo aquellos padres, tan paletos endomingados. Ésos, ni lo podían comprender, claro. Les vi por casualidad; sor Clemencia los encerró a hurtadillas en la sala de visitas de la Residencia. Venían a llevarse a su hija, la de Magisterio. Se había quedado embarazada. Las monjas hicieron lo imposible por ocultárnoslo, pero inútil. Si no hubiera bastado el «tambor de la selva» que lo difundía todo, lo hubiéramos sospechado por la homilía del capellán al domingo siguiente. La altísima virtud de la virginidad, la honra, el escándalo y la piedra de molino colgada al cuello. ¡Qué cosas se decían todavía en 19 5 i ! Comprendo que para ellos fuese un terremoto, pero para mí, ¿por qué?
«¡Me gustaría tanto tener un hijo!», continuó Lina. «¿Sabes?, en noviembre pasado creíamos que vendría. Cuando le dije a Guillermo que me había equivocado, se llevó un disgusto. Aunque sería un problema: tendríamos que casarnos. Desde entonces le quiero más que antes. Los días de espera fueron como un éxtasis. Al hacer el amor éramos todavía más libres, no sé cómo explicarte, más inocentes. Diría que más puros, pero la palabra "pureza" está manchada por los curas. De verdad, sentirse pura antes de amar es muy fácil, pero falso. La pureza sólo llega a ser auténtica haciendo el amor, ¿comprendes?».
No, pero me da igual. No me planteo la cuestión en términos de pureza. Lina sí porque, aunque la rechace, su educación es de aquí. La prueba: ese prejuicio de casarse, pensando como piensa. Tampoco ella me comprende cuando le digo mi horror de sentirme bajo el hombre como una mariposa clavada en su casa. «Eres tonta», me soltó. «Cuando hayas probado, hablas. ¿Mariposa clavada? Al contrario. Te balanceas como un navío mientras ellos, los pobres, se afanan, saltan, se crispan. Te asaltan como las olas, sin anegarte nunca. Incómodos, no pueden acariciarte bien mientras que tú, libremente, recorres sus lomos con las manos, les clavas las uñas, espuelas para estimular su galope. Es al revés de lo que piensas: tú eres el jinete.»
«Aquella noche corrí / el mejor de los caminos / montado en potra de nácar / sin bridas y sin estribos.» ¡El romance de La casada infiel, prohibido por la censura. Poco sospechaban las monjas aquella edición republicana que escondía Alberta! Muchas se sabían de memoria los versos de Lorca y rumiaban aquello de «sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos / la mitad llenos de lumbre / la mitad llenos de frío». Hasta yo me acaricié alguna vez los muslos, por dentro y por fuera, notando la diferencia, aun sin hombre. García Lorca no parecía tener mucha autoridad, según dicen, pero esos versos prueban que ellos también creen ser el jinete. ¿Quién es el jinete, quién?
«Durante aquellos días fuimos puros.» Lina insistía en la añoranza. (Descubro que es en términos de «jinete» como se me plantea.) «Ahora contamos las fechas porque el anticonceptivo nos repugna. ¿Es verdad que fuera existen unas píldoras eficaces? Aquí no podemos hacer otra cosa. El sistema exige tener dinero para tener hijos, para el rito oficial del matrimonio, con todas sus consecuencias. Los hijos se pagan, como dice Guillermo. O en dinero o en escándalo, con daño para ellos.»
«Tú eres el jinete, ¡qué duda cabe!», me aseguraba también Gerta. «Espoleas a tu caballo con un golpe de cadera, con un respingo de lo que ellos llaman retóricamente Mons Veneris. Y responde en el acto, acelera el galope, jadea, se cubre de sudor. Tú te mantienes con el lema de París: Fluctuat nec mergitur. Oscilas sin hundirte.» ¡Cómo reía Gerta con aquella voz suya de garganta, a lo Mar-lene! «Sientes llegar la delicia y les azuzas, se vuelven galgo con la lengua fuera. Cierras los ojos y le olvidas, eres reina del universo, con un esclavo para tu goce. ¿No decís vosotros, en los toros, la "suerte de recibir"? Pues eso, matas recibiendo.»
Yo la comprendí muy bien, pero me sigo sintiendo mariposa clavada. ¿Por qué mi desajuste entre el cuerpo y la mente? Me han enseñado miles de cosas, pero no a vivir siendo lo que soy. Soy un sexo, pero no me enseñan cómo. «Te comería enterita», ha dicho el bestia, pero no explican cómo se coge el tenedor. Somos sexo, pero el sexo está prohibido. Soy mujer, ¿cómo se vive eso? Sí, soy mujer, la naturaleza me lo recuerda cada mes. Aunque también ella tiene sus caprichos: nos lo recuerda sólo a cuatro especies, la hembra humana, la de un mono antropoide, la del murciélago y la del ajolote. Nos lo explicaba Alberta. El ajolote, un lagarto mejicano, casi gelatinoso, con ojos de rubí. Ya sorprendió la peculiaridad de su hembra a Fray Bernardino de Sahagún, que escribió en sus Cosas de la Nueva España: «¡Similia mulieribus!». Y luego decía que su carne era más fina que la del capón, pudiendo por eso ser comida en vigilia. Contaba luego una leyenda. Por lo visto una india noble fue violada por un cacique a pesar de estar aquellos días con «su costumbre» (escribe el buen fraile) y para no tener su descendencia se lavó en una laguna llamada Axoltitla. De aquello nacieron los ajolotes. Desde entonces decíamos a veces: «estoy de ajolote».
Sí, comprendí a Gerta, pero no interpreté bien sus frases de aquel día, en el Lyons de la esquina del parque, hasta que no supe su dominio sobre Meg. Claro, me estaba exhibiendo las ventajas de sus aficiones, para convertirme a ellas. Porque Gerta dominaba siempre a su pareja, fuese hombre o mujer. «Tú eres como yo», me repetía, con ojeada cómplice. «Deberías firmarte Agatha, como una walkiria.» Entonces me exasperaba; ahora todos me llaman Ágata, y yo tan ufana. ¿Seré así? No obstante, la walkiria no gozó con Gloria. Quizá Gerta tenía razón (sólo que ella sabía cómo y yo no): cuanto más parece el hombre poseer a la mujer, más se agota en ella.
Luis lo ha comprendido también esta tarde y se ha negado. Se ha negado a ser poseído. Es curioso, lo ha intuido a mi manera, como una mujer. Pero entonces, ¿acaso sueña en poseerme él? ¿Tenderá a eso toda su táctica de docilidad? ¡Intolerable! ¿Será capaz de creerse capaz? ¡Pues entonces sí que voy a hacerme Agatha para él!
No se puede confiar en nadie. Sólo padre no me engañó nunca. Me ha dejado sola, eso sí, demasiado sola; pero no me ha traicionado. ¡Y yo le correspondo disculpando a tío Conrado o tratando de comprender y de ayudar a Luis! Pues se acabará Luis, si continúa como esta tarde. ¿En qué quedamos, se dejó comprar o no se dejó comprar? ¿Soy su dueña, o no? Pues que se someta.
Lo extraño es que llegó radiante. Por una vez, hasta parecía contento de sí mismo. Estuve a punto de empezar bajándole los humos inmediatamente, pero lo justificaba su encuentro: el amigo de Argelia, camino de Francia. La charla, la comida, los recuerdos. Le mandé que me lo presentase. ¿Por qué puso inconvenientes? «¿No comprendes que quizás conozca a mi padre y pueda darme noticias?» Luis alegó el poco tiempo que va a estar en Madrid, su constante ocupación en tramitaciones... ¡Tonterías!
¿Tendrá celos? ¡Es estúpido! Lo va a pasar mal, porque me necesita. «Ni carne ni pescao», como diría don Rafael: «si el mundo se vuelve mar, un pececillo destinado a pasto de otros, el pobre». Don Rafael sí que triunfa, embolsándose miles de duros con los libros de texto. ¡Un hombre que no lee! Dan ganas de abofetearle, por su cinismo. La educación como mera industria.
Luis necesita algo que le sacuda de una vez, le ponga en marcha. La marcha. Era buena, mi idea de los pantis como revulsivo, las medias hasta la cintura. La planeé hace días. Sólo que he sido blanda o no he elegido bien el momento. Y, una vez ordenado, imponérselos. Como Gerta se imponía a Meg. Hay que obligarle, forzarle... Eso, violarle. Aún tengo que aprender el oficio de Ágata.
Con don Rafael, lo mismo. Debí empezar su tratamiento el otro día. Pero no pasé de una sonrisa venenosa. Al menos intenté que lo fuera; aún no estoy segura de saber destilar veneno. «¿Querría usted hacerme un favor, don Rafael?» «Por Dios, Aguedita, con mil amores.» Hecho mieles resultaba cómico. «Pues entonces, no vuelva a llamarme Aguedita; ése es el favor.» ¡Cómo se le alargó su cara! Se confundió en excusas: confianzas de su tierra, como eso de «niña», que se le escapa otras veces. Además, se le pega el nombre: se llamaba así una tía suya que vivió siempre con ellos, porque era «mosita vieja».
Sí, aún tengo que aprender. Olvidarme de Águeda. No confiar en nadie: hasta la docilidad de Luis era mentira. Y eso que me ha ayudado, aun sin querer me ha puesto en el buen camino. O quizás queriendo, pero buscando lo mismo que todos; ahora lo veo. Me dio más que Lina: ella sólo lo que se encuentra en los escaparates; Luis, lo que era preciso buscar dentro de mí. Más difícil. Si Lina me dio el maquillaje; Luis, los ojos egipcios. Lina, las medias; Luis, las rodillas. Lina, los tacones; Luis, la adoración de mis pies. Luis cantó el primero a mis piernas. Es verdad; en el espejo son espléndidas.
Hasta cuando se disculpaba resultaba don Rafael impertinente. Para justificar el «Aguedita», me llamó solterona. Como el otro día: «Es usted una profesora estupenda; la mejor», pero agrega que enseñar bien no interesa nada. Otro bestia. También me comería desde la perinola hasta el Cristo. ¡Qué asco! Y el caso es que otras le encontrarían apetecible. Atrae a las alumnas, es un hecho.
Me quedan posos de Águeda; hay que limpiarlos. Volverme pez, pez-Ágata. Justo; existe una variedad de ágata «ojo de pez». El redoble de los tacones por delante, anunciando mi paso. No ofreciéndome, sino invadiendo. No son castañuelas de bailarina, sino crótalos de serpiente cascabel. No repican; apuñalan. Mis nuevas armas. Tic-top, tic-top, tic-top. El tacón hiere al cemento, luego se posa la suela, opacamente. Ritmo de grillos estivales. Sólo me falta empuñar un látigo. O mejor la gumía. Punta y filo para el combate contra ellos.
Esta tarde, Gerta le hubiera domado. Y el caso es que al principio estaba dócil, pasadas sus reticencias para presentarme al amigo argelino. Le esperé sentada en la cama con las piernas cruzadas y así le permití entrar. Cuando me preguntó si quería el té, caminó tan humilde hacia la cocina que creí llegado el momento.
Además, desde mi bautizo era una malva, aceptando su entrega en Aranjuez. Aunque tuvo como un brote de rebeldía. Después del Carnaval, aquella tarde en casa de Flora. Le asusté, vestida de mosquetero; le impresioné demasiado, eso es. La verdad es que aquel traje me hacía Ágata de verdad. Precisamente por eso, tenía que asegurármelo con otra cadena más. Y surgió la idea.
Le detuve en la misma puerta. «¿No olvidas nada?» Me miró sin comprender. «¿Y si te manchas, bobo? ¿Para qué te he comprado un delantal?» Se le escapó un gestecillo, pero se dirigió al armario y se lo puso. Era preciso imponerse; si no se entrega del todo, no podré endurecerle. Me eché a reír. «Resultas ridículo. No encaja esa tela celeste.» En silencio, echó las manos a la espalda para soltar el lazo y quitárselo. «¡No es eso! Lo ridículo no es el delantal, sino llevarlo con pantalones: la incongruencia masculina y femenina. Verás, voy a mejorar tu uniforme; vas a ser de verdad un paje. En el armario hay unos pantis rojos, nuevos, para ti. Vete al baño y póntelos.»
Se quedó inmóvil; aguardé ansiosa. Al fin, fue hacia el armario: mi triunfo. Pero volvió a detenerse. Insistí. «Son tu talla, no te preocupes. Y dan mucho de sí.» Pero entonces faltó a lo convenido. Inició una súplica intolerable: «Por favor, Águeda...». «¡Ágata!», le grité a mi esclavo. «Perdón, Ágata; pero no puede ser.» «¿Por qué no? Prueba y veremos.» «Compréndelo, Ágata.» «¡Prueba!» Forcé la energía de mi voz, pero ya sentí que me había precipitado, aunque si retrocedía le perdería. ¿Sabría yo superar la crisis, salvando la cara hasta otra oportunidad? Entonces sonó el timbre, como el oportuno gong en el boxeo.
Porque repicó en aquel instante. No era Tere: suele golpear con los nudillos. ¿Entonces? Luis se metió de un salto en la cocina, con los pantis en la mano. Me levanté y abrí. Lo más inesperable: Gloria. Me quedé tan atónita que me aparté a un lado y entró. Gloria, con un nuevo peinado hacia lo alto que le sentaba fatal. Sonaron nuestros besos en el aire. Había deseado venir a felicitarme para mi santo, pero no pudo en aquella fecha. Todos los santos tienen octava, etc.: sus palabrerías de siempre. Al menos, no se veían maletas por ninguna parte, ni en el descansillo. Me fijé al cerrar la puerta. Sus monadas repugnantes. ¿Qué vendría a buscar? La habría plantado su mozo. Mi irritación crecía. Al fin comprendí: ella creía que todo seguía igual, con Águeda a su disposición. Así es que cuando me preguntó, triunfante y venenosa, dándolo por seguro, si estaba sola, llamé a Luis.
La aplasté. ¡Qué triunfo! Pues, además, Luis, azorado, salió inadvertidamente con el delantal puesto. A Gloria se le alargó la cara un palmo. Hubiese yo besado a Luis en ese momento. Pero entonces, Luis se dio cuenta, y no fue capaz de comprender cuánto me ayudaba con ello. Sólo atendió a su orgullo machista. Enrojeció como un pimiento, el idiota, y se puso a desatar el lazo, pero se le enredó. «No te lo quites, tonto, y sírveme el té. Gloria y yo tenemos mucha confianza, ¿verdad?» En esa frase sí que puse veneno, estoy segura.
A Gloria le llegó al corazón. Seguía muda, mirando a Luis, a mí. «Para que veas», pensé; «para que veas a quién desdeñaste. Lo que darías tú por uno así». Pero sólo le dije; «Siéntate, guapa. Tomarás el té con nosotros.» Luis se había eclipsado. Expliqué a Gloria lo del delantal: «¡Los trajes de hombre se limpian tan mal!». Gloria se quedó en pie, balbuceando disculpas. ¡Ella abochornada, desconcertada; qué éxito! Se marchaba, sólo había querido darme una sorpresa y felicitarme. Pasaba casualmente por el barrio... «Y la sorpresa te la has llevado tú, ¿verdad?» Al cabo se despidió: «Adiós, Águeda». «Tengo para ti otra sorpresa más. Ahora soy Ágata. Más moderno, ¿comprendes?» Me salió un tono frívolo estupendo. Y fui yo la melosa, desde el descansillo, mientras ella huía escaleras abajo. ¡Gloria derrotada por mí! Me sofocaba el júbilo, la exaltación vital.
¿Y qué me encontré al entrar, qué jarro de agua fría? Un tonto aguafiestas, sin darse cuenta de nada. Sentado en la silla de la cocina, el delantal en el respaldo, su cara entre las manos. Al oír mis pisadas me miró, ¡qué asombro: tenía lágrimas! ¡Precisamente cuando tanto había quedado resuelto! Me armé de paciencia. «¿No comprendes que ésa venía a darse la satisfacción de encontrarme sola, quizás a ser de nuevo mi parásito? Viene a eso, ¡y me encuentra con un hombre! ¡Y encima lloras! ¡Si es magnífico!»
Entonces asomó la oreja. «Con un hombre no, Ágata», pronunció solemne, «ése es nuestro error. Con un hombre no. Un hombre no admite ese delantal». ¡Qué paparruchadas enjaretó después, qué razonamientos de esos «con lógica», como dicen ellos! Me indigné, claro. «Total, que te ha fallado el truco. Sí, el truco. Tu devoción, tu entrega... ¡Pura hipocresía! ¿Lo vas a negar, si salta a la vista? A la primera prueba, por una tontería, que, además, me ayuda tanto, te echas atrás. Te lo dije bien claro en el templete: no sueñes con ser nunca jinete. Al contrario. Yo tu caballo de Atila, mi tacón sobre ti»... Me desahogué. Se lo merecía.
No replicó. Cuando al fin callé, sólo dijo otra idiotez. «Eras mi última esperanza, Ágata. Ahora lo he comprendido. Y también he comprendido que te quiero. Por eso mismo me marcho.» Efectivamente, fue a la puerta y salió. Acarició un momento la jamba de la puerta, como Greta en Cristina de Suecia y se fue. Increíble: se fue. ¿Quién los entiende?
Y ese falso «te quiero»: otro truco para dejármelo clavado. ¡Qué fácil es decirlo! Porque su orgullo, lo primero. Macho, antes que nada. «Te quiero.» ¡Qué vileza, dispararme eso en el momento en que yo pensaba que sí, que todo estaba claro, que al fin ganaba una batalla a la vida, tras treinta años de derrota! Me clavó ese arpón, como a las ballenas, para marcarme de su propiedad con la banderola en el ástil. Unas banderillas, para mantener abierta la herida. Me chafó el triunfo sobre Gloria; de eso puede estar satisfecho. Pero no me ha aplastado la vida, ¡qué va! Al contrario, ya voy sabiendo cómo hay que jugar; sólo necesito práctica. ¡Y practicaré! Nadaré por ese océano. Un pez con dientes bien agudos, en triple fila como los escualos. «Estás para comerte, morena», me dicen al pasar. Pues sí, una morena. Feroz. Como las que devoraban esclavos en las piscinas de Roma.
QUARTEL DE PALACIO
¿Asoma ya la primavera? Don Pablo, camino del quiosco, quisiera creerlo. El invierno ha sido duro y él va siendo menos capaz de resistirlo. ¡Qué rebelde, la gripe de febrero! La cogió el día del bautismo de Águeda. Es decir, Ágata. ¡Aquel golpe de aire a la salida! Pero bendita gripe: también le trajo a María. Volvió a la vieja casa de Vergara. Veinte años después. ¡Qué abismo de tiempo!
Año de bautizos o rebautizos. También el suyo, en los escalones junto al antiguo Senado. Pero no ha resultado; María no se aviene a llamarle «Saulo» y la verdad es que a él también le suena raro. Entonces, ¿por qué le salió del alma en su caída de Nochevieja? ¿Por qué repitió, con ese nombre, la última palabra de su madre? ¿Por qué le pareció que con ello se entregaba a María?
Don Pablo se detiene pensativo. «Al escapárseme así aquella noche, ¿se me fue acaso ese nombre para siempre, como aquellos globos que se soltaban de mi manita infantil y desaparecían en lo azul? ¿Acaso mi rebautizo es ése: pasar definitivamente, sesenta años después, de Saulo a Pablo? Una confirmación más bien.» Reanuda su camino atajando sus divagaciones. En cualquier caso, María no asimila el «Saulo». ¡Ay! Pablo sospecha por qué. ¿Resultará una barrera? No lo parece, por ahora.
Llega al quiosco y hablan. Han de esperar a Dorotea, la portera de casa de María que atiende a la venta mientras ellos dos van a comer juntos.
—Ya no tardará —comenta María, mientras cobra un Capitán Trueno al chico del encargado de los Baños de Oriente. Luego añade—: Por cierto, ¿sabe usted que los cierran? ¡Como ya todo el mundo tiene baño en casa...!
¡Bendita gripe! Evoca Pablo aquel prodigioso día. Estaba en cama; deprimido. El intento de preparar alguna colaboración para el periódico le había levantado un amago de jaqueca. No oyó la puerta, pero sí los pasos. «La portera», pensó y se asombró de que ya fuese la hora de almorzar; no tenía apetito ninguno. Pero no llegaba sola.
¿La imaginaba su anhelo? No, María estaba allí, al pie de la cama. Pablo se echó a llorar. Sus ojos se empañaron, brotaron lagrimones en la cara contraída para ahogar el sollozo. «Vamos, vamos, don Pablo», exclamó la portera, añadiendo vuelta hacia María: «Está muy débil; ya ve usted.» «La vieja portera, la de cuando la guerra, me hubiese tuteado», pensó María. De pronto, se dio cuenta de cuántas cosas habían cambiado. «Esta habitación era la mía», recordó mientras se acercaba al enfermo. «Y ésa es la puerta que tapié, con Roque y Fermina, para ocultar durante la guerra los objetos de valor. Nunca los descubrieron. Es decir, Julián lo sospechó, seguro. ¡Qué bueno era!»
Pero el retrato sigue en su sitio, en el salón. La madre de Pablo sentada, empuñando el abanico como un cetro, erguida y dominadora su cabeza. Sus ojos fríos como vigilando a María, inquieta por ese retorno de la muchacha, dispuesta a defender a su hijo, como veinte años atrás.
Pablo había logrado serenarse. «Sí, estoy débil.» Sonrió, mientras la portera salía en busca de un cubierto y una servilleta. María había dejado sobre la mesa de noche un termo con caldo y una mermelada de naranja amarga. Inglesa: manía de Pablo. Le conmovieron los ojos húmedos del hombre, su barba de varios días, y le cogió un instante la mano huesuda, más afilada aún por la pasada fiebre. Pablo suspiró profundamente. Oyeron regresar a la portera y se soltaron.
Ahora, junto al quiosco, Pablo se deja envolver por el recuerdo. La portera se marchó y María aún permaneció unos momentos. Pablo se preguntaba qué estaría ella pensando al volver a pisar aquella casa, después de tanto tiempo. Mientras dialogaban, con aparente naturalidad, Pablo se consumía. Desesperanza más que arrepentimiento; la encrucijada en que se emprende el camino equivocado. Pero no estaba todo perdido. Algo quedaba en pie: María había vuelto. María sabía que podía volver y lo había querido.
Llega Dorotea, se mete en el quiosco y les ve alejarse. Desde Nochevieja, es Pablo quien se coge del brazo de la mujer. No van donde otras veces, a Casa Eugenio. Pablo ha decidido disfrutar de la vida, caramba, y propone la Taberna del Real. María no se asombra. Últimamente ha pasado a ser ordinario lo extraordinario.
Pues María sabe, claro está, que han cambiado las cosas. A veces se alegra: ¡lo ha deseado tanto! Siempre; desde que ella se iniciaba en el pequeño negocio del quiosco con Roque y su hermana y este hombre que ahora se apoya en su brazo para caminar era «el señorito Pablo». Alegría empañada de amargura: el tiempo perdido por culpa de él y de su odiosa madre. También de temor: después de todo, ella ha logrado equilibrarse, sobrellevar la vida serenamente, relegando a su fondo, como el agua de una cisterna tapiada, la vida latente de lo que pudo ser. Piensa que ya ha pasado el momento. Pero, llegada a esa conclusión, algo la empuja de nuevo ante la soledad de ese pobre hombre en su ocaso. Ese algo es amor, se dice, reavivado cuando, durante aquella gripe, sus visitas al enfermo se lo mostraron tan solo, tan vulnerable, tan desvalido. Su corazón, con ese pensamiento, se desangra, y sus brazos se extienden hacia él con el lienzo del consuelo, como los de la Verónica.
¿Y Pablo? El análisis le induce a no mover las aguas tranquilas de esa amistad añorante entre ambos, disfrazada de relación paternofilial. Pensar en el amor es hasta ridículo. Pero ¡la soledad de María! Esa pobre mujer en su buhardilla, sin otra compañía que el canario. También un día envejecerá y tendrá necesidades. Pablo puede darle seguridad, dejarle una casa, unos bienes y ¡desea tan ansiosamente hacerlo!
—¿Cómo dices?
—Preguntaba qué es lo que celebramos hoy —responde María. Ya están sentados a la mesa, uno a cada lado de un ángulo.
—Tu juventud.
—¡Si llama usted juventud a haber cantado los cuarenta!
—A mi lado no es nada. Voy con el siglo.
Se acerca la camarera y encarga el almuerzo.
—Más vale celebrar otra cosa —continúa María después. «Nuestro encuentro, nuestro nuevo encuentro», piensa Pablo, pero no se atreve a decirlo.
—Por ejemplo —añade María—, ¿qué le dijo el médico la última vez? —Que para el verano puede ya operarme el ojo derecho. —Pues celebramos eso: su recuperación.
¡La obsesión de antes vuelve a caer sobre Pablo y le hace callar! ¿Debe plantear claramente las cosas antes de operarse, o debe esperar a ver cómo ha quedado, para no imponer a María el cuidado de un inválido? Sería mejor lo segundo, pero ¿y si entretanto le ocurre algo? A los sesenta años pasados ya nada es seguro.
María percibe la emoción del hombre y toma la mano sarmentosa, de venas abultadas y manchas pardas, pero todavía firme, sensitiva, hecha a cuartillas, a la pluma, a teclados. La mano femenina no presiona. Se posa levemente, como un pájaro.
—Alégrese. Volverá a ver cuando le operen.
Pablo hace un gesto de duda. María desvía la conversación hacia amigos comunes: Flora, don Ramiro y su familia. Por cierto, ese Paco, ¡qué interesante! Pablo siente una punzada: es el mozo bien plantado que le regaló un pañuelo a María. Pero ésta lo que admira es el tesón con que el muchacho procura leer. En ese instante llega el postre. Fresones de Valencia. La oleada del recuerdo hace temblar la voz de Pablo.
—Aún no es tiempo de fresas. Las de verdad. ¡Qué pasión sentía tu madre por ellas! Deseando que llegaran las primeras de Aranjuez. Competíamos Roque y yo a ver quién acudía al puesto de periódicos con el primer canastillo. ¡Roque! Muchas veces lo he pensado: cuánto mejor le hubiera ido a tu madre casándose con Roque. Y a él también: la adoraba.
—Puede. Pero ella a quien quería era a usted.
Pablo se queda de piedra. ¿Cómo lo sabe María, cómo puede romper el aire con esa verdad que debería ignorar o no pronunciar? La mira. Ella sostiene la mirada.
—Usted me sigue viendo como una niña. Pero lo sé todo, Pablo. Roque me contó la vida de mi madre. ¡Tan distinta de la mía!: mi madre vivió, e hizo bien. La admiro; yo no sería capaz de tanto. No reparó en nadie; no se dejó robar su tiempo; no se sacrificó por tonterías...
En su cara conmovida, los ojos brillan con una intensidad febril que Pablo no sospechaba. Se siente intimidado: le alcanza la alusión personal tras esas palabras. Pero no es posible que María lo sepa todo. Aquel terrible final de Beatriz, tan romántico en la Dama de las Camelias y tan espantoso en la realidad. La pobre Beatriz ardiendo de fiebre en la buhardilla; Pablo y Roque turnándose para cuidar su reposo, para limpiarle sus esputos sanguinolentos, para que no se destapara en sus delirios o cometiese una locura. Pablo cumplía aquel deber lleno de miedo al contagio, y avergonzado por la cariñosa naturalidad con que Roque hacía lo mismo. A veces los ojos femeninos tenían una lucidez sobrehumana y en los labios moribundos había un asomo de burla y desprecio ante el miedo disimulado por Pablo. No; desprecio, no, sino compasión de enamorada a pesar de las flaquezas de su hombre. Ahora le abochorna aquella tarde en que, con un visible pretexto, eludió darle a Beatriz el amor que ella le pedía. Le parece estar viendo el sol rojizo por la ventanita de la buhardilla, con un color como el de las mejillas y los pezones de Beatriz en el cuerpo pálido que, medio desnudo, quería provocarle. Pero, al menos, la cuidó. Escribía sus artículos junto a la cama de la enferma; recuerda que por aquel entonces se ocupaba de Larra, aprovechando fragmentos de una biografía destinada a una editorial popular... ¿Cómo? ¿Acaba de decir María que su madre fue feliz?
—No sabes lo que dices. No sabes lo que sufrió.
—Imagino cuánto vivió... ¡Si yo hubiera sido tan fuerte como ella!
Pablo mira a la mujer. En su nublada visión actual se superponen fácilmente, sobre el rostro de María, las facciones de Beatriz. Aquel rostro era más vivo, más hermoso, pero... ¿cómo expresar la diferencia en la semejanza? Beatriz era una hoguera; María, una sosegada lámpara. Cierto, asoma a sus ojos una indecible, cautivadora luz interior.
—Pues os parecíais. Aunque fuerais tan distintas.
—¿Nos parecíamos? Entonces no comprendo nada.
Pero calla lo que no comprende y Pablo prefiere el silencio. Teme la aclaración.
Usted no la quería como ella a usted.
—Sí, yo la quería.
—Quizás. A su manera.
—Todos queremos a nuestra manera. No podemos de otra.
María piensa que ciertas maneras de querer ya no son querer. Pablo adivina algo así —¡se lo ha reprochado tanto a sí mismo en estos días!— y se explica, se justifica:
—Quizás entonces yo no sabía bien enamorarme. O quizás se quiere cada vez de distinta manera. Quizás el amor más hondo no es el más exigente, el más demandante...
—¡Pero mi madre no era exigente!
Cada palabra de hoy está revelando a Pablo otra María. ¿Cómo intuye aquella entrega vital de Beatriz, generosa y arrebatada, absoluta, sin cálculo, sin proyectos ni pretensiones, aquel gozarse y hacer gozar sin reserva ninguna ni prejuicio? No obstante, era exigente; exigía sin decirlo, lo que Pablo no llegó a darle: un amor equivalente. Se conformó, sin embargo; se resignó, entre desesperada y estoica... ¿Cómo puede comprenderse todo eso sin haberlo vivido? ¡Si él mismo no lo ha sospechado hasta ahora! Se estremece descubriéndose la idea de si acaso Beatriz se dejó morir. Por eso, porque exigía más.
—A veces he querido comprenderlo pensando que era usted mi padre. Pero sé que no.
¡Dios mío!, ¿por dónde van los pensamientos de esa mujer? Producen vértigo. Se apresura, alarmado:
—No, no lo soy. ¡Es segurísimo!... Tu madre no lo dijo ni se le escapó nunca, pero creo que tu padre era un palaciego y hasta que intentó ayudarla. Tu madre no aceptó; no admitía las cosas a medias. Pero yo no, yo no.
—Lo sé. Me lo aseguró Roque. Le hice jurármelo.
—¿Jurar? Si tú tendrías quince años cuando mataron a Roque.
—Ya me importaba —pronuncia esa boca llena hoy de verdades bajo los límpidos e inquisitivos ojos. Pablo se inmuta, se aleja del tema.
—Pobre Roque, ¡cuánto valía!
Recuerda al obrero tipógrafo, anarquista puro y convencido, con sus tres dedos de menos en la mano izquierda por la explosión de una bomba que le estalló mientras la preparaba. Le recuerda perseguido por la Dictadura, aunque ya estaba retirado de la lucha activa. Era tan agresivo como Beatriz, pero su violencia no nacía del desprecio, como en ella, sino del odio. Un odio tan hondo y puro que dejaba de ser malo, porque al dirigirse contra el mal se elevaba a noble pasión. Diamantino, absoluto, como el de los dioses. Iluminando su sonrisa y sus ojos claros, haciéndole paradójicamente bueno, como si al ser demasiado pequeña la satisfacción de aniquilar a alguien resultara luego indiferente hacer favores a cualquiera.
—El hombre más íntegro que he conocido —insiste Pablo—. ¡Y tan verdadero, tan auténtico! Como tu madre. Yo, junto a ellos, me sentía incompleto. Todavía me creo a medio hacer.
—No; ya no.
—¿Será posible? ¿También María lo advierte?
—Sabía que se notaría. No sólo tú. También Feli, la ciega, me lo dijo el otro día. —Pablo sonríe al recuerdo—. ¡Qué espantosa tristeza haber tardado tanto en madurar!
El silencio no puede prolongarse. Ha llegado el momento. Añade:
—Escúchame, María... Es tarde, sí. Pero ¿tanto como demasiado, demasiado tarde? Yo pienso que quizás... A mí, al menos, me gustaría intentarlo, ¿comprendes?
María no contesta.
—Soy una torre en ruinas; lo sé muy bien. ¡Suponiendo que haya sido torre alguna vez!, pero algo aportaría... yo...
—¿Qué? ¿Qué aportaría?
La voz es hiriente. Pablo percibe su error. ¿Por qué le cuesta tanto? Se arroja de cabeza.
—Amor.
Ninguno de los dos lanza un suspiro, que, sin embargo, hace ondular el aire. Aunque sólo se oigan pasos de camarera, tintineo de cubiertos, chocar de platos, voces. Toda una cúpula de ruidos albergando el gran silencio que acaba de cuajar.
—¿No me crees?
María inclina la cabeza. ¿Es asentimiento? ¿Una lamentación? ¿Es ambas cosas? En todo caso, no una negativa. Pablo se angustia.
—¿En qué piensas?
—En «el señorito Pablo». Yo estaba despierta por la noche en mi colchón, oyendo roncar a la hermana de Roque. Mis labios decían bajito «Señorito Pablo». Sus guantes amarillos, su capa azul con vuelta grana, sus botines, su bigote... ¡Era tan presumido!
—¿Presumido yo? —se asombra Pablo.
—Repetía en la oscuridad «señorito Pablo», como cuando se reza. Y cuando usted volvió de Santander...
—Yo también entonces, María... ¡Dios mío! ¿Cómo explicártelo?
—¡No, no me lo explique! ¡Sobre todo no lo explique...! —casi grita con angustia.
—Dime una sola cosa, quítame un peso del corazón o aplástame con él: ¿he llevado a tu vida más pesar que dulzura o menos?
—¿Cómo saberlo...? Hablemos de hoy.
¡Ay! ¿Cómo decir a ese hombre desolado cuántas veces ha sentido ella sus entrañas laceradas?
—Hoy... Vuelvo a preguntarte: ¿es demasiado tarde?
María sonríe con melancolía:
—Dicen que nunca es tarde.
¿Pasa un ángel? Es la camarera con su blusa también blanca. Pablo pide la cuenta y se marchan. La tarde, aún más dulce que la mañana. Se sientan en la Plaza de Oriente, en el recinto de evónimos en torno a la estatua del cabo Noval, sobre su pedestal con los nombres de ilustres damas promotoras, empezando por la Reina Doña Victoria Eugenia.
—¿Recordabas la casa, cuando volviste aquel día de mi gripe? ¿Cómo la encontraste?
«Funeraria, museal», piensa María. «Demasiado llena de trastos.»
—Bueno, diferente. Durante la guerra había menos muebles; estaban escondidos en el cuarto tapiado.
—Tú salvaste la casa.
—Fue Gervasia. Yo le di la idea de tapiar la puerta, pero ella tenía la fuerza.
—¡Qué navarra más templada! —corrobora Pablo, recordando que era la única persona capaz de imponerse a su madre.
—-Además, claro, en guerra estaba más llena de gente, con aquellos evacuados. La Severina, el Melguiches, los críos... Y los artilleros. Uno era alcarreño y a veces nos traía miel. ¡Nos la bebíamos! Era un jaleo constante aquella casa.
—Sí, ahora está muerta. La torre en ruinas. Ceguera y vejez. La mano femenina oprime dulcemente.
—Yo tampoco soy joven.
—Eso es lo más hermoso que me has dicho nunca, María. Una de las niñas que saltan a la comba mira de soslayo las dos manos enlazadas.
—Dime una cosa. No me importa, pero dímela. Aquel Julián: ya sabes, el capitán de Cuenca, al que luego sacaste de la cárcel gracias a la marquesa, ¿te quería?
—¿Qué más da?
Se siente malévola con esa respuesta, pero la ilusiona dejarle clavados esos celos. ¡Si Pablo conociera la verdadera historia! El modesto relojero de la vieja Cuenca, la ciudad alta, enamorado desde muchacho de la señorita que vivía en Madrid y pasaba los veranos en la casa solariega de al lado, con su jardín colgante sobre la hoz del Júcar. Refugiada ella en Cuenca durante toda la guerra, el capitán enamorado en silencio había luchado para evitarle persecuciones y la protegía desde lejos. Volcaba su desesperanza en la guitarra, contaba sus amores a María que, a su vez, le confiaba sus ilusiones para cuando Pablo regresara de Santander al final de la guerra. «Dichosa tú, que puedes tener esperanzas», suspiraba Julián.
Pero la madre se encargó de segarlas en flor. Por eso doña Clotilde, desde su retrato miraba inquieta a María cuando ésta volvió a entrar en la casa días atrás. ¿Cómo? ¿Reaparecía en su casa la del quiosco de periódicos? ¿La muchacha sin padre?
Cantan las niñas en sus juegos por la plaza. Suena rítmicamente contra el suelo su cuerda de saltar. «¡Y pensar que yo misma salvé ese maldito retrato!», se dice María. Imposible vivir a su sombra. Pero ¿qué está diciendo Pablo?
—... lo que pase con mi vista. Si me abren los ojos de nuevo, será una vida distinta. ¡Un gran cambio, María, un gran cambio! ¡Nada del pasado! ¡Hasta de casa quisiera cambiar, para sentirme otro!
El corazón de María se alegra como un pájaro. Sabe que no dejará Pablo su casa de siempre, pero por lo visto desea salir de ella, dejarla atrás, cerrada, cáscara de la vieja vida estéril. Y recuerda que desde sus propias ventanas, en la calle del Reloj, está viendo iniciar unas obras en los altos de la casa de al lado. Las inmensas alas de una ilusión dorada cambian el color, la fragancia, la sonoridad del aire sobre toda la plaza de Oriente.