PAPELES DE MIGUEL

El almendro en llamas

Diciembre de 1975

Este San Miguel, en las clarisas de San Pascual. ¡Tan distinto del parisino, en la rue de la Pompe y, sin embargo, recordándomelo! Aquél se impuso a mi vista mientras bautizaban al niño. Monique estaba encantadora. Su expresión todavía me engañaba; máscara le ternura sobre la intolerante avidez. Debí interpretar a tiempo aquel San Miguel, comprender por qué se me clavaba en la memoria. Sonsoneaban los latines, mientras yo lo miraba de vez en cuando, sorprendido de que el niño no llorase bajo el agua ni con la sal. Pero, ¿cómo saber que la imagen describía el futuro, con sus rayos en cadena, fuegos jerarquizados? Primero, la espada flamígera de Miguel cayendo sobre Satán; a su vez, el rostro del arcángel Iluminado por una luz en lo alto — pero también herido: ahí el secreto — , más arriba, el sol atravesando el vitral y golpeando en lo alto del cuadro. Triple rayo abatidor del avión, el que sumergió a mi hijo en el Cantábrico no muy lejos de mi padre. Consuelo de saberles próximos, comunicados por las ondas, unidos en las profundidades. Mejor que en archivescos cementerios, siempre removibles; recuerdo más de uno desventrado por los obuses.

Extraño convento de clarisas, con fachada al tráfico de Recoletos. Pero su espalda vuelta hacia mi barrio. Más barojiano que nunca por la mañana temprano: porteras barriendo la acera, una criadita — ¡todavía! — con el pan, el periódico y los churros para los señoritos. Del Bar Melgárez sale un viejo obrero limpiándose ,s labios con el dorso de la mano: de matar el gusanillo con aguardrente, seguro. Aún tardarán en aparecer los empleados de banca de la Gran Vía. Escena y personajes cambiantes, según la hora. Por la tarde la calle se vuelve mesocrática y modesta; señoras sin pieles por los pequeños comercios; niños volviendo de los colegios. Con la noche surgen los ambiguos clientes de los clubs, las mujeres pinta Trajeadas, los grupitos casi agresivos o el solitario borracho de mirada turbia. Miércoles y viernes, la manada de turistas — frecuentemente japoneses — pastoreada por el guía hasta La Albufera, a comerse una paella nocturna.

Estas esquinas eran antes de la guerra campo sobre todo de estudiantes. «Sábado, sabadete, camisa blanca y polvete», era su consigna. Los serios clientes de Madame Alberta desaparecían los sábados. Quizá idealizo el recuerdo que transfiguraba desde el anochecer la rueda de los transeúntes en la Puerta del Sol. Apariencia: tráfico de una gran plaza. Realidad: manantial de misterio desde un abismo. En el fondo de cualquier ser humano puede hallarse de todo, como en mis cuatro novelas: el tálamo desaforado de la primera; la rebeldía frustrada de la II; un ansia de otra vida, como en la III; y todo: un látigo, una bolsa de oro, incienso, una corona, mil juguetes de la vida, máscaras, máscaras, máscaras... La máscara es «la más hermosa comodidad del mundo», proclama la veneciana Flaminia en el Vecchio Bizarro. En Venecia servía para todo: para el paseo y para la orgía, para la intriga y la mendicidad, para amar y para gobernar. Hasta el Nuncio la llevaba. ¿Y acaso no la usamos para ser hipócritas con nosotros mismos? Preferimos ver en nuestro interior una máscara cualquiera mejor que un abismo. Nos tranquiliza como la cicatriz sobre la herida cerrada en falso.

Octubre, Octubre: otra máscara, esa cuarta novela. Hojas secas, estanques corrompidos, nieblas. El malva juanramoniano del otoño. Pero también octubre revolucionario, rojo, sangre viva. Aire o fuego, claridad o noche: dos salvaciones opuestas. Aquella víspera de mudanza: descubrí las primeras páginas con emoción de arqueólogo ante un fragmento recién desenterrado. Al limpiarlo con el cepillo emergieron las inscripciones. Luis, Ágata, Quartel de Palacio.

Trascender las máscaras, desgarrar una y otra, excavar hasta el fondo, encontrarme en la hondura, cráter en una sima. Un hecho revelador: cuatro novelas casi acabadas en diez años, una tras otra, y para nadie. Penélope, tejiendo y destejiendo cuatro veces el mismo tapiz con los mismos hilos. Esas cuatro novelas no fueron oficio de escritor, sino preparación a la desnudez iluminada, inventarios liquidadores de mi vida para despojarme de todo, pérdidas y ganancias, hasta el último grano.

Tanto releer Octubre, Octubre y hasta hace poco no he captado su verdadero sentido. ¿Qué impenetrable gelatina oponiéndose a mi comprensión? ¿La ha vencido la paloma, la sequedad de mi último desierto? Ahora lo sé: no fue venganza contra otros esa Novela IV, sino mi destrucción, la destrucción mía necesaria para crear el Imposible. Novela IV: la salvación hacia el abismo como puerta indispensable para salvarse hacia lo alto. Quemar las naves. Quemarme solo ante la salvación, hacia la luz; en la última playa a donde me ha guiado Nerissa.

El Amor es siempre imposible. Si fuera posible sería sólo amor; brasero, pero no llamarada. Como la vida, que se reduce a dejarse dotar en la corriente. En cambio, la Vida es para los locos, lo mismo que el Amor; para los dignos de saborear la tortura en el potro de lo Imposible. El mundo antiguo y el Islam veían al loco más cerca de los dioses. ¡Ah, Hólderlin! El Amigo de Lulio, ardiente antorcha. Nerissa y Hallaj, el mismo fuego.

Lo imposible se reveló en Mallorca. Ante el Almendro viviéndose en su hoguera como los mártires buscan la Vida en su morir. La última verdad es esa unión de los contrarios. Mientras mi rencor creía vengarse al escribir la Novela IV, mi amor estaba desoyéndome por Amor. Transmutar a Luis y Ágata en peregrinos de lo Imposible era elevarnos, Nerissa y yo, hasta el Amor. Para alcanzarlo, forzoso quedarme solo. Rechazado.

Marginados: imposibilitados para ser lo que son. Humanos incompletos, sexos aberrantes, desterrados sociales. Cuando intentan ser suelen resultar sórdidos o grotescos. Salvación: renunciar del todo. Lo Imposible no se alcanza con migajas de lo posible, sino con escaleras de Nada. Nadie se desmargina siendo un poco; solamente no siendo. Negarse para ser.

Entonces, ya en el Amor, goce de filos exasperados, llamaradas con nombre. Honduras adolescentes, premeditaciones suicidas, brutalidad lesbiana, arrebatos homosexuales: asomarse por instantes a lo Imposible. Sólo por instantes esa pompa de jabón, polvillo de mariposa. ¡Pero qué abismal ofrenda en el eunuco enamorado! Como la del viejo, a quien su lenta progresión hacia la muerte familiariza con lo imposible ya. No interesan los residuos de la vida, ni siquiera este cuerpo moribundo. ¡El otro, el otro, futuro y galopante!

Petra. ¡Qué seguridad, qué aplomo! Vive a pleno pulmón, siendo lo que es, y desde siempre: y no quiere ser ni más ni menos, ni otra. «La cuestión está en tener cada cual su dignidad», sentencia.

¡Y qué distinta su hija! Con el traficante de su marido, vividor de estos tiempos, acabará con chalet, alhajas, coche grande y todas esas ruedas de molino que nos cuelga del cuello el consumismo, para darnos la ilusión de estar vivos. Cuando prosperen y el marido tenga una querida, tanto por placer como por prestigio, y vaya de cacería a buenos cotos privados, la Lola se sentirá «realizada», como dice la gente.

He conocido a la madre llevando mi ropa a su lavandería automática, donde antes tenían una casquería: «Idiomas y talentos», en el rótulo. «Hasta ubre de vaca, comía antes la gente pobre.» En la otra puerta la hija vende Souvenirs, ofreciendo como artesanía vulgares productos en serie. «Pero los turistas pican, y hasta la gente de aquí — dice Petra —. ¡Qué cosas compran! me quedo pasmada.» Las americanas de edad son las que más la asombran; todas le parecen «cómicas o putas viejas, con perdón». He hecho de intérprete entre Lola y una de ellas, encaprichada con una bacía imitación de Talavera. «Don Quixote, yes.» Me contó que en Alabama era consultora sexual. Increíble: ¿habrá gozado ni una sola vez ese cuerpo ballenáceo todavía joven? «Pues no vea usted en el verano, con tanto mocerío medio en pelotas. ¡Lo que pagan por un candil de lata o por un chisquero de mecha, como los gastaba mi pobre Raimundo, que en paz descanse!»

Petra y yo, ¡cómo nos entendemos! Ella, pegada al mundo en que nació, el de «antes de la guerra»; yo, a ninguno, es decir, al de después de mí. Ambos igualmente forasteros en éste, que contemplamos con ojos compasivos y burlones. Por eso hablar con Petra me sosiega. A veces la convido a chocolate en la cafetería de enfrente — a la española, como tío Jacinto — entre parejas, estudiantes y tertulias de señoras del barrio.

Necesito ese sosiego estos días, me amaga otra etapa de sequedad. ¿Va a ser mi vida un ciclo de altibajos? Como en el texto de Ibn Arabí, recogido por Asín del Tohfa, donde se explican los dos estados de opresión — «aprieto», decía San Juan de la Cruz — y expansión, Kabd y Bast. Al menos esos estados, aclara el Xeij al-Akbar, denotan ya el comienzo del amor perfecto. ¡Ah, Nerissa: me acerco a Ti!

Nada tiene ya poder sobre mí. Se me borra el suceso de la mañana, pero revivo memorias lejanas. Vuelven mis gentes olvidadas; vienen a susurrarme que resucitaré como ellos. Meyrink esperando el alba para morirse, sentado en su alcoba frente a la ventana, desnudo hasta la cintura, tranquilo. Bach cantando su Ven, dulce muerte en el cello de Casals. ¡Si el pobre don Pablo hubiera sabido esto, mejor le hubiera ido!

Morir antes de morir; anticipar la agonía para vivirla como un prolongado crepúsculo. Duradero adiós enamorado, mientras el barco va levando anclas sin despegarse aún del muelle. Tiempo para desangrarse en paz; dejar las venas tan vacías como las preparaban los egipcios para inyectar en sus difuntos las esencias inmortales. No pueden comprenderlo esos burócratas del Ministerio y de la Facultad ante los que voy formalizando mi liquidación exterior. «Renuncio a todo, regalo mis libros y ficheros; no me interesan mis derechos, no quiero volver a recibir ni un solo papel oficial.» A veces me impaciento, les increpo. «¿No se dicen cristianos? ¿No creen que Él alimenta a las avecillas del campo? ¿Que cómo enseñaré luego? ¿De qué viviré? ¿Quién piensa en eso ni en luego?»

Alberto vino a verme. Alarmado, aunque simuló plantearlo en broma. «¿Vas a convertirte al islamismo?» «¿Para qué? Ya sabes que se va por todos los caminos.» En la Facultad me toman por loco, supongo. Sería más fácil hacerme musulmán que budista, aunque Nepal esté de moda; hay más unidad entre las Gentes del Libro. Pero ¿para qué? ¡Eso de un dios barbudo que nos lleva las cuentas como si le hubiésemos arrendado la vida! Lo sabía Lulio tan bien como los sufíes. ¿Tuvo su Shams de Tabriz, como Rumí? ¿Qué le retuvo en la cristiandad? No hay tanto de Ramón a Al-Ghazali en el razonamiento, ni tanto de él a Rumí en la lírica. No enloqueció del todo; eso lo explica. Le retuvo un poco de razón griega. No se alzó hasta la violencia blasfema y sagrada de Hallaj cuando grita, alzando los muñones de sus manos recién amputadlas: «Yo soy la Verdad». ¡Ana al-haq!

Luego me supuso interesado en el Zen. Me recordó a aquel Carlstadt, aliado al principio de Lutero, que luego prohibió leer las Escrituras y acabó incluso abominando del abecedario y recomendando escuchar la verdad en boca de los ignorantes. Mis amigos tratan de comprender por la vía del raciocinio; es decir, intentan encajarme en sus casilleros. Como Occidente, tardando siglos en asimilar la idea del cero hindú. No comprenden mi ambición. Sencillamente ésta: Nada.

Tú sí me conoces, Nerissa: soy exclusivamente nerissista. Acepto el abismo entre nosotros, el que te hace Imposible para mí, a cambio del reencuentro cuando haya logrado construir mi muerte. No reniegues de esa esperanza, no la pongas en duda; hasta las especies se reencarnan en otras al ascender la escala. ¿Qué fue de los dinosaurios? No acabó con ellos su pequeño cerebro en relación con su masa, ni el adelgazamiento de la cáscara de sus huevos. La nueva teoría equivale a reencarnarlos en aves, a juzgar por su amplia ventana preorbital en el cráneo, reencontrada ahora en el archeopterix de Eichstatt. «Casi como una paloma», afirma su descubridor. Si un dinosaurio reencarna en un palomo, Nerissa mía, ¿cómo dudar?

Alberto tampoco me comprende, aunque su amistad le acerque tanto a mí. Derivamos hacia la música; le hice oír la Sonata insegura, de Miguelito. Aún me tiene atónito. ¡Qué revelación cuando la casa editora me envió un ejemplar del disco! Nunca sospeché que fuese tanto, aquel hombre-niño que vivió a mi lado. Me enorgullece su creación; me desespera haber ignorado entonces su voz, su ímpetu. Ni sus profesores lo sabían; sólo conocían al intérprete ya excepcional. ¿Humildad, saberse capaz de más aún? Era de la raza de Beethoven, que talla su estatua poco a poco; de los titanes que escalan la montaña contra el propio Zeus, contra el rayo. Esa Sonata...

Hablé con su maestro, igualmente desconcertado. «Gran música desintegrada; ruinas de la más noble arquitectura.» Conjeturo que primero edificó su palacio como los arquitectos convencionales, y después lo descompuso según un canon secreto, inexpresable, de apariencia caótica. El andante se convierte en allegro, luego en progresión fugada, pero todo en un eco deformante. Fragmentos de caleidoscopio que tienen sentido, gemas de lírica schumanniana, riguroso metrónomo de Bach. Sobre todo fuerza, ritmo. Un héroe con la osamenta fuera, la forma carnal dentro. Un caos sin azar. Primero construir, luego desbaratar, reconstrucción distinta. No es la dialéctica, sino la escala ascendente y descendente de Ibn Arabí.

A veces Petra los mismos ojillos burlones y penetrantes que Madame Morangé. Me la presentaron en La Coupole, me contó haber conocido a Laura, antes de que ésta se fuera a vivir con Bataille. Viviente historia de La Coupole, Madame Morangé, desde que se inauguró el café en 1927. «Yo he vivido esta casa», repetía orgullosa. Solía sentarse junto a las cristaleras, para ver pasar el mundo por el boulevard. Tomaba una media de cerveza antes de irse a almorzar al fondo, siempre el mismo menú. Su gorro negro imitación de piel, su broche antiguo, sus ojos sin lentes. Ojos de quien todo lo ha visto: debió de ser muy seductora.

Me sugirió escapar por las cocinas, el día en que llevaba yo un mensaje y me creí seguido por los alemanes. Quizá lo imaginé, pero más valía entonces pasarse de prudente, a pesar de que solían respetar mi tarjeta de residente español. ¡Qué importantes me parecían entonces todas esas cosas, qué ingenuamente me uní a la Resistencia! No hice gran cosa, pero fui muy útil como correo. Sólo tuve verdadero miedo cuando me detuvieron en Cannes. ¿Qué casual equívoco me salvó? Aquella bofetada, aquella cara del sádico de uniforme interrogándonos en la Kommandantur. Nos metían por la puerta de atrás, claro. ¡Aquella bofetada, innecesariamente humillante!

¡Alex, el enlace! Sus pómulos eslavos, su cuerpo aquijotado y enigmático, sus corbatas llamativas cuando todos nos desvivíamos por pasar inadvertidos. Escribía para Fénix, la revista teosófica. O por lo menos, eso decía; también justificaba yo mis pasos de la zona ocupada a la libre como viajante de productos farmacéuticos. Era del Grupo Tarbes, organizador de evasiones por los Pirineos. Me sorprendió que me preguntase un día por nuestro Miguel de Mañara; había leído la obra de Milosz. ¡Qué encuentros más fantásticos los nuestros! ¿Cuántos idiomas hablaba? Quien nos oyese hubiera creído que usábamos clave, pero discutíamos en serio. Más bien me instruía. Sobre antroposofía, Steiiner, sobre todo Milosz y sus fabulosas teorías sobre el iberismo judaico en su Ars Magna. Alex era judío, claro. Me dejaba siempre estupefacto. «Porque como yo soy bisexual...» me soltó un día, de pasada, quizá con ánimo exploratorio. Seguro que obtenía gran provecho guiando a España fugitivos. ¡Y fugitivas!: cobraba en dinero y en especie. Facciones sugestivas, sabía engatusar; quizá porque resultaba ambiguo. Sí, más bien por eso. Nada estaba claro en él. Al menos, apenas liberado París desapareció.

¡Qué distinto París después de la guerra! Vivíamos sin pensar, sobre todo en nuestro Saint-Germain-des-Prés. Sólo aquella inconsciencia explica mi boda con Monique. No reflexionábamos, no proyectábamos. Nunca terminábamos la noche donde habíamos pensado. Se salía buscando la trompeta de Boris Vian, y se acababa oyendo a la Greco en una cueva, ante un plato de arengue con cebolla. ¡Las lilas del Luxemburgo, respiradas tumbados sobre un banco! Les frères Jacques empezaban entonces; una noche charlé con Inkijinof, me habló de Duvivier dirigiendo La t éte d'un homme. Sartre pontificaba en su café de Flore, con su secretario Jean Cau al lado. Charles Trenet cantaba Les voyous; aún no había tenido el gran éxito de La Mer. Vivíamos al día, nos bastaba respirar, felices por haber sobrevivido a la guerra. Hasta el panadero de la esquina hacía poemas. Como proclamaba la canción de moda:

II n'y a par d'après / á Saint-Germain-des-Prés / plus d'après-demain, d'après-midi / il n'y a plus qu'aujourd'hui.

El estribillo: Voici l'eternité / á Saint-Germain-des-Prés.

La vida entonces: una aventura que siempre podía desembarcar en algo. Y la eternidad era hoy. Pero había otra más. La misma canción lo prometía: Quand je te reverrais / ce ne sera plus moi. Escúchalo, Nerissa. Sólo en una sucesión de eternidades habita el Amor. En cambio, el amor se contenta con «siempre», esa engañosa, miserable palabra, que muere con nosotros.

Releo La experiencia interior, de Bataille. ¿Por qué irritó tanto a Sartre? Ahora la comprendo mejor: el silencio del éxtasis como única respuesta a la herida más violenta. La filosofía del suplicio del palo; pero entonces yo no estaba maduro para acatarla. Bataille, sí; cinco años le había costado recuperarse de la muerte de Laura, su compañera, que ya antes había intentado suicidarse cuando vivía con Jean Bernier. Cuando, años después, vi una fotografía de aquella mujer, con su angélico rostro y los cabellos lisos separados por una raya a la derecha, me asombró su parecido con tía Magda. Sin embargo, bajo aquella faz tranquila había un desatado temperamento. ¿Entonces, acaso también tía Magda? Nos cruzamos por la vida como barcos en la niebla, ignorándonos, percibiendo apenas una borrosa silueta.

Me lo pregunté mucho. ¿Tenía la serena cabeza de tía Magda un ardiente cuerpo de Laura? ¿Era su efluvio lo que removía mi manantial adolescente? ¿Sabes, Nerissa? Mi deseo de tu cuerpo me ha impulsado a veces a imaginar tu rostro sobre el cuerpo de Hannah, que tan bien conocí. No resultaba. Tus montones de trigo eran otros. Y, sobre todo, tus ojos lo impedían. Tus ojos como el mar que encarnas. De colores de mar, mudables bajo la ráfaga de alegría o de pena. Sereno azul mediterráneo, atlántica esmeralda de pasión, gris cantábrico de melancolía. Grises como el mar que envuelve a mi hijo y a mi padre. ¡Si pudiera sepultarme en tus ojos! Incompatibles con el otro cuerpo: por eso eres y no eres Hannah. Hannah, pero sublimada; un escalón más hacia lo alto. Por eso no has sido mía, aunque tanto lo desearan mis venas: para ser Imposible, para llevarme al Amor.

¿Componía ya Miguelito cuando vivía en Saint-Germain-des-Prés (el suyo, tan distinto del mío). Me lo ha hecho pensar Petra: «¡Cómo aguanta!, ¿verdad? Siempre lo he conocido así». Se refería al árbol de la plazuela de Chueca, tumbado como una torre de Pisa sobre la humilde fuente pública, junto al buzón de correos. Petra se había asomado a la puerta de su tiendecita e interpretó mal mi mi contemplación. ¿Cómo podía saber que la modesta acacia madrileña me recordaba aquel soberbio castaño de los jardines del Luxemburgo, junto a la verja, donde Miguelito me hizo esperar tanto aquella tarde?

Yo estaba gozando la alegría de los niños camino del inmediato teatrillo de marionetas, y no me di cuenta de su llegada hasta no oír su voz, jadeante por el apresuramiento. Empezó a explicarme: un ensayo prolongado... Le atajé, y echamos a andar. «¿Ves? — me señaló —. En esa casa murió Massenet. Merde!» Los jóvenes son crueles y los artistas más. ¡Cuánto me había gustado, antes de la guerra la Meditación de Thais! A tía Magda le encantaba; la teníamos en un disco, tocada por Jacques Thibaut. Enfrente desembocaba la rue Bonaparte, ¿o la de Guynemer? Quizá quiso Miguelito compensarme de la espera invitándome a la famosa cena, la que desencadenaría mi envidia y la Novela I. Sí, fue aquella misma noche. La provocación de Chantal, la liederista de ojos verdes y apache melenita. «Una cena de artistas, de bohemios, papá.» Pensé en Henri de Murger. ¡Qué diferente resultó!

Te lo conté: Mi mantra sagrado era tu número, y yo marchaba por las calles repitiéndolo como en trance. «Dos-veinte-cuarenta y tres-sesenta y cuatro.» Peregrino hacia el oasis de una cabina telefónica; metálica en España, roja en Londres. Manantial de tu voz para mi sed. Como la inyección para el drogado. Divisaba mi salvación a lo lejos, acudía presuroso al no ver sombras tras los cristales. A veces estaba roto, los vándalos habían cegado el pozo. También trampas menos visibles: teléfonos al parecer intactos pero averiados..La máxima crueldad: escuchar tu voz sin que Tú pudieras oírme, tu dulcísimo «¿Diga?» — a veces un adivinante «¿Eres tú, Miguel?» — sin que yo, nuevo Tántalo, pudiera devolverte mi voz. Correr entonces hacia otra cabina, ansioso de no tenerte en vilo, Basta poder al fin comunicar contigo, con mi vida.

Mi mantra, ese número mágico. Cifras sumando 21, producto de siete por tres, trinidad y planetas y notas musicales. Además, el 2 y el 1, Unidad y Pluralidad, Par e Impar, derecha e izquierda, generación de la dialéctica. En orden invertido, espiral hacia adentro, implosiva en vez de expansiva. Cavilaba sobre esa invocación a Ti como los cabalistas en su arte, que yo entonces sólo había estudiado con perspectiva antropológica, con la fría superficialidad de la ciencia y su rigor petrificante.

Ahora me acerco a la Kabala como la sirvieron sus fieles, como transfiguración del mundo en el árbol del Shephirot. Como se acercaron también los sufíes: Ibn Arabí, dedicándole una obra con el título expresivo de Faida, Utilidad. Apliqué la cabalística a tu nombre, Nerissa, y también — no te enfades — al simétrico de Hannah, escrito así por ella, como con un espejo plantado verticalmente tras las tres primeras letras. Así se reducía a Han, sílaba evocadora del sagrado Om. Exhalación ascendente, completada por la descendente Nah. Escalas que así fui aprendiendo; puentes desde el espejismo denominado realidad hasta la Realidad, el Absoluto.

La primera vez que nos vimos en Barcelona. En Nebraska, ¿recuerdas?, aquella cafetería de la calle de Caspe, a la que se entraba bajando unos escalones. La habías elegido para llegar pronto desde tu peluquería; pero además añadía otro nombre geográfico a nuestro planisferio amoroso. Yo te aguardaba al fondo, en aquellos asientos para dos, sin apartar mi vista de la escalerita por donde al fin descendiste, alada diosa, envuelta en la luz de la calle como en nimbo menos dorado que tu sonrisa. Momentos antes — quizá no lo creíste, aún no estabas segura de mí — la radio del local había retransmitido, en la voz de Montserrat Caballé, seis canciones castellanas musicadas por Toldrá. Una con este estribillo: «Todo en el mundo me sobra / desde que te conocí». Todo sobra, menos lo Único.

Tardó mucho en germinar la semilla del Absoluto, inconscientemente recibida. Fue indispensable llegar antes a perderte. Necesité un año más para recobrarme del desplome: por el mismo hilo telefónico que tanto nos había unido me arrojaste del paraíso. Pasaron meses de estupor, sin oír mi corazón, sintiéndome el alma de corcho bajo un cerebro que dictaba palabras con ánimo vengativo, aunque guiadas por la secreta Mano que construye deshaciendo. Al menos, escribir era un simulacro de vida... Al fin levanté la cabeza, sentí la fatiga, murmuré: «¿Y ahora?».

Aprovechando las anticipadas vacaciones de Navidad — ¡el miedo a disturbios universitarios! — me fui a Mallorca, como pude haber ido a cualquier otro sitio sin recuerdos. Me atrajo además una fórmula turística que brindaba alojamiento en masías. ¿Por qué me sobrevino allí y no antes, en Stambul, en Argel, en tantos sitios donde pasé de largo ante el milagro? ¿Por qué no sucedió, sobre todo, ante el rincón de París donde habitó el propio Lulio, junto al conmovedor Saint Julien le Pauvre, a la vista de Notre Dlame, donde hoy está el Bar Petit Pont? Allí tuvo su casa, pero había de ser en la propia tierra del místico donde me esperaba la Iluminación. Se estremece todo mi ser, traspasado como por los rayos que llagaron al Hermano Francisco.

Amanecía. Mi ventanita daba a la parte de atrás de la masía. Escarpada ladera cerrándome el horizonte, forzando la mirada hacia lo alto. Tierra parda, asomos de roca viva, piedras rodadas acumuladas en los repechos. Cerca, un bardal de piedra seca limitando un campo triangular. Arbolillos en triángulo también, desnudos, convulsionados los troncos, casi dibujados a pincel como en una seda china. Ramajes de alambre, pero sensibles al aire, temblorosas sus copas, humanos por contraste con la roca.

El aire delataba de tal modo el mar al otro lado de la colina, me envolvió tan vivamente en un salado azul que decidí escalarla para gritar en lo alto, como los fatigados hombres de Jenofonte: ¡Thalassa, thalassa!». Me lavé sin saber que practicaba abluciones rituales, me puse aprisa el pantalón y la camisa, me calcé las alpargatas, atravesé la sala común y, cruzando el portal, me encontré fuera. El cielo un celeste palidísimo, seda indecisa entre el día y la noche. La única nube no recibía todavía el oro solar. Una mariposa, color de piedra, se movió ante mis ojos y emprendió el vuelo. Recién nacido el aire, alzándose sus fragancias campestres, sus olores claros y oscuros, ligeros como velos, pegajosos como ungüentos, danzantes como libélulas, fresquísimos en la primera mañana del mundo.

Di la vuelta a la casa y avancé por el sendero cuesta arriba, a lo largo del bardal. En el vértice, señor en un trono, solitario y aislado, un árbol más alto. Fue agrandándose a compás de mis pasos y, de repente, cuando estuve ante él, un súbito silencio sobrevino. Me sentí en un recinto sagrado, descubriendo que el Absoluto empieza en el Silencio, más allá de la música de las esferas. Entonces flameó mi Zarza Ardiente.

Se incendió aquel encaje de ramas. El almendro floreció de golpe. Me quedé sin razón, puro mirar atónito, ante aquel fuego Blanco de infinitos pétalos. Ardiente por su vibración. En eso consistía el milagro: en que, al estallar en flor, el almendro vibraba rapidísimo como un diapasón callado, obligando a ondular al universo. Vibraba el aire, el perfil de la colina, el firme de la tierra, el cielo y hasta el silencio. El cosmos se centró en el Almendro, condensado él mismo en encendida nieve, blancura vibrante, luz absoluta. Cegadora y, por eso, tenebrosa también. Vibración de oscura luz: el Absoluto.

Cuando volví del éxtasis, el mundo era como antes. Recordé la historia del monje que estuvo cien años escuchando a un pajarillo como si fuera sólo un instante, y la leyenda islámica de los siete encerrados en la caverna; comprendí que no eran fábulas. El almendro ya no tenía flores, parecía más reseco que nunca, como si quisiera provocarme a no creer en el milagro. Pero ya estaba florecido en mí para siempre, ya había brotado en mi caverna interior el árbol del Absoluto. No caí de rodillas, no ocurrió nada espectacular. Me limité a reanudar mi camino — eso sí, tembloroso todavía — , hasta coronar la colina y descubrir el mar. El tiempo había vuelto a ponerse en marcha. Sobre el acantilado que cerraba la cala ya se teñía de rosa y oro el cielo. Y hacia el norte, entre los dos promontorios, el azul se aclaraba también, diluyéndose hacia el infinito.

Permanecí sentado un gran rato, recibiendo el aire, viendo el mar rayándose de luz y el cielo de colores. Asomó el sol por encima de las rocas en sombra. Retorné lentamente a la masía, donde me esperaba un rústico desayuno. Junto al butacón, entre los pocos libros del estante, uno que, increíblemente, no había descubierto la víspera al curiosear por la casa. ¿Acaso no estaba aún allí? Una edición del luliano Llibre del Amic y del Amat, preparada por Martí de Riquer. Lo abrí al azar, y desde las primeras líneas ofrecidas a mis ojos, comprendí que en él se hacía palabra la Revelación. El Almendro en llamas.