OCTUBRE, OCTUBRE

¿Decretan los dioses ese día?

Viernes, 3 de noviembre de 1961

LUIS

Este aire sí es mi patria, qué delicia de otoño, tras las lluvias pasadas, como primeros días de colegio, tibio sol, mañanas de Madrid azul y oro, veladuras grises, oliendo a tierra húmeda como entonces, no han podido cambiar mi aire, el humo de la hojarasca rizándose entre el encaje de los árboles desnudos. Apenas últimas hojas amarillas, me costó trabajo librarme de don Ramiro, ¡qué pesado, pero qué tipo!, le envidio, sin problemas, tuve suerte con esa casa, refugio con horizonte, el de mi balcón bajo la ventana de Águeda, los cedros del jardincillo en talud hacia Bailén, la Casa de Campo a lo lejos, me siento haciendo novillos, pero hasta las doce no me entregan en la imprenta, antes no puedo hacer nada, pero figuro trabajando, consta en el planning del Doctor Calasans, «Madero, galeradas y ajuste», controlado, es cómodo este banco arrinconado, lástima de plaza destrozada, cubierta de piedra, ¡vieja Plaza de Oriente de mis juegos!, niñeras, aquel barquillero jorobadito, siempre tan risueño, engatusándonos para que compráramos, cuánta picardía, nos enseñó a fumar, vendía «pitos» de tapadillo, nos prestaba perras gordas, su deformidad como si le infundiera vida, los gnomos de la tierra, los herreros míticos, los cabiras de Lemnos, ¿demonios fálicos?, vida misteriosa, deseos pervertidos, yo prefería pirulís de La Habana, ¡su dulce penetración de los labios!, y el carrito empavesado que daba la vuelta, tirado por un burrito con sombrero de paja en el verano, saliendo sus orejas por agujeros, el dueño agitanado, con un pitillo colgando del labio, restallaba el látigo como en el circo.

Ahora la pompa en todo, hasta en la oficina, el Doctor engolado reinando en todas partes (Corazón Santo), cada uno su pedestal para disimular su mediocridad, parapetados tras la mesa, extrañeza unánime al verme poner la mía contra la pared, todos me gastan la misma broma: «ate han castigado?», prefiero ese aislamiento para trabajar, enfrente los libros alineados, el tablero de corcho con notas a la vista, aquí la mesa es para recibir, negociar con visitas, mostrador de chalaneo, la mía banco de artesano.

Me cuesta reinsertarme aquí, aún no he terminado mi readaptación, tampoco la facilita esta gente, no viven el cambio del mundo, siguen en su guerra, no terminó, raro es el día sin alusiones en la prensa, ¡y qué periódicos!, cómo me acuerdo de El Sol, incluso el ABC de entonces, qué ramplonería intelectual esta dictadura, qué chatez de pensamiento creyéndose en posesión de la verdad, el ministro que visita el monasterio gótico convertido en Parador de Turismo y aprovecha para atacar a Jruschov; el paso por Barajas de un obispo peruano camino de Roma y que (reverentemente nos informa la prensa) ha de interrumpir su viaje por una disentería, esas son las noticias, y la reveladora discriminación en las recepciones caudillescas — «audiencia militar» y «audiencia civil», ciudadanos de primera y de segunda — , sólo los anuncios reflejan la vida; pues no digamos el NO-DO, sus resentidas omisiones de lo que pasa fuera, su triunfalismo al presentar el embalse, gloria de nuestra ingeniería, valladar inexpugnable contra el comunismo, y esa obsesión provinciana por lo que dicen de España, la carta del turista escribiendo al Sunday Telegraph lo bien que se alojó en Torremolinos; España, modelo de ley y orden; así se revela la secreta inseguridad de estos triunfadores, por eso no bajan la guardia, a nosotros solamente nos toleran, yo sospechoso, traigo el bacilo de pensar por cuenta propia, puedo contaminar el alma del IDEA, a veces me da risa, qué cerrilismo carpetovetónico para repetir que España es diferente, la única esperanza surgida en Europa desde Trento, y además ahora el milagro español de la estabilización de 1 959, el mundo exterior enfermo y corrompido, aún hay algo peor, esa caridad de cartón piedra para el arrepentido (eso se me presume al haber vuelto, ¡si supieran! ), lo del Buen Pastor y la oveja negra, pues sí, negra para siempre, no soy redimible sino sólo contratable, rojo per saecula saeculorum , aunque todavía ellos siguen construyendo, ahí en la Moncloa, un templete redondo con ladrillos en cruz y rejas como espadas, otro recuerdo de aquello, será inaugurado cualquier día con chinchín, rataplán y tararí.

Allá ellos, un superviviente no tiene futuro, vivir cada rato apacible, como éste, rasguido de escobas de brezo, crujir de gravilla bajo infrecuentes pasos, alguna voz de jardinero, es temprano para los niños, lejano rodar de autos por Bailén, se queda uno frío y andar gusta, el sol dando en lo alto del Palacio Real, allá arriba pequeñas estatuas, pero hermanas de estas gigantescas en la plaza, Chindasvinto y Witiza, Fruela I y Turismundo, recitados de carrerilla en el colegio los treinta y tantos reyes godos, qué estúpida enseñanza de la historia, más bien qué inteligente, ocupar la memoria con eso escamoteando lo importante, recorro San Quintín y subo hacia el Senado, sede ahora del Movimiento, su tarea frenar el país, ironía del nombre; el muro de la Encarnación, esto era usar bien la piedra y el ladrillo, qué sedante, a pesar del ciprés agresivo, lanzada feroz al cielo, ¿por qué me desazona siempre ese árbol hermético?, ese símbolo fálico, hojas sin estaciones, como el pino, Attis, hijo de hermafrodita y náyade, tan bello que enamora a su padre, que éste le enloquece hasta inducirle a castrarse, muere y resucita como la vegetación tras el invierno, siempre la fertilidad tras la castración y muerte, el ciprés me desazona, su misterio.

Lo dejo atrás, atrás la Plaza de la Ópera, el quiosco, la serena vendedora, compraré por oírla, no lleva anillo, ¿cómo no se habrá casado una mujer así?, cualquiera la querría, como pararrayos de catástrofes, ¿o acaso una mosquita muerta de las que luego sacan los pies del plato?, como me repetía de Asunción la tía Héléne, pobre Asunción, ¿sería verdad?, no me porté bien al dejarla, pero quería pescarme, en eso tenía razón Héléne, hubiera cambiado mucho mi vida, ahora seguiría yo en Argel, ¿daría clases o me ocuparía de sus viñas?, al menos me he librado de la guerra, ¿qué habrá sido de ella?, ¿habrá huido a Francia perdiéndolo todo?

Provinciana calle de Santiago, criaditas hacia la rinconada, donde sobrevive Viena, comprar un pan reciente para el desayuno tardío de sus señoras, las pantorrillas sin medias se adivinan frías, los muslos guardando aún calor de la cama, la gente se saluda, una calle humana, en Milaneses ya, ¡mira que rotular Golden Gate a una cafetería!, en qué película se habrán inspirado, en cambio, el café Platerías desaparecido, otra baja en mis recuerdos, a veces me traía padre, aquel viejecito de la tertulia, había sido ayudante del general Villacampa, y se sublevó con él, un superviviente, y ese nombre de la calle, ¿cómo lo habrán dejado?, Siete de Julio, milicianos del pueblo, seguramente no dice nada a la gente, éstos han encarcelado también a la otra historia, la del pueblo, sólo evocan la escrita por los curas, la de Boabdil y Lepanto, también han podado la Plaza Mayor, asesinado sus árboles, sembrada hoy de cemento, antes humanizada, parada de los tranvías a los Carabancheles, soldados y criadas despidiéndose aquí, las casas asomando a la plaza las flores de sus terrazas, pero éstos sospechan de la vida, afuera el pueblo, que no se asome siquiera, este recinto era para la Inquisición, sus autos de fe quemando herejes, parece que quieren recordarlo, prohibido vivir, prohibidas las muchachas tendiendo ropa en tan gracioso alzar de brazos, mueran los juegos infantiles, desterrados los viejos sentados bajo las acacias, fuera todo eso, aplástelo la línea recta, el suelo enlosado, ¡muera la vida, viva la muerte, arriba el Orden!

Dan ganas de gritar que aquello pasó, que murió don Felipe, y el sol se pone pronto en los dominios, ¿qué Imperio?, ni siquiera el proclamado por vosotros hace veinte años, aquél de ir hacia Dios, Dios a vuestra medida y semejanza, no les importa, ya lo saben, aunque no lo confiesen, su imperio es de museo, panteón embalsamado, la vida encajonada en los moldes sacrosantos, este urbanismo oficial, aquí no se mueve ni una línea, ladrillos ¡a formar! ¡alinearse, dinteles!, y ésta es nuestra consigna: abrir la boca ante el Escorial, apoteosis de las pompas fúnebres, y hasta el propio Escorial superado, pase al museo, para futuras pompas ya está el Valle de los Caídos, pirámide del nuevo Faraón, pobre Plaza Mayor hecha desierto, ¿le llegará algún día otro deshielo post-staliniano?, la pañería de Bustillo, mi padre me traía, en el pico constantes desniveles salvados por un par de escalones, pasadizos, varias casas comunicándose, ideal para Luis Candelas, entrar por una calle y salir por otra, olor a paño nuevo, mostradores abrillantados por el roce de las telas, atendía un viejecito con la cuadrada vara de medir, mi padre le llamaba por su nombre, lo he olvidado, también su aspecto, ¿se parecería a este otro viejo, ahí junto al puestecillo de libros?; le pregunto si levantan las losas para volver a poner árboles. «¿Árboles?» Se encrespa, «si se atreve a nacer uno por casualidad, seguro que lo fusilan; ¡árboles: qué cosas pide usted!».

Curioseo en el puesto, hay viejos Xavier de Montepin editados por Sopena muchos FBI y del Oeste, el viejo justifica su exabrupto, se dispara cuando le hablan de árboles; el gran pozo de piedra un chicharrero en verano; menuda diferencia cuando él vendía ahí en medio, bajo una acacia, «¡más fina era!, ¡como una modistilla, sí señor!, ahora no plantan nada, ¡qué va!, asfalto para los coches, aparcar a gusto, los amos de la calle, si no se tiene auto, ¿por qué razón va a preocuparse de uno el Ayuntamiento?, peatones de mierda»; la de cosas que ha visto pasar ese viejo; oyó la bomba de la boda del rey, vio llegar a los heridos del Gurugú, y al venir la República don Pedro Rico en ese balcón, tres años de obuses, la entrada de los franquistas, aquí le arrinconaron, «ale interesan Los tres mosqueteros?» (se interrumpe viéndome coger el libro), «la tengo en otra edición más completa, ya no está prohibida», le miro asombrado, «¿estuvo prohibida esa novela?», se asombra a su vez, «¿de dónde sale usted?, la censura, hasta hace poco, no dejaba venderla, estaba en el Indice», increíble de puro grotesco, le cuento mi larga ausencia, «también estuve yo en Francia», me responde, me mira de otra manera, ya no soy un extraño para él, «qué lástima que a la vejez ya no se pueda vivir más que en la tierra de uno, ¡maldita sea!», se pone sentimental, le compro un número viejo de El Cuento Semanal; la que se armó en el colegio cuando nos pescaron leyendo uno de Joaquín Belda, quedo en volver, esos mosqueteros prohibidos, ¡otro aldabonazo del pasado!

Qué sorpresa, aquellos mosqueteros, los míos, desenterrados ahora, treinta años en el olvido, los tres mosqueteros éramos nosotros, Athos era Arturo, le estoy viendo, ¿dónde vivía?; Porthos el chico del carbonero de la calle del Espejo, Gregorio, sí, qué bríos para hacer astillas en medio de la acera, como el leñador de ahora en Noblejas; Aramis era yo, por entonces ni ventolera religiosa, influjos de tía Chelo, me había comprado un juego de misa, con cáliz, candelabros, atril para el misal, vinajeras, todo de plomo dorado con purpurina; ¿y Artagnan?, me falta Artagnan, ¿cómo puedo olvidar su nombre?, ¿por qué se me resiste?, freudiano, sin duda, todavía hoy me siento bajo su dominio, pero se me ha borrado su cara, su nombre y su casa; qué desamparo esa mutilación del recuerdo, como si me faltara mi padre, como si al excavar hubieran destrozado el rostro de la estatua, ¿qué significará?, sólo veo su espada, la mejor de todas, hoja de madera contrachapada, Tizona, Durandal, Excalibur, Musaguine, las del Cid, Rolando, Artús, Osmán Gazi, ¿por qué Osmán?, ¿cómo ha entrado en mi memoria?, ¿por qué me pone nervioso?, ¿qué me pasa?, otra zozobra interior, recovecos de mi caverna, el ciprés, el mosquetero, Osmán intruso en el ciclo bretón, tenía un nombre aquella espada, sí; al decidir una aventura jurábamos por ella, la besábamos, ¿y por qué recuerdo ahora al niño del portero, tan pequeño, con sus pantalones con raja, jugábamos a derribar con canicas soldados de cartón?, hoy todo sale a flote, y empecé el día tan sereno, légamo removido en la memoria, él nos presentaba la empuñadura para el beso en la cruz, Artagnan, ¿quién era?, ¿qué destino selecciona mis recuerdos Y mis olvidos? Artagnan está ahí, en mi abismo, soy espectador de mi angustia, pero también su víctima, ¡cuántas sombras me persiguen mientras camino!, en torno al mismo centro, la plaza de la Ópera, ¡ha nacido un ciprés junto al quiosco!, tenía que estar desde hace años, ¿será posible?, misterio de obelisco vivo, gritando casi, ¡Egipto, aquel sueño!, «Salomón es un perro», pero falta el mar, y por eso tengo miedo, huyo de ese ciprés y ese quiosco, juntos más poderosos, deliro, ¿qué recuerdos reprimo?, Freud, ¿qué llevo en mi abismo?, a mi refugio, a casa, los escalones de dos en dos, dieciocho, es otra llave, no entra, ¡me la han cambiado!, pero claro que es la misma, abre al pasillo oscuro, de pirámide, «Salomón es un perro», algo me ha estallado dentro, voces en el comedor, serenarme, todo absurdo...

Luz diurna, doméstica, dos mujeres, huyeron los fantasmas, ¡pero si una es tía Héléne!, ¡la señora del primer día vestida de tía Héléne!, la misma tela a rayas, ¿qué dioses presiden esta fecha?, casi no entiendo a doña Emilia, «doña Flora, una buena amiga», ¿soy yo quien da la mano y quien saluda?, no hay tiempo de aclararlo: descarga el golpe, encima, en casa de Águeda, ¿un mueble?, demasiado sordo, ¡un cuerpo, ella, mi corazón se para!, corro, salgo, escaleras inacabables, puerta abierta, Tere junto al cuerpo en el suelo, ¡Águeda! , todavía respira, «...acostarla, don Luis, acostarla», ¡qué cuerpo en mis brazos!, admirables rodillas, su cabeza doliente, ojos entrecerrados, moño a medio soltar, Cristo de una Pietá, ¿yo la Madonna?, ¡qué dioses los de hoy!; vivo un sueño, olor de sus cabellos, pálido perfil, labios exangües, ¡ese cuello tronchado como un tallo, ofrecido a una cuchilla, esa venita azul y delicada!, «pero tráigala, ¿qué hace ahí parado?», ¡cómo latía mientras la sostuve!, yacente la devuelvo, tres sombras la atienden, doña Emilia en un pasmo jesuseando, doña Flora eficaz (imperiosa tía Héléne, la reconozco), retrocedo, la esquina de esta cómoda se me clava, ese papel arrugado en crispación dramática, obedezco a los dioses y lo cojo, una letra inmadura despidiéndose, firma «Gloria», ¿leo bien lo que entiendo?, pide perdón, tiene que dejarla, «yo guardo el gran recuerdo, te lo prometo, que seas feliz», ¡qué postdata brutal!, se lleva una maleta prestada, «te la devuelvo pronto, ¿no te enfadas, verdad tesoro?», esta puñalada la derribó, esconder este papel: no la favorece, guardármelo.

¡Vaya por Dios, don Ramiro!, ¿qué preguntas absurdas?, ¿por qué se adentra por esa puerta?, ¡qué agitado retorna!, ¿qué me enseña misteriosamente?, «apero no comprende usted, Madero?, ¡somnífero!, lo sospeché en el acto, un médico urgentísimo, cuestión de vida o muerte», medio mutis aspaventoso (qué cuadro tan irreal: somos un sueño), vuelve a mí, exige silencio, «en nuestras manos el honor de esa mujer», ¡qué diría si conociera la bola de papel en mi bolsillo!, se marcha feliz con el melodrama, hasta me ha hecho creer por un momento en el suicidio absurdo, todo cabe este día de quimeras, el ciprés, el quiosco, tía Héléne, la Pietá, ¿por qué la torturan, qué hacen las tres furias en torno a su cabeza?, «está helada, Emilia, trae la copa», tía Héléne imperiosa acerca el cáliz, corro a salvarla, pero es alcohol, un poco de whisky resbala de sus labios, la venita azul palpitando lenta, alarma en un control, «hay que reanimarla, Emilia», «Jesús, Jesús», sus pies en mis manos bajo la manta, mármoles pese a las medias, de forma perfectísima para un cuerpo de estatua, ¿cómo puedo pensar tales cosas si su vida en un hilo?, masaje, calentarlos, caricias a una hermana, yo también fui apuñalado, también mi cuerpo un golpe contra el agua, somos del mismo mundo; ¿decretan eso los dioses de este día?

¿Qué dicen de un lavado?, ¡si ya sus pies responden tibios!, ¡he encendido su sangre!, don Ramiro, incrédulo ante el médico tranquilo, «no se ha intoxicado, seguro», ¡oscila su cabeza, suena su voz!, «¿qué pasa?», vacilante y lejana, «un desmayo, sin importancia, no se apure», sonrisa de niña que sospecha le engañan, le gastan una broma, el doctor mostrando el famoso tubito, la cabeza negra sonriendo, va y viene sobre los cabellos yacentes, pero don Ramiro obstinado, dedicándome un aparte como en el teatro, «claro, amigo Madero, no va a confesarnos que sucumbió a la desesperación», recuerdo su indiferencia al taxi que la atropellaba, pero ahora vencida por un papel escrito, ¡atención a sus ojos!, ¿me adivina?, va recordando, mira hacia la cómoda, no deberá saber que alguien lo leyó, junto al mueble un gran cántaro de pueblo, dejo caer el papel con disimulo, salvarla de inquietudes.

Su tez más entonada tras el café de Tere, tierno matiz oliva, «por suerte había un médico abajo, visitando a Ildefonso», don Ramiro erigiéndose en héroe, «traído por un amigo del viejo, un dorador, curioso personaje», su voz ceremoniosa disipa dramatismos, todo vuelve a su cauce, pero no las figuras inquietantes de mi sueño, tampoco la puñalada, para ella las aguas de otro Sena, ¿qué sintió en ese instante?, ¿también aquel frío negro al recibir el golpe?, los dioses de este día trayéndome a salvarla, fui su marinero de los muelles, también el gendarme que anotó mi nombre en un papel, herida por el puñal de Marga, me equivoco: de Gloria.

ÁGUEDA

Pies, ¿qué tengo? Se caen los zapatos. Esa mano temblona, ¿de quién es? Ya no se caen; claro, si mis pies son grandes. Me extrañaba.

Zumbidos, vacíos. Un cubito de hielo en el pecho. ¡Pero si la broma es por la espalda! ¡Por el escote no! Se mueve de un lado a otro. Es metal. Tengo que mirar. Abrir los párpados. ¿Los han cosido o son de plomo?

¿Y esa pared tan cerca? No, cabellos, cabeza, ¿quién?, ¿qué me hacen?, ¿de qué hablan? ¡cuánta gente!, ¡qué baile tan raro!

«¿Qué pasa?» Esas gomas colgando del cuello. ¿Un médico? Bueno, sacaré la lengua; ¿por qué no?

Caliente, amargo en la boca. Parece café. Pues claro que no he tomado medicinas. ¡Qué hombre tan tonto! «¿Por qué?, ¿qué ocurre?» ¿Un desmayo? ¿Yo? ¡Usted no me conoce!

¡Pero es verdad! Caí en el vacío. Al ver el cuarto; también vacío. Es verdad. Acertó mi corazonada. Por fin llegó el lobo. ¡Qué dentellada! Del armario no saltaron guacamayos ni primaveras. Sólo mi medio luto: gris, negro, blanco. Ni siquiera el malva eterno de Madame Rivoire, desde que le mataron al marido en el Mame. No busqué su maleta: bien a la vista su carta. Lobo acechándome. Saltó a mi cuello.

El danés de los alemanes aquellos, cuando fui a cuidar a su niño. El crío un encanto; ni se despertó. Pero el perro, qué miedo. Yo en la casa sola, el bebé en la cuna. El perrazo, en la alfombra, abría un ojo y me miraba. Deseando que yo hiciese algo. Cinco horas inmóvil. Ni al cuarto de baño. Un monstruo.

No pensé: caí en el vacío. Bueno, primero una eternidad muerta en pie. Estatua de sal. ¿O de corcho? Tenía que pasar. Exactamente así. Todo previsto menos los primeros minutos. La puñalada, la parálisis, el desplome.

¡La nota de Gloria, el ascua en mi mano! ¡La dejé en el mueble! ¿La habrá visto alguien? ¡Sería horrible! No tienen cara de eso. Lo de si tomé algo lo han preguntado por el tubo vacío. Pero ese hombre, el de abajo... Levantarme y destruirla. ¡Que se vayan!

Todo previsto, pero no esto. Lo que empieza, la soledad. Muérdago sin árbol, hiedra sin muralla. Mejor seguir en este vacío, en la oscuridad. Como cuando se corta una película. Sin enterarme.

Qué piadoso, cuando es rápido. Aquella hermosa tarde, el bar de carretera, cerca de Torrelodones. ¿Quién nos había llevado? ¡Ah, sí, en dos coches! Probando el seiscientos de I ,Luisa María. Aquel setter espléndido, color de fuego; se le ocurrió cruzar de pronto. ¡Qué impresión, ser testigo! El camión se le echó encima. Vi el primer golpe en el cráneo, cuando intentó agacharse; luego los rebotes del cuerpo contra los bajos. Quedó atrás, inmóvil. En décimas de segundo, el perro aniquilado. Vaciado de vida, en el asfalto. ¡Qué chillido, la dueña! Cogió la cabeza de la niña contra su pecho, para que no mirase.

¡Cuánta gente! Al incorporarme hay más. Doña Flora, esa amiga de la de abajo. Menos mal, don Ramiro se marcha con el médico. Pensaron en el somnífero, claro, ante el tubito vacío: desesperación. Si fuera por desesperada, lo hubiese hecho hace tiempo. ¡Estaba tan claro: no la satisfacía! Pero nunca hubo más dócil aprendiza. ¿Qué quería?

Cara de japonés, el viejo médico. Piel amarilla y todo; él sí que debería cuidarse el hígado. Vacío interrogatorio: «¿Trabaja usted mucho?». ¿Qué quiere que le diga, que me ha dejado in i amiguita, porque no le doy gusto? No sea tonto, hombre; cuando digo amiguita es con intención, ¿comprende? Pues ya ve, ni para eso sirvo. Menos preguntas, menos alfilerazos. No me aplique acupuntura, aunque sea usted japonés.

Demasiado cariñosa estos dos últimos días: ella también lo había previsto todo. Como al principio, en la residencia. Entonces era pura miel; mis entrañas resecas sorbían aquellas dulces gotas. Como aceite de lámpara; alimentaban una llamita u Ice. Yo ignoraba el nombre de esa llama. Tampoco lo sé ahora. Amor no, claro. ¿Pasión de ánimo, como decía Dionisia?

¿Por qué revolotean tanto? Gracias, gracias, pero déjenme. Si acaso, Tere. No les echo yo porque ni fuerzas. Ha huido la energía de mi cuerpo como líquido por unas grietas. «Lo importante es descansar. Reposo, tranquilidad.» ¿Y eso, dónde lo venden? «Tranquilidad viene de tranca», repetía el tío Conrado. «Todo se arreglará, hija mía.» ¿Y usted qué sabe? Esa luz, entrando también como un líquido. Parecía la noche y empieza la tarde. No, no quiero comer nada. Bueno, un caldito de Tere. Un ponchecito de doña Emilia. Pero que se vayan todos.

Como en la enfermería, con Sor Natalia. ¿Dónde estará ella? ¿Quién asomará por esa puerta? En la residencia era Sor Severina. No pinchaba mal, pero ¡tan reseca!, incapaz de consolar enfermos. Además, aquella gripe, me tocó cuando ella estaba de ejercicios. Sólo podía hablar lo imprescindible.

Se ha derramado mi energía pero, menos mal, también las obsesiones. Sólo que volverán. Marea implacable; no quiere matarme de una vez, sino atormentar. Buena verduga. ¿Por qué choca ese femenino? Una mujer puede superar a un verdugo. Parece que no han existido, sin embargo. O sí, ¡claro que sí! Imprescindibles en los serrallos, en los palacios chinos. Mujeres torturando a otras. O a hombres, ¡qué delicia! Con tenazas, con agujas, con fuego, con azotes. ¡Qué convencional, no pensar más que en verdugos machos!

¡Gloria! Atención: pensar en otra cosa. Ahora lo veo claro. Gloria ya no era nada, antes de irse. No éramos nada. Tengo que repetirlo. Y pensar en otra cosa. Esta mañana los de cuarto aprendiéndose los minerales, reconociéndolos tan sólo por el numerito pegado en cada uno. Los memorizan, y a eso llaman aprender mineralogía. Dado el número, sueltan lo que saben de cada muestra. «Galena. Sulfuro de plomo. Gris metálico...» y todo el rollo. ¡Malditas etiquetas! Todos como mariposas, pinchados por un alfiler sobre un papelito. A mí ya me han clavado el mío. Sobre todo si han leído la nota... Tengo que saberlo, ahora mismo.

¡Qué esfuerzo, levantarme! ¿Cómo se puede quedar una tan lánguida, sin una herida, sin una fiebre? ¡Qué violentas campanadas en mis sienes! Tiene razón el médico: agotada. La tensión permanente de estos días, semanas. La dejé aquí encima, estoy segura... ¡Aquí está...! ¿Cómo pudo caerse al cántaro? Inexplicable, pero es. ¡Ah, qué bienestar la cama! No, ni la tiré ahí, ni pudo caerse. ¿Alguien sin querer, en el jaleo...? No estoy para pensarlo. Ya la destruiré; ahora bajo el colchón.

Verdugas, como mi obsesión, que es mujer. Era, pues me ha dejado. Pero volverá como la marea; aunque no se llame Gloria. La obsesión. Se llamaba «los pechos de Gloria». Eran mi tortura, pero ahora indiferente. Vaciada, como el setter en la carretera. Ahora no sé si aquella lengua buscona me gustaba, me daba risa o náusea, o me dejaba fría.

Tere abre con su llave. Entra con don Ramiro y su huésped. Altísimos, desde mi cama bajita. La de Gloria, la de nuestras noches. Me acostaron en ella creyendo era la mía. ¡Si yo la sierva, en el sofá cama! ¡Qué saben ellos de nada! El caldito, el ponche. Ligeramente, en la pared, la sombra de Tere al ayudarme a tomarlos. Aquella sombra siniestra de murciélagos acorralando al ratón Mickey en una película de dibujos. «Tú eres nada. Nada, nada, nada», cantaban. «¡Yo soy ratón!», clamaba Mickey aterrado. «Tú eres nada, y nada serás», le contestaban. Yo soy nada, y nada seré. Si acaso, ratón. Ratita.

Debo escucharles. «Todo está arreglado», afirma el viejo, «gracias a don Luis Madero». Pero ¿arreglado, qué? ¡Ah, mis clases! ¿Las va a dar el tal Madero? No digan tonterías: ¿qué sabe de química, de naturales? Francés sí, me lo está diciendo. Mejor que yo. Se ha sentado en el puf de esparto y pellica.

Lo compramos en la Puebla de Montalbán, en aquella excursión a Extremadura. Allí le llaman «posadero» a ese asiento como tambor. Caminamos hasta el enorme castillo desmantelado. Refugio de aquel rey niño que se salvó disfrazado gracias al sacrificio de alguien. ¿Relacionado con don Beltrán de la Cueva? Siempre hay quien se sacrifica, siempre hay una Beltraneja derrotada.

También se ha asomado a las ciencias naturales, si le doy los textos. Y práctica docente, mucha en Argel. Bla, bla, bla. Me cansan. Que hagan lo que quieran. Ahí están los libros. Puede sustituirme por la tarde, hablará con el Director. Trato de dar las gracias, ser amable para que se vayan. Digo que estoy muy, muy cansada. Sospecho que debe sonar como vencida. «Lo comprendo. Lo comprendo muy bien.»

Ha hablado ése, sentado en la pellica, las rodillas muy altas. Resulta grotesco, pero también misterioso y amenazante. Como un huaco peruano. Se levanta y se lleva a don Ramiro. Su voz le ha delatado. Fue él. Leyó la carta de Gloria y la echó al cántaro. Si tuviese fuerzas le abofetearía. Le destrozaría, como una verduga. ¿Qué le importa, por qué se mete?

Escucho a Tere. «Muy buena persona, muy considerado. El huésped de ;bajo, ya sabe. Al fin don Ramiro se dio por vencido; se le caían los anillos de tener huéspedes. Pero la pobre doña Emilia no tenía ya de dónde sacar. Y ése, ya digo, da gusto. Claro, muy caballero ha de ser para admitirlo los Gomes Conese, tan ilustraos, tan alumbraos... ¡Ay, señorita Águeda, qué alegría oírla reír!»

Chorro vital de Tere. Y su tacto innato: de Gloria, ni palabra. Prefiero que no lo haya leído más que uno. Tere me anuncia una cenita ligera. «¿Pagarme usted?» — imita a don Ramiro —. «¡Ese dinero me quemaría las manos!» Ríe porque río. Gesticula con todo su cuerpo, duro y nervioso; ¡qué distinto contacto del de Gloria! ¡Qué cara morena de campesina! «Tienes que atender a tus hijos», le digo. «Yo no me ahogo fácil. A más carga, mejor burra resulto. Y si me doblo llamo a mi hombre. Mi Mateo puede con todo.» Alivia como las manos de Sor Natalia, pero por otra vía. Ésta me quita la carga; aquella la endulzaba, la evaporaba. ¿Y ese cencerro, para qué? «Lo trajo mi Mateo días atrás en una partida de chatarra. Si necesita usted algo, a cencerrear. Se oye hasta en Chinchón. Don Ramiro quería bajarla a su casa, a la cama de Jimena. Le convencí con el cencerro: así está usté sola y no lo está.» Tere conoce mi independencia. Otro acierto suyo. Es célebre.

«Célebre», lo decía siempre padre. Ya no se usa en ese sentido; es de su tiempo. otra punzada en el corazón. ¿Cómo es posible, cómo es posible que sigamos años y años separados? Los dos solos, aquí y allí. Quizá él no lo esté, pero yo comprendería. ¿Qué motivos le impiden llamarme? Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?

Los chicos. Puedo faltar poco de la Academia. Aunque ese Luis tenga buena voluntad. He de ocuparme de Teodoro; es inteligente. Captó muy bien la catálisis. ¡Hasta quería saber más! Pues si nos metemos en la heterogénea, polifuncional, y no digamos las enzimas, la biológica, la reacción de Michaelis-Menten... Confórmate con Berzelius y Faraday, con la esponja de platino.

Qué calor, la comida; qué sopor. Cuando mi sarampión estaba padre. Era la seguridad, la salud. Fue cuando me regaló la gumía. Más tarde le dará el sol, en la pared sobre mi cama. La verdadera cama, la de mi celda. Gumía que arrancó al moro en cuerpo a cuerpo, antes de pasar a Aviación. Símbolo de su poder. Me fascinaba de niña. El tío se la quería quedar; no era para dejarla en manos de una chiquilla. Supe defenderla. Mientras la conserve conservo a padre.

En el colegio ignoraban que la tenía. Hasta que aquella cotilla de Dionisia me descubrió. ¡Qué aspavientos, la Madre Resurrección! Querían mandarla a la tía. ¡Qué escrúpulos! ¿Y si había que declararla a la Guardia Civil? Además, de un infiel. El Padre Capellán opinaría. Al fin, cedió: por buenas componendas la guardaron en la caja hasta fin de curso. Si va a casa de mi tía la pierdo y me quedo sin padre.

¿Estoy peor? Cuando liberaron Belsen y otros campos, los esqueletos supervivientes se morían al darles de comer. Luego descubrieron que en ese estado sólo se tolera la leche descremada. Leche me ha faltado a mí. Materna; de amor estoy hambrienta. Me duermo suavemente, me hundo. El viejo esquimal, abandonado en el témpano por sus hijos. Acabar piadosamente con la boca que sobra y que no caza. Me hundo...

¿Dónde?

¿Qué pasa? Ah, ya... ¿Durmiendo o desmayada? ¡Cuánto tiempo! La tarde ha pasado también; otro líquido escapado, como la vida del setter. Cuánto rosa en las paredes. El sol caído traspasa los cedros. La luz es verde, violeta. Flota todo, como yo.

¿Dónde, otras tardes así? Aquella de verano, en Melilla, qué dos meses horribles entre los enemigos de padre. ¿A quién fuimos a despedir al correo de Málaga? Subí con la tía a la ciudad vieja. Le dimos la vuelta bordeando el mar, por la ronda de las murallas. ¡Qué tristeza! De los derrumbaderos subía un olor a las basuras podridas que arrojaban. Nos asomamos al Oeste. El sol igual de rojo. ¿Por qué estaba yo a la vez indignada y triste?

Al mover la cabeza, la almohada húmeda. Pero el cerebro lúcido. Prodigiosamente. No pasa un coche. ¿O no lo oigo? ¿Estoy viva? ¿Deliro? Sufro, luego existo. Y no quiero sufrir, no quiero mi lucidez: adivino demasiado. Mis ojos calan muros. Como drogada. ¿Me habrán puesto morfina o algo? ¿Cuándo? Me veo a mí misma netamente. Otra yo. Ahí sentada, frente a mí, mientras todo se vuelve oscuro. Te estoy viendo, tonta, no te empequeñezcas.

—Es que no quiero hablar contigo porque siempre me sermoneas. ¡Eres tan vieja! Mucho más que yo. Nunca cruzaste las piernas al sentarte; siempre te estirabas la falda sobre las rodillas. A mí me da igual. Empecé en una piscina, hace años, ya sabes. Me perfeccioné en aquella discoteca, el O. K. Club, también hace tiempo. Y las descrucé del todo en esta misma cama, abiertas y en tijera. No en tu diván virgen, sólo para dormir. Gloria también se abría, como rana en el agua. Ya te veo reírte, porque se ha ido; pero eso no borra los hechos: lo hicimos. Me alegro de que te moleste. Te odio, te he odiado siempre. Y no quiero oírte.

—Tendrás que escucharme y dejar de hacer locuras. Peor aún: tonterías. Tú no sirves. Por eso se ha ido. Ten sentido de tus límites. Adáptate a lo que eres.

—¿Tonterías? ¡Ojalá lo fuesen! ¡No soy tan pava como tú! No he nacido muerta, clavada como una mariposa en una caja. Lo mío son locuras. Estoy loca; es decir, viva. Púdrete tú, momia reseca. Yo, viva. Hasta ahí debe llegarte el olor de esta cama. Con sudor mío y de Gloria. Anoche mismo. ¿O fue anteanoche? Hubo fuego en mis noches.

—¿Tus noches? No te engañes; fueron las suyas. Nunca se abrió tu cáscara del todo. Resquebrajada, nada más. ¿Te gustó, acaso? ¿Lo viviste de veras? Anda, júramelo.

—Fue un comienzo. Al menos me asomé. A las piernas abiertas, a ese pozo. ¿En frío? Puede, pero sé cómo es. Esto la calentaba, aquello la hacía retorcerse, con lo otro suspiraba, insistiendo jadeaba. Una máquina sencilla; para los necios hombres. Resortes a la vista. No me extraña que ellos las dejen ansiando recibirles de nuevo dentro. Ahora resulta que comprendo al chulo. Muy fácil; son trucos.

—Pero te ha dejado.

—Sí. ¿Sabes por qué? Porque yo no soy tan sencilla. Por culpa tuya, pero me alegro, aunque ése sea mi problema.

—Haz como yo. En mi torre estoy a salvo.

—¡Escupo en tu torre! Me da risa. Hecha de renunciamiento. ¿Acaso te salva de sufrir? Mazmorra para esclava. Se fue, pero desconcertada. La he intrigado: ya es algo. Invertí los papeles, además: otro triunfo. Ella creía tomarme, pero su placer la arrastraba a la deriva. Yo la poseía, a la diosa. Sus pechos —aquellos que te obsesionan, no lo niegues— eran mi juguete, con sus areolas morenas. Su ombligo profundo como un oído era mío. Sus axilas olorosas. Su sexo abriéndose como yo quería.

—¡Te aprovechaba! ¡Le dabas su placer!

—Perdía su dominio; yo nunca.

Anteanoche yo a horcajadas sobre ella. La inmovilizaba, la obligaba a esperar. Sus pechos entre mis muslos. «Me aplastas», gimió. Gimió: ya no ordenaba. Mi primera victoria, física, sobre alguien. El monstruito debajo de mí, ¡por fin!

—¿Y ahora qué? Ya has hecho el experimento. Como una reacción con el sulfúrico. ¿Acaso eres lesbiana? Porque no gozaste, confiésalo.

—¡A ti qué te importa!

—Mírate bien; sé sincera, si eres tan valiente. ¿No eras tan poderosa cuando la cabalgabas? Reconócelo entonces: No has gozado con ella. Ni con nadie. Nunca.

—¡Te odio! ¿Qué sabes tú de goce ni de sexo?

—Nada, es verdad. Pero tampoco lo pretendo. En mi torre vivo en paz. No sufro. Soy fuerte a mi manera. Tú sólo te esfuerzas por creértelo.

(Se calla. Quiere que me penetre la idea. ¿O quiere que la aprenda ella? ¿Quién soy? ¿Quiénes son ellas dos?)

—Al menos avivo una hoguera, aunque sólo sea en mi cabeza. Supe encender un fuego, un...

—En Gloria... Llora, llora; te hará bien. Hay que ser sensata, ver claro. Ya lo has comprobado. Empíricamente: Gloria no te daba nada.

—¿Qué querías? ¿Que un hombre me...? ¡Me niego hasta a decirlo!

—Tampoco. No es para nosotras; lo sé antes que tú. Desde que mi pecho no pasó de bajorrelieve. ¿Adónde ir con eso? Además, odiamos la baba del macho. ¡Qué horror ser poseídas, vertederos de otro sexo!

—¿Por qué somos así? ¿Por aquel día, al salir del colegio, el pequeño monstruo? ¿Un asco para siempre?

—Antes ya me había negado a ser su novia, cuando me mandó el papelito con la otra niña. Ya estaba decidido.

—Nos agarró de las trenzas, nos tiró al suelo, nos cabalgó.

—Como tú a Gloria. Y se sacó aquello.

—Gritaba el corro de salvajes. ¡Se le ven las bragas, bájaselas! ¡Méala!

—El cielo estaba negro.

—Estuviste enferma. Delirabas.

—Estuvimos enfermas.

La tonta niña histérica, decía el tío. E imaginábamos al tío sobre la tía, como el monstruo.

—A todos los hombres sobre todas las mujeres.

—Menos a padre.

—Padre era diferente.

—El único

—Único.

—Entonces ya estamos de acuerdo.

(Larguísimo silencio. Tejido de sudor, de ojos dilatados en la noche, de neuronas febriles, de agotamiento. Me resisto aún. ¿O se resiste?)

—No, no te escucho. Quiero vivir.

—Quieres sufrir. Anda, acéptate. Como somos. Hormigas obreras. Estériles. Frígidas. ¿Qué creías, que tu especie de soledad se resolvería metiendo carne en tu cama? Sólo conseguiste juegos en la piel, mientras ella ardía en el orgasmo. Gozaban sus entrañas; no las tuyas.

—¡Quiero vivir eso!

—Niñita pidiendo la luna. Prisionera de tu piel, convéncete. Habrías de ser como Gloria: una máquina sencilla. Frotan su cuerpo y arde, como el palo de los pigmeos para hacer fuego.

—Sus manos me encendían.

—Sin pasar de la piel... Vuelve a tu ser. A dar clases, clasificar minerales. Tu manera de comunicar. De no estar sola. Como yo.

—¡Tú lo estás en lo más hondo!

—¡Basta ya! ¡Callaos las dos, dejadme sola! ¡Basta!

Silencio, salvo el fragor de mis sienes. Simularé que vivo. La vida atada a la noria. La anti-noria, pues sólo elevo cangilones vacíos, aunque pesan más que llenos. Al bajar, se van llevando el agua de mi vida. La anti-noria.

Vuelvo al redil: esa torre. A los brazos de Águeda la vieja, que viene a la cama, me besa, se acuesta a mi lado, se funde conmigo, se instala en mis propios huesos, me ocupa con su frío. ¡Adiós para siempre al olor tibio de Gloria! La cama se hace mármol. Sarcófago. Juntas las dos Águedas, encadenadas para siempre, lloro y lloro. Me deshago llorando hasta el cansancio y el sopor. Hasta que abre Tere trayendo la cena, y enciende la luz y se asusta: “Señorita, ¿qué le pasa a usted?

—Nada, nada. Ya pasó todo. Ya nunca más me parará

QUARTEL DE PALACIO

Con el desmayo de Águeda, doña Flora olvidó su angustia, pero ahora le asalta de nuevo, mientras baja la escalera. Solamente otra vez en su vida perdió unas alhajas, pero el cariño de Gustavo convirtió la catástrofe en otro eslabón de amor. La pulserita entregada en prenda por doña Emilia, y que Flora venía precisamente a devolverle no vale gran cosa, y su dueña ha estado muy comprensiva, pese al significado sentimental de la pulsera. Indemnizar no es el problema de Flora, sino el hecho de fallar. Tuvo siempre la cabeza bien segura, no necesitó anotaciones, no cometió errores. Ahora lleva semanas de inquietud, de inseguridad: algo le ocurre. Desde la guerra venía viviendo serenamente, afrontando la vida y los años con satisfecha paciencia. «¿Qué me pasa?» repite mientras su pensamiento investiga afanoso dónde puede haberse dejado la pulsera.

Tiene una corazonada, uno de sus pálpitos, al ver a ese hombre en el portal. ¿No data su inseguridad actual precisamente de aquel día en que el personaje apareció sentado en el banco? Justo aquella arde rompió la cucharilla verde de su helado en «La Coupole» de Montparnasse, recuerdo de su primer viaje a París. Ese hombre en cl portal lo explica todo; por fuerza. Su pálpito no la engaña. El hombre la sigue sin disimular ni apresurarse, sin tratar de alcanzarla. Sencillamente, la sigue. Doña Flora recobra entonces todo su aplomo. No teme; su preocupación de estos días no es miedo, sino ignorar qué le pasa. Y ahora no huye; sólo busca un lugar donde entablar batalla. Ya se avista la plaza, el quiosco, y más allá el banco. Sería un buen sitio, pero está ocupado por un viejo y una madre con su niño. Doña Flora habla un momento a María al pasar ante el quiosco y, mientras tanto, el banco queda libre. Inverosímilmente, la mujer y el viejo al mismo tiempo, han decidido marcharse cada uno por su lado. Como si urgencias simultáneas les movilizaran. ,¿Por qué no; qué tiene eso de particular? Pero, ¿por qué sí, en este preciso instante? Da igual. Flora acepta el hecho y se sienta, cada vez más segura, recogiendo con gracia su largo echarpe: está en su mundo. Por eso cuando llega el desconocido y, con la mayor naturalidad, se sienta tras una inclinación de cabeza, ella pregunta serenamente:

—¿Qué desea usted? ¿Viene ya a buscarme?

—No, de ningún modo. Se trata de esto.

Ofrece a Flora un paquetito en papel de seda: el perdido envoltorio con la pulsera. Aunque ella esperaba cualquier cosa, el hombre logra sorprenderla. Doña Flora escruta ese rostro, más aguileño que nunca. ¿Mefistofélico? No exactamente. ¿Ave de presa? No acierta a clasificarlo...

—¿Me las quitó usted?

—Vamos, vamos, señora... ¿Cómo puede decir eso?

Doña Flora calla un instante. Pero ya ha comprendido que el asombro está fuera de lugar. En su vida ya le han ocurrido «cosas» y ella ha provocado otras.

—¿Es usted un mensajero?

—Pues no es mala idea... En todo caso, aparezco a tiempo.

—Siempre, claro.

El hombre asiente con un suspiro. Significa que es obvio, pero también denota un reprimido cansancio.

—Doña Flora acaricia el envoltorio y lo guarda en su bolso.

—¿Qué he de hacer a cambio?

—Nada. No desconfíe — el hombre ríe levemente —. ¿Qué esperaba o temía, el clásico pacto?

—¿La sangre, el alma? La vida no pacta.

—Entonces, ¿por qué?

Gil Gámez mueve el brazo ampliamente, abarcando el universo en marcha, desde las arenas hasta las galaxias.

—¿Por qué? No es propia de usted esa pregunta, doña Flora. La suya es «cómo». Deje el «por qué» para los hombres. Sobre todo los muy cultos — ríe — , como don Pablo, por ejemplo.

—Buenísima persona. Un caballero.

—Sin duda. Pero... ciego — responde Gil Gámez sin aludir a las cataratas.

—Sí — ratifica doña Flora apenada.

Se posa en el aire un breve silencio.

—Perdone una pregunta ridícula — dice ella, sabiendo que él la conoce ya — , pero tengo esa manía. Sospecho que no tendrá sentido esta vez pero, ¿qué día podía haber nacido usted?

—¿Por qué no ayer? — contesta, risueño.

—El día de Difuntos? ¿Nacer ese día?

—Muchos nacen. Y yo... ¿no cree?

—Es verdad... Scorpio, además...

El hombre toma la mano de doña Flora y la besa con elegancia.

—La admiro, Florita.

—Pobre de mí — suspira ella con humildad radical —. No me conoce.

—Ya lo creo. Conozco a todos, Flora... Pablo, doña Emilia, María, Paco...

—¿Quién es Paco?

—Ya le conocerá. Uno con dientes de lobo.

—¿Acompaña a Jimena? Les vi el otro día... ¿Y esta Águeda, la del desmayo hace un momento?

—Se llama Ágata, aunque ella lo ignore todavía.

—¿No lo sabe?

—No es cuestión de saber, sino de hacerse lo que se es. Usted se hizo, Flora.

Ella suspira, entre la duda y la esperanza.

—¿Es verdad eso?

—Cuando yo lo digo... Además, ya lo sabe. ¡No irá a coquetear también conmigo!

Flora se esponja, tórtola cortejada.

—¡Ah, eso siempre! ¡Con todos!

Gil Gámez ríe, y saca del bolsillo un estuche alargado. Lo abre y parecen unos cigarrillos con boquilla de cartón tan larga como el resto. Flora, estupefacta, no necesita leer la inscripción dorada, y exclama, con tan intensa alegría que bordea el sollozo, al recordar a su Gustavo.

—Murattis..., ¿todavía existen?

Coge uno y se lo lleva a la boca mientras, efectivamente, sus ojos se empañan. Gil Gámez ofrece fuego como un prestidigitador, como si la llama brotase de sus dedos. Flora aspira hondo. Luego expele el humo, tan voluptuosamente que la cara se le rejuvenece veinte años.

—Me hace feliz... ¡Ay, aquellos tiempos! Si volvemos a vernos...

—¿Lo duda?

—No, no..., se lo confiaré todo. Aunque ya lo sepa. A veces, ese peso oprime demasiado.

—¿No será al contrario? Esas cargas nos sostienen. Si las piedras no pesaran se desplomarían las bóvedas... Pero comprendo. Llega el momento del cansancio final.

Flora le mira en silencio. Se inclina apenas, con acatamiento.

—Bien, cuando diga... ¿Falta poco ya?

—Eso no se dice. Por eso la vida es tan alta... — No tendrá usted prisa, ¿verdad?

—¡Ninguna! Y menos mientras fumo esto.

—Tome la caja. Procure que duren.

—Si no estuviéramos en la calle, le besaba.

—Ya sé que aún puede besar.

—¡Oh, sí...! Pero no lo prodigo.

—La admiro por ambas cosas.

—Me mima demasiado. Este rato... Para llorar de alegría. Nunca lo había vivido así, tan natural.

—Es precisamente lo más natural.

Flora va a tirar el cigarrillo terminado, pero lo apaga contra la tierra y conserva la boquilla de cartón.

—Guardaré este primero... Hacía ya...

—Veintisiete años.

—Eso es. Fue cuando, cuando...

Apoya la cabeza en sus manos para ocultar su emoción. Gustavo... Gil Gámez se levanta y se aleja despacio, como un gato, sin hacer chirriar la arena de la plaza. La sonrisa, extrañamente, hace aún más poderosa su cara de águila, sobre el cuello con saliente nuez.

Cuando levanta el rostro, Flora no se pregunta por el hombre. Contempla sus pies: pequeños y bonitos. Se decide: Todo está arreglado y hay que celebrar el gran encuentro con un gran capricho. Hace días vio un par extraordinario en el zapatero a la medida de la Plaza de San Martín, junto a la librería para bibliófilos. Color cuello de tórtola. Exquisitos. Encargados por una famosa actriz para una obra que transcurre en los años veinte, pero salieron un poco pequeños. ¿Quién comprará esos zapatos tan anacrónicos y además caros, porque el zapatero se entusiasmó con su obra y prefiere dejarla en el escaparate antes que malvenderla? Allá va Flora, Florita, Flora Maipú, a apoderarse de ellos, a comprarlos, como dice la gente, como si todo fuera cuestión de dinero y como si ciertas cosas pudieran pagarse.

Flora pasó en su trayecto por delante de don Pablo, que escribía en La Ópera, pero él no la vio porque estaba demasiado absorto, y no sólo por su disminuida visión. Al contrario, su problema consiste en que, desde que padece cataratas, aparecen en su interior hechos y verdades que antes no percibía. Ha estado ciego hasta ahora, y eso es lo trágico, porque ya es tarde... Todo lo ha hecho mal; ya no tiene arreglo... Es mejor no pensar. Pero desde ayer no piensa en otra cosa.

Ayer, como otros años, se unió a María para llevar flores a Roque en el día de los Difuntos. Dorotea se encargó del quiosco por la mañana, y se fueron a comer a Casa Ciriaco, en la calle Mayor, frecuentada por don Pablo desde la época de Zuloaga y, luego, de Sebastián Miranda y Julio Camba. Un rato apacible, como siempre entre los dos. Todo seguía en paz cuando en Gaztambide, esquina a Rodríguez San Pedro, tomaron el autobús para Aravaca. Sombras ilustres en esa encrucijada: allí estuvo la casa de Galdós, y está la de las Flores, obra del perseguido Zuazo, donde habitaron Neruda y el más humilde Emilio Carrere.

El autobús atestado bajó por la Universitaria hasta el gris horizonte de noviembre en Puerta de Hierro y, después, remontó con esfuerzo la Cuesta de las Perdices. Todo son recuerdos para don Pablo. ¡La Cuesta! Ahora es sólo una autopista. Se acabó el merendero Casa Camorra (la de verdad) en lo alto. Se acabó también aquel pícaro El Tropezón, más alejado. Ahora la cuesta no presencia viajes galantes, sino apresurados tránsitos. Todavía fue vía de conquistador en 1934, con Verónica, llamada Ketty por los habituales del café Acuario, y a la que el Pablito de entonces empezó a llamar Vera cuando intimaron. La piel más de seda que acarició nunca. Alta, demasiado para muchos, o apasionaba o no llamaba la atención. Con Pablo... A ella le gustaba salir con él; era fría, pero... A Pablo le dan cierto reparo sus pensamientos, puesto que va al lado de María, aunque ella no pueda ni sospecharlos... Ay, Vera, Vera, aquella primera cena en la Cuesta; o en la piscina del Canoe... Vera, qué mujer extraña, qué rara llama desconocida acabó surgiendo de su frialdad.

Se detienen en lo alto, junto a Villa Romana, a la entrada en Aravaca por la avenida de la Osa Mayor. Desde ahí toman el camino a la ermita, donde desde un tanque franquista mataron a Roque, aprestado para destruirlo con una botella de gasolina y una bomba de mano. La ermita es un modesto edificio rectangular con un atrio y una espadaña, aislada todavía, pero ya amenazada por una urbanización envolvente. Don Pablo y María caminan pensativos sobre el sendero húmedo por la lluvia de estos días pasados, bajo la amenaza de los nubarrones enganchados en la sierra próxima. Siguen hacia el cementerio, entre otros grupos de gente, atravesando la carretera de La Coruña por el cruce inferior. El cementerio es pequeño, y mezcla lo aldeano con mausoleos ostentosos erigidos por familias propietarias. En un rincón la fosa de cadáveres de la guerra. Allí dejan sus flores y alzan sus pensamientos y su recuerdo los dos peregrinos.

En el retorno a la parada del autobús, evocan inevitablemente al muerto. María habla de la familia de Roque, a cuyo pueblo la mandó éste cuando murió Beatriz, la madre de María. Deza, una villa soriana bastante grande, donde vivió María desde los tres a los siete años, con los padres y hermanos de Roque. Volvió a Madrid la niña y empezó a ayudar en el quiosco, atendido por Gervasia, la hermana mayor de Roque, convertido en un padre para ella. Pablo era otra cosa; le traía caramelos y juguetes, la llevaba al circo, después al cine y al teatro, regalándole vestidos y libros. Roque le daba un hogar; Pablo la asomaba al mundo, le pagaba el colegio y educaba a la niña, que iba haciéndose mujer. «Roque era mucho mejor que yo», comenta don Pablo, «más idealista, más abnegado, más fiel a sus principios, hasta morir por ellos». María vivió la entrega total del buen tipógrafo a su ideario anarquista, que le costó la cárcel a veces y, luego, la voluntaria muerte en primera línea a los cuarenta y seis años. Era todo fibra, mediano de estatura, delgado, de manos cariñosas y hábiles. Sobre todo, profundamente bueno.

Pero cuando Pablo se refiere a la abnegación e idealismo del muerto no piensa tanto en la política como en la vida. Amó Roque a Beatriz desde que la recogió de la calle en la famosa churrería junto al Eslava, una madrugada de jaleo, en que el obrero pegaba carteles de propaganda. Amparó a la mujer constantemente como un hermano, y fue su amante mientras ella quiso, pero respetando siempre su libertad, de acuerdo con el ideario. Después, al saber que Beatriz se había enamorado de otro hombre, de Pablo el señorito, no hizo nunca reproches y se tragó su amargura.

Empezó con los Reyes Magos, sí, de 1922; al año siguiente ya mandaba Primo de Rivera. Pablo salía de una matinée del Teatro Real; Hipólito Lázaro —«divo de los divos»— y Ofelia Nieto habían cantado Aida. «Lo mejor, el tercer acto», repetía a Pablo su melómano amigo, Andrés: desapareció durante la guerra. «¡Cómo ha atacado Hipólito el Pur ti riveggo mia dolce Aida!» A Pablo la ópera le interesaba menos que la música de cámara, pero Matilde le había hecho saber por la portera que iría con sus padres. Y ahí estaba Matilde con el pie en el estribo —tenían «coche a la puerta»—, lanzándole la expresiva mirada de rigor antes de que el cochero arrease a los caballos. Cumplidos así sus deberes de pretendiente que aún no entra en la casa, Pablo escuchaba distraído a Andrés, contemplando la agitación de la salida: los porteros del Real llamando a los coches por el título nobiliario de los dueños, el rodar de carruajes, el vaho exhalado por los ollares de los caballos, el motor de los escasos automóviles, los golfillos ofreciendo simones de alquiler, la dispersión hacia los hogares o hacia las cenas en Fornos o en el Suizo. Y, en lo alto de un pescante, la insólita visión: el viejo cochero bigotudo con una muñeca viva en brazos, dándole de beber café con leche caliente por el pitorro de la cafetera, como lo bebían los cocheros encargándolo al cercano Café Español. Pablo tardó un momento en reconocer a la niñita que cada día, me-t ida en un cajón, estaba junto a la vendedora de periódicos de la esquina. «¿Tendrá mañana Reyes esa niña?», se preguntó de pronto, y entonces aceptó la propuesta de Andrés, para marcharse a dar una vuelta por el bullicio de la Plaza Mayor, entre los puestos de juguetes, antes de meterse a cenar en cualquier parte. Allí compró la pepona más bonita que encontró.

A la mañana siguiente la puso en las manos de la niña y descubrió los finos tobillos de la madre. ¿Se enterneció Beatriz como madre? ¿Sospechó capacidad de cariño en el hombre? ¿Detectó la admirada ojeada de Pablo? De los tobillos subió hasta el pelo bonito y la cara limpia: grande la boca y los ojos, voz vibrante y desgarrada para pregonar, joven y dura a un tiempo. Esa voz le estaba dando las gracias, casi con aspereza y, sin embargo... Así empezó y así descubriría el joven, bajo la agresividad, un manantial de amor regado por un primer engaño, que luego acabó derramándose apasionadamente sobre Pablo. Sabiendo que él no correspondía con el corazón, pero sin lamentarlo ni arrepentirse; queriéndole aunque sólo recibiera el apetito del hombre y sus atenciones; eso sí, delicadas. Ella seguía adelante, fascinándole con su independencia, brava, leal con Roque, entregada a pesar suyo a aquel señorito bueno pero sin temple, joven intelectual del Ateneo, con porvenir político y universitario, a punto de casarse con la señorita del Real. Y Beatriz se entregaba como sabiendo ya que aquello iba a durar poco. ¡Qué verano, qué violencia ardorosa, qué mieses de oro los cuerpos acamados!

Pero en otoño fue la catástrofe. La dictadura cortó la carrera y el noviazgo de Pablo, y empezó a perseguir a los anarquistas. Eso les unió más. «¡Qué extraño concierto entre los tres en los últimos tiempos de Beatriz!», recuerda Pablo. Cuando ya, con sólo veintitrés años, se dejaba ella morir de tisis deliberadamente, bebiendo pira acelerar el fin. Aquellos meses finales del veintitrés y primeros del veinticuatro fueron terribles. Perseguidos los anarquistas, registrada por la policía la buhardilla donde ella vivía con Roque, escondido éste cerca de un restaurante vegetariano de la calle de los Artistas, en Cuatro Caminos. Pablo pagaba otro alojamiento a Beatriz cerca de su esquina de periódicos, Gervasia atendía a la venta cuando Beatriz ya no podía levantarse y Roque se jugaba su libertad para verla. Pablo recuerda con remordimiento cómo él espaciaba sus visitas por miedo al contagio, y cómo sólo le hacía el amor eventualmente, pretextando que la perjudicaba, aunque ella insistiera. No, Pablo no llegó a enamorarse nunca tan de verdad como ella; aunque le halagaba aquella pasión y gozaba con aquel cuerpo. ¡Qué meses de tensión, violencia, caos en sus vidas..., y qué tenacidad la de Roque, impasible como patrón de una barca en la tormenta! Pablo se reconocía a su lado débil y cobarde; no había merecido las noches inolvidables que le dio Beatriz, pero tampoco llegó a desertar, y asumió su papel con piedad, ya que no con verdadero amor.

A quien sí adoraba era a la niñita, juguete de todos en su cajoncito, arrebujada en un trozo de mantón, del que salían sus piernas con botitas y medias marrones de canutillo, con algún roto que dejaba ver la piel violácea en invierno. A veces, los parroquianos de

la tasca de al lado, la Casa Demetrio, la llevaban dentro cuando hacía frío y la incitaban a meter el dedito en los vasos de tinto para luego chupárselo. En aquellos meses terribles ya dejaba el cajón y daba unos pasitos. Al morir su madre, la mandaron a Deza, y Pablo ayudó a Gervasia a conseguir el quiosco mientras Roque, capturado al fin, penaba en el Dueso.

¡Qué sorpresa y qué gozo el de Pablo cuando, al acercarse una tarde al quiosco, vio a la niña después de los cuatro años en Deza, y ella le reconoció sin vacilar! «Usted es el señorito Pablo», «¡Pero si tenías tres años cuando te fuiste...!» ¡Qué emocionante reencuentro!

Reviviendo así el pasado llegaron por fin a la parada del autobús de Aravaca y subieron, evoca don Pablo ahora en La Ópera. Había un asiento libre, junto a un niño, y lo ocupó María. Entonces fue cuando la madre del niño desencadenó la tormenta, al mandarle que dejara su sitio «al padre de la señora». El niño obedeció, y don Pablo iba a renunciar cariñosamente cuando sonó la voz de María. Seca, restallante, inhabitual en ella, proclamó: «No es mi padre, señora». Ante su tono de insolencia, casi de desdén, la mujer se picó y comenzó a replicar. María volvió a ser tajante: «Lo que usted quiera, pero no es mi padre. Nada más». Don Pablo, estupefacto, solventó la crisis renunciando al asiento y explicando a la señora que volvían del cementerio y María estaba emocionada. Como la buena mujer venía también de visitar a sus muertos, y como don Pablo se sentó a su lado al quedar luego libre el asiento, ambos entraron en conversación amistosa mientras María, enfrente, guardaba un silencio herido, y don Pablo fingía no advertir sus ojos empañados.

¡Si pudiera simular también ahora que no percibe el fondo del problema! María, naturalmente, no se avergonzaba de él como posible padre. Terminado el trayecto, metidos en un café para merendar — don Pablo no se atrevió a prolongar la tarde con ella, acabándola en cena — tocó el tema suavemente con explicaciones tendentes a aclarar que, en efecto, no era su padre. María no debe pensar que lo es de verdad y que, sin embargo, no fue capaz de casarse con su madre o de reconocerla. María le atajó con cariño:

—No me lo explique usted. ¿Qué cree, que soy una niña, que ignoro la vida? Lo sé todo desde hace mucho tiempo. ¿Qué hablábamos en guerra Gervasia y yo? Sé que mi madre vivía con los dos, y lo comprendo; sé que Roque la quería más que usted, pero ella se enamoró de usted y usted no. ¡Qué se le va a hacer! Todo estuvo bien, fueron decentes uno con otro; lo comprendo, y no tenía usted que haber hecho más... Pero usted no es mi padre y se acabó.

María se interrumpió a tiempo. Había estado a punto de escapársele lo que prefiere morirse a decirlo: aquellos días ilusionados de 1939, cuando Pablo volvió de Santander y recobró su casa, cuando ella pensó — ¡y él le indujo a pensarlo! — que... ¿Cómo puede él no recordar? ¿Cómo puede perder el tiempo en convencerla de que no es su padre?

Pablo la escuchó atónito. De pronto vio a la niña súbitamente convertida en mujer y hablando de amores, de vida, de hombres conviviendo con su madre, de cosas «que no se dicen», pero que ella acepta con realismo, con una experiencia superadora de todas las convenciones. ¡Desde su quiosco ha aprendido todo eso! En (cierto modo, así se explica mejor la serenidad de María, sus brazos abiertos a todo y a todos. Pero, ¿por qué ese énfasis en negarle como padre? ¿En qué la hiere eso, cómo la remueve tan hondo? Pablo nunca la había visto descompuesta y se descompuso él también.

Por la noche, a solas en su casa de siempre, salvada precisamente por María, suena el teléfono. Es ella, aunque no lo usa casi !nunca. Ha bajado a una tasca de la calle de Fomento para llamarle. Pide perdón con voz temblorosa, ha sido una tonta, debía estar muy afectada por el cementerio... Pablo la ataja, balbucea, casi llora, le desespera tener que decirse tales cosas por teléfono, se ofrece ir ahora mismo a tranquilizarla donde ella esté. ¿Cómo se le Ira ocurrido pensar que él pudiera estar enfadado? María le interrumpe, ya con voz serena. No tiene importancia, lo que quería era sosegarle a él, sabía que estaría preocupado. «No tiene que pensar en nada; en nada, ¿me oye?, no ha pasado nada.»

¿No ha pasado nada? Pablo no puede dormir. La piedra arrojada en el estanque por aquella desconocida del autobús extiende los círculos de sus ondas. Llegan más allá de nieblas antiguas, tocan riberas ignoradas, retornan como un eco de descubrimientos... todo el pasado se replantea. Pablo quisiera no ver lo que ve. Ya todo es distinto: María es una mujer, y él no es un viejo todavía. Ahora resulta que desde el reencuentro de ambos en Madrid al final de la guerra, después de tres años, en la misma casa de su infancia, ha pasado un cuarto de siglo. Ella tenía casi dieciocho años y él treinta y ocho en aquellos días... Empieza a comprenderlos de otro modo. Su madre... Y al mundo se le puede dar la vuelta, pero al tiempo no. Al tiempo, no; al tiempo, no.