PAPELES DE MIGUEL

Ascensión a mendigo

15 de octubre de 1976

Aquel cordón de mi bata gris. Miguelito con anginas, en el diván del comedor donde yo le instalaba cuando empezaba su convalecencia. Yo desanudaba el cíngulo y lo enrollaba hasta que cupiese todo en el hueco de mi mano. Lo cogía de manera que una borla quedase retenida entre dos dedos. Lo lanzaba hacia Miguelito y la otra borla llegaba casi hasta su cara, sin tocarle. ¡Qué catarata de risas líquidas, transparentes, fresquísimas! Como en la mejor sorpresa de circo. Se podía repetir el truco: siempre reía igual. Aliviaba mi congoja por su enfermedad. ¡Algo tan inocente! Precisamente por eso. Era un don de la gracia.

Al recordar, he pensado Pedrito, en vez de Miguelito. ¡Cómo se anudan las cosas, cómo voy de mano en mano! Dejarse llevar; el río sabe más. De Ramón el ropavejero a la calle Bolívar; de la señora Eugenia a su primo Pedro; de Pedro al Colegio Lulio; del colegio a los hijos de Pedro: Lucía y Pedrito. No es preciso ensayar; seguro que Pedrito reiría lo mismo si yo conservara un cordón de bata para repetir la hazaña.

Admirable colegio. «Necesitan gente para dar clases», me dijo Pedro, «no tienen dinero». Sugestiva idea. Padres de una barriada en cooperativa, para sostener el Colegio. Un licenciado en filosofía es el Director; fui a verle. ¡Prepara una tesis sobre Wittgenstein! Ahí, en Villaverde. ¡Heroísmo! ¡Qué serios todos, qué responsables!... El grupo de maestras, renunciando a puestos mejores en escuelas nacionales para aplicar aquí sus ideas, su pedagogía... Admirables. ¡Qué autenticidad frente a la simulación universitaria! Me ofrecí a ayudarles y me aceptaron en el acto. Mi sorpresa: ¿por qué se llama Colegio Raimundo Lulio? Catalina, la secretaria, es mallorquina, sí. Pero ¿por qué?, insistí. Se echó a reír: «No se crea, lo siento, no he leído nada de Lulio». Reía; viven alegres. Me reí yo también: ¡me hubiese gustado conversar con ella sobre el Iluminado! Tiene una ligera asimetría en la boca y su sonrisa se desvía un poco hacia la izquierda. Le confiere un encanto inefable. Esa desviación es la hoja seca sobre el impecable jardín de arena en el templo de Kyoto. La imperfección que insufla vida a lo perfecto.

Es como Nerissa, pero Nerissa no sonreía así. No importa. Lucía también se parece a Nerissa: ¡qué diez años tan pulcros, tan serios y conscientes, y ya tan femeninos! Tiene ojos negros; no los de Nerissa. Pero todas me la recuerdan. Antes la evocaba inequívocamente, en detallada imagen, como una neta incisión en cristal. Y estaba claro qué objetos o paisajes eran los suyos y cuáles no. Ahora es distinto. Nerissa está en todo; todo se refiere a ella. ¿Acaso se disuelve en el mundo? O, al contrario, ¿me difundo yo en todo y soy el universo recordándola?

Serafina también me la recuerda. ¡Qué sorpresa, la madre de esos niños! Han salido más bien al padre; son espigados, morenos, con aire de campesino ascético. La madre es más baja y re-llenita, sonrosada y blanca, de pelo castaño muy claro, ojos azules y cautivadores, labios generosos y risueños. ¡Tan distinta de Nerissa y, sin embargo...! Lleva con frecuencia sus zapatillas caseras, como otras muchas madres; salvo las más jóvenes, que suelen usar botas. Me recordó las sandalias en que por primera vez descubrí el pie de Nerissa. Nos conocíamos todavía desde hacía poco y nos volvimos a encontrar, inesperadamente, en aquella playa tinerfeña de negras arenas, Las Américas, a donde yo había ido en una de mis escapadas impulsivas, sin saber que ella estaba. Me la encontré en el vestíbulo del hotel, con su marido. Allí descubrí sus pies y sus piernas desnudas, hasta el borde de una falda amarilla. Cambiamos comentarios triviales; ella se ruborizó ligeramente. Después lo reconoció: «Porque en aquel instante, al encontrarnos de pronto, se me ocurrió que empezaba a quererte». ¡Empezaba, y yo la adoraba ya! Desde el primer momento en el ascensor. Desde antes de reencarnarse, cuando ella era Hannah. Desde más atrás incluso. «Antes de que la saeta abandone el arco, ya está emprendiendo el vuelo en la tensión de la cuerda.» El Amor en mí ya esperaba a Nerissa.

Una arteria late a veces en mi sien cuando reclino la cabeza para dormir. No siempre. Me gusta buscarla; es mi reloj interior. El peregrino incansable que, incluso cuando duermo, camina hacia su meta. Mi corazón, alzándome poco a poco hasta Él, acercándome a Él. El tiempo agotándose en el reloj de arena de mi vida. ¡El tiempo! Antes me afligía su rapidez, en contraste con los larguísimos veranos infantiles. Nos resultaba nueva la ciudad cuando los niños volvíamos de las vacaciones. Con los años las estaciones se tornaron fugaces. «¿otra vez verano?», me decía asombrado. «Y ¿qué he hecho este año?» Ahora sé que el tiempo no es para hacer, sino para contemplar, y en cuanto al asombro... Es el de la sabiduría, el asombro de Pablo, ya en su celda abuhardillada, en su éxtasis supremo. A mí también me asombra todo: la boca de Catalina, cómo se escapa el agua por una cañería rota, cómo esa muchachita logra hacer compatibles sus gafas redondas y su corrector de dientes con sus pechos excesivos para una adolescente. Me asombro como Pablo.

Miguelito me devolvía mis vacaciones infantiles al revivirlas con él. Era como rumiarlas; el retorno del tiempo. ¡Sí, la reencarnación de los instantes! ¿Por qué sólo han de reencarnarse los seres y no las cosas? Sin duda, Su clemente misericordia es capaz de conceder a un paisaje el volver a ser y no sólo el seguir siendo. Después de todo, a cada instante, como proclamó Ibn Arabí, lam yakun thumma kana: «dejamos de ser y somos de nuevo». Nos anula y recrea el Absoluto para igualar el Todo y la Nada. No lo percibimos y creemos en la continuidad, lo mismo que en el cine la serie de imágenes sucesivas produce la ilusión, pero, en verdad, el mundo está siempre en estado naciente.

Cruzábamos la bahía hasta Pedreña, en la ancha barca con excursionistas y campesinos, donde cargaban las vacías cántaras de la leche traída en la mañana a la ciudad. Detrás, por encima de la estela, chispeaba el sol en los innumerables miradores del muelle, moradas patricias del Paseo de Pereda. Tocábamos tierra en el pequeño embarcadero y empezábamos a remontar una cuestecita, entre las desperdigadas casas del pueblo. Miguelito corriendo delante de mí, un gozquecillo persiguiendo inútilmente mariposas. Al fin la iglesita de Pedreña; gris en lo alto de una colina (al fondo, Peña Cabarga) que no prometía ninguna sorpresa. ¡Sin embargo, la ocultaba! Al darle la vuelta un gran espejo de agua; el río Cubas retrasando su muerte en el mar, dilatado como un lago. «Peribonka», dije un día, recordando la novela canadiense Marie Chapdelaine. A Miguelito le gustó la palabra. Siempre, al llegar allí, la repetía: «Peribonka, Peribonka». Con la repetición perdían esas sílabas su significado; se convertían en un mantra. Miguelito se colgaba casi de mi mano... No, no podía ser así. Estábamos en Santander porque él daba un concierto: el de Schumann. Tenía que ser... sí, en 1963, antes de su año en París. Y, sin embargo, yo peregrinaba a Peribonka con Miguelito, y Miguelito se colgaba de mi mano. Recuerdo muy bien que hasta abarcaba con sus piernecitas mi pantorrilla. Así fue, pero ¿cuándo cada cosa?

A Pedrito también se le dan muy bien las matemáticas, según dice Antonia, su profesora. Para Miguelito eran como un juego; hubiera podido estudiar Exactas. «Todo es un juego, papá», me dijo un día. «Pero prefiero jugar con Scarlatti.» ¿Qué relación —pensé-entre las matemáticas y Scarlatti? «El secreto del estilo, papá. Recuérdalo: Chopin preparaba sus conciertos repitiendo música de Bach.» Otro día completó el tema: «Por eso me gusta Magritte». Tenía pósters de Magritte, libros con reproducciones. ¡El secreto del estilo! ¡Qué relámpago de intuición! El estilo de Scarlatti es único: bastan unos compases para identificarlo. Miguelito poseía el oído absoluto; situaba en la gama una nota aislada con toda exactitud. Como Igor Markevitch y como ahora dicen que Pierre Boulez.

¿Qué diría Pedrito ante Magritte? Si hubiera conservado mis libros haría el experimento. Tengo que hacerlo un día; es fácil. Pero ya conozco el resultado: le encantará. No es tan distinto de los dibujos coloreados de estos niños en los murales del colegio. ¡Este colegio libre, admirable, ejemplar! Aprender aquí también es un juego, Miguelito. ¡Qué alegría los colores de esos dibujos en los pobres pasillos con desconchones de humedad! ¡Qué jubilosa pajarera este semisótano habitado por la dedicación y el aprendizaje de la vida, no sólo de la letra

¡Qué hallazgo, la vieja capa de mi abuelo! Uno de los pocos residuos de la antigua vida. Me la traje como símbolo, como algo con varios usos y de pronto he descubierto que es mi abrigo natural para ahora. Por debajo da la sensación de no llevar nada; no ciñe, casi hasta proporciona cierta ilusión de desnudez, de libertad. Comprendo mejor a mis maestros con túnicas, chilabas o kandoras. Además, el estilo al llevarla: como el mantón de manila o las pieles. Afortunadamente mi abuelo era provinciano; ésta no es la capa corta del señorito jactancioso sino que llega casi hasta los pies. De romero o peregrino. No es para el Corregidor de El sombrero de tres picos.

¡Félix! Félix El Loco, muerto por no haber logrado estrenar la obra de Falla. La Karsavina vio a Félix bailando flamenco en el Savoy de Londres. Félix cantó, bailó; se olvidó de todo ante la estrella rusa del ballet de Diaghilev, hasta que los camareros del hotel apagaron las luces. Pero Félix estaba en otro planeta y siguió bailando en la oscuridad. Así pasó Félix a intervenir en la creación del ballet. Ayudó en la coreografía a Massine y hasta Falla le tomó unos ritmos de farruca. Pero no la bailó Félix. No podía bailarla: el «molinero» era Massine. Le arrebató el destino su danza y Félix se volvió loco: al no ver su nombre en los carteles salió del teatro, entró en la iglesia de St. Martin in the Fields y rompió a danzar la farruca hasta caer exhausto. Internado en el manicomio de Epsom, allí murió casi un cuarto de siglo después.

¡Embriaguez de la danza! ¡El giro cósmico de los planetas y de los hombres! Lo cantaba Rumí. Copio del Ruba'iyât. «Álzate, sol, los átomos danzan; las almas en éxtasis danzan. Cada átomo, feliz o miserable, está enamorado de ese sol que es el Único.» Música de ney, rito de los derviches. Su manto negro, que dejan caer al suelo antes de formar el círculo cuyo centro es el jeque, el Maestro. Emergen renacidos, vestidos de blanco. Sus giros primero lentos, sus brazos como dos alas, el derecho con la palma al cielo para recibir la gracia, el izquierdo vuelto a la tierra para difundirla. Cada uno un planeta, eje de un mundo. La flauta —el ney— y los tambores. La flauta: sólo sabe llorar desde que la cortaron en el cañaveral. Hombres transformados en giros vertiginosos, en arenas de remolino, en átomos enamorados. Yo bajo mi capa negra, mi corazón danza fijo enamorado de Nerissa: Él.

Pedrito había venido con su padre a ver a tía Eugenia. Se aburría y me lo llevé a la calle. El vendedor de juguetes; el capricho del niño por el reloj; su desconsuelo al ver que no andaba. «¿Que no anda este Longines de cinco pesetas?», dijo el vendedor. «Pues como todos, dándole vueltas aquí, mientras se les da cuerda mueven las saetas. No querrás uno perpetuo por un duro.»

El problema del tiempo, preocupando ya al niño. ¿O sólo la ostentación del reloj, la aproximación al adulto? En el colegio nos presentaban el hallazgo de un reloj en un desierto como prueba para la existencia de Dios. Dios el Gran Relojero. Yo reloj, mi latido en la almohada. Nerissa dándome cuerda, cuando cese me paro.

¿Cómo será después?, me preguntaba yo antes. Pero ahora lo sé. Cerraré mis ojos sin cerrarlos; dejaré simplemente de mirar este mundo y aparecerás Tú, llamada por el último temblor de mis labios, los últimos impulsos de mis neuronas. Me tomarás de la mano (un modo de decirlo) y avanzaremos envueltos en nuestras capas blancas (un modo de verlo) hacia Él. A medida que avancemos nos iremos deshaciendo, haciéndonos. Cuando nos demos cuenta ya no seremos ni Tú ni Yo.

Antes me dolía deshacernos; ahora me conforta, me confirma. Mi único miedo: no vivir bastante para dar suficiente testimonio de mi Amor.

Desinterés creciente. Todo gesto es un trabajo. Penoso afeitarme cada mañana. Pensé dejarme la barba, como mis maestros, pero me sentía disfrazado. Mejor afeitarse, hacerse la cara cada día, quitarse algo más. Convertir el afeitado casi en un rito adivinatorio: cuando resulta fácil, cuando el apurado es perfecto es señal de un progreso. Como si me hubiese desgastado un poco mejor.

Aquella flor de estaño en el pecho de Nerissa. Se la traje de Zürich y ella le puso un cordón de cuero. Estaño también en el pecho de Serafina esta gran tarde de hoy. Lucía y Pedrito esperaban en vano a la madre, a la salida del colegio. Pasaba el tiempo. Los ojos de Lucía se iban ahondando en la inquietud. Serafina no faltaba nunca a recogerlos. No quise irme mientras esperasen. Lucía quiso marcharse sola con su hermano; reprimía el llanto de su angustia. Al fin me puse la capa, cogí al niño de la mano y me llevé a los dos hacia la parada del autobús.

La gran tarde en que ha florecido para mí un honor resplandeciente. Llegamos a la Ciudad Sanitaria cuando Serafina salía desolada a buscar a sus hijos. Una avería de agua en su vivienda, en lo más alto de la torre, le había impedido llegar a tiempo. Su pecho palpitaba violentamente, columpiando la flor de estaño. Yo la miraba tan hipnotizado que Serafina se ruborizó mientras me daba las gracias por haberle llevado a sus hijos. Pero reía mientras Lucía al fin dejaba escapar unas lágrimas de alivio.

¡Oh, la gran tarde! Aclarado todo, me despedí y se adentraron en la colmena de la Ciudad Sanitaria, con su altísima torre en medio del llano. Me alejé de la puerta entre los accesos para automóviles y peatones y, cerca de la parada del autobús, me senté sobre un bordillo envuelto en mi capa. Sin darme cuenta, mi mano derecha quedó fuera, sobre mi rodilla, mientras yo me abstraía frente al crepúsculo invernal. El páramo absorbía en su creciente fosquedad las casuchas y las naves industriales. Todo se fundía en el seno de la noche como todo se funde en Él, también oscuro.

¡Oh, mi consagración! En el cuenco de mi mano sentí un peso leve, frío, repentino. Una moneda, recién depositada. Me quedé mirando: aquel señor del sombrero me había dado una limosna. Lágrimas de júbilo en mi corazón glorificado. Al fin adelanto en la desnudez. Ya he alcanzado la dignidad de mendigo. Soy Su pordiosero, Tu pordiosero. Al pie del Muro blanco, en el quicio de Tu puerta. ¡Oh, recogedme ya!