El pie, región de Piscis. Signo de Luis. Tus rodillas, Nerissa. No las descubrí aún en tu advenimiento, deslumbrado como quedé por tu rostro: Hannah en tus pupilas y transparentándose desde dentro de ti. Pero a tu vuelta de Barcelona, en aquel examen, las puso de manifiesto el escalonamiento de los pupitres y tu asiento junto al pasillo. Bajé desde la puerta y, aun sin poder reconocerte así, supe que eras aquellos hombros exquisitos, aquellas manos de femenina firmeza. Me detuve, consideré tu letra, tan tuya; respiré tu perfume. Ya abajo, hablando con mi ayudante, volví a mirarte: ¡Prodigio de tus rodillas! Después acabaría besándolas, pero serían la cerrada frontera de tu cuerpo, cuando les rendí el debido homenaje: de princesa bizantina.
Lo eras y eso me inspiró el bautizarte «Nerissa», con la misma inicial de tu Nilia canario. Nerissa, deidad marina, sombra abismal y espuma risueña. Pasión y juego. Sobre todo, inmortal juventud del mar: era obvio que nunca envejecerás. ¿Sabes que por un momento pensé en un nombre otomano para ti? Pero aún era Stambul demasiado reciente, aún no me había instalado en él. Yo seguía aferrado al fascinante Bizancio de mis lecturas: Jorge Acropolites, Anna Comneno, Cronographia de Pselo, Arcana Historia de Procopio, autobiografía de Juan VI... Refinamiento y violencia.
¿Por qué tardé tanto en llegar a Stambul? ¿Por qué no me guió Hannah hasta allí, cuando viajamos en el Oriente Express? Al re-interpretar luego mi vida lo comprendí: no había sonado la hora. I Lista aquel crucero turístico, Semana Santa del sesenta y nueve, decidido en mi mente de pronto, sin motivo. Es decir, por tu secreta mano. Y aún así, errando como Colón, creyendo ir a Bizancio. Llegué a Stambul. Tuve más fortuna que con tu cuerpo: traspasé la frontera. Aunque, claro, el cuerpo es siempre una frontera. También el tuyo, como este mío que arrastro y me retiene.
¡Glorioso amanecer, navegando a media máquina ante el palacio de los basileos, dorado por el sol, bienvenida de gaviotas, centelleos de rosa en los cristales, su famoso balcón de la esquina nordeste! Pero desde el barco toda aquella noble montaña de piedras Lrbradas se reducía a mero pedestal de los minaretes, verticales flechas en torno al aplomo de las cúpulas. Bajo la mayor penetré horas después.
Caverna mística de la Suleimanyé, cielo interior para el vuelo de espíritus en llamas. Transfiguración de mis galerías mineras. Había alcanzado mi Meca. San Pedro o Nôtre Dame, con toda su grandeza, siguen siendo edificios. El arquitecto de Solimán el Grande abarcó el vacío para amparar nuestro propio vaciamiento. Asombroso Sinán, hijo de cristianos, jenízaro en batallas, alarife después. In Miguel Ángel escultor de cavernas a fuerza de pilastras y de bóvedas.
Allí mi primer paso hacia el Almendro en llamas. Tardé en saberlo porque, con tu advenimiento, me consagré al afán contrario: llenarme de ti. ¿Contrario? ¡Si ya me guiabas, ya eras mi Jádir! Compartiste conmigo aquel banco frente al Bósforo, surcado por los caiques de curva proa y los vaporcitos hacia la orilla asiática. Tu invisible presencia respiraba a mi lado. El roce como de alas era tu pelo al mover tu cabeza.
Siempre vuelvo a tu cuerpo. ¿Por el lastre del mío? No sabemos vivirnos. Libres de inhibiciones, en trance de hipnosis, podemos leer un periódico a cinco metros. Ha sido necesaria la vejez para revelarme mis regiones desconocidas. Mi espalda, por ejemplo, tan Ignorada como la de la luna. Apenas mis ciegos dedos la rozan de tarde en tarde. ¡Intacta y virgen si no fuera por la mujer en el amor, sus manos acariciándola, sus uñas anclando para retener e H espasmo! Ahora mi espalda campo atirantado, llena de nudos como cicatrices.
Frontera el cuerpo y su divisoria, la muerte. Trampolín para el salto más allá. Nadie abraza a la pobre muerte cuando viene por las vacías alamedas del alba y sólo encuentra necias resistencias. Las orugas, más sabias, se entierran afanosas en el ataúd de su capullo para transfigurarse en mariposas; el hombre se niega a su reencarnación, a vivir nueva vida. Yo no, Nerissa; te vislumbro al otro lado. No soy granado de hierro como el de Issogne; floreceré porque soy capaz de morir. «Ven, muerte, tan escondida...» Pero yo sí quiero sentirla venir; sentirte llegar. ¿Será eso este cansancio adormeciente? ¿Comienza mi hibernación? ¡Pero si aún no estoy vacío! Los dolores de mi espalda, ¿son alas emergentes? Maduras estarán cuando me cierren los ojos. Y los abra de nuevo junto a Ti, escalón hacia el Absoluto.
Alas. Tres veces me rozaron las de la muerte, y no son negras. Primero en la guerra, cuando atacaron Santander por Trucíos. Ala gris, sutil velo de niebla en que me perdí hasta ir casi a dar en un parapeto de facciosos. La propia niebla me hizo invisible a ellos. Fue dos semanas antes de que el pobre papá se precipitase al mar desde la carretera de la costa, ametrallado su coche por un avión de la Legión Cóndor.
Verde en Londres, aún no recuperado enteramente de mi amnesia. Aquel taxi arrollándome en Regent Street. De pronto me vi en el suelo sin haber sentido el golpe. Me faltaba un zapato, cuya recuperación fue mi primera reacción. Desde la ventanilla del taxi parado más allá flotaba al viento el ala verde. Echarpe de una viejecita que miraba aterrada. Para tranquilizarla besé la mano que me tendía mientras exclamaba: «Oh dear, poor little thing». Ante su fragilísima voz me sentí robusto. Sólo después empezaron los dolores a llenarme el cuerpo.
La tercera, dorada. Durante la Novela IV, ya sin Ti. Aletazo por dentro; quizá un rompimiento preparándome para la Iluminación. En mi cama de hotel, de madrugada. Insomne, pensando en Ti como siempre. De pronto algo reventó en mi tórax, como tapón que salta. En el acto, afluir de sangre a mi cabeza, campaneo en las sienes. «Apoplejía», pensé, mientras mis labios musitaban, lentamente —más «ese» doble que nunca— «Nerissa, Nerissa...». Pasó un tiempo de no sé qué tiempo. Tan consciente de mis sienes, por los latidos, que evoqué las tuyas, con tus cabellos dando cóncavo refugio a las conchas rosadas de tus orejas. Tu pelo hizo dorado el aletazo, y en ningún momento tuve miedo. Sí, en cambio, apasionada curiosidad, como si ya me asomase a la otra orilla. Con ojos dilatados de niño: ¿Y ahora qué pasa? ¿Ara a pacha?, pronunciaba Miguelito cuando aún tintineaba en el suelo la taza que acababa de romper involuntariamente.
Gris, verde, dorada el ala transfigurante. No he temido a esos roces, no temeré al abrazo final. «Morir es acto específicamente humano», repetía Kafka a su amigo. Siempre comprendí a la esposa de Cecilio Peto, cuando éste vacilaba en cumplir la orden imperial de suicidarse. «Mira, no sufro», exclamó Arria, tendiéndole c l puñal que acababa de hundir entre sus pechos. Más admirable aún, porque más sencilla, Coco Chanel llegando a su casa fatigada —seguía trabajando con setenta años — y dejándose caer en un sillón. Su vieja criada la miró inquieta y Madame Chanel, con una sonrisa, le dedicó sus últimas palabras: C'est comme ça que l'on meurt.
Me dejo caer en el mismo sillón de toda mi vida. Por la ventanita la alta torre de mi barrio con su disco rojo, tiempo y eternidad a la vez. ¿Por qué no viene la paloma? Aquí, a mi moridero, a mi esperanza. Tras mi última mudanza aguardo el momento para saltar y alcanzarte, Nerissa. Así será, todo viene preparándolo. La Gran Caverna de la Suleimanyé, tu advenimiento, la Novela III, transida de reencarnación. La boda de don Pablo, en La espiral hacia dentro, me garantizaba que yo no te había encontrado demasiado tarde. Incluso tu estado civil —¡qué puñalada, al enterarme!— se desvanecerá al otro lado. Pues Hannah estaba en ti, también llegaría yo a estar en tu compañero, con otro cuerpo digno del tuyo. «¿Te das cuenta de que entre los dos sumamos un siglo?», me dijiste. Lo peor no era ese total, sino el desequilibrio; mi edad neblinosa comparada con tu dorada madurez. Pero después no importaría.
Todo venía preparándolo, y de repente me dejaste caer. ¡Qué desplome! Mi amargura urdió la Novela IV, condenando a Luis a la impotencia, Ágata a los brazos de Safo, Pablo al despeñadero de los años. Hizo de Paco un cínico trepador, de la maga una celestina lúbrica... Llegué a escribir allí que la destrucción es más segura que el amor. Después lo taché, como otras blasfemias: «Mediante la tortura o el asesinato la hago mía, su mente incluso. Pero ¿cómo estar seguro de que no piensa en otro mientras la poseo, mientras jadea bajo mis embates y ronronea voluptuosamente? ¿No me estaré derramando sobre un proyecto de cita con otro para mañana mismo, a espaldas de mi jactancia posesoria?».
Así se desahogó mi herida, bilis y veneno junto con la sangre. Taché esas frases, sí, pero quedó la historia en el harem de Solimán. ¡Insospechados antros! Revelación, en la edición de Eric Losfeld, por aquella fotografía del chino empalado, con el éxtasis iluminando su rostro. Iguales Larissa y Nardo en el suplicio del palo, uno frente al otro, en sus horas de agonía bajo la feroz mirada del sultán... Era mi venganza aunque condescendiente a endulzarles el suplicio con el deliquio de mirarse, de caminar envidiablemente juntos a la muerte. Yo, desterrado de ti, envidiaba al empalado Nardo —al recordarlo me vuelve la emoción— y transfiguraba su agonía en un supremo desposorio. A cambio de reencontrarte y morir a tu lado hubiera bendecido el espetón traspasante, ardería en él como en candelabro sacro y viviría gozoso el desgarramiento de mis entrañas... El horrendo suplicio acaso inició ya mi vaciamiento, al hacer reventar mi absceso interior. El empalado ardiente preparaba ya el Almendro Ardiente, árbol traspasado por el fuego. ¿Por qué esta sequedad de ahora no ha de servir quizá para mi purificación, también llegada de tu mano?
Asoma la luna sobre mi insomnio, alta luna invernal ya en retirada. La pintó Rousseau sobre Pierrot y Colombina, etéreos en el bosque desnudo y glacial. No es la cobriza luna que vimos juntos emerger del Támesis, Nerissa. Hoy flota desangrada, transparente, irreal. Agujero en la noche para revelar la eternidad del Muro Blanco, más allá de todo lo visible. La Luz Absoluta habitando la tiniebla.
Al mudarme aquí me contrarió la orientación a poniente de la ventanita. Me negaba las lunas emergentes. Ahora las prefiero así, declinantes como yo. Las lunas llenas de sangre son para un Kavafis poderoso, marchando sin fin concreto por la calle, como poseído todavía del placer ilegal, del prohibido amor que acaba de ser suyo. Y yo, en cambio, desangrándome.
¡Hasta hoy; pero ya no! ¡La gotera! ¡Obra Magna del agua! ¡El gato no ha reencarnado en ángel ni en murciélago, sino en paloma! Sus desplegadas alas, mensaje de Nerissa; ¡Esperanza de Ti, tu advenimiento!