PRÓLOGO
Aquellas brumas de los montes son para mí un recuerdo indeleble; otras cosas se me han olvidado: odios y cariños, favores y desprecios, han pasado por mí sin dejar una huella; esas brumas, en cambio, anegaron mi alma para siempre; ya no salen de ella, ya no saldrán jamás.
Pío Baroja, Fantasías vascas
Miro por la ventana y llueve. Las gotas de agua que resbalan por los cristales me parecen una intromisión del orden natural en el mundo artificial de cemento y asfalto de la ciudad. No hay apenas nada biológico en ella, salvo nosotros mismos: aunque mucho más numerosos, somos los mismos hombres y mujeres que hace 25 000 años vivían al aire libre en los lugares donde hoy se asientan las grandes aglomeraciones urbanas. Para ser más exactos, somos sus descendientes, los bisnietos de aquellos cazadores y recolectores de productos naturales que imaginamos felices y en perfecta armonía con los animales y las plantas. Y sentimos nostalgia de los tiempos en los que vivíamos como los indios de las películas, salvajes y libres, sin tener que ir a trabajar a la oficina.
Muchas veces me preguntan cuándo descubrí mi vocación de paleoantropólogo; al echar la vista atrás para tratar de recordarlo descubro que, cuando yo era niño, lo que de verdad quería ser de mayor era cazador y recolector, y quizás por eso me hice luego paleoantropólogo. Todos los niños son un poco «salvajes» (en el sentido de «asilvestrados»), y hay que civilizarlos por medio de la educación, encerrándolos entre las cuatro paredes de un aula. Pero dentro de cada uno de nosotros hay siempre escondido un hombre prehistórico, que aún se despierta al escuchar la llamada de la selva.
Nunca pensamos, claro, en la espantosa mortalidad infantil de nuestros antepasados prehistóricos, casi la mitad de los cuales no llegaba a cumplir los cinco años. Ni tampoco pensamos en los crudos inviernos y en las persistentes nevadas, o en la hambruna de los años de sequía, cuando la sombra de la muerte se extendía implacable sobre las pequeñas comunidades humanas. Pensamos en los momentos que imaginamos agradables, porque después del largo invierno llegaba la primavera y renacía la vida toda, y pensamos también en la sensación de plenitud que nos invade a nosotros cuando, aunque sea por unas horas, nos sumergimos en la naturaleza. Y es que la nostalgia consiste, precisamente, en echar de menos —sólo— los buenos momentos del pasado.
Reconozco que en este libro hay mucho de esa nostalgia, y mucha naturaleza dentro, con formidables herbívoros y poderosos carnívoros, con montañas y lagos, glaciares, tundras, taigas, bosques mediterráneos, el caer de las hojas en el otoño, y las huellas de los humanos que recorrían esos escenarios. Aquí el clima y el paisaje no son el decorado ante el que se desarrolla la historia, sino unos protagonistas muy importantes de la trama. No en vano la acción transcurre en la Edad del Hielo. Pero fundamentalmente ésta es la narración de nuestros orígenes y cuenta lo que sabemos de cómo hemos llegado a ser quienes somos.
La obra se divide en nueve capítulos y un epílogo. En los dos primeros capítulos se trata nuestro lugar entre los demás seres vivos, por qué estamos tan solos entre tantas criaturas, cómo es que no hay en este planeta otra especie con la que podamos comunicarnos, dónde están nuestros parientes más próximos, qué fue lo que acabó con todos ellos. Además, y de una manera resumida, se pasa revista a los primeros millones de años de evolución humana, que se desarrolló en África hasta la aparición de una especie que fue capaz de poblar Asia primero y luego Europa. Si nuestras capacidades mentales fueran un producto reciente de la evolución humana, como creen algunos autores, no sería necesario remontarse tanto en el tiempo para seguir su rastro. Si, como pensamos otros, la mente propiamente humana empezó a fraguarse hace mucho tiempo, cuando todavía no vivía nadie (es decir, ningún ser humano) fuera de África, será forzoso tratar de ahondar lo más posible en las raíces, no sólo de nuestro cuerpo, sino también de nuestra forma de ser. En cualquier caso, la información que nos proporcionan los primeros homínidos africanos es necesaria para discutir luego la cuestión de si ha habido en la historia de la vida, aparte de nosotros, otros seres conscientes de sí mismos y de su lugar en el mundo.
El tercer capítulo se ocupa del poblamiento de Europa y de las glaciaciones que en el último millón de años cubrieron muchas veces de hielo una gran parte del hemisferio norte. También se hace un retrato de los neandertales y de sus antepasados europeos, en particular los de la burgalesa Sierra de Atapuerca. Con esto se cierra una primera parte del libro dedicada fundamentalmente al registro fósil de la evolución humana y a las modificaciones que se han producido en la morfología.
El cuarto y quinto capítulos se adentran en los ecosistemas, las comunidades de animales y plantas, y en sus cambios en el último millón de años en Europa a causa de las glaciaciones. Hablo en estos capítulos de dos de mis grandes pasiones: los bosques y las montañas. Estoy convencido de que habrá muchos lectores que compartirán mi entusiasmo por lo que todavía hoy queda de natural en nuestro mundo; pero quien no esté tan interesado en la botánica o los glaciares puede saltarse esas pocas páginas sin miedo de perder el hilo del relato (aunque yo confío en que vuelva más tarde a esas páginas no leídas para saber cómo llegaron los abetos hasta Cádiz o por qué varían tanto los bosques que vemos desde la ventanilla del coche al viajar por la geografía española). En el sexto capítulo se analiza el lugar que ocupaba el hombre en esos ecosistemas y la gran ola de extinciones que se produjo cuando se fundió el hielo y empezó la actual época climática. Terminada esta parte más «ecológica» del libro, se pasa a la tercera y última sección, que tiene por objeto de estudio la mente y el comportamiento humanos.
Hay un yacimiento singular, la Sima de los Huesos en la Sierra de Atapuerca, donde se produjo el más antiguo de los rituales funerarios conocidos: hace 300 000 años más de treinta cadáveres humanos fueron acumulados por otros hombres, que ya habían tomado conciencia de la inevitabilidad de la muerte. Trágico descubrimiento humano que terminó con la feliz ignorancia de los animales y cambió las cosas para siempre. Ésta es la historia que se cuenta en el séptimo capítulo, que también se dedica a conocer cuándo llegaba la hora de la muerte, cuánto duraba la existencia del hombre prehistórico en Europa.
En el octavo capítulo se habla de la consciencia y de su inseparable compañero, el lenguaje. ¿Cómo podremos detectar sus trazas en el registro de la Tierra? ¿Cuándo aparecen los símbolos?
Así se va preparando el terreno para llegar al noveno y último capítulo del libro, que nos transporta al tiempo de la coexistencia de los neandertales y los hombres de Cro-Magnon, y que terminó con la desaparición de los primeros. Fósiles humanos, climas y ecosistemas se dan cita en este capítulo final, donde también juega un papel importante la accidentada geografía ibérica. Ocurrieron entonces con certeza, en muchos lugares y momentos, innumerables pequeñas historias, que excitan nuestra imaginación y han dado lugar a mucha literatura. No toda es respetuosa con la Historia con mayúsculas, y por eso es bueno saber lo que hay de cierto en esas narraciones y lo que es inverosímil. Aquí se presentan los datos que la ciencia va conociendo, para que cada uno se forje un relato a su medida.
Pero quisiera ser honrado desde el principio con el lector. Los científicos sabemos cada vez más exactamente cuándo desaparecieron los neandertales, pero no está claro cómo y por qué se extinguieron. Donde la ciencia se detiene empieza la especulación, porque las circunstancias en las que se produjeron los acontecimientos admiten diferentes interpretaciones. Yo expongo aquí mi versión, aunque tal vez el lector llegue a conclusiones diferentes, ya que es la intuición y no la razón quien nos guía en este misterio.
En todo caso, en el libro los neandertales son los grandes protagonistas, y no porque sean nuestros antepasados, sino precisamente porque no lo fueron. En la larga cadena que nos une a la primera forma de vida que existió hace miles de millones de años, un eslabón más no habría representado gran cosa. Pero los neandertales —miembros de una humanidad paralela que evolucionó en Europa durante cientos de miles de años de forma independiente y separada de nuestro linaje— constituyen un sorprendente espejo en el que mirarnos y, por contraste, conocernos mejor a nosotros mismos.
Para hacer más asequible la lectura del libro, he suprimido casi totalmente las siglas de los fósiles, así como los nombres científicos de los animales y plantas que existen en la actualidad, y que pueden encontrarse fácilmente en los tratados de Zoología y de Botánica. Al final del libro hay una bibliografía somera de manuales generales de Paleoantropología y Prehistoria, así como listas de libros y artículos que permiten ampliar lo tratado en los capítulos.
El propósito de El collar del neandertal es, desde luego, informar, y también hacer disfrutar con el placer que proporciona el seguimiento de los esfuerzos de los investigadores en su lucha diaria para dar respuesta a la pregunta que más nos desasosiega a todos: qué hacemos aquí. Pero además me anima una secreta intención (que tal vez no debiera confesar). Albergo la esperanza de que después de acabar el libro el lector se acerque a la Sierra de Atapuerca, la montaña sagrada, o suba hasta los solitarios y elevados páramos de Ambrona, o contemple los caballos y los toros grabados en las rocas junto al río y el viejo molino arruinado en Siega Verde, o visite una cualquiera de las cuevas o abrigos con pinturas de la Península, o simplemente contemple una montaña o un bosque… y sienta un escalofrío, un escalofrío exactamente como el que yo siento.
Hay sobre mi mesa dos libros: ambos han servido de inspiración para el mío. Uno se titula El hombre fósil, y fue escrito en el año 1916 por Hugo Obermaier (Ratisbona, 1877-Friburgo, 1946), gran maestro de la prehistoria española. Tuve la inmensa fortuna de comprar uno de los escasos supervivientes de los 200 o 300 ejemplares de la primera edición a un anticuario de libros holandés. Cuando lo abrí me encontré dentro una carta escrita a mano por el autor anticipándole a alguien el próximo envío del libro. Va dirigida a un colega francés a quien se trata con mucho respeto y cuyo nombre no figura, porque el encabezamiento sólo dice: «Cher Monsieur»; por las anotaciones al margen que trae el libro deduzco que no era otro que el famoso paleoantropólogo Marcellin Boule, director del Institut de Paléontologie Humaine de París y jefe de Obermaier, investigador del mismo desde el año 1910. En la carta, Obermaier, de origen alemán (aunque terminara adoptando la nacionalidad española), hace votos para un futuro encuentro en mejores circunstancias: eran los tiempos de la Gran Guerra, y de hecho Boule se vio obligado a despedirlo como miembro del Instituto por tal causa. En este ejemplar del monumento que escribió Obermaier, con su propia letra y la de Boule en él, se remansa la historia de la paleontología humana.
Hugo Obermaier hizo en El hombre fósil una síntesis ejemplar de la prehistoria española, situándola dentro del marco general de la prehistoria mundial. Lo que tiene de modélico aquel libro es que integra magistralmente los conocimientos procedentes de los campos de la Arqueología, la Geología y la Paleontología. Sin aspirar a tanto, mi libro —escrito en un estilo más informal que el de Obermaier, todo sea dicho— también pretende abarcar las distintas disciplinas que se dan cita en la excavación de un yacimiento prehistórico: lo que el campo ha unido que no lo separen los libros.
El otro libro, en dos tomos, que descansa sobre la mesa (con la esperanza de que me transmita sus virtudes) es la Fisiografía del solar hispano, obra de don Eduardo Hernández-Pacheco (Madrid, 1872Madrid, 1965), publicada en 1955 por este gran geólogo, naturalista en general y prehistoriador de altos vuelos. En sus trabajos nos dejó no sólo la hondura de su ciencia, sino también el sabor de su rotunda y castiza escritura, que parece brotar del mismo terruño cuya naturaleza describe. Tengo a don Eduardo por uno de los grandes escritores en lengua castellana del siglo que termina, porque con la magia de sus palabras sabía hacer brotar la vida en las rocas que tanto amó. Por todo ello le he puesto el «don» delante del nombre. A propósito, Herr/don Hugo y don Eduardo no se llevaban muy bien en vida, pero yo he juntado sus obras y conviven en perfecta armonía.
Además de estos dos libros clásicos he puesto encima de mi mesa un objeto en cierto modo relacionado, aunque a primera vista no lo parezca. Se trata de la copia de una figurita de pocos centímetros que representa la cabeza de una mujer con el pelo recogido en alto. El original fue esculpido en marfil hace unos 25 000 años en Dolní Vestonice (Moravia, República Checa). La cabeza es muy bella, pero yo no sólo la veo como una obra de arte, sino también como una manifestación de un tipo de comportamiento exclusivamente humano. Me refiero a la capacidad de comunicarse por medio de símbolos, de crear un lenguaje con imágenes o sonidos, de inventar mundos fantásticos y misteriosos, de producir universos de ficción, tan reales sin embargo como la realidad misma. Los libros, la figurilla y el ordenador en el que escribo manan de la misma fuente. La mente creativa, el comportamiento simbólico en general, es también uno de los temas principales del libro que tiene en las manos y una de las claves para entender el ocaso de los neandertales y la causa de nuestra absoluta soledad actual.
A la hora de escribir sobre ello me encontré, sin embargo, con una dificultad que se me antojaba casi insuperable: la de traducir al lenguaje normal las elucubraciones de los investigadores en el campo de la mente del hombre actual y del hombre prehistórico. Hay muchos libros sobre el tema, pero pocos son fáciles de leer. He de admitir que tanta jerga psicológica también a veces me ha resultado a mí en exceso artificial. ¿No habrá una forma más sencilla, más natural también, de explicar las cosas? He creído encontrar la respuesta fuera del campo científico, en el territorio de la metáfora. La clave fueron unas líneas del gran historiador de las religiones Mircea Eliade, que encontré citadas en un artículo de Eduardo Martínez de Pisón (y que reproduzco al comienzo del último capítulo); Mircea Eliade explica en esas líneas cómo el mundo le «hablaba» al hombre «arcaico» en la era de las sociedades míticas. La misma metáfora vuela directamente al corazón como un dardo impulsado por la pluma de Wenceslao Fernández Flórez en su obra El bosque animado. En dos ocasiones me he permitido copiar párrafos de este libro conmovedor. He tomado también textos de otros autores, empezando por Shakespeare y Pío Baroja, para acompañar mis palabras. No son un mero adorno, sino que están ahí para servir de embajadores de las ideas (y si éstas son malas la culpa no es, desde luego, de los embajadores). A fin de cuentas los poetas y los paleoantropólogos compartimos el mismo objeto de estudio: la naturaleza humana en su dimensión más profunda y más misteriosa.
Al final del prólogo del libro de Obermaier El hombre fósil se lee: «Es un hecho que España guarda inmensos tesoros relacionados con el hombre fósil, y que los estudios referentes al período cuaternario han de alcanzar un esplendor como quizá no alcancen en ningún otro país de Europa. Por eso experimento gran satisfacción y muestro gran interés por las futuras investigaciones de mis amigos y colegas, y no dudo que muy pronto el VI capítulo de este libro [“La Península Ibérica durante el período cuaternario”] se ha de convertir en un tomo grande y suntuoso, que pudiera llevar por título España cuaternaria.» No falló Obermaier en su vaticinio, y hoy la Península Ibérica ocupa un lugar privilegiado en la prehistoria europea, como espero poner de manifiesto en las páginas que siguen.