CAPÍTULO
4
El bosque animado
Esa vaga emoción, ese afán de volver la cabeza, esa tentación —tantas veces obedecida— de detenernos a escuchar no sabemos qué, cuando cruzamos entre su luz verdosa, nacen de que el alma de la fraga nos ha envuelto y roza nuestra alma.
Wenceslao Fernández Flórez, El bosque animado
Un primate en un encinar
Estamos tan familiarizados con el hecho de que el hombre viva en todas las tierras del globo que nos resulta algo trivial. Somos una especie ubicua, capaz de habitar en los más variados climas y paisajes de los cinco continentes. Sin embargo, el grupo zoológico al que pertenecemos, el de los monos o primates, ha evolucionado en unos ambientes muy concretos y no ha contado nunca con especies cosmopolitas. Los primates han vivido durante más de 65 millones de años en el bosque, al que estamos ligados por nuestra historia. De hecho, las características que compartimos todos los primates y nos diferencian de los otros animales son adaptaciones que nos permiten movernos por las ramas de los árboles. Al margen de nosotros, los humanos, nunca han existido primates adaptados a medios completamente sin árboles. Sencillamente no estaban preparados. Aunque a decir verdad hay unos pocos primates vivientes que también se salen de la norma, como los geladas, que viven en las verdes praderas de los altiplanos etíopes, los papiones hamadrías de las resecas cárcavas de Etiopía y Somalia y, en menor medida, los papiones oliva y los monos patas de las sabanas del este de África con pocos árboles.
Pero el continente europeo es rico en bosques, y sin embargo no vemos en él más primates que nosotros, aunque los hubo en el pasado, antes de la llegada del hombre, cuando el clima era más cálido y la vegetación también era otra. Sólo un mono ha soportado con nosotros los rigores del Cuaternario europeo, la llamada Edad del Hielo. Se trata del macaco de Berbería o mona de Gibraltar, que hoy en día está extinguido en Europa, salvo la población gibraltareña introducida por el hombre; donde todavía vive en estado natural es en el norte de África.
La Biogeografía Vegetal, es decir, el estudio de la distribución geográfica de las plantas, permite dividir la vegetación del planeta en una serie de unidades que se organizan jerárquicamente. La categoría de mayor rango de todas es el reino y la siguiente categoría es la región. Se distinguen seis reinos florísticos en el mundo. La distribución geográfica de los primates coincide prácticamente con los reinos Paleotropical y Neotropical. El primero abarca Madagascar y casi toda el África subsahariana, salvo la punta más meridional del continente que es otro reino, llamado Capense, en el que también viven los monos. El reino Paleotropical se extiende en Asia por la península del Indostán —Pakistán, India y Bangladesh—, Birmania, el sudeste asiático continental —Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam— y el insular (Indonesia), y también incluye Filipinas.
El reino Neotropical abarca toda Centroamérica y Sudamérica, excepto el cono sur (que pertenece al reino Antártico). Todas las tierras de los reinos Paleotropical y Neotropical son cálidas, y están comprendidas en su mayoría entre los trópicos de Cáncer, al norte, y de Capricornio, al sur. La causa principal de la casi ausencia de monos más allá de los trópicos es la estacionalidad, que se hace más marcada conforme nos apartamos del Ecuador. Los primates no pueden soportar los largos periodos en los que no hay frutas, hojas verdes, tallos y brotes tiernos, o insectos de los que alimentarse. Las estaciones dependen de la inclinación del eje de la Tierra, que, con pequeñas fluctuaciones, ha existido siempre. Pero además, el enfriamiento del planeta en los últimos millones de años es otra causa importante a la hora de explicar la distribución geográfica actual de los primates, porque la estacionalidad se ve exagerada por el cambio climático. Las tierras alejadas del Ecuador son ahora más frías en invierno que en el pasado.
Al norte de estos dos reinos (Paleotropical y Neotropical) se encuentra el reino Holártico, que incluye Norteamérica, África del norte, toda Europa y casi toda Asia (la que no pertenece al reino Paleotropical). En el reino Holártico los primates sólo viven en la región esteasiática, que abarca parte de China, Corea y Japón. También hay, como se ha dicho, macacos de Berbería en el norte de África. En el resto del reino Holártico no se ven monos en ninguno de sus paisajes, sean de tundra ártica, taiga boreal, bosque templado, bosque mediterráneo, estepa o desierto.
Por último, el reino Australiano está formado por Australia y Tasmania, y a él jamás llegaron los primates.
También los zoólogos dividen el mundo emergido en reinos y regiones atendiendo a la repartición geográfica de las especies de vertebrados terrestres. En términos generales las divisiones biogeográficas de zoólogos y botánicos coinciden, ya que en realidad reflejan las historias de los animales y de las plantas, que no son muy diferentes entre sí. Todas las especies tienen un centro de origen a partir del cual se dispersan. Lo que hace posible que un ser viviente habite determinado punto del planeta distinto de su lugar de origen es, primero, que haya conseguido llegar hasta allí (él o sus antepasados) y, en segundo lugar, que en su medio se den las condiciones que necesita para prosperar. A lo largo del tiempo geológico las tierras han cambiado mucho de posición, juntándose y separándose unas y otras por la acción de fuerzas que actúan en las regiones profundas del planeta. Por esta razón, la distribución geográfica de los organismos cuenta también la historia geológica de la corteza terrestre.
Los reinos biogeográficos de los zoólogos son tres. Uno de ellos es la Neogea, que corresponde a Sudamérica y Centroamérica. Como esta zona ha sido un continente-isla durante muchos millones de años, la fauna de allí es muy especial, y lo sería todavía más si hace entre 3 y 3,5 millones de años no se hubieran puesto en contacto las tierras americanas del norte y del sur a través del istmo de Panamá. Como consecuencia de este hecho geológico, hubo un intercambio de faunas y muchos de los animales que vivían en Sudamérica se extinguieron ante la llegada de los inmigrantes del norte. Por cierto que entre las especies del continente sur que no se extinguieron se encontraban los monos platirrinos, aunque nadie sabe cómo habían llegado antes hasta allí. Posiblemente unos pocos lo hicieran por mar y desde África en navegaciones de fortuna sobre balsas naturales de árboles caídos, como las que se forman en los grandes ríos durante las tormentas tropicales.
Figura 13: Distribución de primates actuales y fósiles. Se representan también los límites de los reinos zoogeográficos y de las regiones de la Arctogea. Los primates actuales viven hoy sobre todo entre los dos trópicos, pero se han encontrado sus fósiles bastante más al norte, en áreas que fueron cálidas en el pasado.
Otro reino zoogeográfico es la Arctogea, que incluye toda Eurasia, África y Norteamérica. A su vez se divide en la región Neártica (Norteamérica), la región Paleártica —Europa, el norte de África y casi toda Asia—, la región Etiópica —toda África salvo la franja mediterránea, más la Península Arábica y Madagascar—, y la región Oriental —la parte tropical del sur y este del Asia continental, Indonesia y Filipinas—. Los primates habitan las regiones Etiópica y Oriental, y faltan en la Neártica y en la Paleártica, con las excepciones del macaco de Berbería y del macaco japonés.
Australia, Nueva Guinea, Tasmania y un puñado de islas de Indonesia forman el reino de Notogea, con una fauna muy original que da cuenta de su pasado de prolongado aislamiento. Sólo unas pocas especies de primates (aparte del hombre) atraviesan la línea de Wallace, la frontera zoogeográfica que este gran naturalista observó que separaba las faunas de la región Oriental y del reino de Notogea.
Podemos ensayar ahora una síntesis de la fauna y flora de Europa, dividiéndola en unidades ecológicas de gran escala geográfica o biomas, que corresponden a los grandes paisajes. Al norte tenemos la tundra sin árboles. Como mamíferos más característicos de la tundra mencionaremos al reno, al buey almizclero, al oso polar, a la liebre variable, al zorro ártico y a los lémmings (unos pequeños roedores que experimentan grandes explosiones de población cada 3-4 años). Todos estos animales tienen, o han tenido, una distribución circumpolar, es decir, por todo el norte de Eurasia y Norteamérica hasta Groenlandia. Al sur de la tundra se extiende, también formando un anillo alrededor del polo, la taiga o bosque boreal, en el que predominan las coníferas. Son mamíferos típicos el alce y el glotón, un carnívoro de la familia de los mustélidos del que me volveré a ocupar. La causa de la distribución circumpolar de los animales que pueblan tundras y taigas es que Eurasia y Norteamérica se encuentran muy próximas precisamente a altas latitudes, las del círculo polar ártico, en el estrecho de Bering, situado entre el extremo más oriental de Siberia y Alaska. A causa de su importante papel en la Edad del Hielo, convendrá que visitemos en otro momento del libro esta región de Bering.
La casi totalidad del resto de Europa está ocupada por los bosques templados de hoja caduca y los bosques mediterráneos, de hoja permanente. No hace falta que describamos las especies de animales características, porque ambos tipos de bosques se encuentran en nuestra Península, como veremos enseguida. Desde el este de Europa hasta Mongolia, pasando por Asia central y China, hay una estepa continua, un mar de hierba, cuyos animales más típicos son el caballo de Przewalski, el hemión (otro équido), el antílope saiga, la gacela de Mongolia y otras gacelas, el turón de estepa (un mustélido) y una serie de roedores (del tipo de los gerbillos) y lagomorfos (como las picas). Más al sur, donde la estepa da paso al desierto de Gobi habitan los últimos ejemplares salvajes del camello bactriano, de dos jorobas.
Del estudio de la distribución geográfica de animales y plantas habremos de concluir que Europa no es un continente favorable para los primates, excepto en el caso de nuestra especie, para la que todos los continentes lo son. El origen de los homínidos, nuestro grupo de primates, está en África, como ya se ha visto, y nuestra llegada a Europa es relativamente reciente. Los paisajes de nuestra infancia evolutiva son los bosques lluviosos del África tropical, y nos hicimos hombres (es decir, humanos) en medios más abiertos, bosques aclarados y sabanas con matorrales y árboles dispersos. Éste fue nuestro primero y durante mucho tiempo único hogar, y cuando los humanos llegaron a Europa se tuvieron que adaptar a los ecosistemas locales, muy diferentes de la ancestral patria africana. Además, en Europa se han venido alternando desde que el hombre vive en ella ciclos de clima templado como el actual con largos periodos de frío intensísimo —las glaciaciones—, que cambiaban drásticamente la vida animal y vegetal. Es decir, que primero tuvimos que dejar de ser unos primates arborícolas y exclusivamente forestales, en África, y más tarde algunos humanos, los que llegaron a Europa, aprendieron a vivir en un clima que ya no era tropical. Si no existiéramos nosotros, sería imposible encontrar un primate en un encinar, un pinar o un hayedo español.
Pero para conocer mejor el medio en el que se ha desarrollado la evolución humana en nuestra Península, empezaremos por lo más visible de la parte viva del paisaje: las comunidades vegetales.
Un cuadro de la vegetación española actual en cuatro trazos
La práctica totalidad de la superficie de la Península Ibérica es potencialmente forestal. Eso quiere decir que estaba cubierta de árboles casi por completo antes de que el hombre, con el hacha y el fuego, abriera inmensos claros para los cultivos y el ganado, así como para explotar la madera. Estas agresiones al bosque que producen las actividades ganaderas y agrícolas comenzaron en el Neolítico y no se han detenido desde entonces, más bien al contrario, se han extremado en el siglo XX. Pero antes de que eso ocurriera, las diferentes especies humanas que han existido apenas modificaron el paisaje vegetal en el que vivían. Los hombres cazaban y recolectaban productos vegetales, y formaban pequeños grupos dispersos; eran tiempos en los que reinaba una armonía en la naturaleza que se ha perdido para siempre. Se suele atribuir a Estrabón, escritor griego contemporáneo de Jesucristo, la frase de que la Península Ibérica estaba tan completamente cubierta de bosque que una ardilla podía cruzarla de cabo a rabo sin bajarse de los árboles. Aunque la atribución sea falsa, no cabe duda de que en la época de Estrabón el bosque abarcaba una mayor extensión de la Península que la actual, si bien los cultivos de cereales y los pastos de los pueblos hispanos tendrían que ocupar áreas ya muy amplias a expensas del bosque.
Los botánicos expresan la «vocación» forestal de España y Portugal diciendo que la vegetación clímax, lo que «pide» el suelo, es siempre un bosque, de alguno de los distintos tipos que, más o menos amenazados y reducidos, todavía se conservan en nuestra piel de toro. Únicamente en las altas cumbres de las montañas hace tanto frío durante una gran parte del año que los árboles no pueden vivir sobre un suelo generalmente helado. Se desarrolla entonces una vegetación de matorrales rastreros, céspedes alpinos y praderas encharcadas en el verano que recuerda vagamente a las tundras árticas, cercanas al Polo Norte; en ambos casos, cumbres y tundras, el bosque se detiene cuando la temperatura media del mes más cálido no sobrepasa los 10° centígrados. El límite superior en altura del bosque se sitúa generalmente sobre los 2300 m en el Pirineo, hacia los 1700 m en la Cordillera Cantábrica, y en torno a los 2000 m en las cordilleras Béticas y sistemas Ibérico y Central.
Por otra parte, hay regiones de nuestra Península donde la lluvia es tan escasa que apenas crecen los árboles, o están muy dispersos, y el paisaje es una estepa seca. Éste es el caso de los secarrales del sudeste peninsular, en Alicante, Murcia y Almería especialmente, como la zona del cabo de Gata. Lo que determina la ausencia de árboles no es el calor, sino la falta de agua; crecen muy bien los cultivos tropicales en estas tierras cuando se las riega. También son muy áridas algunas comarcas centrales de la depresión del Ebro, con el añadido desfavorable de un clima más continental, con fuertes heladas invernales; los Monegros son un buen ejemplo. Desgraciadamente, la acción destructiva del hombre ha exagerado la desnudez del terreno en estas zonas ya de suyo difíciles para el bosque.
Figura 14: Las dos Iberias de los botánicos.
La vegetación de la vieja Hispania se reparte entre dos grandes regiones florísticas (dentro del reino Holártico) que se extienden mucho más allá de nuestras fronteras. Éstas son: a) la región Eurosiberiana, que ocupa la franja vascocantábrica, Galicia, el norte de Portugal y los Pirineos; y b) la región Mediterránea, a la que corresponde el resto del tapiz vegetal del solar hispano. Debido a su situación norteña y a la influencia del océano Atlántico que aporta las lluvias, la Iberia eurosiberiana es más húmeda y fresca que la mediterránea, que es, en general, seca y cálida. En la primera predominan los bosques de árboles de hojas planas de una gran variedad de especies (llamadas en conjunto frondosas caducifolias), como las hayas, los robles, los abedules, avellanos, arces, olmos, tilos, serbales, etc. Todas las especies citadas pierden las hojas en el otoño, y aprovechan al máximo el verano, que es la estación más favorable, con temperaturas suaves pero sin que falte nunca por completo la humedad, al menos al nivel del suelo; estos árboles pueden tener el «cuerpo» seco, pero necesitan que los «pies» estén mojados. El paisaje forestal de la Iberia húmeda refleja bien el paso de las estaciones, porque los árboles se desnudan en el invierno y mudan el color de su vestido del verde de la primavera y el verano, al marrón de las hojas marchitas en la otoñada.
En las montañas del Pirineo por encima del piso de las frondosas se encuentran grandes bosques de coníferas, con pinos albares y negros. Sin embargo, los abetos conviven con las hayas en el piso inferior. El pino negro es el árbol peninsular que mayor altitud alcanza, superando con frecuencia en los Pirineos la cota de los 2300 m. Estos bosques se asemejan superficialmente —es decir, en su fisonomía, aunque las especies no sean siempre las mismas— a las interminables masas de coníferas, las taigas, que forman un cinturón al sur de las tundras, a todo lo largo de las frías tierras boreales de Eurasia y Norteamérica.
En la banda vascocantábrica y en Galicia no hay pinos naturales, salvo unos pocos bosques relictos de pino albar en León y Palencia. Algunos bosques gallegos del pino marítimo —también llamado resinero o rodeno— podrían ser originales, aunque desde luego la especie se ha visto muy favorecida por repoblaciones. De hecho, éste es el pino que ocupa más superficie en España a causa de lo mucho que se ha plantado. El pino insigne o de Monterrey, que procede de California, está muy extendido por el norte, en el País Vasco sobre todo (en Guipúzcoa representa el 46 por ciento de la superficie forestal y en Vizcaya nada menos que el 62 por ciento). Estos pinares no naturales, como las también amplias plantaciones de otras coníferas y de eucaliptos (de origen australiano), no pueden considerarse en propiedad bosques, sino tan sólo cultivos de árboles, con una biodiversidad considerablemente inferior a la de los bosques autóctonos. Nuestros bosques son mucho más valiosos desde todos los puntos de vista que no estén, claro, nublados por intereses crematísticos a cortísimo plazo.
Al gran prehistoriador y etnógrafo José Miguel de Barandiarán le contaron los aldeanos de Zamakola (Dima, Vizcaya) que los viejos genios paganos fueron desterrados por las campanas de las ermitas cristianas. Hay en Dima un gigantesco puente natural de piedra llamado Jentilzubi, el puente de los Gentiles, que se creía construido por unos humanos gigantes que habitaron el terruño antes de que llegaran los vascos. También, si no recuerdo mal, hay una cueva con dos entradas llamada Balzola. Y hay un yacimiento prehistórico conocido como Axlor, un abrigo que habitaron los neandertales y donde se han encontrado algunos de sus restos fósiles. Este yacimiento lo excavó precisamente José Miguel de Barandiarán, y fue el primero que visité en mi vida, siendo aún un escolar. Yo he estado allí, en ese lugar tan cargado de historia y de leyendas, como he estado en otros semejantes, y por eso sé que fueron los pinos de Monterrey y los eucaliptos quienes ahuyentaron para siempre a seres como Galtxagorri, el minúsculo genio (caben cuatro en un alfiletero) que ayuda a quien lo protege, a las Lamias, que pasan tanto tiempo peinándose el cabello a la orilla de los regatos, al Basajaun, Señor de la Selva, a la Erensuge, la gran culebra, o a Mari, la Señora que habitaba las cavernas y las montañas vascas. En los cultivos de pinos y eucaliptos, donde no se oye el canto de los pájaros ni crece la hierba ni el helecho, donde no hay magia ni misterio, ni se enreda la niebla en las ramas de las hayas, de los castaños y de los robles, en esos monótonos paisajes de árboles todos iguales, los frágiles seres de la mitología vasca no pudieron encontrar su morada.
En la Iberia mediterránea los bosques son menos diversos en especies arbóreas, pero forman espesuras impenetrables, con un sotobosque de arbustos y matas mucho más denso y variado que el de los sombríos bosques caducifolios. Los árboles predominantes, la encina y el alcornoque, tienen hojas planas y pequeñas, esclerosadas (es decir, endurecidas), y con gruesas cutículas en las que se hunden los pequeños estomas (poros). Éstas son adaptaciones para evitar la pérdida de agua en el largo periodo de sequía veraniega que las frondosas de hoja caduca no son capaces de soportar. La encina y el alcornoque son árboles siempre verdes, que no quedan desnudos en ninguna época del año (son llamados por eso frondosas perennifolias) y pueden mantener su actividad casi todo el tiempo, excepto cuando hace mucho frío. En el paisaje de los grandes encinares, el ritmo de las estaciones no salta a la vista tan fácilmente como en las tierras húmedas de la Península.
En condiciones especialmente difíciles, donde los suelos son arenosos y sueltos o, por el contrario, aflora desnuda la roca, así como en las tierras más resecas, o en aquéllas en las que el clima es más continental y contrastado (mucho frío en invierno y aridez extrema en verano), en todas estas situaciones desfavorables los encinares se ven sustituidos por las coníferas del tipo de los pinos, enebros y sabinas. En este apartado merecen una mención el pino de Alepo o pino carrasco, y el pino piñonero, muy resistentes al calor y a la sequía y poco exigentes en cuanto a la calidad del suelo. Aunque mi favorita es la sabina albar, una conífera de la familia del ciprés sumamente austera y resistente, capaz de soportar el frío, el calor y la falta de humedad, y de sobrevivir en los suelos más desnudos. En los desolados paisajes de las altas parameras interiores, los bosques aclarados de las bravas sabinas ponen una nota de áspera y salvaje belleza.
Esta división de la vegetación ibérica en dos grandes regiones, una seca y otra húmeda, no es en realidad tan drástica. Por un lado, en numerosos lugares de la costa cantábrica se pueden ver encinares, tanto en enclaves más secos como en la proximidad del mar, que suaviza los fríos y heladas invernales. Por otro lado, también se encuentran bosques caducifolios en la región mediterránea en lugares donde hay suficiente humedad todo el año. Así, por ejemplo, todavía quedan hayedos en el macizo de Somosierra-Ayllón (Madrid, Segovia y Guadalajara), y más al este, en los puertos de Beceite (Tarragona y Castellón).
También hay coníferas que viven en las dos Españas. En el sistema Ibérico, en las sierras Cebollera (Soria) y de Gúdar (Teruel), hay pequeños bosques de pino negro, y el pino albar está ampliamente repartido por los sistemas Ibérico, Central y Bético. En los Pirineos y en las montañas de la mitad oriental de la Península Ibérica, allí donde la sequía estival hace imposible la supervivencia del pino albar, se desarrollan bosques de pino salgareño, mejor adaptado a las condiciones frías y secas de la media y alta montaña mediterránea.
Como ejemplo de enclave eurosiberiano en plena región mediterránea es difícil encontrar uno mejor que el de los famosos pinsapos, unos abetos que sobreviven en las sierras Bermeja y de las Nieves (provincia de Málaga), y en la Sierra del Pinar de Grazalema (Cádiz). Estos peculiares abetos, como otros similares que viven en torno al Mediterráneo, se refugian en montañas donde, a favor del relieve, se concentran las precipitaciones de lluvia. No hace falta añadir que su conservación tiene prioridad máxima.
Además, los bosques de las riberas de los ríos (choperas, fresnedas, olmedas, alisedas) son también, esta vez debido a la humedad del suelo, avanzadillas caducifolias en la Iberia mediterránea. Donde los cursos de agua son irregulares, estos bosques de ribera de hoja caduca son sustituidos por sotos de adelfas y tarajes.
Hay dos especies de frondosas que reflejan a la perfección el carácter ecológicamente intermedio, casi indeciso, de algunos árboles ibéricos: se trata del roble melojo o rebollo, y del quejigo, más bien parecido a la encina. Ambas especies, que forman bosques tanto en la región eurosiberiana como en la mediterránea, son marcescentes, es decir, que las hojas se secan por completo en el otoño, como en las frondosas caducifolias, pero muchas no llegan a caerse del árbol hasta la salida de las hojas nuevas en la primavera.
Tal vez sería más realista dividir la vegetación ibérica en una zona de influencia atlántica, otra mediterránea (que es la predominante), y amplias regiones interiores de características intermedias, subatlánticas o submediterráneas. Si la Península Ibérica fuera una llanura continua, la vegetación sería más uniforme, y el tránsito entre las tierras secas y las húmedas más gradual. Pero la complejidad orográfica del territorio peninsular multiplica, ahora como siempre, la diversidad de suelos y climas y la variedad de paisajes. Todavía en la actualidad, España es el país con una mayor biodiversidad de la Unión Europea. En las hermosas palabras de don Eduardo Hernández-Pacheco, «Lo general y característico del relieve hispano es lo montañoso, lo escarpado, lo abrupto; el roquedo escabroso, lo montaraz, lo accidentado. De uno a otro confín peninsular: del Alto Pirineo a las Alpujarras meridionales; de la verde y lluviosa Galicia a las áridas y secas costas de Almería; de las montañas costeras catalanas a los acantilados atlánticos portugueses, las serranías y los macizos montañosos se enlazan unos con otros sin solución de continuidad». Esta diversidad ecológica hizo que en el Cuaternario ibérico con frecuencia los cazadores prehistóricos pudieran encontrar en una pequeña porción de territorio animales propios de los roquedos y de las cumbres montañosas, junto con habitantes de bosques y de prados, y consumidores de los grandes herbazales. Por otro lado, la misma variedad de hábitats en poco espacio que caracteriza a la naturaleza ibérica hace que le resulte imposible al investigador asignar una asociación de fósiles de un yacimiento a un único medio, porque a menudo los herbívoros proceden de diversas comunidades y han sido acumulados juntos por los depredadores o por el hombre. En Altamira, por ejemplo, se encuentran fósiles de corzo, cérvido típicamento forestal, junto con restos de reno, un cérvido que nos imaginamos vagando por la tundra o en los límites de la taiga.
El mundo perdido
Como puede verse, la flora española actual varía con el clima, es decir, con la temperatura y con la lluvia, pero no sólo con los promedios anuales, sino también con la forma en la que se distribuyen a lo largo de los meses del año las precipitaciones y las heladas. Por ejemplo, un importantísimo factor climático que condiciona la vegetación de nuestra Península es el largo periodo de sequía veraniega que afecta a la región mediterránea. En función del clima, las comunidades vegetales son diferentes según la latitud (más al norte o más al sur) y la altitud (en las altas montañas o al nivel del mar). En cierto modo, cuando ascendemos por un macizo montañoso encontramos una sucesión de climas y comunidades vegetales que es comparable a la que se observa cuando viajamos desde el Mediterráneo hacia el Polo norte. En el caso de la Península Ibérica este paralelismo entre las vegetaciones de las altas cumbres y las de las tierras del norte se ve potenciado porque en nuestras montañas han encontrado refugio algunas plantas que en épocas de clima más frío que el actual se extendían por las tierras bajas.
Otro importante factor en la distribución de las especies de plantas es el tipo de suelo sobre el que vegetan. Aunque algunas plantas son indiferentes al sustrato, otras, como el quejigo o el pino salgareño, tienen afinidad por las calizas que afloran en una gran parte de la Península, mientras que muchos árboles no soportan la cal y prefieren terrenos sin ella, como en el caso del roble melojo y el pino resinero. De todos modos, dado que los tipos de suelos no se han modificado sustancialmente en el último millón de años, los cambios en la vegetación que han afectado a nuestro territorio se deben exclusivamente a las variaciones en el clima (y desde hace tan sólo unos pocos miles de años al factor humano).
Hablando en términos muy generales, el clima del planeta era más cálido en el Mioceno (hace entre 25 y 5 millones de años) y en el Plioceno (hace entre 5 y 1,7 millones), que en el Cuaternario (los últimos 1,7 millones de años). También la humedad era mayor antes del Cuaternario y, como puede imaginarse, la vegetación de la Península era diferente de la actual. Por decirlo de alguna manera, era más «tropical» (eso no quiere decir que no hubiera unas regiones y unas épocas más áridas o más templadas que otras); y sí, en ella vivían monos de varios tipos.
En el Mioceno y Plioceno ibérico había bosques templados de robles, fresnos, avellanos y alisos, pero también existían grandes bosques con muchas especies que hoy en día no tienen equivalentes en la región. Sin embargo, todavía pueden encontrarse en algunas zonas de las islas Canarias respetadas por el hombre (así como en las Azores y en la isla de Madeira) unas formaciones vegetales que recuerdan a algunas de las selvas peninsulares anteriores a las glaciaciones. Se trata de las llamadas laurisilvas o bosques de niebla, formadas por árboles de hojas siempre verdes como las del laurel, es decir, anchas, de cutícula gruesa, consistencia coriácea y lustrosas (brillantes) por el haz. Estos bosques lauroides necesitan una temperatura templada todo el año y una humedad constante en el ambiente producida por las lluvias y las nieblas, condiciones que no se dan en las actuales circunstancias climáticas de la Península, y mucho menos en las pulsaciones más frías de las glaciaciones. Sin embargo, aunque sin llegar a formar selvas, todavía crece el laurel en lugares especialmente favorables de la Península, como los barrancos del sur de la provincia de Cádiz, llamados canutos, donde las abundantes nieblas forman un microclima especial. También el madroño ibérico procede de las laurisilvas terciarias, y como el laurel tiene un pariente próximo en Canarias. Otra especie de este mundo terciario perdido es un arbolillo conocido como loro, que vegeta tanto en Canarias como en la Península, donde forma bosquetes en refugios húmedos y templados. En nuestras montañas pliocenas crecían las grandes sequoias, que sólo podemos hoy ver en Europa plantadas en jardines.
Los hielos en la Península Ibérica
En el máximo glaciar de hace 21 000-17 000 años, el clima debió de ser muy rudo en toda Europa. El nivel del mar descendió hasta unos 120 m respecto del nivel actual. Sobre Escandinavia se formó un casquete glaciar que alcanzó los 3 km de espesor, y sobre Gran Bretaña e Irlanda se desarrolló otro casquete de entre 1,5 y 2 km de grosor. Los icebergs llegaron hasta Lisboa. En la Península Ibérica la temperatura media anual era unos 10°-12° C más fría que la actual. Para hacerse una idea de lo que este descenso térmico representa, puede considerarse que, en términos muy generales, la temperatura media anual baja un grado centígrado cuando nos movemos 200 km hacia el norte (gradiente térmico de latitud), otro grado cuando nos alejamos del mar 10° hacia el este (gradiente térmico de longitud), y un grado por cada algo más de 150 m de ascenso en una montaña (gradiente térmico de altitud). Simplificando al máximo lo que representó el cambio climático, es como si la Península Ibérica se moviera 2000 km hacia el norte o se levantara más de un kilómetro y medio sobre el nivel del mar.
Si desplazáramos la Península Ibérica 2000 km hacia el norte, Madrid se situaría a la altura del norte de Escocia. Con la importante diferencia con respecto a Gran Bretaña de que la cima más alta de la isla es el monte Ben Nevis (situado al sur del lago Ness, en Escocia), con sólo 1343 m, mientras que en España son muchas las cumbres que superan esa altitud. De todos modos, hay que advertir que el clima no está controlado sólo por factores tan elementales como la latitud, la altitud y la continentalidad (o distancia respecto del mar). Volviendo al caso de Gran Bretaña e Irlanda, estas islas están situadas entre los 50° y 60° N de latitud, es decir, a la misma latitud que la Península del Labrador y parte de la Bahía de Hudson en Canadá. La razón del mucho más benigno clima de la Europa atlántica respecto de la fachada atlántica norteamericana no es otra que la Corriente del Golfo, que trae hasta nuestras costas agua caliente por medio de su prolongación la Corriente del Atlántico Norte, mientras que las costas norteamericanas están bañadas por aguas frías de la Corriente del Labrador, procedentes del Polo Norte. Hasta tal punto son importantes las corrientes marinas en el clima que hay autores que relacionan el levantamiento del istmo de Panamá, que se data entre hace 3,5 y hace 3 millones de años, con el inicio del enfriamiento general del planeta detectado claramente en muchas regiones hace unos 2,8 millones de años. Al desaparecer la comunicación entre los océanos Pacífico y Atlántico por la unión de Norteamérica y Sudamérica en lo que hoy es el istmo, se habría producido un cambio radical de la circulación oceánica que condujo a la formación de grandes mantos de hielo en las tierras del norte.
En la Península Ibérica parece que por encima de los 700 m de altitud la temperatura media anual no subiría de los 3° C en la época del máximo glaciar. También las cumbres de las principales montañas peninsulares se vieron cubiertas por las nieves perpetuas. Es muy difícil establecer hasta dónde bajaron en el pasado las nieves permanentes de las montañas, pero como resulta una manera muy intuitiva de expresar el impacto de las glaciaciones voy a dar a continuación algunas cifras orientativas. En los Montes de León y en los Picos de Europa la nieve se acumularía en grandes cantidades y de forma persistente por encima de los 1500 m. Una cota mínima parecida le correspondería a las nieves que no se derretían nunca en la Sierra de la Estrella, en el extremo occidental de la Cordillera Central, e iría ascendiendo hacia el este, situándose sobre los 1800 m en la Sierra de Gredos, y un poco por debajo de la cota 2000 en la Sierra de Guadarrama. En la Sierra Nevada las nieves persistentes se situarían aún más altas, quizás sobre los 2400 m en promedio, y en los Pirineos aproximadamente a partir de los 1500 m en su sector occidental y de los 2100 m en el oriental: el límite de las nieves sube de oeste a este en las grandes alineaciones montañosas de la Península que tienen esa orientación, en la misma medida en que disminuye la influencia atlántica y por lo tanto la intensidad y frecuencia de las nevadas.
En algunos lugares de las altas montañas, especialmente en las cubetas y en los circos o anfiteatros naturales, la nieve depositada se acumula y se convierte en hielo. Así se forma un glaciar de montaña, que puede limitarse al circo o descender como una lengua de hielo encajada en un valle, al que va modelando poco a poco por el desgaste producido por la fricción del hielo contra las rocas de las paredes y el suelo. El famoso valle de Ordesa estuvo ocupado por una lengua glaciar, que le dio su característica forma de artesa. Los glaciares pueden descender en altitud varios cientos de metros por debajo de la cota inferior de las nieves perpetuas. En su avance arrancan y arrastran muchas piedras que luego depositan en el fondo, a los lados y al final de la lengua (allí donde ésta se funde y se convierte en agua líquida). Se forman así unas acumulaciones con forma de loma que se denominan morrenas. Por ellas, y por el modelado del paisaje que resulta del paso de la masa de hielo, podemos conocer los avances y retrocesos de los hielos en las glaciaciones antiguas.
Durante el periodo de máximo frío de la última glaciación incluso se llegó a formar un pequeño escudo de hielo, lo que se denomina un glaciar de meseta o escandinavo, en los Montes de León. De él partían lenguas glaciares, como la que dio lugar al lago de San Martín de Castañeda o lago de Sanabria (Zamora), situado a unos 1000 m de altitud y limitado por lomas morrénicas. También en el macizo de los Ancares se desarrolló un pequeño glaciar de meseta.
En aquella fría Península Ibérica hubo muchos glaciares de montaña, tanto de circo como de valle, en los Pirineos, Sistema Central, Sierra Nevada, montañas Galaico-Leonesas, Cordillera Cantábrica y Sistema Ibérico. Sobre todo en los Pirineos se formaron grandes glaciares de valle, como los que pueden encontrarse hoy en día en los Alpes. Algunos alcanzaron desarrollos de más de 30 km y espesores de hielo a veces superiores a los 400 m. Pese a su situación central en la Península, el glaciarismo en Gredos fue importante, con presencia de glaciares de valle, y algunas cumbres se vieron cubiertas por «monteras» de hielo. En cambio, en la Sierra de Guadarrama y en el Sistema Ibérico (Moncayo, sierras de la Demanda, Urbión, Neila y Cebollera) los aparatos glaciares eran pequeños y se reducían prácticamente a glaciares de circo, sin apenas lengua, y glaciares colgados o de nicho, aún más pequeños. En Sierra Nevada se produjo el glaciarismo más meridional de Europa. Aquí se formaron muchos glaciares de circo, pero también se desarrollaron glaciares de valle, como los de las cabeceras de los ríos Lanjarón y Genil.
En los Pirineos, en los Ancares, en la Cordillera Cantábrica y en la Sierra de la Estrella, algunos glaciares de valle descendían por bajo de los mil metros sobre el nivel del mar. En cambio, el frente del hielo llegaba como máximo hasta los 1400 m en la Sierra de Gredos, los 1500 en el Sistema Ibérico y los 1650 m en la Sierra de Guadarrama y en Sierra Nevada. En la actualidad ya no quedan glaciares vivos en todo el territorio peninsular, con las únicas excepciones de mínimos focos, en franca regresión además, en los Pirineos (glaciares de Marboré, Cilindro y Monte Perdido).
¿Cuántas veces se formaron glaciares en la Península Ibérica a lo largo del Cuaternario? Parece seguro que no ocurrió en todas las glaciaciones que se sucedieron en el hemisferio norte. Hugo Obermaier creyó hallar en el Sistema Central (Sierra de Guadarrama) y en los Picos de Europa, pruebas de la existencia de dos avances de los hielos, que atribuía a las dos últimas glaciaciones, es decir, la würmiense y la rissiense (siguiendo el esquema alpino). De las dos, la más antigua, la rissiense, habría sido también la más importante en estas cordilleras.
Javier de Pedraza y otros geomorfólogos que han estudiado los glaciares del Sistema Central sólo aprecian dos pulsaciones importantes. En la primera los glaciares alcanzaron su máxima extensión, mientras que en la segunda etapa se estabilizan a una mayor altitud. Todo hace pensar a estos autores que el primero de esos dos momentos corresponde al punto álgido de la última glaciación, cuando ya no existían los neandertales, y el segundo al final del Pleistoceno. Juan Carlos Castañón y Manuel Frochoso han estudiado el glaciarismo de los Picos de Europa, y también lo atribuyen al clímax de la última glaciación. En consecuencia, es posible que los neandertales y sus antepasados nunca conocieron los glaciares en la Península, salvo en los Pirineos: no hacía tanto frío como el que luego tuvieron que soportar los hombres de Cro-Magnon. Se han señalado en Sierra Nevada algunas morrenas muy degradadas, y por lo tanto dudosas, que quizás pertenezcan al penúltimo ciclo glaciar, todavía en el tiempo de los antepasados de los neandertales, pero la mayor extensión de las faunas frías en la Península parece corresponder al tiempo de los cromañones, lo que avala la tesis de que el glaciarismo hispano se redujo a esa época.
A lo largo del Cuaternario, cada vez que una glaciación se enseñoreaba de Europa, el paisaje cambiaba drásticamente. Los grandes mantos de hielo ocupaban una parte considerable de las tierras del norte. El descenso del nivel marino producido por la acumulación de agua en forma de hielo hacía que se pudiera llegar hasta lo que hoy es Irlanda e Inglaterra (aunque sólo sus partes más meridionales estaban liberadas del casquete glaciar) cruzando a pie el Canal de la Mancha, que quedaba en seco. En una ancha banda que se extendía ampliamente al sur del frente de los hielos, se daban unas condiciones climáticas que se llaman periglaciares. El aspecto más destacado de estos ambientes es que el suelo está permanentemente helado hasta muchos metros de profundidad, lo que se conoce como permafrost. En Alaska y Siberia el permafrost puede alcanzar una profundidad de 300 m, y en algunos lugares de Siberia incluso más.
En este sustrato helado no pueden hundir sus raíces los árboles, y el paisaje es una tundra cubierta de musgos, líquenes y hierbas. Como en el verano la temperatura diurna sube por encima de 0°, se produce el deshielo de la capa más superficial del suelo (hasta 3-6 m de profundidad), dando lugar a grandes encharcamientos y zonas pantanosas, ya que el agua no se filtra a través de las capas más profundas de suelo helado, que se vuelven impermeables. Al pie de los grandes macizos montañosos, cubiertos de nieves perpetuas en las glaciaciones, la vegetación sería similar a la de los medios periglaciares.
Al sur de las tundras una parte del continente estaría cubierta por inmensos bosques de coníferas del tipo de las taigas, los bosques boreales. Pero también en extensas áreas alejadas de las costas y por tanto de la acción moderadora del mar, un clima muy continental (con grandes contrastes de temperatura y escasas precipitaciones) determinaría un paisaje de estepas desprovistas de árboles y con poca protección vegetal del suelo, donde el viento transportaba ingentes masas de polvo desde los depósitos glaciares, que luego abandonaba formando las profundas acumulaciones de limos llamadas loess, que hoy soportan feraces cultivos de cereales.
Finalmente, en la parte meridional del continente, en algunos enclaves de clima más suave y mayor humedad, se perpetuarían los bosques caducifolios de robles, hayas y demás, y en las costas más cálidas del Mediterráneo los encinares, esperando unos y otros la oportunidad de que un nuevo vuelco climático permitiera su expansión a expensas de las tundras, las taigas y las estepas frías.
Todas estas alternancias tuvieron su repercusión en la Península Ibérica, aunque dada su latitud las glaciaciones produjeron un impacto menor que en las tierras del Gran Norte. Con todo, éste no fue pequeño en nuestro suelo. Se conoce razonablemente bien la evolución de la vegetación en España desde el último periodo glaciar hasta nuestros días, gracias a los estudios que se realizan del polen y esporas fósiles conservadas en las turberas, en los fondos de los lagos y en los yacimientos arqueológicos en cuevas. En el momento álgido de frío de hace 21 000-17 000 años, la Cordillera Cantábrica y los Montes de León serían unos territorios inhóspitos hasta una cota muy baja, netamente inferior a los 1000 metros. Pocos árboles habría allí, salvo matas de enebros rastreros, algunas sabinas del tipo de la albar y pinos de montaña (como el pino albar y el negro), junto con abedules, especialmente en las laderas orientadas más al sur y en los fondos de los valles. Tierras desnudas y muy frías en los largos inviernos, poco frecuentadas por el hombre y por los animales, pero en las que pastarían grandes mamíferos en los cortos veranos; y tras ellos vendrían los cazadores de cuatro y de dos patas. Una situación similar se daría hasta una cota de bastantes cientos de metros por debajo de las nieves perpetuas en las otras grandes cadenas montañosas de la Península.
Hay amplias regiones interiores de España que sin ser elevadas cumbres están situadas a gran altura, más de 700 m, como las altiplanicies castellana, manchega, alcarreña e ibérica, y la Sierra Morena. En estas tierras se desarrollarían estepas frías, con árboles dispersos como los citados en el párrafo anterior. Por el contrario, los bosques de coníferas serían más cerrados y extensos en las tierras bajas del interior de la Península. En resumen, los pinos eran las especies arbóreas dominantes en esta época glaciar. Sin embargo, en la vertiente marítima de la franja cantábrica y en otros enclaves favorables a lo largo de las costas atlánticas de la Península, así como en Cataluña, existirían áreas refugio de bosques mixtos caducifolios de robles, alisos, avellanos, serbales, fresnos, olmos, arces, hayas, etc. Una estrecha franja litoral de la costa oriental conservaría una vegetación mediterránea. Desde finales del Pleistoceno, en lo que se conoce como el Tardiglaciar, y sobre todo en el Holoceno, es decir, en los últimos 10 000 años, se ha venido produciendo la expansión por la práctica totalidad del territorio peninsular de los bosques mixtos de frondosas caducifolias y de los bosques de encinas y alcornoques, quedando relegadas las coníferas a los lugares menos favorables por la escasez de lluvia, por lo pobre del suelo, por el frío, o por todas estas causas combinadas. El resultado final es que Iberia toda se convirtió en un bosque.
Hasta ahora hemos visto cómo los cambios en el clima han afectado a la vegetación de la Península Ibérica, modificando el paisaje que conocieron los humanos que la habitaron. Pero aún nos falta presentar a los animales que formaban parte de los mismos ecosistemas, y que no sólo conocemos por sus huesos fósiles, como es habitual en Paleontología. También contamos con las representaciones artísticas que nos legaron nuestros antepasados, y con un tipo de fósiles excepcionales: los cadáveres congelados de algunos animales.