CAPÍTULO
5
¡Vienen los renos!
Junto al vado de Nahiktartorvik, en el curso inferior del río Kazán, se levanta una pequeña colina rocosa que da nombre al lugar: «la atalaya». Desde allí pueden divisarse por primera vez las manadas de renos que avanzan hacia el Norte; en cuanto se acerca el tiempo, algunos cazadores de los campamentos circundantes suelen dirigirse allí en trineo para estar seguros de poder participar en el feliz acontecimiento. Nosotros llegamos a uno de aquellos campamentos en el preciso momento en que regresaban los trineos, y en las chozas de nieve resonó el grito de «¡vienen los renos!» en cuanto fue avistado el primero.
Kaj Birket-Smith, Los esquimales
El mamut que surgió del frío
Es el día 3 de mayo de 1901 cuando tres viajeros suben a un tren en la ciudad rusa de San Petersburgo. Su destino es Irkutsk, a orillas del lago Baikal, en Siberia. Se trata de la misma ciudad a la que debía llegar Miguel Strogoff, desde Moscú, en la célebre novela de Julio Verne. Al correo del Zar la rebelión de los «tártaros» dirigidos por Feofar Jan y el oficial traidor Iván Ogareff le obligó a realizar el viaje entre dificultades casi insuperables, en un país en guerra. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en la novela de Verne, la verdadera aventura de los tres históricos pasajeros empieza en Irkutsk, en vez de acabar allí.
Sus nombres son Otto Herz, zoólogo y jefe del grupo, y sus subordinados D. P. Sewastianoff (estudiante de geología) y D. P. Pfizenmayer (taxidermista). Y no son agentes secretos sino científicos de la Academia Imperial de Ciencias de San Petersburgo. Su objetivo, rescatar y trasladar hasta San Petersburgo el cuerpo de un mamut congelado que ha sido hallado por un lamute a mediados de agosto del año anterior junto al río Beresowka, un afluente del Kolyma por su margen derecha, más arriba del círculo polar ártico. Para ello cuentan con los 16 300 rublos concedidos por el ministro de finanzas ruso… y mucho coraje. El resumido relato que sigue está extraído del libro publicado por Otto Hertz en 1902.
Los científicos abandonan Irkutsk y deben cabalgar hasta la población de Yakutsk, sobre el río Lena: un trayecto de 2800 verstas (cada versta equivale a 1,067 km, o sea que casi es lo mismo que un kilómetro). Descienden luego en barco de vapor el Lena hasta la desembocadura del río Aldan, que remontan también en barco. Desembarcan el 22 de junio en Jara-Aldan y continúan la cabalgada: 938 verstas más hasta Verjoiansk (llegada el 9 de julio), 2150 verstas más, a caballo y a trechos en bote, hasta Musovaya (llegada el 30 de agosto); aún 130 verstas y el día 9 de septiembre se encuentran por fin delante del gigantesco animal. Al partir de Jara-Aldan, Otto Hertz y sus dos esforzados compañeros llevaban 20 caballos, y les acompañaban dos cosacos y tres guías; uno de estos últimos desapareció al cruzar un afluente del río Aldan, tragado por las aguas con caballo y todo.
Una vez encontrado el mamut se plantean dos graves problemas: ¿cómo conservarlo y cómo transportarlo? Otto Hertz estudia secarlo al aire libre o tratarlo con alumbre y sal. Finalmente decide, por la falta de tiempo, trocearlo, cargar las porciones en diez trineos tirados por caballos o renos y apresurarse por llegar a San Petersburgo durante el invierno, antes de que la carga se descongele: por eso el regreso lo harán avanzando día y noche.
El 15 de octubre, la expedición se pone en marcha, pero el viaje de vuelta se realizará en condiciones aún más penosas que el de ida. Y no sólo por el peso de la carga, 1638 kg de mamut congelado, sino también por las inclemencias del otoño y del invierno siberiano. Fue particularmente penoso cruzar, en pleno mes de diciembre, los montes de Verjoiansk, cubiertos de nieve y con temperaturas de –40° C y –50° C, a pie y ayudando a los escuálidos renos que tiraban de los trineos. La heroica expedición consigue por fin llegar a Irkutsk, donde la preciosa carga es instalada en vagones de tren hacia el destino final del mamut de Beresowka: el Museo Zoológico de San Petersburgo, donde puede contemplarse aún, preparado taxidérmicamente como si fuera un animal disecado. La entrada el día 12 de febrero de 1902 de los expedicionarios en la estación de San Petersburgo, envueltos en el vapor de un tren especial, revistió caracteres de gran acontecimiento. No era para menos, a lo largo de 10 meses habían recorrido, descontados los trayectos en tren y barco de vapor, 6000 verstas en trineo y 3000 a caballo.
¿Cómo se formó un fósil tan especial? El cadáver del mamut congelado no estaba encerrado en un bloque de hielo, como podría pensarse. No hay gigantescos cubitos de hielo con mamuts dentro en las heladas tierras árticas. Los mamuts se conservan enterrados en el helado suelo de la tundra, el permafrost, hasta que la erosión de un río o una obra humana hace que asomen. En alguna remota ocasión uno de estos gigantescos animales murió en una sombría vaguada donde nunca daba el sol (o su cuerpo fue a parar allí quién sabe cómo). El cadáver se desecó por efecto del frío, convirtiéndose en una momia natural. El sol del verano hizo que durante esta breve estación se fundiera el hielo en la capa más superficial del permafrost. Como el agua líquida no podía atravesar las capas profundas, siempre heladas y por lo tanto impermeables, la superficie del terreno se encharcó y ablandó, deslizándose pendiente abajo hacia el fondo de la vaguada: un fenómeno conocido como solifluxión, muy importante en los ambientes periglaciares. Varias de estas avalanchas de barro debieron de sepultar al mamut de Beresowka lo bastante como para que permaneciera congelado hasta nuestros días.
De este modo nos han llegado no sólo los huesos de los mamuts, sino en muchos casos también restos más o menos completos de su piel, pelos, carne, y hasta vísceras que permiten saber incluso lo que habían comido poco antes de morir. El primero de los cuerpos de mamuts congelados se encontró en 1799 en la Península de Bikovski, en el delta del río Lena. Otro hallazgo muy famoso es el de la cría de mamut encontrada completa en 1977 en el valle del Kirgilyaj. El principal alimento del animal, que murió a los seis u ocho meses de edad, sería la leche materna, pero el desgaste de sus muelas nos indica que ya pastaba. Su estómago vacío y la falta de grasa corporal hace pensar que en sus últimos días pasó mucha hambre, y que tal vez falleció de inanición (¿se perdió acaso, o murió su madre?). En los días en los que escribo estas líneas es noticia en los medios de comunicación que una expedición franco-rusa ha llegado hasta un mamut muy bien conservado en la península de Taimir, en Siberia; se pretendía recuperar todo el ejemplar para transportarlo a Jatanga, sede del futuro Museo del Frío, pero por la llegada de los rigores invernales sólo les ha sido posible hacerse con la cabeza del mamut. ¡Y pensar que estos gigantescos y peludos animales llegaron a vivir en casi toda la Península!
Los mamuts (de la especie Mamuthus primigenius) que conocieron en Iberia nuestros antepasados los hombres de Cro-Magnon no eran tan altos como los elefantes africanos actuales, pero aun así eran imponentes y compactos paquidermos, con grandes y curvadas defensas que se enrollaban en espiral. Su cabeza era un tanto apepinada, y el punto más alto de su dorso estaba en la gibosa cruz, descendiendo rápidamente hacia los cuartos traseros. Naturalmente sus orejas eran pequeñas, en comparación con otros proboscídeos se entiende, porque unas grandes orejas dan mucho frío cerca del Polo. Los mamuts de los que estamos hablando tenían además mucho pelo para protegerse del frío: eran mamuts lanudos. Los ejemplares congelados tienen el color del pelo castaño o amarillento, y así es como se los pinta a menudo. Sin embargo, se sabe por otros tipos de cadáveres desecados y conservados largo tiempo, como las momias humanas, que el pigmento negro del pelo se oxida y se vuelve rojizo con el tiempo, por lo que es mejor imaginarse a los mamuts de luto riguroso. Los mamuts tenían largos pelos (se han encontrado algunos de casi un metro) y una borra fina, y debajo de la piel una gruesa capa aislante de varios centímetros de grasa.
Cuenta la leyenda que los expedicionarios al río Beresowka se dieron un banquete de carne de mamut. La realidad es más prosaica. Parece que sólo uno de ellos, en aras de la ciencia, probó un bocado bien sazonado del animal, que le duró poco en el estómago. Si el mamut de Beresowka no era comestible ni para el más heroico investigador, hay un caso más afortunado de conservación a través del tiempo del gusto de la carne. En 1976 se descubrió un bisonte de hace 36 000 años enterrado en el permafrost de Alaska, que fue apodado Blue Babe por el color azulado que tomó su piel, después de muerto, al reaccionar con los minerales de la tierra. Este animal pertenecía a la especie Bison priscus, la misma que está pintada en Altamira y en muchas otras cuevas.
Actualmente existen dos especies de bisontes estrechamente emparentadas entre sí: de hecho es posible cruzarlas y producir híbridos fértiles. Una es europea y la otra americana. En los periodos glaciares el nivel del mar bajaba mucho y sus orillas se alejaban de las antiguas líneas de costa porque las plataformas continentales quedaban en seco. Éste es también el caso del estrecho de Bering, que se convertía en un frío puente de tierra entre continentes, sobre el que se podía caminar; la distancia más corta entre las dos orillas es de unos 85 km. El estrecho de Bering formaba entonces parte de un extenso territorio que abarcaba desde el río Lena en Siberia hasta el Yukón en Canadá, y que se conoce como Beringia. Fue precisamente por aquí por donde entraron en América los antepasados de Blue Babe, y más recientemente los primeros seres humanos, hace unos 13 000 años. Como los bisontes, los humanos procedían de Asia, y la prueba está en que los indios americanos del norte y del sur, los amerindios, están emparentados con las poblaciones mongoloides del Extremo Oriente, como chinos, coreanos, japoneses y vietnamitas. En el Holoceno, el nivel del mar volvió a subir y las poblaciones eurasiáticas y americanas de bisontes se separaron para siempre y empezaron a hacerse diferentes (como también sucedió con los humanos).
Pero el lector puede estar esperando a que se le aclare si la carne de Blue Babe era comestible, y la respuesta es afirmativa si hemos de creer al paleontólogo Björn Kurtén, que participó en la degustación de un estofado de carne de Blue Babe, y encontró que debajo de la azulada piel la carne estaba roja y fresca y tenía un gusto agradable, con un leve olor a tierra. Pero la historia no termina aquí, porque no fueron Kurtén y sus colegas los primeros que le hincaron el diente a la carne de Blue Babe. Hace 36 000 años una partida de leones le dio muerte, dejando señales de sus garras y colmillos sobre su cuerpo; también los leones y los mamuts lanudos pasaron a América por la misma ruta del puente de Bering, y los leones llegaron a extenderse hasta el Perú, aunque luego se extinguieran en todo el continente. Los matadores de Blue Babe no pudieron terminar de comerse su presa porque el intenso frío del ambiente (quizás a la llegada de la noche) congeló el cuerpo, que se volvió tan duro que tuvo que ser abandonado todavía bastante entero. Algún tiempo después sobrevino el enterramiento natural del bisonte y su definitiva conservación en el permafrost. Pero antes, un león intentó todavía consumir la carne helada y se rompió una muela carnicera, dejando una parte, que ha sido encontrada por los científicos, en la piel del bisonte.
La Edad del Reno
El mamut lanudo es el representante más típico del clima frío. Cuando terminó la última glaciación, los mamuts desaparecieron con ella (o casi, como veremos luego). Otro gran mamífero igualmente cubierto de pelo, el rinoceronte lanudo (Coelodonta antiquitatis), también se extinguió cuando se fundieron los hielos pleistocenos. Aunque estas dos grandes especies de herbívoros no encontraron los ambientes que necesitaban para vivir al cambiar el clima, otros testigos de la época glaciar han hallado refugio hasta nuestros días en las tierras del Gran Norte: se trata del reno y del buey almizclero. El primero se encuentra hoy en Eurasia, Groenlandia y Norteamérica, y el segundo sólo en Groenlandia y Norteamérica. El buey almizclero no es, pese a su nombre y a su aspecto, un pariente del toro y del bisonte, o sea, un bovino. En realidad, los zoólogos lo incluyen entre los caprinos y está más próximo a la oveja, a la cabra y al rebeco, aunque los machos pueden llegar a pesar más de 400 kg. También el zorro ártico, que se vuelve completamente blanco en invierno, es un elemento ártico superviviente, que a veces se asocia en los yacimientos a las anteriores especies de herbívoros. Son muy conocidas las grandes migraciones que realizan dos veces al año los renos norteamericanos, llamados allí caribús. Los indios y los esquimales, como antaño hicieran los hombres prehistóricos en Europa, tomaban buena nota de los pasos de las grandes manadas de renos para cazarlos. Es de suponer que tampoco los mamuts y los rinocerontes lanudos pasaran el invierno en la helada tundra, y se desplazarían hacia tierras más favorables, para volver en el verano a los húmedos pastizales del norte o de las montañas.
Figura 15: Reconstrucción del rinoceronte lanudo, y pinturas rupestres de la cueva Chauvet. En las primeras pinturas rupestres abundaban los animales temibles: el león, el rinoceronte lanudo y el mamut lanudo.
La influencia marítima es muy importante en relación con el clima, no sólo para regular la temperatura, sino también a la hora de aportar la humedad necesaria para que se produzcan precipitaciones de lluvia. Por eso, cuanto más alejada está una tierra de la costa, más continental se hace su clima, lo que quiere decir que llueve menos porque los vientos que llegan hasta ella han dejado atrás su carga de agua; al mismo tiempo las oscilaciones de temperatura se hacen más marcadas porque no se ven amortiguadas por la gigantesca masa de agua del mar. En los periodos interglaciales como el actual, las costas de Centroeuropa están bañadas por las aguas del mar Báltico y del mar del Norte. El primero de ellos es casi un lago salado con una estrecha comunicación con el segundo. Una causa importante de que el clima centroeuropeo fuera tan crudo durante las épocas glaciares es que el mar Báltico se helaba por completo y el mar del Norte en gran parte se helaba y también se desecaba por el descenso del nivel de las aguas. Esta pérdida de la influencia marítima, o aumento de la continentalidad, unida a la proximidad al gran casquete glaciar de Escandinavia y al más pequeño de Gran Bretaña e Irlanda, hacía que el clima se volviera extremadamente continental en Centroeuropa, y que las tundras se continuasen por el sur con las estepas frías y secas.
A decir verdad, el mamut, el reno, el buey almizclero y el rinoceronte lanudo formaban tanto parte de las tundras como de las estepas, hasta el punto de que algunos autores se refieren a este conjunto de especies como las «faunas de tundra-estepa de mamut». Una especie de las estepas frías que también se extendió por Europa en el Pleistoceno es el antílope saiga. Éste es un animal que forma enormes rebaños y realiza grandes migraciones estacionales. Tiene una corta trompa que le sirve para filtrar el polvo de la estepa y le da un extraño aspecto. Estuvo a punto de desaparecer completamente en 1930, cuando la población se redujo a unos pocos centenares de ejemplares. Afortunadamente se tomaron medidas para su protección y hoy se cuentan más de dos millones de saigas desde la orilla occidental del Volga hasta Mongolia.
Aunque el clima se hacía muy frío y continental durante las glaciaciones al norte de los Pirineos, la Península Ibérica era entonces, como ahora, casi una isla, y a su alrededor el mar no se heló nunca, aunque se alejara un poco de la costa actual. La plataforma continental que rodea la Península es muy reducida y tiene mucha pendiente, por lo que un descenso del mar de 120 m no hizo retroceder mucha distancia la costa. No obstante, Mallorca y Menorca se unieron, y en algunos puntos del Mediterráneo la orilla del mar se situaba a varias decenas de kilómetros de la línea actual: la curva batimétrica de los 100 m se aleja mucho de la costa de La Plana valenciana, más de 50 km. Por esta razón algunos yacimientos de cueva que hoy están en acantilados costeros, en realidad dominaban una amplia llanura litoral durante las glaciaciones. Como, a pesar de ello, la superficie de la Península no se amplió apenas, la continentalidad no se acusó mucho más en las tierras del interior. Pero además, y sobre todo, por encontrarse la Península más al sur el clima no llegó a ser tan ferozmente frío y seco como en Centroeuropa, Países Bajos y norte de Francia.
Figura 16: Distribución máxima del antílope saiga en la última glaciación (mancha clara).
El mamut lanudo, el rinoceronte lanudo, el reno y el antílope saiga entraron en Europa desde Siberia y Asia Central y son elementos típicos de la última glaciación, aunque en algunos yacimientos se registren ya en anteriores épocas frías. El caso del buey almizclero es muy interesante. Este tipo de animales parece haber sido más bien propio de los ambientes esteparios de Eurasia durante el Pleistoceno, adaptándose al clima frío en la última glaciación y convirtiéndose desde entonces en una especie ártica. Al zorro ártico podría haberle ocurrido lo mismo.
Además de los fósiles tenemos otra forma de conocer a los animales que convivieron con nuestros antepasados. Se trata de las representaciones de animales pintados o grabados en las paredes rocosas (arte parietal o rupestre) o sobre placas de piedra y en soportes orgánicos de hueso, marfil y asta (arte transportable, llamado mobiliar o mueble). Todas fueron realizadas por el hombre de Cro-Magnon. Lo apasionante de estas manifestaciones del arte paleolítico es que nos permiten contemplar al mítico mamut, al poderoso rinoceronte, al temible león, y al gigantesco oso de las cavernas a través de la mirada del hombre prehistórico. El paleontólogo Björn Kurtén escribió en cierta ocasión que su ciencia, nuestra ciencia, no trata sobre seres que murieron hace mucho tiempo, sino sobre seres que vivieron hace mucho tiempo. Para un paleontólogo siempre será emocionante contemplar en las paredes de una cueva, llenos de vida, los grandes mamíferos fósiles de la Edad del Hielo.
España y Francia tienen el privilegio de ser los países de Europa en los que se encuentran la mayoría de las manifestaciones del arte rupestre paleolítico; las nuestras se concentran sobre todo en las cuevas de la cornisa cantábrica, pero cada vez se van encontrando más en cuevas del resto del territorio peninsular. Además, en los últimos años se ha descubierto un maravilloso y amplísimo conjunto de grabados de animales al aire libre en Foz Côa (Portugal), y otros menos extensos en Mazouco (Portugal), Siega Verde (Salamanca) y Domingo García (Segovia). En cambio, el arte mueble tuvo una difusión geográfica mucho mayor, que abarca toda Europa y llega hasta Siberia.
Entre los animales abundantemente representados en el arte paleolítico español, rupestre y mueble, se encuentran los ciervos, los caballos, los bisontes, las cabras y los uros (toros salvajes). Otros animales son más raros, como el reno, el rebeco, el jabalí, el mamut, el rinoceronte lanudo y los carnívoros. La distribución geográfica del reno es interesante por ser una especie indicadora de condiciones climáticas muy frías y de ambiente de tundra o tundra/taiga. Hasta tal punto se asocia con la última glaciación que a ésta se le ha llegado a llamar la Edad del Reno. Hay fósiles de este cérvido en varias cuevas de la cornisa cantábrica, así como figuras en el arte rupestre y mueble de la misma región. También se han encontrado fósiles de reno en Puebla de Lillo (León) y, con ciertas dudas, en A Valiña (Lugo). Por otro lado, José Javier Alcolea, Rodrigo de Balbín y otros colegas han dado a conocer un grabado de reno de una cueva, llamada por eso del Reno, en Guadalajara (a 850 m de altitud), y otro en la cueva de La Hoz (a 1050 m) en la misma provincia, lo que demostraría que los renos llegaban hasta las altas tierras del interior peninsular; también reconocen estos autores algunos renos entre los grabados al aire libre de Siega Verde.
Algo parecido puede decirse de los rinocerontes lanudos, cuyos fósiles se han encontrado más al sur de la cornisa cantábrica; sin salir de la familia, mi hermano Pedro María estudió un cráneo de esta especie procedente del yacimiento de Arroyo Culebro en Madrid. El rinoceronte lanudo tenía dos cuernos, el anterior muy largo (a veces de más de 130 cm de longitud), y un buen tamaño corporal, comparable al del actual rinoceronte blanco: los grandes machos pasarían de las dos toneladas y tendrían una alzada de 185 cm o superior. Como en el caso del mamut, se dispone de algunos cadáveres momificados que nos permiten estudiar en detalle a la especie. El rinoceronte lanudo está poco representado en el bestiario paleolítico español, aunque se conoce una figura en la cueva de Los Casares, muy cerca de la ya mencionada cueva de La Hoz, en Guadalajara, otra, según Rodrigo de Balbín y José Javier Alcolea, en una pared al aire libre del conjunto de Siega Verde, y una tercera ha sido identificada por Soledad Corchón en una plaqueta grabada procedente de la cueva de Las Caldas (Asturias).
Figura 17: Distribución máxima del reno en Eurasia durante la última glaciación (mancha clara).
Se sabe por los fósiles que los mamuts lanudos recorrieron gran parte de la Península, llegando por el oeste hasta Galicia y Portugal y por el sur hasta la turbera de Padul, situada en las proximidades de Granada, a mil metros de altitud. También hay algunas, pocas, representaciones artísticas, como la de la cueva del Pindal (Asturias), la de la cueva del Castillo (Cantabria), varias en la misma placa de Las Caldas, superpuestas entre sí y al rinoceronte lanudo antes citado, más algunas atribuciones dudosas en las cuevas de Los Casares (Guadalajara), La Lluera I (Asturias), Las Chimeneas y La Pasiega (Cantabria), Ojo Guareña (Burgos) y El Reguerillo (Madrid). El mamut rojo de la cueva del Pindal es muy especial, porque muestra en su pecho un corazón del mismo color. La penetración de representantes de la fauna fría en el mediterráneo peninsular no parece haber sido profunda, aunque hay algún fósil de mamut, reno y buey almizclero en niveles del Paleolítico Superior al norte del Ebro (en Cataluña).
Recientemente Jesús Altuna y Koro Mariezkurrena han clasificado como de antílope saiga seis fósiles encontrados por la arqueóloga Pilar Utrilla en la cueva de Abauntz (Navarra), en un nivel del Paleolítico Superior que también ha proporcionado restos de reno. En la cueva de Altxerri, en Guipúzcoa, Jesús Altuna ya había reconocido previamente como saigas dos grabados de animales que otros autores interpretan como rebecos. Era conocido que los antílopes saiga se habían aproximado mucho a la Península Ibérica, porque se habían encontrado sus restos en el yacimiento de Isturitz en la Baja Navarra (País Vasco francés) y en Dufaure, un poco más al norte, en la zona meridional de las Landas. Los renos y los antílopes saiga fueron realmente abundantes en la última glaciación en las grandes llanuras de Aquitania, al otro lado de los Pirineos. De hecho, por tratarse de cinco falanges y un centrotarsal (un hueso del pie), Jesús Altuna y Koro Mariezkurrena creen que los restos de saiga pudieron haber llegado a Abauntz con una piel transportada por algún humano, ya que el paisaje quebrado de la región donde se encuentra la cueva es poco propicio para estos animales, amantes de los espacios abiertos y las llanuras de las grandes estepas.
En la Península Ibérica, cuando los restos aparecen en contextos arqueológicos, la presencia del mamut, del rinoceronte lanudo y ésta del antílope saiga se detecta sólo en niveles del Paleolítico Superior y correspondientes a los humanos modernos. Sin embargo, Jesús Altuna, que desde hace muchos años viene estudiando concienzudamente la fauna de los yacimientos del País Vasco y de la cornisa cantábrica en general, identifica fósiles de reno en niveles con ocupaciones de neandertales (o sea, musterienses) de Axlor (Vizcaya), Lezetxiki (Guipúzcoa), y Abauntz (Navarra), con un resto en cada lugar. Más aún, Obermaier cita cuatro restos de reno en un nivel de la cueva del Castillo que parece de la penúltima glaciación.
Figura 18: Distribución máxima del mamut lanudo en Eurasia durante la última glaciación (mancha clara)
En el registro fósil cantábrico se han identificado algunos restos del espectacular cérvido Megaloceros giganteus tanto en niveles con ocupaciones de neandertales como de cromañones. El megaceros destacaba por su gran tamaño y por la enorme envergadura de sus astas palmeadas, casi de 4 metros a veces, que llegaban a pesar 45 kg. Con una cabeza tan adornada no es fácil que los grandes machos pudieran internarse en los bosques sin engancharse en las ramas de los árboles, y es razonable pensar que vivieran en medios más abiertos, y probablemente en ambientes frescos. Por haberse encontrado muchos fósiles de megaceros en las turberas de Irlanda, se lo denomina a veces «alce irlandés», aunque no tenga especial parentesco con los alces actuales, o «gran ciervo de los pantanos», pese a que tampoco es un ciervo como los nuestros de ahora. Los megaceros, de esta especie y de otras más antiguas, parecen haber estado siempre presentes en el Pleistoceno ibérico, aunque quizás nunca en gran abundancia. También los cromañones ibéricos habrían representado a los megaceros si una figura de Siega Verde resultara ser uno de ellos, como opinan Rodrigo de Balbín y José Javier Alcolea. En todo caso, esta especie se extinguió a finales del Pleistoceno.
Aparte de los herbívoros que hemos mencionado, en la última glaciación había también corzos (una especie indicadora del bosque), así como un équido extinto de menores dimensiones que el caballo, más o menos de la talla de un asno (Equus hydruntinus), aunque probablemente no relacionado con éste. No nos debemos olvidar tampoco del otro primate europeo, el macaco de Berbería, que se encuentra en esta época en el yacimiento de Cova Negra, en Játiva, antes de que arreciara el frío en el último máximo glaciar. Los macacos son una especie mediterránea, presente en Europa a lo largo del Pleistoceno en muchos lugares (también en la Península) y que llegó por el norte hasta Alemania e Inglaterra, pero siempre en los periodos interglaciares. Es probable que le ocurra al macaco como a otras muchas especies «interglaciares», el hipopótamo por ejemplo, que deberían estar recolonizando Europa en este cálido Holoceno en el que vivimos: pero no las dejamos habitar entre nosotros.
Algunos de los carnívoros de la última glaciación nos resultan familiares, como el gato montés, el lince, el zorro común y el lobo. En cambio pocas personas conocen en Europa al cuón, un pariente de estos dos últimos. A pesar de ello, a muchos de nosotros el cuón nos trae entrañables recuerdos de la perdida infancia, porque aparecen en un dramático capítulo de El libro de las Tierras Vírgenes de Rudyard Kipling, aquél en el que se produce la lucha sin cuartel entre la manada de lobos de Mowgli y los dholes o perros jaros; así es como se llamaba a los cuones, por su color rojizo, en la traducción que yo leí (y todavía recuerdo el desconsuelo que me produjo la muerte en la terrible batalla de Akela, que había sido el jefe de la manada de Seeonee y protector de Mowgli). Aunque presentes en yacimientos musterienses (es decir, de la época de los neandertales) y anteriores, los cuones parecen haberse vuelto muy raros en la Península, o incluso haberse extinguido, antes del final del Pleistoceno. La única cita que conozco para el tiempo de los cromañones es un resto de Amalda (Guipúzcoa), en un nivel del Paleolítico Superior que también contiene reno. Los cuones viven hoy sólo en Asia, y aunque son más pequeños que los lobos sus manadas son terriblemente feroces. El zorro polar es un magnífico indicador de climas fríos, aunque es difícil de diferenciar del zorro común cuando sólo se dispone de unos pocos huesos o dientes. Aun así, Jesús Altuna ha identificado un resto en el nivel de Amalda antes mencionado.
Hay varias pruebas de la presencia en la Península durante la última glaciación del glotón, que no es una persona con desmesurada afición a comer, sino el más grande de los mustélidos (la familia de las martas, garduñas, comadrejas, armiños, visones, tejones y nutrias). El glotón vive en la actualidad en el Gran Norte, desde Escandinavia hasta Canadá, pero se ha encontrado un resto en un nivel del Paleolítico Superior de Lezetxiki que también contiene rinoceronte lanudo, y otro en un yacimiento sin contexto arqueológico (Mairuelegorreta, en Álava). Además, es posible que un grabado de la cueva de Los Casares en Guadalajara represente uno de estos animales nórdicos, y en el alto valle del Jarama, en la misma provincia, se encontró (en la cueva Jarama II) una escultura en marfil de una cabeza que Jesús Jordá considera también de glotón: se trataría en este caso de la figura de un representante de la fauna fría, el glotón, esculpida sobre un fósil de otro, el mamut del que procedía el marfil.
La cueva de Los Casares es un buen ejemplo de la vida en las alturas del interior de la meseta durante el Pleistoceno Superior. En el yacimiento hay ocupaciones neandertales con una fauna variada que refleja un clima no muy frío y un ambiente de media montaña: marmotas, castores, jabalíes, corzos, rebecos, ciervos, caballos, un bovino (uro o bisonte), cabras, rinocerontes de estepa, gatos monteses, linces, leopardos, leones, zorros, lobos, cuones, osos (pardos y de las cavernas) y hienas manchadas; incluso se encontró un metacarpiano humano de un neandertal (el del meñique derecho). Después, los neandertales desaparecen y al cabo de 15 000 años o más llegan los hombres de Cro-Magnon que graban y pintan en las paredes de la cueva algunos de los animales que ven fuera: caballos, uros, ciervos, cabras, un rinoceronte lanudo, el posible mamut, el posible glotón y un gran félido (posiblemente un león o una leona). Hay además una serie de figuras antropomorfas, representaciones bastante distorsionadas de formas humanas. El rinoceronte lanudo y, de confirmarse su identificación, el mamut y el glotón, son claramente indicadores de un ambiente frío en la meseta en la época de los cromañones, con estepas en las que pastarían las grandes manadas de caballos, pero los ciervos indican que también había bosques, posiblemente en los fondos de los valles: una vez más hay que apelar al carácter muy accidentado del relieve hispano a la hora explicar estas asociaciones de especies que podrían, a primera vista, parecer incompatibles. Aunque en Los Casares falta el reno, se encuentra representado uno en la casi vecina cueva de La Hoz, que todavía está más alta, a 1050 m.
Tanto los hombres de Neandertal como los de Cro-Magnon convivían y competían con los leopardos y leones. No hay muy buenas representaciones de félidos en el arte paleolítico español, pero el que quiera «ver» casi en directo a los leones de las cavernas sólo tiene que mirar las pinturas de la cueva Chauvet en Francia, de un estremecedor realismo. En éste y en los demás casos conocidos (el de Los Casares, por ejemplo) están representados individuos sin melena, tal vez porque los hombres prehistóricos querían figurar únicamente leonas, o porque los machos de la especie carecían en la Europa glaciar de la melena que adorna a los leones que conocemos hoy en África y en la India. En las regiones más frías los leones llegaron a alcanzar grandes tamaños, por la misma razón que los mamuts lanudos tenían las orejas más pequeñas que los elefantes actuales; se trata de una cuestión, ya comentada antes, de relación entre la superficie y el volumen. En un ambiente frío un organismo de sangre caliente pierde el calor interno a través de la piel, por lo que le interesa tener la menor cantidad relativa de superficie corporal posible. Esto se puede conseguir, paradójicamente, creciendo. Bastarán unos sencillos números para explicar cómo repercute el aumento de tamaño en la regulación de la temperatura corporal. Un cubo de 1 m de lado tiene un volumen de 1 m3 y una superficie de 6 m2. En cambio, un cubo de 2 m de lado tiene un volumen de 8 m3, es decir, 8 veces mayor, mientras que la superficie es de 24 m2, o sea, sólo 4 veces mayor. En otras palabras, la superficie relativa es la mitad en el cubo de 2 m de lado que en el de 1 m de lado, y la pérdida de calor también menor.
Pero si neandertales y cromañones han sido llamados hombres de las cavernas, hay un oso que se merece tanto el adjetivo de cavernario que forma parte de su nombre científico: Ursus spelaeus, literalmente «oso de las cavernas». Se trataba de unos animales que llegaron a alcanzar tamaños gigantescos, por encima de los de los osos pardos actuales. La media de éstos, para todas las poblaciones y los dos sexos, se sitúa en torno a los 160 kg, aunque nuestros pocos osos cantábricos y los prácticamente extinguidos osos pirenaicos son de dimensiones mucho más modestas: muy rara vez los grandes machos se han debido de aproximar a los 200 kg. Los mayores osos pardos actuales del mundo son los grizzly de la Columbia Británica y de Alaska, especialmente los de la isla Kodiak (en el golfo de Alaska); cuando están bien cebados de salmones pueden llegar a los 400 kg y aún sobrepasarlos. El peso promedio de los osos de las cavernas machos estaría cerca de los 450 kg y el de las hembras sería menor, pero en todo caso excedería los 300 kg. La altura hasta la cruz de los osos de las cavernas podemos situarla sobre los 120 cm, una cifra no excesivamente elevada, porque lo que caracterizaba a estos plantígrados desaparecidos era su enorme corpulencia.
Figura 19: A la izquierda, leones pintados en la cueva Chauvet.
Los osos de las cavernas hibernaban en las cuevas, como también hacen los osos pardos actuales, y los cadáveres de los animales que morían durante la hibernación se han acumulado en muchas cavidades subterráneas formando grandes acumulaciones, con centenares y a veces millares de esqueletos. A pesar de su imponente aspecto los osos de las cavernas no eran grandes cazadores. Sus enormes muelas servían más para masticar frutos que para cortar la carne. Los impresionantes caninos se volvían romos de emplearlos con fines distintos de los de matar presas. Así y todo no debía de ser divertido competir con estos gigantescos plantígrados a la hora de buscar «vivienda».
El oso de las cavernas era una especie casi exclusivamente europea, y vivía tanto en los bosques templados como en las estepas frías. En cambio no parece haber sido un animal del mundo mediterráneo: en la Península nunca se ha encontrado fuera del Pirineo, la cornisa cantábrica, Galicia o las dos mesetas. El yacimiento más meridional de estos enormes plantígrados es el de la cueva del Reguerillo, en Madrid. Al lado de los osos de las cavernas y sus antepasados se encuentran en el Cuaternario europeo los osos pardos, aunque sus fósiles son más raros. En la cueva de Ekain (Guipúzcoa) hay pintada una pareja de osos pardos, uno de ellos sin cabeza, y puede verse un congénere suyo muy bonito en la cueva de Santimamiñe (Vizcaya); se distinguen bien de los osos de las cavernas porque en estos últimos los miembros anteriores eran bastante más largos que los posteriores, con lo que la línea del dorso caía más abruptamente desde la cruz a la grupa. Un magnífico ejemplar de oso de las cavernas está grabado en la cueva de Venta de la Perra (Vizcaya). Al final de la última glaciación los osos de las cavernas dejaron de ser competencia para los osos pardos, desapareciendo para siempre envueltos en las últimas brumas de la Edad del Hielo.
Por último, en más de una ocasión los neandertales y los cromañones se disputarían las carroñas con las temibles hienas manchadas, que, como los humanos, también pueden ser poderosas cazadoras en grupo, y que además en la última glaciación llegaron a alcanzar grandes tamaños. Las hienas rayadas eran menos peligrosas, aunque no por eso dejaban de ser eficaces carroñeras: es decir, peligrosas para el estómago ya que no para la integridad física de los humanos; no obstante parecen haber sido menos frecuentes en la Península que las hienas manchadas, ya que sólo se han encontrado en el yacimiento musteriense portugués de Furninha.
La montaña mágica: Atapuerca
Hasta ahora hemos pasado revista a los grandes mamíferos de la última glaciación, los que convivieron con los neandertales y los hombres de Cro-Magnon. Pero ¿cuáles eran los herbívoros y los carnívoros del tiempo de los primeros pobladores de Europa y del tiempo de los antepasados de los neandertales? Para conocerlos nada mejor que viajar de nuevo hasta la burgalesa Sierra de Atapuerca, donde un equipo español de paleontólogos y arqueólogos está sacando a la luz un importantísimo registro fósil que abarca la mayor parte de ese periodo.
La Sierra de Atapuerca es una gran loma de piedra caliza. Esta caliza se formó en el fondo del mar, hace más de 85 millones de años, dentro del último periodo (el Cretácico) de la Era Secundaria o Mesozoico, la era de los dinosaurios. Más tarde, ya en el Cenozoico o era de los mamíferos, en el periodo llamado Terciario, y dentro de éste en la época conocida como Oligoceno, las gigantescas fuerzas que mueven la corteza terrestre hicieron que las calizas emergieran y se deformaran formando una pequeña montaña, que en realidad es un pliegue (o anticlinal) acostado. Una vez retiradas para siempre las aguas marinas, la erosión arrasó la cumbre de la Sierra de Atapuerca, que ahora tiene un techo plano con una altura máxima de 1082 metros sobre el nivel del mar. A continuación, en la siguiente época, el Mioceno, lo que ahora es la Meseta del Duero se convirtió en una gigantesca cubeta sin salida al mar, es decir, en una gran cuenca continental que se fue rellenando con los sedimentos que procedían de la erosión de las montañas que, como una muralla, la rodeaban: la Cordillera Cantábrica al norte, el Sistema Ibérico al este, el Sistema Central al sur, y los Montes de León y Tras Os Montes al oeste. Don Eduardo Henández-Pacheco comparaba la cuenca del Duero, la altiplanicie de Castilla, con la extensa plaza de armas de un enorme castillo defendido por bastiones montañosos.
La Sierra de Atapuerca se encuentra en la esquina nororiental de la gran cuenca del Duero, a pocos kilómetros de la Sierra de la Demanda, que es parte del Sistema Ibérico. Precisamente se localiza en uno de los portillos que dan acceso al interior de Castilla: el corredor de La Bureba; las otras dos entradas están en el ángulo sudeste, en tierras de Soria, y en el suroeste, en las de Ciudad Rodrigo, donde el Duero se abre camino hacia el mar internándose en Portugal por la comarca fronteriza de Los Arribes. Un poco más allá de la Sierra de Atapuerca, pasado el puerto de la Pedraja (1130 m), se encuentra la cuenca del Ebro. El camino de Santiago sigue esta vía natural de comunicación entre las dos cuencas, lo que habla bien a las claras de la estratégica situación geográfica de la Sierra de Atapuerca; probablemente está relacionada con la continuidad e intensidad de la presencia humana en estos parajes castellanos.
Tal fue la cantidad de sedimento acumulado en la cuenca del Duero, que al final del Mioceno la Sierra de Atapuerca casi no sobresalía sobre la llanura circundante. Se depositaron entonces nuevas calizas, ahora continentales en lugar de marinas, en los lagos someros que se extendían por toda la cuenca. Estas calizas de la fase final de la sedimentación, que nunca fueron plegadas, forman hoy plataformas horizontales o «páramos» que casi enrasan con el techo de la Sierra de Atapuerca.
El rellenado de la cuenca del Duero cesó en el Plioceno (la época que sigue al Mioceno), cuando por el levantamiento del centro de la Península se estableció una red fluvial que empezó a erosionar y a arrastrar los sedimentos acumulados durante millones de años hacia el Atlántico, como todavía sigue ocurriendo. En toda la cuenca la erosión fluvial ha tajado las coberturas calizas de los «páramos» y excavado los sedimentos blandos, arcillas y margas, que se encuentran por debajo. La altiplanicie castellana tiene así dos niveles: la superficie vieja del «páramo», de roca caliza por lo general y con poco suelo para cultivar, y la superficie nueva de los fondos de los valles, más fértil y habitada. Ambas superficies se conectan por fuertes pendientes: las «cuestas».
Estas formas del relieve (páramo y cuesta) pueden observarse bien en la margen izquierda del río Arlanzón, a la altura del pueblo de Ibeas de Juarros y frente a la Sierra de Atapuerca, que queda en su orilla derecha. Así pues, el río Arlanzón circula a escasa distancia de las faldas meridionales de la Sierra de Atapuerca, pocos kilómetros aguas arriba de la ciudad de Burgos. Como todos los ríos, en su curso alto arranca y arrastra grandes rocas, que redondea y convierte en cantos rodados. Cuando se producen grandes avenidas del Arlanzón se depositan todavía hoy muchos de estos guijos en la llanura de inundación. Como se ha dicho, a lo largo del tiempo el río ha ido excavando más y más los sedimentos blandos, del tipo de las arcillas y las margas, que rellenaron la cuenca del Duero durante el Mioceno. En el paisaje quedan retazos colgados, que en Geología se llaman terrazas, de las antiguas llanuras de cantos. Los depósitos más altos se encuentran 85 m sobre el nivel actual del río, y a una cota absoluta de 994 m, es decir, muy cerca del techo de la Sierra. Estudiando las terrazas podemos saber por dónde pasaba el río Arlanzón en la prehistoria. Descubrimos así que las cuevas de la Sierra de Atapuerca, en las épocas en las que se formaron los yacimientos, estaban próximas a las orillas del río. Podemos imaginarnos a los hombres prehistóricos oteando desde las laderas de la Sierra los herbívoros que pacían tranquilamente en la panda vallonada del Arlanzón, así como en la vaguada de Valhondo, por donde hoy corre su menguado afluente el Pico.
La caliza marina que constituye el sustrato de la Sierra de Atapuerca es una roca que el agua disuelve con facilidad. Así se formaron largos conductos subterráneos rellenos de agua, que circulaba a presión e iba ampliando la red de cavidades, formando lo que se llama un carst. Cuando el nivel de las aguas, o nivel freático, bajó porque se fue encajando la red fluvial cada vez más profundamente en el valle, las cavidades altas del carst se quedaron en seco, y al mismo tiempo se produjeron desplomes en los techos que abrieron boquetes al exterior. También el retroceso de las laderas, por efecto de la erosión, al cortar las galerías dio lugar a nuevas entradas. A partir de ese momento las cuevas ya podían ser visitadas por los carnívoros y por los humanos.
Los tres yacimientos en los que se ha trabajado más hasta la fecha se nombran como Gran Dolina, Galería y Sima de los Huesos, y están muy cerca unos de otros, sobre todo los dos primeros entre sí. Hay en ellos fósiles desde cerca de un millón de años hasta más o menos un cuarto de millón de años. Sabemos que hay fósiles más antiguos y más modernos en otras cuevas de la Sierra de Atapuerca que se están prospectando en la actualidad, y de las que se espera mucho (la Sima del Elefante tiene los niveles más antiguos, y las del Mirador y Cueva Mayor en su Portalón de entrada, los niveles más modernos). El tesoro paleontológico y arqueológico de la Sierra, lejos de agotarse, se amplía día a día. Los paleontólogos que estudian los fósiles de animales de estos yacimientos son Gloria Cuenca, especialista en roedores, Nuria García, que investiga los carnívoros, y Jan van der Made, que es nuestro experto en herbívoros. Son ellos, junto con la paleobotánica Mercedes García Antón, quienes en los siguientes párrafos nos van a llevar de la mano en nuestro viaje a través de los ecosistemas de la Sierra de Atapuerca en el remoto pasado.
Para dividir en dos grandes periodos el registro fósil de los yacimientos recurriremos a un ratón, o mejor dicho, a una rata de agua. Hace poco más de medio millón de años, unos 600 000 aproximadamente, se extingue una rata de agua denominada Mimomys savini y es sustituida por una especie (Arvicola cantianus) ya muy próxima a las ratas de agua actuales (que por cierto, poco tienen que ver, salvo por ser también roedores, con las ratas grises de ciudad). Todos los fósiles que aparecen junto con la especie Mimomys savini son por lo tanto anteriores al medio millón de años. En la Gran Dolina se encuentra el Mimomys savini en los niveles que van desde el tercero a la parte inferior del octavo, unos ocho metros y medio de espesor de sedimento que abarcan un lapso temporal que va desde hace casi un millón de años hasta hace algo más de medio millón de años (los niveles inferiores al 3 no tienen fósiles). Conviene aclarar que en la Gran Dolina los niveles se numeran de abajo arriba, en contra de lo que suele ser habitual: pero es que el yacimiento fue cortado por la trinchera de un ferrocarril minero construido en los años del cambio del siglo XIX al XX, y como consecuencia la estratigrafía del yacimiento está a la vista, y no hay que esperar a excavarlo todo para conocerla y numerar sus niveles.
La fauna de grandes mamíferos que habitaba en esta época antigua la Sierra de Atapuerca era muy variada y, comparada con la actual, espectacular a nuestros ojos. Empezando por los herbívoros, había entonces grandes rinocerontes de dos cuernos de la especie Stephanorhinus etruscus, jabalíes, caballos, ciervos, gamos y probablemente corzos. También había megaceros primitivos (Eucladoceros giulii). De estos niveles inferiores de la Gran Dolina procede un magnífico cráneo de bisonte (Bison voigtstedtensis). En el nivel 7 aparecieron las patas traseras de un buey almizclero, antepasado o por lo menos pariente de la especie actual; como ya se ha comentado, en esta época los almizcleros todavía no se habían adaptado a los ambientes periglaciares, y eran habitantes de las estepas. Para completar el panorama de los herbívoros que los hombres de Atapuerca veían desde las bocas de las cuevas, el lector puede incluir un grupo de hipopótamos nadando en el río Arlanzón y sus afluentes, allí donde los castores hacían sus diques. Por sorprendente que parezca, los hipopótamos han vivido en la Península Ibérica hasta la llegada de los fríos de la última glaciación, y los castores no han abandonado nunca el continente europeo, aunque se extinguieran en la Península.
Además del castor, entre los roedores recuperados en los niveles más antiguos de la Gran Dolina hay otras dos especies de gran tamaño que merecen que nos detengamos un momento en ellas. Empezaremos por el puerco espín (Hystrix refossa). Las especies actuales más próximas son todas de clima cálido y viven en África y Asia; una de ellas se encuentra en los Balcanes, Sicilia y parte de la Italia peninsular, aunque posiblemente fue introducida por el hombre en la antigüedad. El puerco espín ha sido una especie frecuente en el Pleistoceno europeo, sobre todo en lugares y momentos cálidos. El tercer gran roedor de Atapuerca es la marmota, que hoy en día vive en los Alpes y en los montes Tatra, y ha sido reintroducida con gran éxito en los Pirineos. Las marmotas habitan en los prados alpinos por encima del piso forestal, e hibernan en sus madrigueras. Es posible que la Sierra de Atapuerca haya estado en algún momento muy frío entre hace 600 000 y 900 000 años totalmente desprovista de árboles en su parte más alta, pero también es posible que algún águila o búho real cazara alguna marmota en las alturas de la vecina Sierra de la Demanda y la transportara hasta su nido en la Sierra de Atapuerca, o que lo haya hecho algún depredador terrestre.
Veamos ahora quiénes eran los cazadores en aquellos antiguos ecosistemas de la Sierra de Atapuerca. Dejando por el momento aparte la discusión del lugar que el hombre ocupaba en las redes tróficas a través de las cuales circulaba la materia y la energía, el depredador máximo era un gran félido de dientes de sable, el Homotherium latidens. Este gran gato tenía un tamaño comparable al del león y unos enormes caninos superiores (los colmillos), curvados y con los dos bordes finamente aserrados. Aunque desapareció de Europa hace medio millón de años, sus primos de la especie Homotherium serum sobrevivieron en América hasta el final de la Edad del Hielo. Un problema sin respuesta definitiva aún es el de cómo utilizaban sus grandes caninos superiores los homoterios y otros félidos emparentados de dientes de sable (todos juntos forman el grupo de los macairodontinos). Para algunos autores los empleaban como dagas, para apuñalar a sus presas y desangrarlas. Otros creen que con ellos atravesarían la piel y tejidos adyacentes del abdomen de sus víctimas, y al cerrar la boca y tirar hacia atrás arrancarían un gran bocado del animal. Aunque la presa huyera, sólo tendrían que seguirla y esperar a que muriera desangrada. De este modo, mordiendo y perdiendo en seguida el contacto, los grandes gatos de dientes de sable podrían dar muerte a presas mucho mayores que ellos, como mamuts jóvenes.
Alan Turner y Mauricio Antón, por el contrario, piensan que los colmillos de estos félidos no habrían resistido sin partirse los fuertes envites que suponen las dos teorías mencionadas. Y un par de caninos rotos supondría la muerte sin remisión de su propietario. Estos dos autores juzgan más creíble que los grandes gatos sólo utilizaran sus largas cimitarras una vez que la presa estuviera ya firmemente inmovilizada en el suelo, para atravesar con ellas la garganta del animal y provocar su muerte por asfixia o al seccionar alguno de los grandes vasos del cuello, de manera semejante a como lo hacen hoy los leones cuando abaten un gran herbívoro. De este modo los caninos no se expondrían tanto.
Otro gran félido de la época más antigua de la Sierra de Atapuerca era el jaguar europeo, la Panthera gombaszoegensis, que se extinguió hace unos 400 000 años. Su talla era inferior a la del homoterio, pero superior a la de un leopardo (es decir, como la de un jaguar americano moderno). Un felino aún más pequeño cuyos restos también se encuentran en los niveles inferiores de la Gran Dolina es el lince. Parece pues que había felinos de todas las tallas en los ecosistemas de la Sierra de Atapuerca (probablemente tampoco faltaban los gatos monteses). El homoterio representaba la más grande de todas. Los leones debieron aparecer en Europa por primera vez hace unos 600 000 años, y poco después desaparecieron los homoterios del continente, con los que probablemente compitieron los leones por el puesto de depredador máximo de los ecosistemas.
Entre los cánidos, se han encontrado restos de dos especies: el Vulpes praeglacialis, un antepasado del zorro ártico que todavía no estaba adaptado a los ambientes periglaciares, y el Canis mosbachensis, un lobo de pequeño tamaño, no mucho mayor que el chacal moderno. Este cánido se hizo grande, convirtiéndose en la especie actual de lobo, hará unos 400 000 años.
Los niveles inferiores de la Gran Dolina han proporcionado los restos más antiguos de Europa de hiena manchada, un carnívoro social y poderoso competidor de los humanos, tanto en la caza como en el aprovechamiento de las carroñas. Con unas piezas dentales especializadas, las hienas manchadas podían acceder al tuétano de los huesos de los grandes herbívoros, como también hacían los humanos, aunque éstos recurrían a la utilización de bloques o cantos de piedra para realizar la función de fracturar las cañas de los huesos. En cambio, falta del registro fósil de Atapuerca (al menos de momento) la hiena Pachycrocuta brevirostris, la más grande de todas las que han existido. Esta ausencia es interesante porque la especie se ha encontrado en otros yacimientos contemporáneos del resto de Europa. En la Península aparece en yacimientos más antiguos que la Gran Dolina, como Cueva Victoria (Murcia), Venta Micena (Granada), Incarcal (Gerona) y Pontón de la Oliva (Madrid). Nuria García cree que a partir de su llegada la hiena manchada fue sustituyendo a la Pachycrocuta brevirostris, primero en el sur de Europa, como se ve en Atapuerca, y luego en el resto del continente hasta su total desaparición hace unos 400 000 años.
Se han encontrado también en estos niveles bajos de la Gran Dolina numerosos restos de oso, pertenecientes a una especie antigua, que puede representar una forma primitiva del oso pardo, o tal vez del oso de las cavernas.
Tenemos también muchos fósiles de animales de una época posterior en los yacimientos de la Galería, Sima de los Huesos y parte alta de la Gran Dolina (niveles desde el 8 hasta el 11). En conjunto, estos depósitos van desde hace poco menos de medio millón de años hasta hace un cuarto de millón de años. Entre los herbívoros sigue habiendo caballos, gamos, ciervos, megaceros, bisontes y rinocerontes. Por la escasez de material hay problemas para asignar los fósiles de bisonte a una especie determinada. Podrían ser del Bison schoetensacki, el llamado bisonte de bosque, o del Bison priscus, el bisonte de estepa, de mayor tamaño. De todos modos, y pese a los adjetivos, los bisontes fósiles no son buenos indicadores ecológicos, ya que pasaban de un medio a otro. Algunos de los restos de bovinos encontrados podrían pertenecer al uro (Bos primigenius), e incluso al búfalo acuático, hoy en día sólo asiático pero que llegó a habitar Europa. Es difícil distinguir entre las diferentes especies de bovinos a partir de huesos sueltos del esqueleto.
En esta época de Atapuerca había rinocerontes de la especie Stephanorhinus hemitoechus. Se trataba de un rinoceronte que pastaba en las estepas, y se lo encuentra en Europa durante mucho tiempo junto con una especie de rinoceronte de mayor tamaño, el rinoceronte de Merck (Stephanorhinus kirchbergensis). Este último era realmente impresionante, con una altura de hasta 2,5 m que no alcanza ninguna de las especies actuales. Los dos rinocerontes fósiles, el de estepa y el de Merck, podían coexistir porque estaban adaptados a explotar diferentes recursos, y ocupaba cada uno un nicho ecológico distinto, reduciéndose así su competencia. El rinoceronte de Merck era ramoneador y por lo tanto más forestal, ya que se alimentaba de las partes tiernas (hojas, brotes, incluso frutos) de las plantas leñosas. Una situación parecida de coexistencia entre dos especies de rinocerontes se produce hoy en día en África, donde puede encontrarse en la misma región al rinoceronte negro, que es ramoneador, junto con el rinoceronte blanco, que pasta en las praderas. De todos modos, no es seguro que el rinoceronte de Merck haya abundado en la Península. Tanto el rinoceronte de estepa como el de Merck estaban adaptados a los climas templados y desaparecieron del centro de Europa al comenzar la última glaciación, es decir, en el tiempo de los neandertales, pero en la Península sobrevivió el rinoceronte de estepa un poco más, hasta que se intensificó el frío y quedó dueño del terreno el rinoceronte lanudo, ya en el tiempo de los cromañones.
Entre los roedores de gran tamaño, se siguen encontrando en la segunda época de Atapuerca marmotas y puerco espines (aunque de otra especie: Hystrix vinogradovi). La asociación de carnívoros de la Sima de los Huesos incluye numerosas especies. La mejor representada es un antepasado del oso de las cavernas, llamado científicamente Ursus deningeri. Hay también lobos y zorros, así como linces de la línea evolutiva del lince ibérico y gatos monteses. Se encuentran también leones y un enigmático resto de felino, un fragmento de metatarsiano (hueso del pie) que por su tamaño podría corresponder a un leopardo o a un jaguar europeo. Es decir, hay felinos de cuatro tallas diferentes en la Sima. Unos pequeños carnívoros casi siempre olvidados son los mustélidos, que están representados en este yacimiento por dos especies: una grande, del tipo marta o garduña, y otra pequeña, como la comadreja o el armiño. En el yacimiento de la Galería se han encontrado además restos de cuón y tejón.
Sorprende la ausencia de hienas en la Sima de los Huesos, en la Galería y en lo que se lleva excavado hasta la fecha de los niveles superiores de la Gran Dolina. Nuria García ha avanzado la idea de que quizás los humanos compitieran con ellas y las ahuyentaran de la Sierra de Atapuerca. Tal vez antes no pudieran con las hienas, y por eso se encuentran en los niveles más viejos de la Gran Dolina, posiblemente porque los humanos eran entonces escasos, peor organizados o permanecían poco tiempo en la comarca. Sin embargo, las hienas son abundantes en la Península Ibérica en épocas posteriores a las de los yacimientos mencionados de Atapuerca. Como hipótesis, podría pensarse que los humanos pasaron a ser más cazadores y menos carroñeros, con lo que el nicho ecológico por el que competían humanos y hienas (más carroñeras y menos cazadoras) quedó para estas últimas.
En los yacimientos de Atapuerca sólo se han recuperado hasta la fecha dos restos, no clasificables, de elefante (uno en la Gran Dolina y otro en la Sima del Elefante, que recibe por eso tal nombre). Lo que no quiere decir que no hubiera elefantes en los alrededores de la Sierra en el vasto periodo de tiempo que abarcan los registros paleontológicos explorados. El elefante de defensas rectas (Palaeoloxodon antiquus) fue muy abundante en Europa, siendo, como el hipopótamo, un animal típico de los periodos interglaciares. Se han encontrado muchos restos de este elefante de hasta 3,7 m de alzada en la Península. Quizás los más famosos sean los de Torralba y Ambrona (Soria), de los que hablaremos en su momento. En las épocas glaciares el elefante de defensas rectas desaparece de Europa, al menos de las regiones más frías, y es sustituido por el Mammuthus trogontherii, el mamut de estepa, antepasado del mamut lanudo. El Mammuthus trogontherii ha sido el mayor elefante europeo de la historia, con una alzada que llegaba a los 4,5 m y un peso de más de 10 toneladas. Como en el caso del rinoceronte de estepa y del de Merck, los últimos elefantes de defensas rectas parecen haber sobrevivido en las penínsulas del Mediterráneo hasta la definitiva llegada de los fríos que trajeron a los mamuts y rinocerontes lanudos y acabaron también con los hipopótamos en Europa.
Hablemos ahora un poco de plantas. Tanto los robles y los quejigos, como las encinas y los alcornoques, pertenecen al género Quercus: en los dos primeros se marchitan las hojas y los otros dos árboles están siempre verdes. En el registro polínico de la Sierra de Atapuerca se han encontrado pólenes de ambos grupos y de otras especies que nos cuentan que los bosques no eran, en general, diferentes de los que hoy pueden encontrarse allí mismo o en la vecina Sierra de la Demanda. Algunas veces aparecen pólenes de especies que indican condiciones más mediterráneas que las actuales, como el algarrobo, el almez, el acebuche (olivo silvestre), el labiérnago y el lentisco. Otras veces dominaban el paisaje especies frías de pinos con cupresáceas, la familia de los enebros y de las sabinas.
Como puede fácilmente deducirse de la lista de especies fósiles, hubo una extraordinaria diversidad animal y vegetal en la Sierra de Atapuerca en todo el Pleistoceno. Tal número de herbívoros y carnívoros diferentes no se explica por la existencia de un único ecosistema particularmente rico en especies, sino probablemente por la gran variedad de hábitats que ofrecían la Sierra y sus alrededores: las comunidades de las amplias llanuras, las de los cursos de agua, las de las peñas calizas y, muy cerca, las de las altas cumbres ibéricas. Todavía hoy quedan retazos de bosques naturales aquí y allá. En la propia Sierra de Atapuerca se está regenerando espontáneamente, desde que ya no se corta, el bosque de encinas y quejigos que crece sobre la caliza, donde la reja del arado no ha llegado a penetrar nunca. Las laderas han corrido peor suerte y los robles melojos que crecían sobre las terrazas y suelos terciarios casi han desaparecido completamente para dejar paso a los cultivos de cereales. Es por lo tanto vital defender a toda costa la isla de naturaleza (¡a tan sólo 14 km de la ciudad de Burgos!) en la que se ha convertido la Sierra de Atapuerca. También por razones científicas y pedagógicas: sólo en un entorno natural, integrados en su paisaje, pueden entenderse y explicarse los yacimientos que constituyen su más preciado tesoro, de incalculable valor para el presente y para las futuras generaciones.
La Sierra de Atapuerca es un lugar único en el mundo, porque documenta como ningún otro los cambios en los climas y en los ecosistemas, en la tecnología humana, y en los propios seres humanos y su comportamiento a lo largo de un dilatadísimo periodo de tiempo, que abarca el último millón de años por lo menos. Aquí se han encontrado los fósiles humanos más viejos de Europa, y con ellos se ha nombrado una nueva especie. Se ha descubierto el más antiguo caso de canibalismo y la más antigua práctica funeraria. Ese excepcional registro paleontológico y arqueológico la convierte en uno de los mejores conjuntos de yacimientos del mundo, en el lugar más histórico de Europa y en el corazón de roca de España: en una montaña mágica.