CAPÍTULO 7
Un regalo envenenado

Saber que somos mortales quiere decir que la vida está perdida de antemano, por muchos riesgos que logremos esquivar. Si los animales estuviesen seguros de su mortalidad abandonarían su limbo zoológico, se erguirían.

Fernando Savater, Diccionario filosófico

El descubrimiento

Hasta llegar a la población de la Sima de los Huesos la evolución había ido produciendo un aumento espectacular en el tamaño del cerebro. Como resultado se produjo un considerable avance en las capacidades mentales superiores y una expansión de la consciencia. Cada vez un mayor número de los actos estaban presididos por esa facultad. La consciencia no se limitaba al presente, sino que se extendía al futuro, a lo por venir. Se anticipaban así los acontecimientos del mundo natural y se preveían las conductas de los otros humanos.

Y entonces ocurrió. Se produjo un descubrimiento sensacional, el primero de los grandes hallazgos del pensamiento, y el preludio de todos los demás; un descubrimiento que todos hacemos en algún momento de nuestra vida, porque no nacemos sabiéndolo. Los homínidos comprendieron que ellos, todos ellos, estaban destinados a morir. Este descubrimiento no fue más que el resultado de un análisis elemental, de pura lógica, pero que ninguna otra criatura ha realizado jamás: si los demás mueren inevitablemente, y yo no soy distinto de los demás, yo también moriré algún día. Es necesario para ello, por supuesto, distinguir entre yo y los demás, pero ésa es una capacidad que podemos atribuir al Homo ergaster, y que quizás estaba también presente entre los australopitecos. No sabemos cuándo se alcanzó el conocimiento de la inevitabilidad de la muerte, quiénes fueron los primeros seres vivientes que tomaron consciencia de ella, pero sin duda ya estaba presente hace 300 000 años en la mente de los pobladores de la Sierra de Atapuerca. Irónicamente, más de 3500 millones de años de evolución produjeron un ser de inteligencia excepcional que alcanzó a comprender que los días de una vida son una cuenta atrás. Ya lo dice el Eclesiastés (1, 18): «cuanta más sabiduría tanto más disgusto, y cuanta más ciencia tanto más dolor». La capacidad mental superior era un regalo envenenado.

Muchos pensadores, como Fernando Savater, creen que la consciencia de una muerte de la que no podemos escapar, hagamos lo que hagamos, nos hizo verdaderamente humanos. Si es así, aquellos burgaleses de hace 300 000 años deben ser admitidos como miembros de pleno derecho en la misma familia de seres atribulados a la que pertenecemos nosotros. Pero el mismo plus de inteligencia que nos llevó al conocimiento de la muerte, también nos permitió comprender, igualmente por vez primera, que estamos vivos: así tomamos consciencia de la vida. Fernando Savater opina que la reacción de los humanos prehistóricos que descubrieron la muerte fue la de embellecerse, adornarse, afirmarse frente al trágico final, manifestar por medio de símbolos un inmenso júbilo ante el hecho de estar (todavía) vivos. Vienen aquí a cuento las palabras de un personaje de Amin Maaluf en su libro León el Africano: «Si la muerte no fuera inevitable, el hombre habría perdido su vida entera evitándola. No habría arriesgado, ni intentado, ni emprendido, ni inventado, ni construido nada. La vida habría sido una perpetua convalecencia.» Llegado el momento, trataré de símbolos, de mitos y de arte, pero en el siguiente apartado me ocuparé de cuánto vivían aquellos humanos que ya sabían lo que les esperaba al final del camino.

La duración de la vida en la prehistoria

Muchas personas me dicen con frecuencia: antes, en la prehistoria, la gente vivía muy poco; la esperanza de vida era muy baja, se moría muy pronto. Los pocos hombres de la época de las pinturas de Altamira que llegaban a los treinta años ya eran muy ancianos. La primera afirmación es en parte cierta: la edad promedio de muerte era muy inferior a la actual en España, y en parte falsa: no todo el mundo se moría antes de los treinta años. La segunda afirmación es rotundamente falsa: los hombres y mujeres de Altamira eran tan viejos (biológicamente) a los treinta años como cualquiera de nosotros a esa edad. Yo suelo expresarlo de una manera que quiere ser divertida: hace tiempo que sobrepasé la edad de Cristo y todavía me siento capaz de seguir a un grupo de gente más joven en sus desplazamientos en busca de alimento, y hasta de participar en la caza y la recolección. No veo por qué tendría ya que estar más que muerto si fuera un hombre prehistórico. Tal vez lo estaría si hubiera tenido mala suerte (todos nosotros hemos estado a punto de morir alguna vez, de niños o de mayores), pero también podría estar vivo si me hubiera acompañado la fortuna; o la pericia.

Más allá de las bromas, vamos a examinar en los próximos párrafos estos tópicos tan extendidos, empezando por los pueblos modernos con una economía de cazadores y recolectores. También de éstos se piensa que no llega nadie a viejo, y quizás nos sorprendan cuando los conozcamos mejor.

A la hora de hacer un estudio de la demografía (la estructura de edades) de una población de este tipo, que no usa documentos de identidad ni tiene partidas de nacimiento, surge un problema quizás inesperado para el lector, pero que es un obstáculo a veces insuperable: las personas no saben su edad, ni siquiera de una manera aproximada. La razón de esta sorprendente ignorancia (aunque sorprendente sólo para nuestra mentalidad occidental) es que conocer la edad de un adulto no es importante, de hecho es un dato completamente irrelevante que no le interesa a nadie. Importan las etapas de la vida: niño, adolescente, adulto, y los parentescos: madre, padre, hijo, hermano, etc., pero no la edad cronológica exacta. Lo único que puede hacerse para conocerla es tratar de ordenar a los miembros de un grupo por edades, desde los recién nacidos hasta los más viejos: así se llega a elaborar una tabla de edades relativas. Conviene asegurarse bien de quién es mayor que quién, preguntando a varias personas: a veces es difícil averiguar la secuencia de nacimientos ¡incluso entre hermanos!

Una vez ordenados cronológicamente los miembros de una comunidad, es necesario determinar las edades exactas de por lo menos algunos individuos, para a partir de ellas estimar las edades de los que están entre medias de esos sujetos cuya edad se conoce. A veces esta operación es posible, como por ejemplo en el caso de grupos que han sido visitados por investigadores en diferentes épocas y donde algunos individuos pueden ser seguidos desde su más tierna infancia y de una vez para otra (aunque con frecuencia las personas cambian de nombre durante su vida, complicando las cosas). En el caso de los Hadza orientales se han dado estas circunstancias favorables y disponemos de un censo aceptable de 706 personas, elaborado en 1985 contando con 48 personas de edad conocida, y las demás ordenadas por sus edades relativas (es decir, de unas personas con respecto a otras).

Los Hadza forman un pueblo de cazadores y recolectores actuales que comparten una lengua común y viven en un territorio de unos 2500 km2 junto al lago Eyasi, en el norte de Tanzania. En los últimos años han sido estudiados por James O’Connell, Kristen Hawkes y Nicholas Blurton Jones; son de los poquísimos pueblos con economía no productiva —no tienen ganado ni cultivan la tierra— cuya demografía ha podido ser investigada en detalle. Otro pueblo africano de economía similar ha sido, hasta hace poco, el de los Dobe !Kung que habitan en el norte del desierto del Kalahari, en Botswana; Nancy Howell se ha ocupado de su demografía. En América del Sur, en Paraguay, vive un pueblo, los Ache, que ha abandonado su vida de cazadores y recolectores en fecha muy reciente; los Ache han sido investigados por Kim Hill y Magdalena Hurtado. Otros pueblos, como los Yanomamo del sur de Venezuela y norte de Brasil, aunque no son estrictamente cazadores/recolectores porque cultivan pequeñas parcelas de la selva en la que viven —además de cazar y recoger frutos silvestres—, también nos aportan luz sobre la demografía de poblaciones actuales que no tienen acceso a la medicina moderna.

I20

Figura 20: Pirámides de población teórica (o ideal) y real de los Ache en 1987. La anchura de los pisos se corresponde con los porcentajes de población en cada intervalo de edad. El contacto pacífico en los años setenta con las poblaciones vecinas produjo una enorme mortalidad, sobre todo a causa de enfermedades contagiosas, y alteró la pirámide demográfica. Muchos niños murieron, por la propia enfermedad o porque sus padres enfermos no pudieron atenderlos. Según datos de Hill y Hurtado (1996).

Gracias a los datos recogidos por los investigadores se pueden establecer las pirámides demográficas de estos pueblos. Una pirámide demográfica refleja la estructura de edades de una población; se llama así porque representa en estratos el número de personas vivas de cada intervalo de edades (que pueden ser, por ejemplo, de cinco años: 0-4, 5-9, 10-14, etc.). En la base están los niños pequeños, que son la categoría más numerosa. En los pisos superiores, que corresponden a los sucesivos intervalos de edad, cada vez hay menos individuos, porque la gente se va muriendo. El resultado es que el gráfico toma una forma de pirámide.

En la pirámide demográfica de los Hadza, el piso más ancho es el inferior —como es natural—, que corresponde a los niños de menos de 5 años; redondeando, representan un 15 por ciento del total de los 706 individuos censados. Los individuos de menos de 20 años suponen casi el 50 por ciento del total, los de menos de 40 años aproximadamente el 75 por ciento de los miembros de la población, y los de menos de 60 años el 90 por ciento, así que prácticamente una décima parte de los Hadza son personas de más de 60 años, una edad respetable para alimentarse de los productos de la naturaleza y convivir con hienas y leones. Vemos pues que entre los Hadza hay muchos niños y adolescentes, pero así y todo no faltan los adultos ni los ancianos. La vida no es tan espantosamente dura en estos modernos cazadores y recolectores como podría pensarse. La población es, en conjunto, un poco más vieja entre los !Kung del Kalahari; por ejemplo, los individuos de menos de 20 años sólo representan un 40 por ciento del total, y no un 50 por ciento como entre los Hadza. Eso se debe a que la población de los !Kung se encuentra estacionaria, mientras que la de los Hadza está creciendo, y por eso hay más individuos jóvenes.

Pero si los modernos cazadores y recolectores no saben qué edad tienen, los muertos no podrían, aunque la supieran, contarnos a qué edad murieron. Afortunadamente, sin embargo, podemos encontrar en las lápidas testimonios escritos de cuánto duraba la vida en un pasado no muy lejano, con lo que es factible establecer los perfiles de mortalidad de las poblaciones históricas; una pirámide demográfica refleja la estructura de edades de la población viva, mientras que el perfil de mortalidad es el que corresponde a la gente que se encuentra en «el otro barrio» del pueblo: o sea, en el cementerio. Ya hace unos años, Antonio García y Bellido se propuso analizar las lápidas de la Hispania romana, y llevó a cabo una pequeña estadística de la demografía de entonces en su delicioso y ejemplarmente didáctico libro Veinticinco estampas de la España antigua.

Para ello contó Antonio García y Bellido con unas 5000 inscripciones funerarias de toda la época imperial romana, desde Augusto hasta la caída del Imperio, aunque sobre todo pertenecen a los tres primeros siglos de nuestra era. Eliminó los epitafios de los soldados y personas muertas violentamente, para tratar de ofrecer una imagen de la mortalidad en la sociedad civil. Sólo investigó, además, las edades de muerte superiores a los 10 años, con lo que no tomó en consideración la sin duda elevadísima mortalidad infantil. Por ser tan amplio el número de lápidas mortuorias disponibles, Antonio García y Bellido analizó sólo dos muestras de 100 casos, una de la Baja Andalucía y otra de la costa cantábrica. En la muestra de andaluces, la tercera parte, más o menos, murió entre los 10 y los 30 años, otro tercio entre los 30 y los 50, y el tercio final de los 50 en adelante (un sexto entre los 50 y los 60 y otro sexto para los de más de 60 años). Entre las poblaciones cantábricas la mitad murió entre los 10 y los 30 años y la otra mitad a partir de esa edad. Aunque hay una enorme mortalidad juvenil en este último caso, mucho mayor que en Andalucía, la longevidad de los que superaban los 30 años era mayor en la cornisa cantábrica: de los 100 individuos de la muestra, 18 pasaban de los 70; de todos modos las muestras utilizadas son quizás demasiado pequeñas como para establecer comparaciones muy rigurosas entre ellas.

Estas sencillas estadísticas indican que entre los hispanorromanos, pese a lo que se suele decir, no toda la gente moría muy joven. Una cosa diferente es la esperanza de vida en el nacimiento, que representa la edad promedio de muerte para el conjunto de la población. Como en ella intervienen todos los nacidos, la tremenda mortalidad infantil del pasado hacía que la media bajara muchísimo. Para entenderlo basta repasar las dinastías reales, que corresponden a las personas que recibían las mayores atenciones posibles de cada tiempo: como decía Gregorio Marañón, los príncipes que llegaban al trono eran frecuentemente los supervivientes de una catástrofe de hermanos desaparecidos. Entre los habitantes del Imperio Romano la esperanza de vida estaría en torno a los 30 años, variando algo según la región; en muchos sitios sería aún menor. En los modernos Hadza de Tanzania la esperanza de vida se estima en torno a los 31-32 años, lo que quiere decir que la «civilización» no proporcionó siempre a los seres humanos una vida mejor, al menos no con una mortalidad menor; simplemente, la economía productiva aumentó el número de seres humanos.

Una vez superada esa época tan difícil de la primera infancia, la esperanza de vida no se presentaba tan baja. Para la muestra de hispanorromanos de la Baja Andalucía y del Cantábrico, Antonio García y Bellido nos da el siguiente dato: la esperanza de vida calculada a los 10 años, o en otras palabras, los años que en promedio les quedaban por vivir a los niños que llegaban a cumplir los 10 años, era en ambos casos de unos 30 años (es decir, que esos niños de 10 años alcanzaban en promedio los 40 años). No tan terrible. Una vez concluido todo el desarrollo, las expectativas de vida eran más halagüeñas: la edad promedio de muerte entre adultos (personas de más de 20 años) parece haber permanecido en Europa bastante constante en torno a los 50-55 años hasta hace prácticamente nada. Estas cifras, relativamente elevadas, no nos deben sorprender, porque entre los Ache del Paraguay una mujer que haya sobrevivido hasta los 20 años puede esperar en promedio vivir hasta los 60 años, y un hombre hasta los 54 años. En realidad todos los parámetros demográficos han cambiado poco desde el Neolítico (y quizás incluso desde el Paleolítico Superior) hasta mediados del siglo pasado, cuando en el mundo occidental empieza la llamada revolución demográfica, que elevó enormemente la esperanza de vida en el nacimiento.

Los avances de la medicina moderna, sobre todo desde que a finales del siglo XVIII el inglés Edward Jenner descubriera la vacunación contra la viruela, y las posteriores medidas de higiene pública y atención médica cada vez más generalizada, han hecho caer la mortalidad infantil hasta tal punto que hoy la muerte de un niño se vive como la mayor de las tragedias, cuando todavía no hace muchos años se soportaba con la resignación de lo que se percibe como cotidiano y dentro de lo previsible. Y la situación todavía era peor si había una plaga que diezmase a la población, como las terroríficas pestes medievales que de cuando en cuando se llevaban por delante a millones de personas en Europa. La peste era un enemigo invisible contra el que no se podía combatir. La esperanza de vida en el nacimiento está en la actualidad por encima de los 70 años en todos los países desarrollados y también en algunos en vías de desarrollo, aunque aún queda por debajo de los 50 años en muchos países de África, e incluso es inferior a los 40 en algunos estados africanos desgraciados. Esperemos que por poco tiempo, porque hoy en día existen todos los medios para evitarlo.

El estudio de la paleodemografía de otras especies humanas, como los neandertales, es desde siempre uno de los grandes retos de la paleoantropología. Se dan aquí cita, sin embargo, dos grandes problemas. Uno de ellos es que no se dispone de los restos fosilizados de una única población, como sucede en un cementerio, sino de los escasos huesos de muchos individuos que pertenecieron a muchas poblaciones que vivieron en diferentes épocas y regiones: en el caso de los neandertales, desde la Península Ibérica y Gales hasta Uzbekistán e Irak (y a lo largo de muchos miles de años). Podemos juntar todos esos individuos e intentar hacer una única muestra, que quizás represente en cierta medida la mortalidad promedio de los neandertales. Si consideramos que ningún demógrafo se atrevería a reunir huesos de españoles modernos con los de judíos de la época de Jesús podemos hacernos una idea de lo que supone agrupar fósiles distanciados en decenas de miles de años y pertenecientes a poblaciones que vivieron en diferentes medios y circunstancias. Y eso que los neandertales son la especie humana extinguida de la que tenemos un mayor número de fósiles, en principio la mejor para llevar a cabo tal experimento. El otro gran problema es el del diagnóstico de la edad de muerte de los fósiles. Si es casi imposible, como se ha comentado, saber con la exactitud necesaria la edad de los Hadza, los !Kung o los Ache vivos, ¿cómo conocer la de los neandertales muertos hace miles de años?

El primer problema —la dispersión de los fósiles en el tiempo y el espacio— simplemente no se puede resolver en un momento. Como siempre en paleontología hay que trabajar con los fósiles que se tiene, e ir ampliando la muestra, para que sea más representativa. Cada nuevo hallazgo es un paso en esa dirección. El segundo problema tiene dos soluciones, ninguna de ellas completamente satisfactoria: una consiste en mejorar nuestras técnicas de diagnóstico de edad de muerte en los esqueletos; la otra es agrupar los fósiles en unas pocas grandes categorías de edades, para compensar con la amplitud de sus límites la imprecisión en el cálculo de la edad de muerte: en vez de intentar averiguar el año en que murió un individuo, tenemos a veces que conformarnos con acertar la década, o un intervalo aún más amplio de edad. En los individuos de nuestra especie que no han completado el desarrollo, es decir, aquellos en los que no han salido todos los dientes permanentes y no se han soldado todos los huesos, la edad de muerte se puede estimar con bastante exactitud. Tenemos tablas detalladas de erupción dentaria (formación y salida de los dientes de leche y de los definitivos) y de fusión de epífisis (soldadura de los extremos de los huesos).

Cuando el sujeto es adulto, por definición ya no quedan dientes por salir y los huesos no siguen creciendo, con lo que tenemos que recurrir a otros métodos de diagnóstico de edad de muerte. Se han intentado varios. Uno que llegó a ser muy popular es el de la fusión de las suturas que articulan entre sí los huesos del cráneo; en los individuos que no han completado su desarrollo estas suturas aún están abiertas, de forma que los huesos del cráneo se pueden separar, y luego se van cerrando con el tiempo. Este método ha sido finalmente desechado porque el cierre de las suturas del cráneo no se produce a un ritmo constante y universal. También se ha probado, sin mucho éxito, con los cambios microscópicos que se producen en la estructura íntima de los huesos (en su histología, para ser más precisos).

En la actualidad los métodos más utilizados se basan en ciertas modificaciones que tienen lugar en la cadera y que afectan a las superficies de articulación de los dos huesos coxales con el sacro (llamadas facetas auriculares) y los que tienen lugar en las sínfisis púbicas de los coxales (allí donde los dos pubis se aproximan en la parte más anterior de la pelvis). También ocurren en los adultos cambios con la edad que pueden ser apreciados por medio de radiografías en la estructura interna (las trabéculas) de la parte superior de los fémures y de los húmeros.

Otro método que se suele aplicar, cuando no hay más remedio, es el desgaste de las coronas de los dientes que, como es lógico, es más avanzado en los viejos que en los adultos jóvenes. Puesto que el desgaste dental depende de la dieta, y está en función de que contenga un mayor o menor número de partículas abrasivas, el método se calibra para cada población en concreto. Eso se hace calculando el ritmo de desgaste dental en los individuos no adultos, según les van saliendo los dientes permanentes, y luego se aplica esa tasa a los adultos para estimar su edad de muerte. En general todos estos métodos funcionan mejor con los adultos jóvenes que con los viejos, y con la edad del sujeto se van haciendo cada vez menos válidas las estimaciones de la edad de muerte.

La aplicación de criterios de diagnóstico de edad de muerte a especies fósiles diferentes de la nuestra implica necesariamente la asunción de que los patrones y ritmos de desarrollo y envejecimiento fueron los mismos que entre nosotros. En el caso de los neandertales, la mayor parte de los investigadores opina que así era, dada la estrecha relación que existe entre el tamaño del cerebro y el desarrollo: puesto que el tamaño del cerebro no era en los neandertales inferior en promedio al nuestro, cabe suponer que el desarrollo no sería mucho más rápido en ellos. Como por otro lado está demostrado que el patrón de desarrollo, es decir, el orden en el que se van produciendo los cambios, no era diferente en esencia del humano moderno, no parece descabellado aplicar nuestros criterios a los neandertales.

Erik Trinkaus, el mayor especialista actual en neandertales, ha llevado a cabo la tarea de recopilar las edades de muerte de todos los neandertales conocidos, y elaborar con ellas una tabla paleodemográfica. En total, contabilizó 206 neandertales, un número en verdad muy elevado que da cuenta de lo mucho que sabemos de estos humanos extinguidos; todos pertenecían al Pleistoceno Superior (menos de 127 000 años de antigüedad). Sin embargo, no se trata de 206 esqueletos completos, sino de partes, muchas veces muy reducidas, de esos esqueletos. Trinkaus agrupó los individuos en seis grandes categorías: 1) neonatos: individuos de menos de un año; 2) niños: 1 año cumplido y menos de 5 años de edad; 3) «juveniles»: de 5 años a menos de 10 años; 4) «adolescentes»: cumplidos los 10 años pero no los 20 años; 5) adultos: al menos 20 años pero todavía no 40 años; 6) «adultos viejos»: a partir de los 40 años.

En la muestra combinada de los neandertales los neonatos eran muy escasos, algo que no debe extrañarnos puesto que es un fenómeno habitual y bien conocido por los paleodemógrafos. Los niños pequeños están muy frecuentemente infrarrepresentados en las necrópolis de todas las épocas. En parte se debe a que sus huesos son más frágiles y delicados, y se conservan peor; en parte se debe también a que en muchas culturas los niños muy pequeños no eran considerados «personas» y se enterraban en lugares diferentes que los mayores, es decir, fuera de los cementerios.

Por comparación con las poblaciones actuales que desgraciadamente no tienen acceso a la medicina moderna, o por las del pasado de épocas anteriores a la revolución demográfica, sabemos que la mortalidad anterior a los 5 años representaría entre los neandertales un 40 por ciento del total, tal vez incluso más; en otras palabras, casi la mitad de la población se moriría antes de cumplir los 5 años. La mortalidad decaía luego entre los «juveniles» y «adolescentes», para volver a subir en los adultos. Este patrón en forma de U es común a todas las poblaciones de mamíferos. La probabilidad de morir de los individuos muy jóvenes y la de los adultos y viejos es mayor que la de los individuos que ya han superado la espantosa mortalidad que sucede al nacimiento y a la crisis del destete, pero que todavía disfrutan de los cuidados de los padres sin correr los riesgos que conlleva la vida adulta (cuando hablo de la probabilidad de morir me refiero a la correspondiente a un año o periodo de tiempo determinado, porque estadísticamente la probabilidad de fallecer es del 100 por cien, me temo, en todos nosotros).

Sin embargo, en las tabulaciones de los neandertales aparece un fenómeno sorprendente: hay muchos menos «adultos viejos» (mayores de 40 años) de lo que sería esperable. En las poblaciones modernas de comparación aproximadamente la mitad de los individuos que llegaron a hacerse adultos alcanzaron la categoría de «adultos viejos», mientras que entre los neandertales sólo un 20 por ciento o, como mucho, un 30 por ciento de los adultos morirían después de los 40 años. Calculando una mortalidad infantil (en niños de menos de 5 años) entre el 35 por ciento y el 45 por ciento, resulta que los neandertales que morirían de los 40 años en adelante representarían tan sólo una cifra del orden del 6 por ciento del total de la población. Esta anomalía requiere algún tipo de explicación si aceptamos que la longevidad potencial de los neandertales era similar a la de nuestra especie: incluso entre los chimpancés, cuya longevidad potencial es aproximadamente la mitad de la nuestra, el 35 por ciento de la población muere después de los 27 años (una categoría de edad que Trinkaus considera comparable a la humana de «adultos viejos»).

Una posible solución es aceptar los datos y suponer que la duración de la existencia era considerablemente menor en los neandertales que en los humanos modernos, menor incluso que entre aquellos que llevan un estilo de vida que pudiera parecer comparable. La vida de los neandertales estaría sometida a tales riesgos que poca gente pasaría de los 40 años. Aunque es razonable aceptar que la esperanza de vida en el nacimiento de los neandertales bajaba mucho de los 30 años, para explicar la ausencia casi total de «adultos viejos» habría que imaginar a la población en una situación de estrés demográfico imposible de superar en cuanto se presentara la primera circunstancia desfavorable, como por ejemplo un periodo de crisis ecológica (una larga sequía, unos inviernos largos y duros, una epidemia que afectara a sus presas, unos años de mala producción de frutos naturales, etc.).

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Figura 21: Perfiles de mortalidad de los Hadza, los Yanomamo y los neandertales. El eje vertical expresa el porcentaje de la población que murió en las diferentes etapas de la vida que están indicadas en el eje horizontal. Datos de Trinkaus (1995).

Con tal mortalidad y tan baja esperanza de vida en el nacimiento haría falta una gran fertilidad para que las poblaciones neandertales fueran demográficamente viables. Las mujeres !Kung tienen en promedio 4,7 hijos, las Hadza 6,15 hijos y las Ache en torno a los 8 hijos: hay por lo tanto una gran variabilidad entre los cazadores y recolectores actuales. Pero si la mortalidad de los neandertales era muy superior a la de grupos modernos como los Ache —en los que el promedio de edad de muerte entre los varones adultos está, como ya se ha mencionado, en los 54 años, y en los 60 años en las mujeres—, la fertilidad tendría que ser aún más grande. Una forma de aumentar la fertilidad es disminuyendo la separación entre los nacimientos, pero se hace difícil pensar que los neandertales pudieran ir en eso más allá que las poblaciones modernas y destetar a sus hijos antes (o sea, aún «menos criados»). En los !Kung el intervalo entre nacimientos se sitúa en promedio sobre los 4 años, y entre los Ache aproximadamente sobre los 3 años.

La diferencia en fertilidad entre las mujeres !Kung y las Ache también se debe a que en las primeras el periodo reproductor termina antes, tal vez a causa de las enfermedades de transmisión sexual que sufre esta población. Para aumentar su fertilidad podrían las mujeres neandertales tener un periodo reproductor muy amplio, pero no porque cesara más tarde, sino porque empezara a una edad muy temprana. Sin embargo, el adelanto en la primera concepción y el primer parto habría tenido que ser tremendo con respecto a nuestra especie para que compensara la enorme mortalidad observada.

La menarquia, es decir, la primera regla de las mujeres, no se ha retrasado en Occidente en los últimos siglos, como cree casi todo el mundo, sino que, por el contrario, se ha adelantado. La razón es que el inicio del periodo reproductor está fuertemente condicionado por la calidad y cantidad de la alimentación recibida durante el desarrollo. Se puede construir un modelo teórico que relacione la menarquia y la edad del primer parto con el peso corporal de las chicas, que a su vez refleja cómo es de adecuada la nutrición. Entre los cazadores y recolectores, en los que la actividad es muy intensa, y por lo tanto grande el gasto de calorías, y la alimentación (el aporte de calorías) tiene un límite, el comienzo de la vida fértil es en general posterior al de las poblaciones de vida occidental, en las que la disponibilidad de calorías no está limitada. En las muchachas Ache la edad más frecuente —lo que en estadística se denomina la moda— para la menarquia son los 13 años, mientras que entre las !Kung, que están claramente peor alimentadas, la primera regla se produce típicamente a los 17 años; el modelo teórico predice que el primer parto se debe producir sobre los 18 y los 19 años, respectivamente, como prácticamente sucede en realidad (17 y 19 años). En cambio, entre las chicas blancas bien alimentadas de los Estados Unidos el modelo establece que la primera regla se tiene que producir alrededor de los 12 años y el primer parto a los 16 años; la primera cifra se corresponde con la real, y la segunda obviamente no, pero por razones culturales y no biológicas: o sea, por el uso de anticonceptivos o la abstinencia sexual. En todo caso, ni siquiera adoptando esa edad tan temprana para el primer parto (16 años) salen las cuentas con los neandertales (y ni que decir tiene que es absurdo imaginar a las mujeres neadertales en las mismas condiciones de alimentación y vida sedentaria que a las estadounidenses blancas).

Por otra parte, dado que los neandertales eran de desarrollo lento, como nosotros, la muerte temprana de los padres dejaría varios huérfanos todavía muy necesitados de cuidados. No, decididamente los neandertales viejos que faltan tienen que haberse metido en alguna parte.

Otra posibilidad es que los criterios para el cálculo de la edad de muerte estén sistemáticamente equivocados en el caso de los viejos, atribuyéndoles una edad menor que la verdadera. Podría ocurrir que a partir de un grado determinado de desgaste dental o de modificación de la sínfisis púbica, por ejemplo, el indicador de edad de muerte se estabilizara y ya no cambiara apenas con el tiempo, con lo que estaríamos contabilizando como adultos jóvenes algunos individuos que habrían rebasado ya los 40 años. Las dos posibilidades contempladas hasta ahora —gran mortalidad y error en el diagnóstico de la edad— son razonables, y podrían haberse dado juntas, pero Trinkaus avanza una tercera explicación que yo encuentro aún más interesante.

La mayor parte de los fósiles neandertales de la muestra (con sólo 4 excepciones) se han encontrado en cuevas. Si imaginamos que las cuevas eran un lugar de residencia habitual de los neandertales, su «casa» para entendernos, deberíamos hallar en ellas los viejos que faltan en las estadísticas paleodemográficas. De hecho, se encuentran gran cantidad de hogares en muchas cuevas ocupadas por neandertales, junto con inmensas acumulaciones de utensilios líticos, restos de talla y huesos de animales consumidos. Sin embargo, la enorme cantidad de tiempo transcurrido durante la formación de los yacimientos hace de éstos verdaderos palimpsestos, es decir, documentos en los que se superponen muchos episodios de ocupación de la cueva que podrían haber sido de poca duración cada uno —minutos, horas, unos pocos días, un par de semanas tal vez—, y que quizás estuvieron separados por largos periodos de tiempo: años, décadas, siglos o milenios. La profundidad del tiempo transcurrido en el interior de cada nivel arqueológico proyecta muchos momentos, muy alejados entre sí, sobre un mismo plano, de forma que los vemos como contemporáneos cuando en realidad no lo fueron: perdemos la perspectiva temporal.

Ésta es, por cierto, mi interpretación favorita, o sea, la de que la «casa» de los neandertales estaba al aire libre, y las cuevas sólo representaban en esta época un elemento más del paisaje, un recurso utilizado de vez en cuando durante breves espacios de tiempo, y principalmente como refugio. Sus especiales características geológicas hacen, sin embargo, que haya sido en las cuevas donde se formaron los principales yacimientos de fósiles neandertales, casi los únicos, sesgando así nuestra percepción del lugar donde vivían. Es muy probable, por el contrario, que las poblaciones neandertales fueran muy móviles; en ese caso, la probabilidad de que se produjera la muerte de un anciano sería mucho mayor durante uno de sus desplazamientos que cuando estaban estabilizados en una cueva y no tenían necesidad de moverse.

Hay muchos ejemplos de neandertales que muestran enfermedades o traumatismos sufridos en el curso de sus azarosas vidas. El famoso «viejo» de La Chapelle-aux-Saints, un neandertal francés clásico donde los haya, sufría cuando murió una artritis generalizada, posiblemente de origen traumático, y había perdido casi todos sus dientes (por cierto que seguramente no era tan viejo cuando murió: Trinkaus estima su edad en torno a los 30 años). Otros neandertales sufrieron también enfermedades degenerativas de las articulaciones, además de fracturas de numerosos huesos. El individuo 1 del yacimiento iraquí de Shanidar era probablemente tuerto del ojo izquierdo de un golpe recibido, padeció la amputación del brazo derecho por encima del codo y había recibido fuertes golpes en su pierna derecha a la altura de la cadera, tobillo y pie. El hecho de que sobreviviera a todos esos padecimientos indica que recibió cuidados por parte del grupo.

En un estudio realizado por Erik Trinkaus y Tomy Berger se encontraron muchas semejanzas en la distribución por el cuerpo de las lesiones padecidas por los neandertales y por los profesionales del rodeo; estos audaces jinetes presentan la mayor parte de los traumatismos en la cabeza, tronco y brazos, producidos al ser violentamente lanzados al suelo por el caballo. En los neandertales la caza implicaba aproximarse mucho a las presas, a veces grandes y poderosas, y ésas serían las consecuencias.

Sin embargo, y pese al gran número de lesiones padecidas por los neandertales en el curso de sus arriesgadas vidas, ninguno de los individuos de los que tenemos fósiles había perdido por completo la movilidad de sus piernas. Todos podían desplazarse aunque no fueran ya capaces de cazar. Posiblemente los demás miembros del grupo los alimentaban, pero no los transportaban. Si las cuevas donde se han encontrado sus restos sólo eran altos en el camino, paradas en el vagabundeo de los grupos de neandertales por territorios muy amplios, entonces es posible que la mayor parte de los ancianos se fueran quedando por el camino, entre una cueva y otra (o entre dos visitas a la misma cueva), y por eso se encuentran menos de los esperables en los yacimientos: simplemente no llegaban hasta el refugio. Una combinación de esta hipótesis con las dos anteriores explicaciones —métodos de diagnóstico de edad de muerte que «rejuvenecen» a los más mayores, y una esperanza de vida muy baja— puede ser la solución definitiva a la escasez —que no ausencia— de neandertales viejos en los yacimientos.

¿Qué pasó en la Sima de los Huesos?

La Sima de los Huesos es una maravillosa excepción a la norma de que haya pocos individuos representados en cada uno de los yacimientos de los neandertales y de sus antepasados. Gracias al hallazgo de un puñado de restos humanos en este lugar en 1976 empezó el Proyecto de Atapuerca. Unos cuantos años después, el yacimiento de la Sima de los Huesos lleva ya proporcionados más de 2000 fósiles humanos, y eso que se ha excavado tan sólo una superficie muy limitada y hasta una pequeña profundidad. Nunca se había conocido un yacimiento con esta riqueza en fósiles del género Homo de edad anterior a la de los enterramientos humanos modernos del Paleolítico Superior avanzado. Además del enorme número de fósiles humanos que contiene la Sima de los Huesos, se encuentran en ella restos de todas las partes del esqueleto —incluyendo los más pequeños de todos, los del oído medio: martillo, yunque y estribo—, mientras que en los otros yacimientos afortunados que han proporcionado fósiles humanos sólo están representados el cráneo y la mandíbula, y muchas veces en fragmentos. La razón de que se hallen en la Sima de los Huesos algunos elementos esqueléticos de los que no se tiene ninguna noticia (o muy escasa) desde los australopitecos y parántropos hasta los neandertales, es que en la cueva burgalesa se acumularon cuerpos, y sus esqueletos completos todavía se encuentran allí, en un estado de conservación sorprendentemente bueno a pesar de los años transcurridos (unos 300 000). Es sólo cuestión de tiempo y de paciencia el que vayan apareciendo todos los huesos de esos esqueletos.

En la Sima de los Huesos se ha intervenido hasta la fecha sólo en unos pocos puntos, donde se ha atravesado hasta una cierta profundidad el depósito de huesos humanos para ver qué contiene el yacimiento, comprenderlo y planificar mejor su excavación. Como los cadáveres se acumularon unos sobre otros, se han ido encontrando en estos sondeos huesos de diferentes individuos, y no esqueletos enteros (por ejemplo, un brazo de un individuo sobre la cadera de otro y ésta sobre el cráneo de un tercero, etc.); poco a poco, a lo largo de muchos años y según se vaya excavando el depósito, se irá teniendo una idea cada vez más exacta de cómo se dispusieron los cuerpos. Por el momento el modo más seguro de identificación de los individuos amontonados en la Sima de los Huesos es a través de las dentaduras, porque es más fácil asociar dientes para formar dentaduras que relacionar huesos para componer esqueletos (y además cada persona adulta tiene un buen número de dientes, 32, que se conservan perfectamente en el yacimiento).

Del estudio de los dientes se ocupa Jose María Bermúdez de Castro, del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid (José María Bermúdez de Castro es uno de los tres directores del Proyecto de Atapuerca, junto con Eudald Carbonell, de la Universitat Rovira i Virgili en Tarragona, y yo mismo). Hasta la fecha José María Bermúdez de Castro ha identificado 32 individuos (o mejor, 32 dentaduras, algunas de ellas bastante incompletas todavía). Éste es un número mínimo, porque hay muchos dientes aislados que podrían o no pertenecer a alguno de los 32 individuos de los que se tienen algunos elementos de su dentadura. Es probable que el verdadero número de individuos excavados sea superior, y todavía más el de la totalidad del yacimiento. Los dientes nos permiten además conocer la edad de muerte de sus antiguos propietarios, con mucha exactitud en el caso de aquellos que aún no habían completado su desarrollo; como se ha comentado más arriba, para establecer la edad de los individuos que ya eran adultos hay que recurrir al estudio del desgaste de la corona, un método menos seguro, sobre todo con los sujetos de edad avanzada.

Del estudio de los individuos de la Sima de los Huesos representados por las dentaduras resulta que había pocos «adultos viejos»: tan sólo 3 individuos pasarían de los 30 años, algo que no nos resulta nuevo a la vista de lo observado en los neandertales y otros fósiles de la época de la Sima; siempre escasean los individuos con un gran desgaste dental: la mayoría de ellos todavía no había comido mucho cuando murieron. Por cierto que uno de los 3 «adultos viejos» de la Sima es el Cráneo 5, el más completo de la colección y de todo el registro fósil de la humanidad. La «edad dental» puede sin embargo matizarse a partir de otros indicadores de edad de muerte. Hay dos huesos púbicos en la muestra de la Sima de los Huesos que pertenecieron a varones de más de 40 años. Uno de ellos corresponde a un sujeto de edad realmente muy avanzada, seguramente más de 50 años; además se cuenta en la colección de la Sima con un hueso púbico femenino que rondaría los 30 años. Estos tres huesos púbicos, y sus correspondientes pelvis, podrían proceder de los mismos individuos que las tres dentaduras de «adultos viejos».

La evidencia púbica apunta a que la longevidad potencial de esta población era similar a la nuestra, y que la escasez de «viejos» de más de 30 años debe explicarse por otras causas, tal vez por las mismas que se han sugerido para los neandertales: como ellos, los humanos de Atapuerca se moverían mucho por las tierras de alrededor, y sólo de cuando en cuando recalarían en las cuevas de la Sierra; los más ancianos, incapaces de moverse, no llegarían hasta ellas y se quedarían por el camino. Cuando se produjera el fallecimiento de algún miembro del grupo en una de las cuevas de la Sierra de Atapuerca o en sus cercanías, los humanos lo llevarían hasta ese rincón oculto que era la Sima para depositarlo. Ésta sería una tradición que un grupo humano mantendría quizás durante varias generaciones, hasta que finalmente se perdió la constumbre o tal vez desapareció el grupo que la practicaba. Así se habría formado la acumulación de cadáveres humanos de la Sima de los Huesos.

Sin embargo, existe la posibilidad, muy sugestiva, de que todos los humanos acumulados en la Sima de los Huesos hubieran muerto a la vez, o en un periodo muy breve de tiempo. ¿Cómo establecer si los al menos 32 cadáveres se acumularon en pocos o muchos años? Desde el punto de vista geológico, cientos o incluso miles de años son sólo un instante, por lo que no hay que contar con encontrar la respuesta en el yacimiento: todos los fósiles humanos se encuentran en la misma capa de sedimento, es decir, formando parte de un mismo depósito y no en niveles sucesivos. Lo que podemos hacer es olvidarnos de los sujetos de 25 años o más, que escasean siempre en las muestras fósiles, y de los de menos de 5 años que, como era esperable, también faltan en la Sima (sólo se ha identificado un niño que podría entrar en esa categoría: la pobre criatura tenía al morir entre 4 y 6 años). Con los individuos comprendidos entre 5 y 24 años mi buen amigo Jean-Pierre Bocquet-Appel, del Museo del Hombre de París, uno de los más brillantes paleodemógrafos actuales, me propuso hacer la siguiente prueba.

En las poblaciones conocidas sin acceso a la medicina occidental o anteriores a la revolución demográfica, los individuos vivos de 5 a 14 años suman un número similar al de los individuos comprendidos entre los 15 y los 24 años: la proporción (5-14/15-24) x 100 es del 115 por ciento. Sin embargo, en los cementerios de esas mismas comunidades los primeros doblan sobradamente en número a los segundos: (5-14/15-24) x 100 = 225 por ciento. La causa de esa diferencia en las proporciones está en que la pirámide demográfica de una comunidad (que refleja la estructura de edades de los individuos vivos) no es igual a su perfil de mortalidad (la distribución por edades de los muertos). La propuesta de Jean-Pierre Bocquet-Appel consistía en ver cuál era la proporción correspondiente a la Sima de los Huesos: resultó ser del 53 por ciento, es decir, mucho más próxima a la de las pirámides demográficas que a la de los perfiles de mortalidad.

¿Qué quiere decir este resultado? Pues que la estructura de edades de la Sima de los Huesos sugiere una causa catastrófica que acabó en poco tiempo con muchos miembros de un grupo, en vez del lento proceso de desgaste que sufre una población a lo largo de las generaciones. De hecho la proporción del 53 por ciento obtenida para la Sima de los Huesos es demasiado baja incluso para corresponder a una pirámide demográfica: hay muy pocos niños o adolescentes jóvenes. En la muestra predominan, precisamente, los miembros más activos, más móviles, más fuertes de la población: los adolescentes mayores y los adultos jóvenes. ¿Qué pasó pues en la Sima de los Huesos? ¿Cuál fue la naturaleza de la catástrofe?

Una posibilidad que viene inmediatamente a la mente es la de una epidemia. Sin embargo, siempre se ha considerado poco probable la existencia de grandes epidemias en la prehistoria, debido a la escasez de población humana. Para que una epidemia se extienda mucho es necesario que haya una gran densidad de población, ya que la mayor parte de los agentes patógenos son de vida corta y la enfermedad no se transmite si las comunidades son pequeñas y tienen contactos poco frecuentes entre sí.

La densidad de población entre los Hadza es de 0,3 personas/km2, una cifra que se considera bastante alta y debida a que en su medio hay una gran biomasa animal y vegetal. Expresado en otros términos, se podría decir que una banda de 30 personas se movería por un territorio de 100 km2, o sea, el equivalente a un cuadrado de 10 km de lado. Una densidad similar o aún mayor se ha atribuido a las poblaciones del Paleolítico Superior final de los bosques mediterráneos de la región litoral del Oriente Próximo, en los momentos menos fríos. Ecosistemas no tan ricos habrían podido mantener a menos gente con una economía de tipo no productivo. Entre los Dobe !Kung y los San que viven en una región desértica (el Kalahari), la densidad de población puede llegar a ser 10 veces menor que en los Hadza (0,03 personas/km2), es decir, habría que imaginar a la misma banda de 30 personas recorriendo un territorio equivalente a un rectángulo de 50 km x 20 km. Multiplicando estas dos cifras de densidades por los aproximadamente 600 000 km2 de superficie de la Península Ibérica se puede uno formar una idea aproximada de la población que la ocupaba en la prehistoria: entre 180 000 y 18 000 seres humanos.

Como hasta casi el final del Pleistoceno no se alcanzó ni de lejos una tecnología comparable a la de los modernos cazadores y recolectores, la cifra inferior del intervalo ofrecido seguramente estaría más cerca de la real, sobre todo en las épocas frías en que las condiciones ambientales llegaron a ser muy difíciles; tal vez la cifra superior o una aún más alta se alcanzara en el Mesolítico, ese momento del Holoceno inmediatamente anterior a la llegada de la agricultura y de la ganadería, que todavía incrementaría más la población. En la época del descubrimiento de América los habitantes de la Península rondarían los 7 millones.

Las estimaciones que he dado de densidad de población humana en el Paleolítico podrían compararse con las de otras especies peninsulares actuales de mamíferos, si no fuera porque la degradación del medio ha dejado pocos grandes espacios en los que sobrevivan herbívoros y carnívoros en un estado más o menos natural y equilibrado. Uno de estos escasos refugios es la Sierra de la Culebra, en Zamora, una reserva de caza de 67 000 hectáreas. Aquí se da quizás la más alta densidad de lobos de toda Europa. En las zonas ocupadas por los ciervos, éstos alcanzan una densidad de 0,4 ciervos/km2, es decir, 40 ciervos en cada uno de esos imaginarios cuadrados de 10 km de lado de los que hablaba más arriba (el número de ejemplares que se cazan anualmente es muy contado y no afecta al tamaño de la población); el peso medio de los ciervos se sitúa sobre los 180 kg. Pues bien, según los estudios de José Luis Vicente, Mariano Rodríguez y Jesús Palacios, los lobos —que no son hostigados en esta reserva— tienen densidades comprendidas entre 0,05 lobos/km2 y 0,1 lobos/km2, o sea, de 5 a 10 individuos por cada cuadrado de 100 km2. La densidad de estos cazadores sociales está entre las de los Hadza y la de los !Kung, por lo que nuestras especulaciones sobre el número de los prehistóricos ibéricos no parecen muy descabelladas.

Si la población humana era tan escasa en el Pleistoceno cabe preguntarse cómo pudieron morir al menos 32 individuos juntos. Teniendo en cuenta que algunos miembros del grupo tuvieron que sobrevivir para acumular los cadáveres de los muertos en la Sima, y dado que faltan los niños y los viejos, ¿no tendría que ser la comunidad demasiado grande si aceptáramos la hipótesis de la catástrofe? Muchos expertos imaginan que en esta época los grupos humanos estaban formados por muy pocos miembros y además permanecían aislados —los grupos— entre sí.

Jean-Pierre Bocquet-Appel ha analizado el tamaño de los grupos humanos en la prehistoria desde un curioso punto de vista. El sexo de una persona es una variable de las que en estadística se denominan binomiales, es decir, con sólo dos alternativas: en este caso varón y mujer. La probabilidad de venir al mundo con un sexo u otro es aproximadamente la misma (aunque en realidad nacen unos 105 niños por cada 100 niñas), lo que no quiere decir que todas las parejas con cuatro hijos tengan dos niños y dos niñas; eso sucede en promedio, pero es un hecho de observación común que hay muchas familias con cuatro hijos varones o con cuatro hijas. Si en vez de una familia consideramos una comunidad de, digamos, veinte parejas, la probabilidad de que sólo haya niñas o sólo haya niños en una generación es mínima, pero sin embargo hay completa seguridad de que vendrá, antes o después, una generación con muy pocas niñas o con muy pocos niños. Cuanto más pequeña es la población mayor es la variación que se produce de una generación a otra en la proporción entre los sexos.

Es relativamente fácil elaborar modelos teóricos para estudiar este problema y Jean-Pierre Bocquet-Appel ha llegado a la conclusión de que a largo plazo las pequeñas poblaciones no podrían sobrevivir sin intercambiar varones o mujeres con otras poblaciones para equilibrar las proporciones entre los sexos. En concreto, si los grupos tuvieran 20 individuos entre 15 y 40 años, el flujo migratorio sería, en promedio, del 11 por ciento (más o menos 2 personas del sexo mayoritario tendrían que abandonar el grupo y otras tantas del sexo contrario vendrían de fuera); si los grupos fueran de 50 individuos el flujo sería del 7 por ciento (se intecambiarían entre 3 y 4 personas) y si fueran de 350 a 400 el flujo sería del 3 por ciento (entre 10 y 12 personas emigrarían). De este modo, los grupos estarían relacionados entre sí por la práctica de la exogamia, y formarían parte de unidades mucho más amplias desde el punto de vista de la reproducción.

Según Jean-Pierre Bocquet-Appel las industrias achelenses y musterienses ocuparon áreas tan extensas precisamente por esta misma razón: la población humana no llegó nunca a alcanzar una densidad tan elevada que permitiera la existencia de grupos locales demográficamente autosuficientes y culturalmente aislados, sino que existía una dilatadísima red de grupos de pequeñas dimensiones que estaban interconectados entre sí genética y culturalmente a largas distancias; a veces tenderían a reunirse en unidades mayores, y en otras ocasiones se dispersarían en pequeños «campamentos».

Otra forma de calcular el tamaño de los grupos humanos es la que proporciona Robin Dunbar con sus estudios entre el tamaño del neocórtex y el del grupo social (y su complejidad) en los primates. A nuestro tamaño de neocórtex le corresponde un grupo de unas 150 personas, que sería el número ideal de semejantes con los que nuestro cerebro nos permite relacionarnos de manera directa y establecer vínculos personales, aunque no estemos necesariamente siempre juntos. Ese número limitado de parientes y amigos, lo que podríamos denominar el «clan», no excluye que algunas personas que no encuentran pareja la busquen en «clanes» próximos de la misma «tribu», tal y como propugna el modelo demográfico de Jean-Pierre Bocquet-Appel. Vistas así las cosas, los 32 individuos de la Sima de los Huesos no son tantos como para invalidar la hipótesis de la catástrofe: todos ellos podrían pertenecer al mismo «clan» o a un par de ellos.

Si una epidemia a gran escala, como las pestes medievales, es descartable en la época de la Sima de los Huesos, una enfermedad contagiosa que afectara a uno o varios de estos pequeños grupos sí es concebible. A pesar de ello, la composición por edades de los 32 cadáveres de la Sima de los Huesos obliga a desechar esta hipótesis de inmediato. En dos ejemplos modernos, y por lo tanto bien conocidos, de epidemias de cólera y viruela, la mayor parte de los muertos eran muy jóvenes, de menos de 10 años: el 45 por ciento en la primera enfermedad y el 90 por ciento en la segunda. En general, en las enfermedades epidémicas siempre mueren más los niños que los adolescentes y los adultos jóvenes, mientras que son estas últimas edades las que predominan en el caso de la Sima.

La catástrofe en la que Jean-Pierre Bocquet-Appel y yo estamos pensando es de otro género: una crisis ecológica. En la naturaleza, la vida no carece de sobresaltos. De hecho, la estabilidad es lo contrario de la vida. Las poblaciones animales y vegetales están sometidas a los cambios que se producen cíclicamente en el medio físico. Por lo general se trata de fluctuaciones suaves, pero a veces se producen largos periodos de sequía y calor, o varios años de inviernos particularmente prolongados y fríos. En circunstancias excepcionales estas crisis pueden ser más extensas o más acusadas. Hace poco tiempo hemos tenido en España un ciclo de varios años secos que ha llegado a preocupar seriamente. Las poblaciones animales son muy sensibles a estas oscilaciones ambientales, y sus tamaños se reducen en las épocas de penuria para multiplicarse en las de abundancia. Estos bandazos en los efectivos de los depredadores y de sus presas es algo que se conoce desde los inicios de la ecología como disciplina científica. Cuando la crisis es muy severa todo muere en la región afectada: plantas, herbívoros, carnívoros. También los humanos. Sabemos bien por los estudios etnográficos realizados en pueblos de modernos cazadores y recolectores cómo se sufren estas calamidades; la economía no productiva está a merced de las disponibilidades del medio, y se tiene que adaptar a lo que haya.

Pero los grupos humanos no esperan pasivamente a que la crisis pase. Se mueven buscando áreas más favorables. En el camino se van quedando los miembros más débiles y menos móviles: niños, ancianos, enfermos, impedidos. Se produce así una selección por edades: los adolescentes y los adultos jóvenes resisten en mayor número. Algo así pudo suceder hace 300 000 años en la Meseta, quizás también en la depresión del Ebro y en otras regiones próximas del interior peninsular. Los grupos humanos se pusieron en marcha buscando tierras más favorables. Por sus especiales características ecológicas y geográficas —que ya he comentado en otro lugar— la Sierra de Atapuerca era uno de esos refugios. Los yacimientos excavados en varias de sus cuevas dan testimonio de la continuidad de la presencia humana en la Sierra a lo largo del último millón de años, por lo menos. Algunos individuos, los más fuertes, consiguieron llegar hasta su montaña refugio después de dejar a muchos de sus compañeros por el camino. Una vez en la Sierra continuó por un tiempo la escasez y la mortandad, o simplemente muchos individuos llegaron tan débiles hasta ella que no resistieron por más tiempo. Los afortunados supervivientes buscaron un lugar recóndito donde acumular los cadáveres de sus compañeros, para ponerlos a salvo de los carroñeros. Lo encontraron en una cueva a la que se accedía por un pequeño resquicio. La cueva era grande, pero nunca había sido ocupada por los humanos dada la angostura del acceso y la escasez de luz en su interior, aunque los osos la utilizaban año tras año para hibernar. En un rincón de la cueva, no lejos de la entrada, había un misterioso pozo de 14 metros de profundidad, cuyo final no se alcanzaba a ver desde la boca. Allí dejaron caer los cuerpos de sus deudos, en lo que constituye la primera evidencia de una práctica funeraria. Pasó la crisis y las poblaciones animales y humanas se recuperaron. Todo continuó como había sido siempre en las tierras interiores de la Península. Pero en una sima de una cueva burgalesa quedaron los cadáveres de al menos 32 seres humanos de hace 300 000 años. Algún tiempo después la entrada de la cueva se cegó por causas naturales y ya no entraron más osos a hibernar en ella. Nadie volvió a visitar la Sima antes de que lo hicieran unos humanos en el siglo XX.