CAPÍTULO 6
La gran extinción

Durante los pocos días siguientes caminamos siguiendo la falda sur de la Cordillera de Mann. Para la mayoría de los blancos aquella comarca es desolada, hostil, «la tierra olvidada de Dios». Los indígenas opinan lo contrario; para ellos, el paisaje es muy interesante. Los árboles no son simplemente árboles, sino los cuerpos transformados de héroes del pasado; los arroyos no son meros cauces por donde corre el agua, sino los rastros de gigantescas serpientes que se arrastraban sinuosamente a través del país.

Charles P. Mountford, Rostros bronceados y arenas rojas. Mitos

y ritos de los indígenas de Australia Central

¿Un sexo fuerte o dos sexos fuertes?

Cuando se habla de la economía de los hombres prehistóricos, se dice de ellos que eran cazadores y recolectores, es decir, que vivían de la busca. No me estoy refiriendo ahora a los primeros homínidos africanos, el Ardipithecus y los australopitecos y parántropos, que se consideran casi exclusivamente vegetarianos. Tampoco se trata del Homo habilis, el primer homínido que además de vegetariano también fue comedor de carne. Estoy pensando en los que eran físicamente como nosotros, los verdaderos humanos (de Homo ergaster en adelante), que se originaron en África hace quizás dos millones de años y poblaron luego Eurasia.

En qué consiste el oficio de cazador es algo fácil de comprender. Europa bullía en el Pleistoceno de vida animal, y había abundancia y diversidad de grandes herbívoros, presas potenciales para cualquier depredador. Otra cuestión diferente es la de si estaban al alcance de los cazadores humanos, o si más que matar cabras, ciervos, caballos, toros, bisontes, rinocerontes o elefantes, los hombres prehistóricos se aprovechaban de los animales que morían naturalmente o que abatían los carnívoros. Puede que más que parecerse a los leones, se comportaran como hienas: un carnívoro generalmente considerado poco noble y que no suele adoptarse como logotipo de ninguna empresa comercial, unidad militar, equipo deportivo, etc. (a pesar de que, además de carroñeras, las hienas también son grandes cazadoras). Da la impresión de que a los humanos no nos gusta identificarnos con el cuadrúpedo de la risa floja.

Este dilema cazador/carroñero es un tema que abordaré más adelante. Ahora me ocuparé de otro dilema no menos importante: la disyuntiva hombre cazador/mujer recolectora. Como la actividad cinegética es eminentemente masculina, la visión tradicional de que la caza ha sido la fuente principal de alimento humano durante la prehistoria asigna un papel protagonista al sexo llamado «fuerte», que desde luego lo ha sido siempre en cuanto a capacidad física, pero no necesariamente en lo referente a su aportación de calorías al grupo. Si, por el contrario, la recolección de productos vegetales hubiera representado en la prehistoria la base del sustento humano, entonces tendríamos que desmitificar la imagen del orgulloso cazador que regresa al hogar cargado con el venado que ha abatido, siendo recibido a las puertas de la choza con júbilo por su compañera, la numerosa prole, y tal vez algún progenitor (¡o suegro!) a su cuidado. Para recoger moras no se necesita mucha fuerza, y es una actividad que está al alcance de las mujeres, los ancianos y hasta de los niños recién destetados.

¡Cuán diferente sería la escena de los cazadores que regresan con las manos vacías al campamento y se encuentran con que tienen que recurrir a los vegetales recogidos por los miembros más débiles del grupo! Este cambio completo de perspectiva, esta subversión de los esquemas tradicionales de la prehistoria, nos obliga a dirigir nuestra mirada hacia nosotros mismos: si ha sido la mujer el sexo fuerte en cuanto a la obtención de comida, tal vez la selección natural haya producido en ella alguna característica especial, exclusiva del sexo femenino de nuestra especie y que no se encuentra en las hembras de otros primates. Kristen Hawkes, James O’Connell y Nicholas Blurton Jones creen haberla encontrado en la menopausia, un fenómeno fisiológico que, efectivamente, no se presenta en las hembras de las otras especies.

Cuando se compara el ciclo vital humano, las edades de la vida, con el de nuestros más próximos parientes actuales, las dos especies de chimpancés, se observan diferencias importantes. El desarrollo entre nosotros es mucho más largo, el crecimiento es más lento y el primer hijo llega más tarde: entre los 13 y los 14 años en los chimpancés y a los 17 y 19 años en los Ache de Paraguay y los !Kung de Botswana, dos grupos de modernos cazadores y recolectores. También la hora de la muerte suena más tarde para los humanos: los chimpancés más viejos apenas sobrepasan los 40 años, mientras que no son raros los individuos de más de 60 años entre los Ache y los !Kung.

Hasta aquí parece que todas las etapas de la vida están uniformemente alargadas en nuestra especie. Pero no es así. Las hembras de los chimpancés son fértiles hasta prácticamente el día de su muerte o, expresado con más propiedad, su aparato reproductor está sometido al mismo proceso de deterioro que los demás sistemas experimentan al final de la vida, y que llamamos vejez. Las mujeres, por el contrario, se vuelven estériles mucho antes de ser fisiológicamente viejas. El resultado es que en esas sociedades de modernos cazadores-recolectores en las que nos estamos fijando, el 40 por ciento de las mujeres pueden ser menopáusicas. En realidad, la duración total de la vida fértil no es muy diferente entre las chimpancés, las gorilas y las mujeres (menos de treinta años en promedio); lo que sucede más bien es que en las mujeres existe un largo periodo de existencia posreproductiva que falta en las hembras de los demás primates.

Kristen Hawkes, James O’Connell y Nicholas Blurton Jones piensan que la menopausia se ha producido para que las madres ayuden a sus hijas a sacar adelante a sus nietos: ésta es la llamada «hipótesis de la abuela». Según ellos, desde el punto de vista de la perpetuación de los genes sería más ventajoso para una hembra que ya ha pasado su plenitud tratar de asegurar su descendencia a través de sus nietos (que llevan la cuarta parte de su sangre) que tener hijos propios (con la mitad de su sangre), cuando acaso ya le falten las fuerzas para criarlos, o corran el peligro de quedar huérfanos antes de estar preparados para sobrevivir por sí mismos (dado el larguísimo tiempo de desarrollo). Aunque la longevidad potencial de nuestra especie se aproxima a los 100 años, pocas mujeres vivirían en la prehistoria hasta ver hecho un hombre o una mujer a un hijo/a concebido a los 50 años, por ejemplo.

Esta conducta de las hembras que comparten el alimento primero con sus propios hijos y más tarde con los de sus hijas es exclusiva de los humanos, ya que en otras especies (como los chimpancés, por ejemplo) las hembras sólo comparten el alimento con sus hijos, y se desinteresan de sus nietos. En el párrafo anterior he matizado que las abuelas sólo ayudarían, según la «hipótesis de la abuela», a los hijos de sus hijas, y no a los de sus hijos. La explicación es que pueden estar seguras de que la descendencia de sus hijas lleva sus genes, pero no tienen esa garantía con la prole de sus «nueras», que puede ser de otros varones que no son sus hijos: así pues, a las «nueras», ¡que las ayuden sus madres!

Dos preguntas que hay que hacerse para aceptar esta hipótesis son: 1) ¿realmente la ayuda que prestan las abuelas es tan importante para la supervivencia de los vástagos de sus hijas?; y 2) ¿por qué no se comportan igual las abuelas en las demás especies de primates, como por ejemplo los chimpancés? La respuesta a la primera pregunta es que la ayuda de las abuelas podría ser vital durante el destete, un periodo crítico de la infancia en el que los niños han perdido el aporte de la leche materna, que además de nutrirlos les proporciona defensas frente a las infecciones, y todavía no son capaces de valerse por sí mismos. La colaboración de la abuela en esos delicados momentos permitiría incrementar las posibilidades de supervivencia de los niños recién destetados, e incluso adelantar el momento del destete, y por lo tanto acortar el intervalo entre nacimientos: aumentar el número final de descendientes, en suma.

Esta explicación me parece muy razonable y permite entender la razón de la menopausia, o mejor dicho, por qué la vida fértil de la mujer no se prolongó al hacerlo la longevidad. De hecho, los citados autores le dan la vuelta al problema y concluyen que, en realidad, la vida se alargó para que existiera la menopausia en las mujeres. Los varones se habrían beneficiado de ello indirectamente; la gran longevidad masculina se debe a que los genes que fueron seleccionados para que prolongaran la vida de las mujeres también se transmiten a los hombres.

¿Cómo surgió la menopausia en la evolución humana? Si primero se hubiera prolongado la vida y luego se hubiera acortado el periodo reproductor, la evolución habría tenido que dar dos pasos. En realidad las chimpancés también parecen terminar su vida fértil unos años antes de su muerte (aunque, naturalmente, no varias décadas como llega a ocurrir en nuestra especie). Si existían genes que limitaban a menos de 30 años el periodo de fertilidad en el antepasado común de chimpancés y homínidos, para que existiera la menopausia en las mujeres actuales la evolución sólo tuvo que dar un paso: aumentar la longevidad; el periodo de fertilidad simplemente se mantuvo invariable. En Biología Evolutiva se suele considerar más respetable la hipótesis con mayor economía de pasos evolutivos, que consiste en seguir el camino más corto; este criterio se denomina técnicamente «principio de parsimonia» (la traducción de la voz inglesa «parsimony» es correcta, porque la primera acepción en español de esta palabra es frugalidad, austeridad, y no lentitud).

He de confesar que no puedo seguir a Kristen Hawkes y sus colegas tan lejos como para aceptar que si llego a viejo será gracias a la menopausia de las mujeres. Sin embargo, ellos van todavía más allá y afirman que la contribución de la abuela a la economía familiar es tan importante entre los pueblos cazadores/recolectores porque son precisamente las mujeres quienes proporcionan al grupo la parte más importante del alimento; los varones juegan (y habrían jugado en el pasado) un papel secundario en este terreno. En sus investigaciones de campo con los Hadza de Tanzania, estos antropólogos han observado que la caza, una actividad realizada por los varones exclusivamente, es una fuente muy importante de calorías, pero sin embargo demasiado irregular para que de ella dependa la supervivencia del grupo: hay periodos de tiempo demasiado largos en los que los varones vuelven al campamento con las manos vacías, sin haber cazado nada (ni tampoco haber encontrado carroña alguna). Si esto les sucede a los Hadza, se preguntan, que disponen de arcos y flechas envenenadas y viven en un territorio muy abundante en grandes herbívoros, ¿no sería peor aún la situación de los cazadores del pasado, sin esa moderna tecnología?

Los productos vegetales que los Hadza explotan incluyen muchos tipos de frutos y órganos subterráneos, pero hay uno especialmente importante. Se trata del tubérculo de la planta Vigna frutescens (ekwa en Hadza), que crece a gran profundidad y que los Hadza desentierran con la ayuda de un simple palo de cavar. El tubérculo en cuestión está disponible todo el año, incluyendo las épocas en que escasean otros productos vegetales y falta la caza. El ekwa es además un alimento al que los niños recién destetados no pueden acceder por carecer del vigor necesario, y que las abuelas les aportan: una situación que sólo se daría en nuestra especie, que es la única con palos de cavar. Por lo demás, los niños humanos, como las crías de los demás primates, participan muy activamente en la recolección. Un crío de 5 años es capaz de abastecerse hasta de la mitad de las calorías que consume diariamente —aunque, naturalmente, no por su cuenta, sino siguiendo los pasos e indicaciones de su madre—. Hay que aludir por último, para tener un cuadro completo de la alimentación de los Hadza, a un producto importante que puede atribuirse a los dos sexos sin distinción: la miel silvestre.

Kristen Hawkes, James O’Connell y Nicholas Blurton Jones presentaron su «hipótesis de la abuela» en la revista americana Current Anthropology. Esta publicación científica tiene la buena costumbre de incluir opiniones de otros autores al final de los artículos de fondo como éste, para promover así una reflexión sobre las ideas expuestas. Los comentarios que suscitó la «hipótesis de la abuela» fueron variados. En primer lugar, la duración de la vida está tan directamente relacionada con la del periodo de desarrollo que se hace difícil admitir que la longevidad haya aumentado para que exista la menopausia; parece más lógico pensar que vivimos más años que los chimpancés por la misma razón que nos lleva más tiempo llegar a ser adultos (y algo parece tener que ver nuestro gran cerebro con ello).

Habría además que ver si al desaparecer en las mujeres maduras la esperanza de tener más hijos no se reduce también drásticamente la de los hombres maduros. Dicho en otros términos, en esas sociedades de cazadores/recolectores que estudian los antropólogos, ¿con qué frecuencia tiene un hombre viejo hijos con una mujer joven, es decir, de la siguiente generación? ¿Es posible que, en general, los varones también dejen de procrear al llegar su pareja a la edad de la menopausia? En este caso no habría diferencias entre abuelas fisiológicamente menopáusicas y abuelos no reproductores en la práctica, aunque lo sean en teoría. Sin embargo, en el caso de los abuelos no puede pensarse en que echen una mano a sus hijas, en exclusiva, en el mantenimiento de los nietos, ya que entre los Hadza los varones se dedican a la caza, y cuando obtienen una presa comparten la carne con todo el grupo. Los padres y abuelos no alimentan a su familia, sino a su grupo.

Por otro lado, la «hipótesis de la abuela» sólo puede funcionar si las hijas se quedan al lado de sus madres cuando se hacen adultas, y no emigran. Entre los chimpancés, por el contrario, las hembras emigran al alcanzar la madurez sexual, y pierden el contacto con sus madres. En los gorilas emigran ambos sexos, mientras que los orangutanes son solitarios y los gibones viven en parejas (en los dos últimos casos nadie abandona el grupo porque no hay grupo alguno que abandonar). No existe, por lo tanto, entre las especies de primates más próximas a la nuestra ningún caso de sociedad matrilocal, en el que las hijas permanezcan en su grupo natal después de alcanzar la madurez sexual, mientras que los hijos se van a otro. Además, la mayoría de los pueblos con economía de cazadores/recolectores que se han conocido son patrilocales, es decir, son los hijos los que permanecen en el grupo natal y las hijas las que lo dejan. Por todo ello, muchos consideran más creíble que los homínidos en el pasado fueran también patrilocales, aunque Hawkes y sus colegas no están de acuerdo.

Hay otro argumento a considerar además de los avanzados por los autores que comentaron la «hipótesis de la abuela». Gran parte de la misma descansa en la existencia de un importante recurso vegetal que los niños no pueden conseguir por sí mismos: el tubérculo ekwa. Sin embargo, para que sea comestible el ekwa tiene que ser previamente tostado al fuego; en estado natural es tóxico. No es sin embargo seguro que el fuego se utilizara de forma sistemática hace más de 200 000 años. Hay evidencia muy precaria para fechas anteriores, que parece apuntar hacia un uso en todo caso esporádico del fuego.

Parece, después de tanta especulación, que nos vamos a quedar sin saber por qué razón existe la menopausia, es decir, por qué al hacerse más larga la vida de las mujeres no siguieron éstas teniendo hijos. La explicación que proporciona la «hipótesis de la abuela» tiene demasiados puntos débiles como para producir ese ¡ajá! que procuran las explicaciones convincentes. Más bien suscita nuevas preguntas. Yo tengo la impresión de que el meollo del asunto está en que la cuestión se analiza desde la perspectiva de la seleción natural al nivel de la competencia entre los individuos: las mujeres que invierten sus energías y su tiempo en sus nietos tendrán a la larga más descendientes (que propagarán sus genes) que las mujeres que no ayudan a sus nietos y a cambio tienen hijos tardíos. En esta dimensión individual no creo que llegue a encontrarse una solución satisfactoria al problema. Yo la buscaría más bien en el marco teórico de la selección a un nivel superior, el de grupos que compiten entre sí. En el libro La especie elegida que escribí con Ignacio Martínez, nos esforzamos en seguir esa vía de investigación, que es la que da sentido al comportamiento social y cooperativo, dentro del cual caben tanto las abuelas que desentierran tubérculos para algunos de sus nietos (exclusivamente), como los padres y abuelos que cazan para todo el grupo.

Finalmente, la cuestión central está en saber hasta qué punto los Hadza pueden utilizarse como un modelo universal para entender la evolución humana. La importancia del componente vegetal en la dieta, por ejemplo, varía según los pueblos y las regiones. Entre los Ache del Paraguay las calorías de origen animal representan el principal componente de la dieta, y todavía es mayor la dependencia de la caza entre los Inuit (los esquimales). En estos pueblos el recurso importante para los niños recién destetados, ese que no pueden conseguir por sí mismos, tiene a veces cuernos y pezuñas. Kaj Birket-Smith, un conocido estudioso de los Inuit, comentaba a este respecto en 1927 que la cantidad de hidratos de carbono en la dieta de los esquimales era mínima comparada con la de grasas y proteínas animales. Eso hacía que el hígado de las ballenas se convirtiera, por su riqueza en glucógeno (un hidrato de carbono), en un manjar apreciadísimo, como también lo era el contenido del estómago de los renos, compuesto de vegetales ya fermentados.

De todo lo dicho se sigue, a mi juicio, una conclusión. Los seres humanos con una economía de cazadores y recolectores son muy adaptables, y lo que hay que preguntarse es cuándo empezó esa flexibilidad ecológica. Yo pienso que hace dos millones de años, y que eso fue lo que hizo posible que el hombre saliera de África. Pero la Península Ibérica está situada en una latitud intermedia entre el Ecuador, donde viven los Hadza, y el Gran Norte, donde habitan los Inuit. Lo que habrá que tratar de averiguar, en consecuencia, es qué modelo de economía cabe atribuir a los pobladores prehistóricos de la Península, y qué papel jugarían en él los dos sexos.

La busca

Para salir de dudas podemos pasar a analizar las posibilidades que ofrece la recolección de productos vegetales en nuestra Península. Una primera reflexión nos lleva a pensar que ésta debe de ser una fuente de alimentos con alguna clase de dificultad muy grave para los primates: de otro modo habría muchos monos viviendo en Europa, y ya hemos visto que el único que nos ha acompañado en el último millón de años ha sido el macaco de Berbería. En las líneas que siguen voy a explorar las posibilidades que ofrece el consumo de alimentos vegetales a un mamífero que en cierto modo ocupa en la actualidad un nicho ecológico similar al que podemos atribuir a los hombres prehistóricos, o sea, basado en la caza, el aprovechamiento de carroñas y la recolección. Me estoy refiriendo al oso pardo, cuyos últimos ejemplares ibéricos habitan el Pirineo (en sus dos vertientes) y sobre todo la Cordillera Cantábrica en Asturias, Castilla y León, y marginalmente Cantabria y Galicia. Los escasísimos ejemplares pirenaicos, no más de ocho, están prácticamente a las puertas de su extinción, por lo que se intenta ampliar su población con osos «transplantados» desde el centro de Europa. Las perspectivas son muy poco halagüeñas, y mucho me temo que el oso pirenaico seguirá los pasos del bucardo, la cabra de los Pirineos; pasos que llevan hasta la total desaparición. Los osos cantábricos tampoco son numerosos: hay sólo entre 60 y 80. Además están divididos en dos núcleos, el oriental —que tiene sus mejores zonas oseras en las reservas cinegéticas de Saja, Fuentes Carrionas y Riaño—, y el núcleo occidental, cuyos territorios están sobre todo en Somiedo y los Ancares.

Como los osos actuales de la Península habitan hoy en la España eurosiberiana, el modelo que voy a explorar sólo es válido para este ambiente. Desgraciadamente, ya no nos quedan osos mediterráneos, tan abundantes en el pasado. En el Libro de la montería, que mandó escribir en la primera mitad del siglo XIV el rey de Castilla y León don Alfonso XI, se hace una relación de los mejores montes oseros del reino, donde se comprueba cuán abundantes eran estas fieras en todo el territorio, hasta Tarifa y Algeciras. El escudo de Madrid tiene un oso, y no es extraño, porque los reyes lo cazaban en el Monte del Pardo, un inmenso encinar a las afueras de la capital. El propio Felipe II dio muerte a dos, «que hazían mucho daño en aquella tierra», según cuentan las crónicas: a uno lo ultimó de un ballestazo y al otro lo despachó el Rey Prudente con el arcabuz.

Lo que cuento a renglón seguido sobre la alimentación de los osos procede de los trabajos de campo de Rafael Notario, Gerardo Caussimont y Roberto Hartasánchez. Mezclaré observaciones de los Pirineos y de la Cordillera Cantábrica, ya que lo que nos interesa ahora es investigar las posibilidades que ofrecían los ecosistemas del pasado. Seguiré las andanzas del oso a lo largo del año, empezando por la primavera, cuando el oso acaba de salir del refugio donde ha hibernado; si se trata de una hembra habrá parido una o dos crías en ese tiempo. Una gran diferencia entre el oso y el humano es que el primero es un animal solitario, y nuestros antepasados cazaban y recolectaban en grupo.

Cuando el oso abandona su morada invernal, en abril, está hambriento porque ha consumido sus reservas de grasa. Si además es una hembra con crías, tiene que amamantarlas. Sin embargo, hay poco alimento en el campo en esa época primaveral y los osos tienen que moverse mucho para conseguir algo que llevarse a la boca. En los hayedos de los Pirineos el oso se nutre de hojas de lúzula y hayucos, y en los robledales cantábricos de las bellotas que nadie consumió en la otoñada y que han permanecido conservadas bajo la nieve. La lúzula es un junco que crece en los lugares húmedos. Cuando se funden las nieves los osos aprovechan, si los encuentran, los cadáveres recién descongelados de los animales muertos durante el invierno por el hambre o por los aludes.

Desde finales de mayo y hasta julio el oso destripa los pastizales para buscar los tubérculos del conopodio, que tienen el tamaño de una avellana y son muy nutritivos; el conopodio es una umbelífera de flores blancas. Si encuentra las reservas de conopodios de los topillos campesinos también las consume. El oso busca órganos de almacenamiento subterráneo de otras muchas plantas, como los bulbos del «ajo de los osos», diversas raíces, tubérculos y tallos enterrados. Como en la primavera, sigue aprovechando yemas, brotes, y las puntas tiernas de las hierbas, que literalmente «pasta». Si puede cazará algún herbívoro, silvestre o doméstico. Los osos sienten una gran atracción en este tiempo por las cerezas, que están disponibles al principio del verano. Con frecuencia se suben a los árboles y tronchan sus ramas para que caigan con los frutos.

Sigue sin haber mucho alimento vegetal para los osos hasta agosto, cuando empiezan a madurar numerosos frutos carnosos (muy ricos en azúcares), que son realmente abundantes a finales del verano y principios del otoño: los de los perales silvestres y manzanos silvestres, serbales, mostajos, majuelos, groselleros, zarzamoras, frambuesas, fresas silvestres, escaramujos, endrinos, arándanos, enebros, acebos, guillomos, agracejos, gayubas, etc. Podemos ampliar esta larguísima lista con las tardías bayas rojas del madroño, que se producen en otoño y principios del invierno. Aunque la mayor parte de estos frutos son pequeños en comparación con el tamaño de un oso, es sorprendente la cantidad —en términos de kilogramos por hectárea— que una mata como el arándano puede llegar a producir en un buen año: más de 200 kg (una hectárea es la superficie de un cuadrado de 100 metros de lado, más o menos como un campo de fútbol). Y al plantígrado lo vuelven loco las bayas del arándano.

En el otoño tiene que acumular el oso suficiente reserva de energía en forma de grasa para pasar parte del invierno alertagado, en hibernación. Los frutos secos, por su riqueza en aceites y almidón, son una parte muy importante de la alimentación otoñal: avellanas, hayucos, castañas, nueces y, especialmente, bellotas. Los osos se retiran a hibernar en diciembre y enero.

Aparte de los alimentos vegetales mencionados, los osos buscan afanosamente la miel de avisperos y colmenas (tanto las silvestres como las «domésticas»), vuelven piedras para consumir hormigas y sus puestas, y comen larvas de insectos de la madera que encuentran en los troncos podridos. Cuando están hambrientos pueden descortezar los árboles para consumir el líber (líquido rico en azúcar). También aprovechan las numerosas setas que salen en gran parte del ciclo anual, y saben localizar con su fino olfato las trufas en el otoño/invierno.

De la lista anterior se deduce fácilmente que no hay casi nada que recolectar hasta finales del verano y que la estación fuerte es el otoño. Es decir, un periodo que representa sólo cuatro o cinco meses del año. La prueba de que las condiciones llegan a ser críticas en determinados momentos, es que nuestros osos se ven obligados a hibernar de diciembre a abril, como los lirones, los erizos y las marmotas. Todos estos animales son mamíferos, y por lo tanto mantienen constante su temperatura corporal. En invierno la temperatura ambiental desciende con frecuencia por debajo de cero grados, y se requiere un gran gasto de energía extra para mantener el calor del cuerpo y su actividad. Como no hay alimento en esos momentos para proporcionar las calorías necesarias, el oso se aletarga en un sueño que no es tan profundo como en los otros mamíferos hibernantes mencionados. La temperatura corporal se reduce sólo en unos 3-5 grados, y también baja algo el ritmo cardíaco y el respiratorio: compárese con el erizo común, en el que la temperatura corporal desciende con la del ambiente en la madriguera hasta alcanzar los 4 grados, el pulso baja a 20 latidos/minuto y la respiración a 10 veces/minuto. La supervivencia del oso en el estado de sopor depende de su «despensa» fisiológica, las grasas acumuladas durante la montanera. Si la producción de frutos oleaginosos fue mala el otoño anterior, el animal puede no llegar a ver brotar la flores de la siguiente primavera: así es la naturaleza, o como decía un profesor de Ecología que tuve en la universidad, donde hay mucha vida hay mucha muerte.

La situación no es muy diferente en los bosques mediterráneos. En la mitad sur de la Península hay algunos árboles que amplían la lista de las plantas que producen frutos aprovechables para el hombre, como el pino piñonero y el almez, pero a cambio se hacen raras o faltan otras plantas como el grosellero, el cerezo, el endrino, el manzano, el serbal, el arándano, el avellano, etc.

A esto hay que añadir que algunos de los árboles reseñados, en concreto el castaño, el cerezo y el pino piñonero, además del nogal, quizás no sean autóctonos sino plantados en tiempos históricos, desde los romanos en adelante, en razón del interés económico de sus frutos. Aunque se había llegado a pensar que los hombres prehistóricos de la Península nunca conocieron estas plantas, hay registro fósil anterior al último máximo glaciar de castaño, pino piñonero y nogal. Es posible que se extinguieran con la llegada de los fríos más intensos y que luego fueran reintroducidos estos árboles, pero es igualmente posible que sobrevivieran en algunos refugios y posteriormente recolonizaran el territorio peninsular, eso sí, muy ayudados por la mano del hombre.

Si ésta es la situación real de escasez de recursos vegetales durante gran parte del año en una época interglaciar como la actual, imagínese el lector cómo sería de dificultosa la recolección durante las crudas glaciaciones, que cada 100 000 años alcanzaban picos de clima frío en extremo, incluso en la Península. El último, que es el que mejor conocemos, fue especialmente rudo, como ya se ha dicho muchas veces aquí. Los registros de pólenes que ha estudiado María Fernández Sánchez Goñi en las cuevas de la cornisa cantábrica así lo indican. Pese a que los yacimientos están situados a menos de 400 metros sobre el nivel del mar, no hay pólenes de árboles. Todo parece indicar que fuera de la cueva el paisaje era muy abierto. No cabe duda de que habría algunos bosquetes en lugares especialmente protegidos y próximos al mar, ya que en los yacimientos a menudo se encuentran, junto con fósiles de reno, fósiles de herbívoros que prefieren las masas forestales, tales como los ciervos y, sobre todo, los corzos y los jabalíes; no obstante, esas manchas debían de estar poco extendidas.

En la cueva de la Carihuela, situada a unos 1020 metros de altitud pero muy al sur, a 45 km de la ciudad de Granada, los estudios de José Carrión y otros paleobotánicos muestran que la vegetación era esteparia, es decir, sin árboles, durante los momentos más fríos y/o secos de la última glaciación. Y los seres humanos no hibernan…

A tenor de todo lo dicho, no cabe sino admitir que las proteínas y grasas animales han sido siempre un recurso necesario para la supervivencia humana en Europa, y que en las épocas frías su importancia sería máxima. Los productos vegetales han debido de jugar también un gran papel a finales de verano y en el otoño, sobre todo en las épocas menos frías en las que los ecosistemas forestales eran dominantes en el paisaje.

El método de los isótopos estables, aplicado a las paleodietas, tiene el inconveniente de que se necesita destruir una pequeña cantidad del fósil. Para complicar aún más las cosas, generalmente se dispone de pocos fósiles humanos en los yacimientos que tienen la fortuna de contener alguno, y la alimentación de un solo individuo podría no reflejar la de una población completa. Hay, sin embargo, un método no destructivo que ha sido aplicado a la extensa muestra de la Sima de los Huesos, en la Sierra de Atapuerca, por Alejandro Pérez-Pérez, un antropólogo de la Universidad de Barcelona con una amplia experiencia en el análisis de las microestrías producidas en el esmalte de los dientes por el alimento. Alejandro compara estos pequeños arañazos que se observan con el microscopio electrónico en los dientes fósiles con los que presentan los dientes de poblaciones modernas de alimentación conocida. Así ha llegado a la conclusión de que los humanos de la Sima de los Huesos consumían alimentos vegetales muy abrasivos, del tipo de semillas, raíces o tubérculos. Lo que hace que un producto sea abrasivo es su alto contenido en sílice o que se mezcle tierra con la comida; o sea, que los vegetales que comían posiblemente no eran blandos, ni habían sido ablandados previamente, ni tampoco estaban muy limpios. Los dientes de la Sima de los Huesos se desgastaban a un ritmo muy rápido, como puede verse a simple vista, sin necesidad de recurrir al microscopio, y comer carne no produce mucho desgaste dental.

Aunque el estudio de Alejandro Pérez nos dice que los alimentos de origen vegetal eran muy importantes en la dieta de los humanos de la Sierra de Atapuerca, no nos cuenta de qué clase de alimentos se trata. Pero tal vez la respuesta la encontremos en un texto clásico, la Historia natural de Plinio el Viejo, completada en el año 77 de nuestra era. En su obra Los pueblos del norte, Julio Caro Baroja me puso sobre la pista de este párrafo del autor latino (H.N. XVI, 15): «Glande opes nunc quoque multarum gentium etiam pace gauden tium, constant. Nec non et inopia frugum arefactis emolitur farina, spissaturque in panis usum: quin et hodieque per Hispanias secundis mensis glans inseritur.» No pretendo exhibir ahora unos conocimientos de latín que no poseo, pero acaso al lector, como a mí, le suenen algunas palabras: glande (bellota), emolitur, farina, panis, Hispanias. La traducción del texto sería: «Es cosa cierta que aún hoy día la bellota constituye una riqueza para muchos pueblos hasta en tiempos de paz. Habiendo escasez de cereales se secan las bellotas, se las monda y se amasa la harina en forma de pan. Actualmente, incluso en las Hispanias, la bellota figura entre los postres»; y añade a continuación: «tostada entre cenizas es más dulce». Julio Caro Baroja daba crédito a esta información que proporciona Plinio, así como a otra que aporta Estrabón (Geografía III, c 155), referida a los pueblos del norte de Iberia (galaicos, astures, cántabros, vascones y gentes pirenaicas): «Todos estos habitantes de la montaña son sobrios: no beben sino agua, duermen en el suelo y llevan cabellos largos al modo femenino, aunque para combatir se ciñen la frente con una banda… En las tres cuartas partes del año los montañeses sólo se alimentan de bellotas, dejándolas secar, triturándolas y luego moliéndolas y fabricando con ellas un pan que se conserva mucho tiempo… Tal es el género de vida, como ya he dicho, de las poblaciones montañesas» (supongo que el lector sabrá perdonarme por no transcribir la cita original en griego).

Gaius Plinius Secundus (Plinio el Viejo) vivió en el primer siglo de nuestra era (entre el año 23 y el 79). Estuvo en Hispania como procurador del emperador y murió en acto de servicio mientras contemplaba la erupción del Vesubio, a causa de unos gases procedentes del volcán que tuvo la desgracia de aspirar en un exceso de curiosidad científica. Estrabón fue un geógrafo griego que nació en el año 64 o 63 antes de Cristo y murió hacia el 23 de nuestra era.

De estas fuentes clásicas creo que cabe razonablemente deducir que las bellotas pueden alimentar a un número amplio de personas (siempre que sean sobrias como diría Estrabón) durante la época de fructificación de los árboles que las producen, es decir, en la otoñada, cuando se encuentran en profusión; a lo que puede añadirse que si los hombres prehistóricos sabían secarlas, machacarlas, hacer tortas y almacenarlas (algo que no parece muy difícil pero que tampoco tenemos pruebas de que hicieran), entonces este recurso podría ayudarles a sobrevivir una parte aún más extensa del año. En todo caso, ni siquiera con éste y otros productos vegetales puede el hombre sostenerse en unos ecosistemas de carácter marcadamente estacional como son los de Europa y gran parte de Asia; ni en un periodo cálido como el presente, ni mucho menos durante las glaciaciones. La carne y grasas de los animales han tenido que ser un recurso imprescindible para la supervivencia humana en nuestras latitudes y más al norte.

Por este motivo, parece conveniente fijarse en otros animales más carnívoros que los osos para establecer comparaciones con los humanos. El ejemplo más próximo que tenemos en la Península es el de los lobos; además, las poblaciones que viven al norte del Duero ocupan los mismos ecosistemas que los osos ibéricos, de los que nos hemos ocupado antes. Junto con los animales domésticos descendientes de antiguas especies silvestres que habitaron Europa, como el caballo, el toro, la cabra y la oveja, los lobos cazan todos los ungulados presentes en la región: corzo, ciervo, rebeco y jabalí.

Queda por mencionar un tipo de alimentación basada en productos animales que, en cierto sentido, puede considerarse más recolección que caza. Me refiero al marisqueo de moluscos y crustáceos y a la pesca en los ríos y estuarios o en la zona de las mareas. Todavía hoy muchas plantas se utilizan (furtivamente) para envenenar los ríos y matar peces, como el gordolobo, la adelfa, la cicuta acuática, el cáñamo, la cañaheja y el torvisco; es posible que el hombre prehistórico las conociera y usara, y también que arponeara peces o los cogiera con las manos, al menos ocasionalmente, pero la pesca no parece cobrar importancia económica hasta el Paleolítico Superior (la época de los cromañones), cuando se amplía el espectro alimenticio para incluir casi todo lo comestible, desde los conejos hasta el marisco, y quizás también muchos más tipos de vegetales que en épocas anteriores. Casi al término del Paleolítico Superior, en el Magdaleniense final, los hombres prehistóricos fabricaban unos refinados y bellos arpones en asta de cérvido con una o dos filas de dientes, que se utilizaban seguramente para la pesca. Parece que en este momento los peces de agua dulce, en especial el salmón (que sólo lo es estacionalmente), empiezan a cobrar importancia económica en algunos yacimientos europeos.

Aunque hay alguna evidencia anterior a los hombres de cromañón, las conchas de los moluscos marinos no empiezan a estar presentes con alguna abundancia en los yacimientos hasta el Paleolítico Superior, aunque no debe perderse de vista nunca que la línea de costa estaba entonces muy alejada de la actual, y que la subida del nivel del mar en el Holoceno seguramente sumergió la mayor parte de los yacimientos costeros. En el Mesolítico, ya en el Holoceno, toda Europa queda libre de los hielos y hay en muchas regiones costeras poblaciones humanas que llegan a acumular enormes cantidades de conchas (son los llamados concheros), que indican que los moluscos eran un recurso muy explotado, y tanto los de roca: bígaros, lapas, mejillones, como los que viven enterrados en fondos arenosos: almejas, navajas, etc.; también se identifican en los concheros restos de erizos de mar, crustáceos y peces.

En el norte de la Península, a caballo entre Asturias y Cantabria, hubo en el Mesolítico unas poblaciones que practicaban este tipo de economía basada en gran parte en productos marinos. Su tecnología lítica se caracterizaba por unos cantos toscamente tallados que utilizarían para desprender los moluscos de las rocas y para partir las conchas; los más característicos terminan en punta y son llamados picos asturienses. También en las riberas del río Muge, un afluente del Tajo aguas arriba de Lisboa, y en el valle del Sado, al sur de Lisboa, hay grandes concheros de esta misma época (hace unos 7000 años). Las poblaciones costeras mesolíticas empleaban anzuelos y redes, y se han encontrado a veces peces de mar adentro que hacen pensar que también se alejaban de la costa en pequeñas embarcaciones.

¿Cazadores o carroñeros?

Ya hemos visto que los hombres prehistóricos de las altas latitudes (lejos del Ecuador) tendrían necesariamente que recurrir a la dieta carnívora para complementar los aportes de calorías de origen vegetal. Sin embargo, el nicho ecológico de cazador es muy diferente del de carroñero, y aunque todos los carnívoros participan un poco de los dos oficios, vale la pena tratar de averiguar si los europeos prehistóricos pertenecían al clan del león o al de la hiena. Los fósiles de los herbívoros se encuentran muchas veces en cuevas como las de Atapuerca pero, puesto que estos animales no pastan en el interior de las cavidades, está claro que sus cadáveres fueron transportados hasta allí. Los responsables del acarreo pueden ser los carnívoros o el hombre, y es preciso intentar distinguir entre estas dos posibilidades.

Si sólo han intervenido los humanos los huesos de los herbívoros mostrarán exclusivamente marcas de carnicería. Los hombres prehistóricos utilizaban los filos de sus utensilios de piedra para cortar los tendones y separar los músculos de los huesos, desmembrar los cadáveres y despellejarlos, dejando así unas series de trazas muy características que estudian los especialistas. Pueden también encontrarse estrías naturales en los huesos fósiles, pero si los cortes aparecen en los lugares estratégicos para la extracción de la carne, para desarticular las extremidades o para pelar al animal, entonces no cabe duda de quién es el autor.

Los carnívoros, en cambio, dejan en los huesos las huellas de sus dientes. También la manera en que los humanos rompen la caña de los huesos largos para extraer el tuétano es muy característica y diferente de cómo los carnívoros atacan los huesos, por ejemplo mordiendo los extremos superiores del húmero y del fémur (las articulaciones con el omóplato y la cadera, respectivamente). Para complicar las cosas, las hienas también buscan el tuétano de los huesos y también los parten por la caña, creando así muchos problemas de interpretación.

Finalmente, aunque sepamos que un herbívoro fue transportado a la cueva y consumido allí por humanos, todavía hace falta averiguar si la pieza fue cazada u obtenida como carroña, es decir, quién tuvo el primer acceso al animal muerto (que sería en principio el cazador, aunque humanos y carnívoros también buscan animales muertos accidentalmente o por otras causas naturales). Podemos para ello fijarnos en el tipo de huesos presentes en el yacimiento. Si está el animal completo, eso quiere decir que los humanos se han apoderado de todo el cuerpo (que pueden haber transportado entero o, cuando es de gran tamaño, despiezado). Cuando faltan los huesos de las partes que contienen la mayor parte de la carne —caderas, fémures, tibias, omóplatos y húmeros—, hay que sospechar que los humanos han llegado tarde al festín, y se han tenido que conformar con los restos. Muchas de las piezas de carne que consumimos de una ternera proceden de esas regiones: la espaldilla en el cuarto anterior, y la cadera, la babilla, la contra y el morcillo en el cuarto posterior; y no me olvido del exquisito lomo, que está en la región de la columna vertebral. En cambio, si sólo se encuentran en el yacimiento las cabezas y los extremos de las patas de los ungulados, cabe pensar que los humanos han tenido un acceso tardío a los cadáveres, es decir, que han actuado como carroñeros y no como cazadores.

De este modo, y con grandes dosis de paciencia y de sentido común, los especialistas examinan los huesos de los herbívoros que se encuentran en los yacimientos, y van elaborando sus estadísticas. También se analizan otros datos, como por ejemplo la edad de los animales. Si abundan los ejemplares muy jóvenes cabe pensar que la cueva ha sido ocupada por los humanos en primavera/verano, poco después de la temporada en la que se producen los partos. En cualquier caso, la cueva es siempre el refugio al que los humanos llevaron su alimento para consumirlo más a su gusto. En consecuencia, es mejor que nos desplacemos al campo abierto para buscar el escenario donde se realizó la cacería. Como son tantos y tan variados los que se conocen, será mejor que nos centremos en el estudio de unos pocos yacimientos excepcionalmente buenos.

El yacimiento de Boxgrove irrumpió con fuerza en el mundo de la Paleoantropología en la primavera de 1994, cuando se anunció en la revista Nature el descubrimiento de una tibia humana. En aquellos momentos la tibia de Boxgrove era, junto con la mandíbula de Mauer, el resto humano más viejo de Europa, con una edad de unos 500 000 años. Pocos meses después, en el verano de aquel mismo año, encontrábamos fósiles humanos 300 000 años más antiguos en la Gran Dolina, en la Sierra de Atapuerca. Aunque sólo conociera una efímera gloria primaveral en los medios de comunicación, el nombre de Boxgrove era ya importante en el campo de la Prehistoria desde algunos años antes, porque se trata de un magnífico yacimiento en el que se han encontrado restos fósiles de muchas especies junto con numerosos utensilios de sílex, con predominio de hachas de mano de forma aovada. También se hallaron huesos (fémures) y astas de ciervo y de megaceros modificadas para su empleo como percutores blandos (en vez de percutores duros de piedra), cuando se requería un retoque final más exquisito del utensilio.

Situado a 12 kilómetros de la costa sur de Inglaterra (West Sussex), en el Canal de la Mancha, Boxgrove era hace medio millón de años una albufera frecuentada por animales y humanos, en una extensa llanura costera que llegaba desde la orilla del mar hasta unos blancos acantilados. Se trata de un yacimiento al aire libre que reúne condiciones excepcionalmente favorables para el estudio de las actividades humanas en la prehistoria ya que, a causa de la tranquilidad de las aguas someras, los objetos (fósiles y utensilios) se han conservado casi en su posición original, tal y como fueron abandonados.

Hace medio millón de años los humanos tallaron en este lugar sus instrumentos, y descuartizaron y consumieron grandes herbívoros como megaceros, ciervos, bisontes y rinocerontes. No se sabe con absoluta seguridad si los humanos cazaron esos animales o si lo hicieron otros depredadores, como los lobos y los osos que también se han encontrado en el yacimiento de Boxgrove. Marks Roberts, el arqueólogo que dirige la excavación, está convencido de que fueron los cazadores humanos, actuando de forma cooperativa, los responsables de las muertes de la mayoría de los herbívoros. Incluso hay un omóplato de caballo que fue, según él, perforado por la aguda punta de un proyectil de madera (que no se ha encontrado; la madera no fosiliza… casi nunca). Una tercera posibilidad es que al menos algunos animales se murieran solos, sin ser abatidos por nadie. No hay forma de saber cuánto tiempo representa este yacimiento, pero hay que descartar que corresponda a un solo momento; ésta es una observación que se puede extender a la mayoría de los yacimientos prehistóricos, que en realidad son el resultado de la superposición de muchos acontecimientos que ocurrieron a lo largo de una parte de la inmensidad del pasado.

De lo que sí está seguro Roberts es de que en la mayor parte de los casos los humanos accedieron a la carne de los cadáveres antes de que lo hicieran los carnívoros, ya que las marcas de los dientes de éstos se superponen a las trazas de descarnamiento realizadas por los humanos con los bifaces, trazas que serían por lo tanto anteriores. El acceso en primer lugar a los cadáveres puede conseguirse en un afortunado encuentro con un animal muerto de forma natural, o bien cazándolo, o si no arrebatándoselo a sus matadores antes de que éstos le hinquen demasiadas veces el diente. Los Hadza, de los que nos hemos ocupado ya varias veces, son tan activos cazando como robándoles la comida a los depredadores. Para el pueblo Hadza la actividad de carroñeo ni es sistemática, ni es excluyente respecto de la caza o de la recolección. Simplemente aprovechan la carroña cuando surge la oportunidad. Estos cazadores y recolectores observan con atención los círculos que dibujan los buitres en el cielo y escuchan los ruidos de los leones y de las hienas para localizar la carroña.

James O’Connell y Kristen Hawkes contaban en 1998 (en un curso de verano de El Escorial que organicé con Leslie Aiello), que cuando unos Hadza llegan hasta la presa, las hienas, los leopardos, y hasta los leones la abandonan y queda toda para los humanos. ¿Y si no lo hacen?, pregunté: los traspasan con sus flechas, me respondieron. Los humanos de Boxgrove no tenían flechas, lo que les obligaría a acercarse más a los depredadores. Luego volveré sobre este tema, pero, en todo caso, Mark Roberts es de la opinión de que fueron los humanos quienes cazaron a los herbívoros que luego consumieron en Boxgrove.

Próximos en edad al yacimiento de Boxgrove son los niveles F y G de la cueva de L’Aragó, en el Rosellón francés, excavada desde hace muchos años por el célebre arqueólogo Henry de Lumley. En estos dos niveles se ha encontrado un número respetable de muflones (Ovis antiqua), 83 y 42 respectivamente, que según Hervé Monchot fueron cazados por el hombre y transportados completos a la cueva para ser consumidos allí. La mayoría de los muflones eran adultos jóvenes y su peso superaba en muchos casos los 100 kg. La conclusión de Hervé Monchot es que los humanos eran cazadores y no carroñeros: se basa en que el hombre parece haber sido el único cazador que prefiere concentrar sus esfuerzos en los adultos jóvenes antes que en los individuos inmaduros y en los seniles, que son en cambio las presas más habituales de los lobos, félidos y hienas. Estudios realizados sobre las capturas de los lobos de la sierra de la Culebra (Zamora) confirman que los ciervos de corta edad y los viejos corren mucho más peligro de ser atacados y muertos que los adultos jóvenes. Tan es así, que sólamente entre el 30 por ciento y el 45 por ciento de los gabatos llega a cumplir el medio año de vida.

Las lanzas de Schöningen

En el mes de enero de 1997 viajé junto con Eudald Carbonell y Jan van der Made a la ciudad alemana de Jena, invitado por nuestro colega Dietrich Mania. Nuestro propósito era conocer de primera mano el famoso yacimiento de Bilzingsleben y los importantes descubrimientos que allí se están produciendo. También queríamos aprovechar el viaje para visitar a otro amigo alemán, Hartmut Thieme, a quien había tenido la oportunidad de conocer el verano anterior en un simposio que celebramos en Burgos sobre los primeros europeos, y donde él había dado a conocer unos increíbles hallazgos. Hartmut nos recogió en la estación del ferrocarril y nos llevó en su coche hasta el yacimiento que excava: su nombre es Schöningen y está a unos 100 km al este de Hannover. Aquel mes de enero fue extraordinariamente frío, nevaba y Hartmut nos condujo a través de un paisaje blanco sobre un suelo helado en el que patinaba el coche. Cuando llegamos al lugar de la excavación nos encontramos ante un enorme agujero en la tierra, donde una máquina gigantesca trabajaba noche y día, pese a las bajas temperaturas. Se trataba de una mina de carbón a cielo abierto; el inmenso socavón avanzaba a lo largo de un gran frente, devorándolo todo a su paso, mientras la tierra removida era depositada de nuevo detrás y repoblada con árboles. Durante años, por delante de la máquina minera un equipo dirigido por Harmut había recuperado todo vestigio arqueológico antes de que llegara el monstruo mecánico. Pero en esta ocasión la máquina se había desviado de su camino por unos años a la vista de la importancia del hallazgo.

Los operarios que se encontraban en la excavación, pese al gélido mes de enero, trabajaban en camiseta dentro de un invernadero acondicionado por un generador de aire caliente. Pasamos al interior del túnel semicircular de plástico, y lo que allí vi no se borrará jamás de mi retina. Sobre un suelo negruzco de turba y bajo una pelvis fósil de caballo asomaba un metro de lanza de madera de hace 400 000 años. Hartmut nos miró sonriendo: sabía que había realizado un descubrimiento histórico.

Hasta la fecha, Hartmut Thieme ha encontrado en Schöningen cuatro lanzas bien conservadas. Una mide 1,82 m, otra 2,25 m y una tercera 2,30 m. La que apareció ante nuestros ojos está fragmentada en cuatro partes y también mide más de dos metros. Estas lanzas están hechas con troncos de árboles jóvenes (no con ramas) de picea. La picea es una conífera que no existe en la Península Ibérica en estado natural, aunque se planta frecuentemente en los jardines y se utiliza como árbol de Navidad. Se parece al abeto, pero a diferencia de éste las piñas cuelgan de las ramas en lugar de implantarse erguidas sobre ellas. En las piceas de Schöningen los anillos de crecimiento están muy próximos, indicando bajos ritmos de crecimiento y un clima frío. El análisis de los granos de polen fósil sugiere un paisaje de prados con pinos, piceas y abedules.

Hasta ahora me he referido a estas armas de madera como lanzas, pero cabe preguntarse si realmente cumplían esa función, es decir, si eran sostenidas firmemente por un extremo y se utilizaban para pinchar, o si eran armas arrojadizas, proyectiles. Hartmut Thieme cree que fueron diseñadas para ser lanzadas, o sea, que eran más jabalinas que picas. Se basa para ello en que estaban confeccionadas, con mucho talento, de modo que el centro de gravedad quedara cerca de la punta, facilitando así que llegaran muy lejos al ser lanzadas. Estas jabalinas pesarían poco más de dos kilos, probablemente no demasiado para el fuerte brazo de los europeos de la época, que podrían así matar a cierta distancia a sus presas, sin exponerse tanto a una cornada o a una coz.

En el yacimiento de Schöningen abundan los restos de caballo, que muestran también marcas de despiece y de descarnación: en las orillas de un lago, hace 400 000 años, grupos de cazadores humanos acechaban a las manadas de caballos, difuminados quizás en la neblina de las primeras horas del día; se aproximaban luego disimuladamente entre las cañas y los juncos, y una vez que llegaban a corta distancia los atravesaban con sus jabalinas. Si había suerte, cada caballo abatido proporcionaría al grupo cientos de kilos de carne muy necesarios para sobrevivir en aquellos fríos parajes.

Cacerías de elefantes en el altiplano

Pero ya que estamos hablando de caza mayor, ¿por qué no ocuparnos de la mayor de todas las cazas posibles sobre la superficie del planeta, la caza del elefante? Los nombres de dos pueblos sorianos, Torralba del Moral y Ambrona, han ocupado desde hace muchos años un lugar importante en las páginas de los manuales de Prehistoria en todas las universidades del mundo: se han encontrado numerosos restos de elefantes fósiles asociados a bifaces y otros instrumentos de piedra en terrenos de esos pueblos, en el valle del río Ambrona o Mansegal (un afluente del Jalón). Muchos investigadores han creído que los elefantes fueron cazados por los seres humanos, algo después de la época de las lanzas de Schöningen. Otros científicos piensan que los yacimientos han sido mal interpretados y que nunca tuvieron lugar las escenas de caza del elefante tantas veces reproducidas.

En el año 1888 se realizaron obras para el tendido de la vía férrea que habría de conectar Soria con la línea Madrid-Zaragoza; se había decidido hacer el empalme, con una estación, en el pueblo de Torralba del Moral. Al abrir las zanjas aparecieron huesos gigantes que llamaron mucho la atención. Las primeras excavaciones científicas las realizaron el marqués de Cerralbo (Enrique Aguilera y Gamboa), un aristócrata interesado por la arqueología, y el sacerdote Justo Juberías, allá por los años 1909 a 1911. El marqués de Cerralbo dio a conocer sus hallazgos en el Congreso Internacional de Antropología y Arqueología de Ginebra de 1912. Más adelante, entre 1961 y 1963, hubo nuevas campañas de excavación, esta vez a cargo del famoso paleoantropólogo americano, y buen amigo, F. Clark Howell, reanudadas en los primeros ochenta por él mismo y L. Freeman.

Entre los restos de animales de estos yacimientos son mayoritarios el caballo y el elefante de defensas rectas (Palaeloxodon antiquus). Las preferencias de los caballos van claramente por las grandes formaciones herbáceas, las estepas de gramíneas, que también serían pastadas por los elefantes, aunque es probable que éstos tuvieran un régimen mixto pasto/ramoneo como las especies actuales. Otro elemento del ecosistema, más raro en los yacimientos, era el rinoceronte de estepa (Dicerorhinus hemitoechus). Además había ciervos, gamos y uros; en cambio, son rarísimos los carnívoros (alguna hiena, zorro, lobo y león). Aunque la vegetación de la zona ha sido descrita como de tipo alpino, los elefantes de defensas rectas y los rinocerontes de estepa son incompatibles con los grandes fríos, por lo que el clima de la época no sería mucho peor que el actual, y en ningún caso plenamente glaciar, sino el de un interglaciar o tal vez de una fase relativamente más cálida dentro de un periodo glaciar (lo que se conoce clásicamente como interestadial). Además, se ha señalado la presencia del macaco, un primate mediterráneo que no resiste el frío intenso, o mejor, la ausencia de recursos vegetales que lo acompaña (aunque Clark Howell no considera segura esta presencia).

Torralba y Ambrona se enclavan en un altiplano (los yacimientos están a unos 1100 m de altura) adonde subirían a alimentarse los animales cuando se hubieran agostado los pastos de las tierras más bajas; la región se encuentra bien situada entre las cuencas del Duero, del Tajo y del Ebro. Vale la pena que el viajero que pasa por la autopista Madrid-Zaragoza-Barcelona se detenga a la altura de Medinacelli para visitar la vieja villa y su arco romano, desde el que se domina el estratégico corredor del Jalón, un afluente del Ebro. Apenas unos kilómetros más allá se encuentra el caserío de Ambrona, y por la carretera que lleva a Torralba, a mano izquierda, se llega a la Loma de los Huesos, un yacimiento que prospectó en 1911 el marqués de Cerralbo y luego excavó Clark Howell. Se conservan y se pueden contemplar allí los huesos, in situ, de algunos de los elefantes descubiertos en la campaña de 1963, y que Emiliano Aguirre, nuestro querido director de tantos años de excavaciones en Atapuerca, protegió modesta pero eficazmente con cuatro paredes y un techo. A pocos pasos hay más fósiles y utensilios de piedra en un pequeño museíto. El paisaje que se divisa impresiona por su sobriedad. Ahora está desprovisto de árboles por todas partes (aunque por obra del hombre, que no del clima) y no es difícil imaginar, en las onduladas lomas que la vista abarca desde el yacimiento, las manadas de elefantes y ungulados pastando en verdes praderías.

Entonces, como ahora, eran muy abundantes en la zona los encharcamientos y lagunas, y de ahí que se haya pensado que los humanos asustarían a los elefantes para llevarlos hasta las tierras inundadas, donde quedarían atrapados en el barro y serían más fáciles presas. Cabe preguntarse por qué habría de asustarse una manada de enormes elefantes de los seres humanos (por más gritos que dieran) hasta el punto de correr enloquecidos en estampida y meterse de patas en una trampa; sólo en Ambrona fueron excavados por Clark Howell los restos de 47 elefantes, aunque desde luego no se piensa que murieran todos a la vez. La respuesta podría estar en el uso del fuego por parte de los cazadores humanos, que quemarían tal vez los pastos cuando estuvieran secos (tal como se representa en la maqueta que aún puede verse en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid). Estas cacerías organizadas, repetidas a lo largo del tiempo, habrían formado los grandes yacimientos de Torralba y Ambrona.

Sin embargo, hay otra forma diametralmente opuesta de interpretar estas mismas evidencias. Un importante investigador, Richard Klein, opina que el perfil de las edades de muerte de los elefantes parece corresponderse más bien a una mortalidad natural a lo largo del tiempo (lo que se conoce como perfil atricional), que al perfil que resultaría de una cacería indiscriminada (el llamado perfil catastrófico). En los yacimientos que corresponden al primer caso (perfil atricional) predominan los individuos viejos sobre los adultos jóvenes en la flor de la vida y de su capacidad reproductora, y en el segundo caso (perfil catastrófico) ocurre lo contrario: hay más adultos jóvenes que viejos en el yacimiento, simplemente porque los viejos están en minoría en las poblaciones vivas (animales y humanas) y en mayoría en los cementerios.

Otro arqueólogo prestigioso, Lewis Binford, ve más relación de los instrumentos de piedra con los caballos, ciervos y uros que con los elefantes. Estos nuevos estudios arrojan graves dudas sobre la teoría de las grandes matanzas de elefantes en el valle del Mansegal. Quizás los humanos se limitaron a aprovechar, de forma muy marginal, esporádica y no planificada, algunos cadáveres de elefantes muertos por causas naturales; en lugar de orgullosos cazadores de elefantes serían simplemente hambrientos oportunistas. Sin embargo, Clark Howell tiene respuesta para estos y otros comentarios adversos a la hipótesis del cazadero de elefantes, por lo que la polémica no puede darse ni mucho menos por zanjada. No hay que perder de vista que más allá de las capacidades físicas de los humanos de hace cientos de miles años para cazar elefantes, lo que se discute es si tenían capacidades mentales para desarrollar complejas estrategias de caza y programarlas a lo largo del ciclo anual. La planificación es uno de los rasgos más sobresalientes de la consciencia.

Pero si no estamos seguros de lo que realmente pasó en Torralba y Ambrona, hay un yacimiento, aproximadamente de la misma época, donde las cosas están más claras. Se trata del yacimiento de Áridos, muy cerca de Madrid, en una terraza del río Jarama. En Áridos se han encontrado restos de dos elefantes separados por 200 metros de distancia. Uno es una hembra joven (Áridos I) y otro un macho viejo (Áridos II). Los huesos no muestran marcas de dientes de carnívoros. No existen pruebas de que los animales fueran cazados por los humanos, pero sí de que éstos tuvieron un acceso primero y exclusivo a la carne de los elefantes. Los madrileños de la época realizaron un gran trabajo de carnicería en el valle del Jarama.

Los arqueólogos que excavaron el yacimiento, dirigidos por Manuel Santonja y Ángeles Querol, constataron que se tallaron allí mismo los utensilios necesarios para descuartizar a los elefantes. En muchas ocasiones los diferentes productos de la talla, es decir, el instrumento y los residuos, pudieron ser encajados unos con otros para recomponer el núcleo de sílex o el canto de cuarcita del que se partió en la cadena operativa; se ha visto también que cuando los filos de los instrumentos de piedra se embotaban eran reavivados allí mismo para continuar con el trabajo de descuartizamiento. Se ha reconstruido así la secuencia completa de lo que pasó en Áridos desde que los humanos llegaron hasta los elefantes hasta que se fueron. Un dato muy interesante es que mientras que la cuarcita era obtenida en las orillas del inmediato Jarama, el sílex lo tuvieron que ir a buscar a las del Manzanares, a unos 3 km de distancia; hay en ello un indudable asomo de planificación de las actividades, aunque sea a corto plazo y después del hallazgo, tal vez casual, de un cadáver.

En este caso, y contra lo dicho algunos párrafos más arriba, Áridos I y II representan dos momentos aislados del tiempo geológico, no la superposición de muchos eventos que tuvieron lugar a lo largo de un gran espacio temporal. Eso hace la interpretación del yacimiento más simple, al contrario de los casos de Torralba y Ambrona, que sin duda representan la suma de muchos acontecimientos, y en donde —según los críticos a la hipótesis del cazadero— también han podido intervenir fenómenos geológicos, modificando las acumulaciones de huesos y artefactos.

En algunos de estos episodios de la historia de los yacimientos de Torralba y Ambrona estuvieron sin duda presentes los humanos, pero ¿cómo y en cuáles? No es posible por ahora contestar definitivamente a estas preguntas, que quizás encuentren respuesta en las excavaciones que llevan a cabo en la actualidad Manuel Santoja y Alfredo Pérez-González (que es también el responsable de los estudios de Geología en el proyecto de Atapuerca). La que parece hoy por hoy la hipótesis más aceptada es que no tuvieron lugar en Torralba y Ambrona grandes matanzas de elefantes por parte de los humanos del Pleistoceno Medio ibérico (que serían los antepasados de los neandertales), y que éstos se limitaban a aprovechar, ocasionalmente, los cadáveres de los animales muertos por causas naturales.

Más partidarios tienen las cacerías de rinocerontes lanudos y mamuts lanudos de La Cotte de Saint-Brelade, una isla en el Canal de la Mancha (entonces conectada al continente); aquí los animales podrían haber sido espantados y precipitados por un acantilado en una época, al final del Pleistoceno Medio, posterior a la de Torralba y Ambrona (y los cazadores probablemente serían ya casi plenamente neandertales).

Si la caza de los grandes paquidermos es peligrosa, la de los grandes carnívoros no le va a la zaga. Hace unos 200 000 años se depositaron en la orilla de un río en Biache-Saint-Vaast (cerca del Paso de Calais y no muy lejos de La Cotte de Saint-Brelade) un gran número de huesos de herbívoros: corzos, ciervos, megaceros, toros, rinocerontes de Merck y de estepa, caballos y los équidos pequeños. El paisaje de la época corresponde a un momento no muy frío (un interestadio) dentro de la penúltima glaciación; incluía un bosque con claros, donde ramoneaba el corzo y pastaban el ciervo y el uro, amplios herbazales en los que se alimentarían los caballos y los rinocerontes, y pantanos abiertos por donde se moverían los megaceros con sus grandes cuernas desembarazadas de obstáculos. Todos los citados animales fueron consumidos por seres humanos, que posiblemente los cazaron; en este mismo yacimiento se han hallado dos cráneos humanos con características ya acusadamente neandertales.

Lo sorprendente de Biache es que también se encontraron los fósiles de varios osos pardos y de las cavernas (al menos 10 en un solo nivel, el II base), que habían sido despellejados, desarticulados y descarnados, y los huesos fracturados para extraer el tuétano: es decir, aprovechados íntegramente. Patrick Auguste, el paleontólogo que los ha estudiado, cree que los osos fueron cazados por aquellos antepasados de los neandertales y no obtenidos como carroña, ya que la mayor parte de los individuos son adultos jóvenes y no crías o viejos, que son las edades de muerte «natural».

Se podrían discutir muchos más yacimientos al aire libre del Pleistoceno Medio que son objeto de estudio para intentar comprender la relación entre el hombre y la fauna. Se ha defendido, por ejemplo, la existencia de un comportamiento muy organizado, con campamentos y consumo de grandes herbívoros, en Bilzingsleben, que estaría de acuerdo con la hipótesis del hombre como gran cazador social. Pero para no hacer interminable el debate, expondré ahora claramente mis conclusiones. Creo que hay pocas dudas de que las proteínas y grasas animales son imprescindibles para la superviviencia del ser humano en Europa, dada la ausencia casi completa de recursos vegetales en el invierno y en la primavera. La adquisición de carne se pudo haber producido por la caza, el carroñeo o, naturalmente, por una combinación de ambas estrategias. Pienso que, en nuestro caso, el carroñeo no es una alternativa a la caza o a la recolección, y que un primate no está dotado para ser un carroñero «profesional», sino ocasional, como complemento de otras actividades (tal y como hemos visto que sucede entre los Hadza). Dado que la recolección es marcadamente estacional en nuestro continente, el carroñeo sólo puede ser durante gran parte del año un complemento de la caza, la actividad principal.

Finalmente, no me cabe la menor duda de que la enorme fortaleza física de los humanos del Pleistoceno Medio europeo —que los fósiles de la Sima de los Huesos han puesto de manifiesto— está relacionada con la necesidad de dar muerte a sus presas a corta distancia. Es decir, que es una adaptación para la caza. Nada me resulta más ridículo que la idea, firmemente defendida por algunos autores, como el citado Lewis Binford, de que aquellos seres humanos (y también los neandertales) eran débiles e indefensas criaturas que se limitaban a recolectar vegetales y a aprovechar de cuando en cuando los últimos restos de un cadáver. Siempre temerosos de los carnívoros, siempre a merced de un hallazgo afortunado, prácticamente los más miserables mamíferos de los ecosistemas. ¡Y a pesar de tan triste existencia, los seres más encefalizados, y los de vida más larga junto con los elefantes!

Yo, en cambio, imagino una partida de formidables cazadores de casi 100 kg de peso (de músculo puro), vestidos con pieles de oso y armados de largas lanzas de madera con un extremo muy puntiagudo, ante quienes los leones se apartarían.

No sería muy diferente la vida de los neandertales, que aparecen al final de este periodo, y que conservan la misma fortaleza física. Los primeros humanos modernos de Europa, los auriñacienses, tenían diferente constitución física (eran una especie distinta), con caderas y tronco más estrechos, pero eran asimismo muy fuertes. El paleoantropólogo Steven Churchill ha estudiado el húmero de uno de estos auriñacienses, procedente del yacimiento alemán de Vogelherd, y ha destacado su gran robustez, comparable a la de un húmero neandertal (aunque diferente por otras características), que nos habla de la potencia de ese brazo. Sin embargo, el esqueleto de los hombres de Cro-Magnon se hace más ligero a lo largo del Paleolítico Superior (y aún lo es más en el Mesolítico). La explicación para esta disminución en la robustez puede estar en la aparición en el escenario de la caza de nuevas y mortíferas armas: el propulsor y el arco y la flecha.

En el Pleistoceno Medio las jabalinas podían terminar en un extremo aguzado, pero es posible que también, a veces, llevaran una punta de piedra. Sin ir más lejos, en uno de los yacimientos de Schöningen se han encontrado también tres fragmentos de ramas de abeto con una hendidura en su extremo como para encajar una de esas puntas; se trataría de las primeras armas compuestas de dos materiales distintos (madera + piedra). Es casi seguro que los neandertales utilizaban con el mismo fin unas puntas de piedra muy características que se han encontrado en los yacimientos musterienses. En el Auriñaciense aparecen por primera vez largas puntas de hueso y asta, llamadas azagayas (en realidad serían puntas de azagaya), que irían al extremo de un astil de madera, pero la fuerza para lanzar el proyectil la seguiría poniendo el brazo desnudo.

El propulsor es, en esencia, una corta barra que termina en un gancho o muesca donde se apoya la base del venablo, mientras que el otro extremo del propulsor es sujetado con la mano. Su efecto consiste en prolongar la longitud y potencia del brazo. Los que se han conservado están confeccionados en asta de ciervo o reno y en marfil, y pueden estar bellamente decorados indicando que eran objetos de prestigio, pero es seguro que la mayoría se fabricaban en madera (por lo que no han perdurado), como en los pueblos cazadores modernos. Se cree que el propulsor apareció en el Solutrense (el tecnocomplejo que sigue al Auriñaciense y al Gravetiense), hace unos 20 000 años.

La época de la invención de la flecha no está tan clara, pero algunas de las puntas solutrenses parecen estar diseñadas para formar parte de una flecha, en especial las que tienen aletas a los lados y un pedúnculo central para el enmangue, muy características del Solutrense de la región valenciana. La flecha más antigua conocida tiene unos 11 000 años, y más o menos de esa edad es una figura grabada en una placa de la Grotte des Fadets (Francia) que se ha interpretado como un arquero. Hay en el Levante español una gran cantidad de pinturas rupestres (conocidas en conjunto como Arte Levantino) que representan arqueros, pero parecen tener todas menos de 10 000 años (volveré a ocuparme de ellas en el epílogo).

Estas revolucionarias formas de matar a distancia (el propulsor y el arco) cambiaron sin ninguna duda el equilibrio entre el hombre y sus presas. Hay una gran diferencia entre acercarse a un bisonte con una lanza o atravesarlo a gran distancia con un venablo lanzado con un propulsor, o con una flecha. Si los proyectiles estuvieran emponzoñados, cosa que no se conoce, su efecto aún sería más terrible. Muchos autores creen que la ruptura de este equilibrio, producida por la tecnología, acabó en la extinción de numerosas especies de mamíferos: por primera vez el ser humano estaría generando un impacto ecológico de gran escala, que no sería por lo tanto un pecado moderno y exclusivo de las sociedades industriales.

El último mamut

Los mamuts lanudos son quizás los animales más emblemáticos de la Edad del Hielo, el Pleistoceno. Cuando éste terminó y dio comienzo el Holoceno, los mamuts lanudos se desvanecieron para siempre junto con los megaceros, los rinocerontes lanudos y los osos de las cavernas. Especies de herbívoros que habían pastado juntas en Europa occidental, como el reno, el buey almizclero y el antílope saiga, se retiraron en direcciones distintas: el reno y el buey almizclero siguiendo el retroceso de las tundras hacia el norte, el antílope saiga el de las estepas hacia el este.

Si esto ocurría en Eurasia, en las Américas la catástrofe fue mucho mayor, afectando a un gran número de especies de grandes mamíferos. Sólo en Norteamérica, y contando exclusivamente especies de más de 40 kg, se puede elaborar la siguiente lista de bajas. Entre los proboscídeos se extinguieron los mamuts, lanudos y de otras dos especies, y los mastodontes; estos últimos eran parientes bastante alejados de los anteriores, pero igualmente muy grandes. Desaparecieron también diversas especies de camellos y llamas, alces y ciervos, berrendos (antilocápridos), pecaríes (relacionados con los cerdos), y bueyes almizcleros. Entre los félidos cayeron los grandes gatos con dientes de sable del género Smilodon, así como el Homotherium antes citado. Incluso había guepardos a finales del Pleistoceno en Norteamérica, aunque de una especie diferente de la actual. El gran oso de cara corta, mayor que cualquiera de los vivientes, desapareció igualmente. La gran extinción de finales del Pleistoceno también afectó, entre los roedores, a una capibara gigante y a un castor gigante. Se fueron para siempre los tapires de Norteamérica y, lo que es más sorprendente, incluso los caballos, ya que los de los indios de las películas fueron reintroducidos por los españoles en el continente, donde se hicieron salvajes (cimarrones) a partir de ejemplares domésticos.

El orden de los desdentados es uno de los grupos de «viejos» mamíferos sudamericanos que evolucionaron en el continente-isla en completo aislamiento durante muchos millones de años. Aunque superaron la crisis que supuso la llegada de las faunas de mamíferos «modernos» (cuando se estableció el istmo de Panamá), e incluso muchos pasaron a Norteamérica, el grupo quedó drásticamente diezmado al final del Pleistoceno. Se extinguieron los armadillos gigantes, los grandes gliptodontes (que estaban cubiertos por un caparazón rígido de hueso como el de una tortuga), y los megalónquidos, milodóntidos y megatéridos; las tres últimas familias eran perezosos terrestres, algunos realmente enormes.

En América del Sur sobrevivió hasta el Holoceno el megaterio gigante, una especie que ha tenido cierta importancia en Paleontología por razones históricas que merece la pena comentar. En septiembre de 1788 llegaba al Real Gabinete de Historia Natural de Madrid, enviado por el virrey del Río de la Plata, el esqueleto casi completo de un formidable animal que había sido encontrado en las orillas del río Luján, a unos sesenta kilómetros de Buenos Aires. En el Real Gabinete el valenciano Juan Bautista Bru de Ramón, «disecador y pintor anatómico», lo montó, estudió y dibujó, publicándose en 1796 una monografía con cinco calcografías de gran tamaño obra del ilustrador científico Manuel Navarro; una de las láminas, muy conocida, reproduce el esqueleto montado y en posición cuadrúpeda, y las otras huesos sueltos. El gran paleontólogo francés Georges Cuvier se interesó mucho por este ejemplar, que identificó como perteneciente a un gran desdentado extinguido, al que puso nombre científico (Megatherium americanum). Cuvier alabó el trabajo del naturalista español y lo señaló como ejemplo a imitar. El esqueleto se puede ver hoy día, tal y como fue montado por Bru, en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid.

El descubrimiento de que habían existido grandes animales en el pasado, como el megaterio, llevó a Cuvier a formular su teoría catastrofista, según la cual se habrían producido en la historia de la Tierra una serie de catástrofes que dieron lugar a extinciones en masa. A continuación, un nuevo acto creador de Dios daría lugar a otra generación de seres vivientes. Esta teoría fue sustituida más tarde por la teoría evolucionista de Darwin y Wallace, que es la única que se acepta en la actualidad. No deja de ser curioso que el propio Darwin se interesara también por los grandes megaterios extinguidos, y en una carta escrita en 1832 desde el Río de la Plata, mientras daba la vuelta al mundo en el bergantín Beagle, se refería a los restos fósiles que él mismo había encontrado y también al ejemplar de Madrid.

Las extinciones al final de la Edad del Hielo que se registran en Eurasia y América pueden achacarse al cambio climático, pero hay autores que las atribuyen a la propagación de nuestra especie hasta todos los rincones del planeta, provocando a su paso una gigantesca ola de destrucción que aún no se ha detenido. Antes de ese momento no hay constancia de que el ser humano fuera el causante de la desaparición de ninguna especie animal o vegetal. Hay que empezar esta discusión recordando que las primeras especies que acusaron el impacto tremendo de nuestra expansión fueron las otras humanidades (el Homo erectus y los neandertales) que habitaban el Viejo Mundo, y que resultaron también extinguidas algunos miles de años antes del final del Pleistoceno.

Lo que es seguro es que ninguna de las especies extinguidas en el Nuevo Mundo había visto antes un ser humano en el continente. Algunas eran realmente grandes y lentas, como los perezosos gigantes, y puede imaginarse que su caza sería un juego de niños para los antepasados de los indios americanos, que podrían practicar con ellos su puntería. En otros casos no parece tan clara una relación directa entre los humanos y la extinción de las especies, como en el caso de los caballos, que sobrevivieron en otras partes. Es posible que en ocasiones los humanos alteraran el equilibrio ecológico exterminando algunos elementos de los ecosistemas, las presas más fáciles, y provocando una serie de extinciones en cadena, que terminaron por afectar a los últimos eslabones, los grandes depredadores.

El problema principal para considerar la llegada de los humanos a América como la causa, y la extinción de muchas especies de mamíferos como el efecto, es que el poblamiento humano del Nuevo Mundo y el cambio climático que supuso el final de la Edad del Hielo son acontecimientos prácticamente simultáneos, por lo que no es fácil determinar la responsabilidad de cada uno de los dos factores en la brusca disminución de la biodiversidad que tuvo lugar. La especie humana que pobló América es la nuestra. Ninguna otra, como el Homo erectus, los neandertales, sus antepasados o los de nuestra especie, llegaron tan lejos. Una razón es que probablemente ninguna especie humana anterior a nosotros pobló la Península de Chukotka, en la Siberia oriental. Hace demasiado frío a la altura del Círculo Polar Ártico y se necesita estar muy bien equipado. Además, en las épocas cálidas el estrecho de Bering sólo puede ser cruzado navegando, y en las glaciaciones, cuando bajaba el nivel del mar y se podía llegar andando a Alaska, éstas eran unas tierras espantosamente inhóspitas.

Las más antiguas evidencias de la presencia humana en América son arqueológicas y consisten en los abundantes yacimientos que contienen unos intrumentos líticos muy bellos, las puntas Clovis. Tienen éstas a veces una gran longitud, y una base biselada (en pico de flauta) para ser encajadas en un astil de madera; la talla es muy elaborada, con retoques planos que se extienden a toda la superficie de las dos caras. La edad máxima de estas ocupaciones ronda los 11 500 años, la fecha que tradicionalmente se supone que correspondería al momento en el que llegaron los humanos, en plena glaciación. Sin embargo, recientemente se han dado a conocer evidencias de presencia humana en Monte Verde (Chile), que se datan en un milenio más.

La verdad es que no se sabe muy bien cómo se extendieron los humanos por las Américas ya que, aunque parte de Alaska estaba libre de un casquete glaciar, el paso estaba cortado por dos grandes escudos de hielo. El más grande, centrado sobre la bahía de Hudson, se extendía a todo Canadá y bajaba más allá de los Grandes Lagos: es conocido como Manto de Hielo Laurentino. El otro escudo de hielo, más pequeño, ocupaba la Cordillera Costera. En el momento de máximo glaciar de hace 20 000 años ambos mantos se pusieron en contacto formando un único cuerpo imposible de franquear. Es probable que en algún momento posterior, menos frío, los dos grandes mantos de hielo se separasen y los humanos encontraran un estrecho pasillo entre los hielos, un corredor de tierra por el que pasar. O tal vez navegaran por la costa para esquivar la gigantesca placa de hielo que se oponía a su avance. En todo caso, sortearon el obstáculo, y en un santiamén llegaron hasta el estrecho de Magallanes, quizás extinguiendo muchas especies a su paso.

Pero volvamos al caso de la especie que mejor representa la Edad del Hielo: el mamut lanudo. Su desaparición se databa hace 12 000 años en Europa, 11 000 años en Norteamérica y 10 000 años en el norte de la región central de Siberia, aparentemente su último refugio siguiendo el retroceso de los hielos. Estas fechas eran perfectamente compatibles con la hipótesis de la caza humana como causa directa de la desaparición de los mamuts, porque hace 12 000 años los humanos habían llegado hasta el extremo noreste de Siberia y probablemente habían pasado ya a Norteamérica. Pero en 1993, tres científicos rusos (S. L. Vartanyan, V. E. Garutt y A. V. Sher) publicaron algo sorprendente: en la isla de Wrangel, en pleno Océano Ártico y a 200 km de la costa nordeste de Siberia (la Península de Chukotka) se habían datado fósiles de mamut lanudo entre 7000 y 4000 años de antigüedad. Es decir, que para cuando se extinguieron los últimos mamuts lanudos los egipcios ya habían construido las grandes pirámides. Estos mamuts lanudos habían pasado a la isla de Wrangel cuando ésta aún formaba parte de Beringia. Con el deshielo que trajo el Holoceno el nivel del mar subió, gran parte de Beringia desapareció bajo las aguas convirtiéndose en el estrecho de Bering, y los mamuts quedaron aislados y a salvo de los cazadores humanos en su isla-refugio. Otra peculiaridad de los mamuts lanudos de la isla de Wrangel es que se hicieron como mínimo un 30 por ciento más pequeños que sus antepasados que colonizaron la isla desde el continente; un mamut lanudo normal pesaba seis toneladas y medía entre 2,5 y 3 m de altura en la cruz.

Esta reducción de tamaño en una isla no es un fenómeno tan excepcional como pueda parecer. La evolución en condiciones de insularidad ha producido otros casos de enanismo mucho más marcados que el de la isla de Wrangel. En el Pleistoceno Superior viveron elefantes enanos en muchas islas del Mediterráneo: Malta, Cerdeña, Sicilia, Chipre, Creta y otras varias islas griegas. Los «grandes machos» de la especie Palaeoloxodon falconeri, que vivía en Sicilia, no llegaban al metro de altura. A título comparativo se puede añadir que el mayor elefante actual se mató en Angola en 1955, y está expuesto en el Instituto Smithsonian de Washington. Pesaba diez toneladas y medía cuatro metros de altura en la cruz, aunque los elefantes africanos muy rara vez pasan de los 3,5 m y de las seis toneladas. El elefante asiático, de una especie diferente, es más pequeño, con alzadas similares a las de los mamuts lanudos, aunque éstos eran más corpulentos. Por sorprendente que resulte, el diminuto elefante de Sicilia evolucionó a partir del elefante de defensas rectas del continente. A veces se dice que estos enormes animales se hicieron pequeños en las islas porque les faltaba el alimento, y otras veces se atribuye la reducción de talla a la ausencia de grandes depredadores terrestres. Puede parecer una broma, pero las crías de los elefantes enanos de las islas del Mediterráneo escrutarían el cielo para prevenirse de su único enemigo: el águila. En realidad ambas hipótesis están relacionadas, porque una de las ventajas de hacerse muy grande es que no hay león ni tigre que se coma a un elefante adulto, ni tiburón que asuste a una ballena. El precio que hay que pagar por poseer tal capacidad de intimidación es pasarse la vida comiendo, si es que se encuentra alimento y agua suficiente; un elefante adulto puede llegar a comer alrededor de 300 kg y beber unos 160 l o más de agua al día. Cuando faltan los depredadores es posible reducir la talla y aumentar las posibilidades de llenar la panza.

Los citados autores rusos son partidarios de la teoría de que la gran extinción de los mamuts a finales del Pleistoceno se debió a que el cambio climático afectó a las plantas de las que se alimentaban en su ecosistema de estepa/tundra, y sostienen que la supervivencia de los mamuts en la isla de Wrangel se debió a que en este lugar se conservó por más tiempo el hábitat al que estaban adaptados. Los actuales elefantes son ramoneadores y también pastan. En cambio los mamuts lanudos tan sólo pastaban en las estepas árticas. Finalmente, incluso en la isla de Wrangel los mamuts se quedaron sin alimento por culpa del clima, y según Vartayan y sus colegas los seres humanos no habrían tenido nada que ver con ello. Este argumento nos exculpa, al menos, de la responsabilidad de la extinción del más grande de los mamíferos pleistocenos, y tendría mucho peso si no fuera porque hay pruebas de que los antepasados de los esquimales llegaron a la isla de Wrangel hace 3000 años. ¿Tal vez se presentaron mil años antes de lo que sabemos y aniquilaron a los últimos mamuts lanudos que quedaban en el planeta? ¿Somos, después de todo, culpables? La única respuesta que podemos ofrecer al lector, como sucede con frecuencia en el terreno de la ciencia, es que hace falta más investigación.