CAPÍTULO 8
Los hijos del fuego

¿O debe el filántropo o el sabio abandonar sus esfuerzos por llevar una vida noble, porque el más simple estudio de la naturaleza del hombre revele, en sus cimientos, todas las pasiones egoístas y todos los fieros instintos de un mero cuadrúpedo? ¿Es el amor de madre vil porque lo muestre una gallina, o la fidelidad baja porque la posea un perro?

Thomas H. Huxley, El lugar del hombre en la naturaleza

La mente de un hámster

Mis hijos tienen un hámster en una jaula. Nació en otra jaula, como también lo hicieron sus padres. Es un animal doméstico desde hace muchas generaciones y no sería capaz de sobrevivir en la naturaleza. Ya ni siquiera conserva el color original de la especie: es blanco (albino, mejor dicho), un color muy llamativo que atraería en seguida a sus depredadores naturales. Cuando mis hijos lo alimentan con un puñado de granos se los mete rápidamente en la boca, pero no se los traga, sino que los guarda en unas bolsas naturales llamadas abazones, que son repliegues cutáneos que tiene en la parte interior de los carrillos. El primer día que dieron de comer al hámster, que trajimos a casa ya de adulto, los niños me llamaron alarmados porque creyeron que estaba muy enfermo, de tan hinchados como tenía los dos lados del cuello por los granos que almacenaba en los abazones. A continuación, el hámster se dirige al otro extremo de la pequeña jaula, donde se ha hecho un rebujo de paja: ésa es su guarida. Allí expulsa las semillas y, si tiene hambre, empieza a comérselas.

Con su curioso comportamiento, mi hámster doméstico (pero no domesticado) reproduce el de sus antepasados de las estepas de Europa central y oriental. En los abiertos paisajes, un hámster que se alimenta en la noche de las semillas de las gramíneas corre el peligro de terminar en el estómago de un búho. Para reducir al mínimo el tiempo de exposición al peligro, el hámster silvestre llena lo más deprisa posible su «cesta de la compra», los abazones, y corre a refugiarse en su guarida subterránea, a salvo de los depredadores; además acumula así alimento, como reserva, en su despensa bajo tierra. En la jaula en la que vive nuestro hámster no puede excavar en el suelo de metal, pero simula una cueva con lo que tiene a mano. Aunque en cautividad no debería temer a los depredadores y ya debería saber que nunca le faltará el alimento, no comerá el grano directamente, sino que lo transportará antes a otro lugar, que será un refugio imaginario cuando no tiene con qué hacerlo materialmente.

Está claro, a partir de observaciones como ésta, que los mamíferos tienen pautas de conducta programadas genéticamente, como las de alimentación de los hámsters, y deben obedecerlas sin posibilidad alguna de alterarlas. Cuando se presenta el estímulo inevitablemente se desencadena (se dispara) la respuesta. En lo que se refiere a esas conductas, tan rígidamente programadas, los animales son esclavos de los genes. Pero, visto desde otra perspectiva, podríamos decir que los animales, como nuestro hámster casero, nacen sabiendo. Claro que la conducta del hámster que observamos en la jaula no tiene sentido en su situación actual de animal doméstico, pero sin embargo, está llena de «lógica» en la naturaleza, donde el animal hace exactamente lo que le conviene para sobrevivir y reproducirse. Por esta causa, precisamente, la selección natural ha favorecido tal comportamiento, entre otros muchos comportamientos posibles, exactamente como lo ha hecho con los órganos del cuerpo; sin embargo, el color blanco de nuestro hámster no es adaptativo, no sirve, no es útil en la naturaleza (de hecho es perjudicial) y ha sido seleccionado por el hombre (eso sí, a partir de una mutación natural y espontánea: el albinismo). Pero lo importante ahora es señalar que los animales tienen conocimiento innato (aunque, por supuesto, inconsciente), y no vienen al mundo absolutamente ignorantes de lo que se van a encontrar en él; sus genes son, en cierto sentido, «sabios»: ¿quién le iba a enseñar si no a un hámster pequeño a guardar la comida en los abazones y transportarla a la madriguera?

Ya me referí en otro lugar a estímulos desencadenadores que obran también sobre nosotros los humanos cuando, a propósito de lo que el aspecto físico de los cromañones podría parecerles a los neandertales, señalé que una cabeza redonda y desproporcionadamente grande respecto del cuerpo, una frente alta y abombada sobre una cara pequeña y chata, o unos mofletes hinchados, producen en nosotros sentimientos protectores, tanto si vemos esos rasgos en un niño de verdad como si los observamos, muy exagerados, en Bambi. Como los humanos somos primates, y por lo tanto animales esencialmente visuales, es más fácil encontrar ejemplos de estímulos desencadenadores en la esfera óptica, pero también existen para los otros sentidos. En muchos animales, como es sabido, los estímulos olfativos son muy importantes. Cuando explico en clase que hay estímulos que producen reacciones innatas entre nosotros, dibujo en la pizarra dos círculos: dentro de cada uno de ellos pinto dos puntos y, debajo, un arco abierto hacia arriba en un círculo, y otro arco abierto hacia abajo en el otro círculo. Todos los alumnos identifican, a partir de trazos tan simples, una cara sonriente y otra triste (por cierto, la asignatura que yo imparto es Paleontología Humana, pero puede verse que a los paleoantropólogos no nos interesan sólo los fósiles…).

Claro que la conducta de los animales no sólo responde a la herencia genética recibida, sino que los animales también acumulan información, aprenden, a lo largo de su existencia, sobre todo los que tienen un sistema nervioso central más desarrollado: los mamíferos. Hay por lo tanto dos tipos de conocimiento: el filogenético, acumulado a lo largo de la evolución (y grabado en los genes), y el ontogenético, que adquiere el animal durante la vida (y que nosotros transmitimos gracias al lenguaje por la vía de la cultura). Las buenas y las malas experiencias de la vida se asocian para siempre a determinados lugares, objetos (animados o inertes) y circunstancias, y quedan grabadas para siempre. ¿Quién no recuerda los olores de la niñez?

En eso, precisamente, se basan los célebres experimentos de principios del siglo XX del investigador ruso Iván Paulov, que presentaba la comida a un perro al mismo tiempo que hacía sonar una campana, hasta que al final el mero sonido de la campana provocaba la producción de saliva en el animal: se había establecido un reflejo condicionado, basado en la asociación y en una experiencia positiva. Del mismo modo, por un condicionamiento negativo, el perro puede llegar a temer el látigo sólo con verlo. Todo el mundo tiene la experiencia de que un perro doméstico adivina, casi milagrosamente, cuándo le van a sacar a la calle por determinados actos que realiza antes (y siempre) su dueño: el más obvio es, desde luego, el de tomar la correa. ¡Qué listo es este animal!, pensamos entonces. Obsérvese que en el caso del perro de Paulov la asociación se establece entre la comida y una señal, el sonido de la campana, neutra, totalmente arbitraria, que no tiene ninguna relación directa con el alimento, salvo que aparecen simultáneamente (la asociación se produce por lo tanto en el tiempo). Igual se podría haber establecido el reflejo condicionado con un cartel grande en el que estuviera escrita la palabra comida, sin que esto quiera decir que el perro sabe leer; volveré sobre este tema más adelante.

Pero hay algo más. Tanto el conocimiento innato como el reflejo condicionado convierten a los animales en meros autómatas, que reaccionan frente a un estímulo que se les presenta en su medio, tanto si la respuesta es innata como si ha sido aprendida por asociación (condicionada positiva o negativamente). Se suele decir que el hombre es el único animal que mata por placer, mientras que hasta los más feroces carnívoros sólo lo hacen para alimentarse y, por lo tanto, son más respetuosos con la vida. En realidad esto no es literalmente cierto. Los carnívoros también cazan aunque no tengan hambre, como puede comprobar cualquiera que tenga un gato casero. Es patente que los mininos no pueden evitar acechar cualquier cosa que se mueva, y aproximarse cautelosamente para finalmente saltar sobre ella; si no encuentran algún ser vivo con el que «jugar a la caza» lo harán con una pelota. Se podría decir que los gatos matan por hambre, pero cazan «por placer» (el placer es un sentimiento humano y por eso lo pongo aquí entre comillas). Y es que, para quedarse a gusto, los gatos tienen que desarrollar la conducta de la caza un número determinado de veces al día, aunque estén saciados.

Parece, a partir de estas simples observaciones, que el comportamiento de los animales no sólo es reactivo frente a estímulos externos, sino que también responde a mecanismos internos, endógenos, que son llamados impulsiones o impulsos por los etólogos (los estudiosos de la conducta animal). Así, el comportamiento animal no siempre es reflejo, también puede ser espontáneo, es decir, impulsado «desde dentro». Estas impulsiones de origen interno producen en los animales estados fisiológicos que podríamos denominar (un poco abusivamente) «estados de ánimo», que crean en ellos tensiones y los empujan a buscar (activamente) los estímulos que desencadenen un determinado comportamiento y permitan que se relaje esa tensión. Cuanto más tiempo haga que se realizó por última vez el comportamiento en cuestión, más grande será la tensión, y más débil el estímulo desencadenante necesario, hasta que, finalmente, el comportamiento puede llegar a dispararse sin que haya ningún estímulo real, es decir, en el vacío. Unas veces la base fisiológica de los impulsos está clara, por ejemplo determinadas hormonas en el caso del impulso sexual, pero otras veces no lo está tanto.

A esto es a lo que se refería Konrad Lorenz cuando escribió el libro Sobre la agresión: el pretendido mal, que tantas reacciones adversas desencadenó en amplios sectores del mundo de la Psicología, de la Sociología y de la Pedagogía (fundamentalmente entre personas que no se tomaron la molestia de leer el libro). En realidad, no era para tanto. La existencia de impulsiones, incluidas las agresivas, es la norma en los animales, pero también lo es la de estímulos inhibidores de la agresividad y, por otro lado, ésta se puede reorientar. En todo caso yo confieso mi admiración por Konrad Lorenz: en los tiempos modernos de refinados y carísimos instrumentos de laboratorio, ¡ahí es nada ganar el Premio Nobel observando ocas y grajillas en el jardín de casa!

Volviendo al tema, el comportamiento animal se puede explicar por el juego entre impulsiones y comportamientos reflejos (innatos o adquiridos). No parece que haya aquí mucho espacio para la consciencia, y en mi opinión nada parecido a la consciencia humana existe entre los animales. A decir verdad, y como no hay forma de comunicarse con los animales y preguntarles acerca de lo que pasa en el interior de sus cabezas, es imposible conocer directamente si tienen algún grado de consciencia. Por eso, el enfoque con el que yo ataco el problema es éste: ¿podemos explicar el comportamiento animal sin necesidad del recurso a la consciencia? Si es así, como creo, mejor será no atribuirles algo que no parece necesario invocar.

Otra manera de abordar este asunto es la de examinarnos interiormente a nosotros mismos, por instrospección, y asignar a los animales alguno de los diferentes estados que observamos en nuestra mente. Por ejemplo, S. Toulmin distingue entre sensibilidad, atención y articulación, y cada uno de estos estados puede ser consciente o inconsciente. Sensibilidad inconsciente es la de un sujeto que duerme, mientras que sensibilidad consciente es la propia del estado de vigilia, durante el cual se reciben, por la vía de los sentidos, estímulos del exterior. La atención consciente es equivalente a conducir un coche dándonos cuenta de lo que sucede en la carretera, mientras que la atención inconsciente se corresponde con conducir pensando en otra cosa o hablando, o sea, con «el piloto automático» puesto; también podríamos utilizar esta expresión para referirnos a la manera en que, según Steven Mithen, los humanos arcaicos (es decir, no de nuestra especie) confeccionaban las herramientas. En el esquema de Toulmin articulación consciente es la del comportamiento que obedece a planes bien establecidos (que se pueden narrar), mientras que la inconsciente sería la de una actividad que no tiene una motivación clara.

Es difícil admitir que los animales, e incluso los humanos cuando son niños muy pequeños —antes de empezar a hablar—, vayan más allá de la sensibilidad consciente, o, como mucho, de la atención inconsciente. Los animales no son capaces de hacer planes a largo plazo, ni de observarse a sí mismos, ya que en eso, entre otras cosas, consiste la consciencia humana. No dudo de que los animales tienen —además de sensibilidad— deseos y conocimiento, pues saben y quieren, pero no parecen capaces de analizar sus propios deseos y conocimientos: no saben lo que saben ni tampoco saben lo que quieren, porque les falta el «tercer ojo», el que mira para adentro. La consciencia humana se dirige también hacia sí misma, y así somos conscientes de tener consciencia y nos dedicamos a filosofar sobre ella: ¿de dónde nos habrá venido, cómo habrá llegado hasta nosotros? ¡Qué solos estamos en el mundo en esos momentos de reflexiones filosóficas!

Mi única duda, y es un gran interrogante, está en los chimpancés, que presentan signos de estar muy cerca de haber alcanzado un asomo, muy limitado eso sí, de consciencia de sí mismos, posiblemente el mismo que tenía el antepasado común entre ellos y nosotros, hace 5 o, como mucho, 6 millones de años. Una serie de experimentos iniciados por Gordon Gallup parece haber demostrado que los chimpancés se reconocen a sí mismos frente al espejo, algo que no les ocurre a los demás animales, salvo a los orangutanes y a algún gorila (pero no a la mayoría, al parecer). Los experimentos consisten en marcar con pintura en la cabeza (frente, orejas) a un chimpancé anestesiado y ponerlo luego ante un espejo; el animal se lleva la mano a la señal (que sólo puede ver reflejada y no directamente) para tocarla, lo que tal vez indique que sabe quién es el que está en el espejo: él mismo.

Aunque parezca tan sólo una curiosidad sin mayor transcendencia, casi un juego, estas sencillas experiencias podrían revelar la existencia entre los chimpancés, y presumiblemente también en los primeros homínidos, de autoconsciencia. Para ellos ya existiría el yo. De hecho, hay quien piensa que la consciencia de uno mismo podría haber evolucionado como un mecanismo de mucha utilidad en el terreno de la conducta social, ya que para imaginar lo que va a hacer otro, y prepararse para ello, lo mejor es ponerse en su lugar, o sea, preguntarse: ¿qué haría yo en su situación? De ser esto cierto, los chimpancés serían capaces de representarse la mente de otros individuos en su propia mente, algo sencillamente prodigioso. Hay que admitir, no obstante, que el experimento del espejo admite otras interpretaciones más rebuscadas, como bien observa Euan Macphail, por ejemplo la de que el chimpancé sólo usa el espejo para guiar su mano hacia una mancha de pintura situada en el cuerpo de un chimpancé que ve en el espejo, y que tal vez no sepa que es él mismo.

El hecho de que se discuta interminablemente sobre si los chimpancés presentan tal o cual manifestación de la consciencia es para mí la prueba definitiva de que están en la frontera entre lo animal (lo instintivo) y lo humano (lo plenamente consciente). Muchas personas me preguntan por qué los chimpancés no fueron hacia adelante (no «evolucionaron más», me suelen decir) y traspasaron así decididamente el umbral de la consciencia, en vez de quedarse en el «estado de mono». La respuesta es, por un lado, que nuestros antepasados tardaron varios millones de años, hasta la aparición del Homo ergaster, en dar ese gran paso; por otro lado, la encefalización es sólo uno de los caminos que puede tomar la evolución, y los chimpancés siguieron otro distinto; continuaron evolucionando, pero no hacia una mayor encefalización.

Descartes versus Wittgenstein

Hasta aquí hemos tratado de ver cómo es la mente de los animales, si es que la tienen, aunque en realidad lo único que sabemos es cómo no es: una mente humana. La ausencia de lenguaje en los animales hace que no podamos leer su mente, que es completamente opaca para nosotros. Pero en cambio leemos a todas horas la mente de los demás humanos, que nos parece transparente. De ese modo sabemos a qué atenernos respecto del prójimo, nos relacionamos unos con otros y hacemos negocios, que no siempre salen bien porque la única mente que realmente conocemos bien es la propia.

René Descartes hizo de este conocimiento, el de la existencia de la propia mente, la base de su filosofía. De todo lo demás puede dudarse, pero su cogito, ergo sum —pienso, luego existo— nos proporciona una certeza a la que aferrarnos, y a partir de ella es posible deducir otras verdades: según Descartes, y por este orden, Dios y el mundo. Pero hay, decía, dos clases de mundos, uno externo y otro interno. La esencia del mundo interno es el pensamiento o consciencia. Para Descartes, el cuerpo humano es una máquina animada (o sea, como la de los animales) en la que se instala el alma inmortal para formar una pareja como la del piloto y su nave. Descartes no creía que los animales tuvieran alma; se decía que con esta tesis trataba de justificar la experimentación con animales vivos, que él practicaba con fines científicos.

Lo importante ahora de la doctrina de Descartes es que a través del dualismo alma/cuerpo llegaba a una interpretación de la consciencia que es en esencia la del homúnculo, el hombrecillo pensante que asiste a una especie de representación teatral en el interior del cráneo: los objetos y acontecimientos del mundo exterior son re-presentados en el escenario (en la versión moderna de esta «teoría representacional» de la mente el hombrecillo mira la televisión). Por cierto que si hemos de hacer caso a Sigmund Freud, aún habría otro homúnculo, el subconsciente, encerrado en un armario. No hay, sin embargo, un «animalúnculo» dentro de los animales; no es que no sean conscientes de que asisten a una representación teatral, sino que no hay espectador alguno y ni siquiera teatro: los animales carecerían, en consecuencia, tanto de autoconsciencia como de consciencia perceptiva, serían puramente máquinas biológicas.

Lamentándolo mucho por los propietarios de gatos y perros, no parece que estos animales posean autoconsciencia, o sea, consciencia de sí mismos, y tampoco es seguro que tengan consciencia perceptiva, la capacidad de representarse interiormente el mundo. No obstante, todos o la mayoría de los primates llamados «superiores» (o mejor simios o antropoides), que son los animales que tienen un cerebro más parecido al nuestro, podrían tener al menos consciencia visual. Hay un dato sugerente en este sentido: más del 50 por ciento de las neuronas y del espacio de su cerebro se utiliza en procesar información visual, una tarea al parecer nada sencilla. Los más grandes ordenadores, que tan inteligentes parecen cuando hacen cálculos, tienen muy poca capacidad a la hora de reconocer y discriminar imágenes. Un mono, en cambio, no puede permitirse el lujo de confundir una fruta verde con una madura. Y ya se ha comentado que tal vez nuestros hermanos los chimpancés tengan autoconsciencia.

Nada de lo dicho, sin embargo, justifica la tortura de los animales, ni siquiera con fines de experimentación, salvo que sean de importancia extrema para salvar vidas humanas, sin duda un bien superior. Se ha discutido mucho desde Descartes si los animales tienen por lo menos «consciencia sensible» o, en otras palabras, si sienten el dolor. Cuando un perro retira la pata del fuego que le quema y al mismo tiempo chilla ¿siente de veras dolor o simplemente está preprogramado para apartar su cuerpo de lo que le quema y también para avisar a los demás (sobre todo a sus parientes) del peligro? Es evidente que estas conductas mejoran la eficacia biológica del individuo, y le hacen dejar más genes, por lo que la pregunta no es tan absurda como pudiera parecer. No hay forma alguna directa de saber lo que sienten por dentro los animales, o siquiera si sienten algo. En la concepción maquinista de Descartes la respuesta es negativa, pero creo que podemos encontrar una respuesta afirmativa en la lógica de la evolución, ya que parece más adaptativo sentir el dolor que no sentirlo. El dolor es una experiencia subjetiva intensa que nos obliga a concentrarnos en algo, que es lo más urgente, y dejar de lado todo lo demás. Lo que caracteriza el dolor es su perentoriedad. Como dijo alguien, cuando sufrimos una caries dolorosa, toda el alma cabe en el hueco de la muela. Una sensación así parece un buen mecanismo para reaccionar frente al peligro y también para aprender de la experiencia, porque deja para siempre un punzante recuerdo asociado a la circunstancia que lo produjo.

Así pues, puede suponérseles a muchos animales, en especial a los mamíferos, una «consciencia sensible» (o sensibilidad consciente según la mencionada clasificación de Toulmin). También el filósofo Jesús Mosterín, en su reciente libro ¡Vivan los animales!, está de acuerdo en esto. Otro problema aún más esquivo es el de cuál es la vivencia del dolor entre los mamíferos, es decir, si además de sensibilidad tienen sentimientos duraderos de angustia, miedo, frustración, depresión; o sea, si experimentan el sufrimiento y, por qué no, también la esperanza y la felicidad. ¿Van algunos animales más allá del dolor y del placer del momento? Los mamíferos, sobre todo los primates, muestran claramente expresiones que en nosotros traducen esos sentimientos, sufrimiento y felicidad, pero de nuevo nos mortifica la duda: cuando nuestro perro se nos acerca moviendo el rabo, ¿siente de verdad júbilo, o simplemente ese comportamiento tan amistoso ha sido seleccionado en sus antepasados los lobos porque tal actitud para con el jefe es útil y reporta beneficios? Prefiero pensar lo primero, pero no puedo evitar acordarme de nuevo de Descartes, a quien le parecían muy contradictorias las personas que opinaban que su querido y familiar perro tenía «alma», y a continuación se zampaban tranquilamente un cordero.

Descartes era un filósofo francés que vivió entre 1596 y 1650, pero puede encontrarse un antecedente parcial de su concepción de la mente humana en el filósofo ateniense Platón (427-347 a. C.). Para Platón el alma, antes de encarnarse en un cuerpo, había habitado con los dioses en el paraíso de las ideas puras. En este mundo material al que vino después a parar no hay tales ideas puras y fijas, sino sólo cosas variables. La razón de que seamos capaces de manejar conceptos es que los objetos que vemos y tocamos nos recuerdan a las ideas puras que una vez conocimos, en otra vida, y de las que no son sino sombras. Sólo así puede entenderse, según Platón, que tengamos la capacidad de establecer unas categorías que, como tales, no están en ninguna parte del mundo que llamamos real. Nadie ha visto nunca al Árbol, como idea, sino muchas plantas grandes que agrupamos bajo ese nombre. Menos aún le ha sido a nadie dado contemplar con sus ojos mortales los «ideales»: la Justicia, la Belleza, la Sabiduría, el Amor.

Para Descartes las ideas las produce el alma, mientras que según Platón sólo las recuerda. El resultado, tanto desde la perspectiva de uno como desde la del otro, es que, al pensar, la mente (el alma) maneja ideas, que recuerda o que produce, pero que en todo caso expresa por medio de palabras cuando quiere dirigirse a otra mente. El lenguaje sólo es el instrumento que hace posible que las ideas viajen de una mente a otra: es su vehículo. Se puede entonces distinguir entre el significado y el significante (el portador de significado). Las palabras son los significantes y el significado es el concepto que se quiere expresar. Una persona (quizás sería mejor decir un homúnculo) que hable más de un idioma, puede elegir diferentes palabras para envolver con ellas las ideas que desea transmitir.

Hay muchos argumentos que hacen este dualismo mente/cuerpo atractivo. El primero es que lo sentimos así: nadie cree que por perder una pierna, e incluso la facultad de hablar, sufra la más mínima disminución de su personalidad (aunque sí experimenta que sufre la mutilación de su persona). En segundo lugar, hay lingüistas de reconocido prestigio, como el más famoso de todos, el norteamericano Noam Chomsky, que piensan que venimos al mundo con un dispositivo específicamente destinado a la adquisición del lenguaje, como si se tratara de un instrumento periférico al servicio de la expresión de la mente. En tercer lugar, resulta que hay dos áreas en el hemisferio izquierdo del cerebro, llamadas áreas de Broca y área de Wernicke, que si se lesionan producen gran dificultad para hablar, en el primer caso, y para entender el lenguaje, aunque no se tenga ningún problema de audición, en el segundo: las palabras se oyen perfectamente, pero carecen de significado. Esta localización del lenguaje en regiones concretas del cerebro parece avalar la idea de que se trata de una facultad accesoria, que incluso podría corresponderse con determinadas estructuras nerviosas (una especie de «órgano para el lenguaje»), mientras que la mente no tiene asiento en ninguna región concreta del cerebro; por el contrario, afecta al funcionamiento general de sus diferentes partes.

Jerry Fodor, un influyente psicólogo contemporáneo, propone una división de la mente en percepción y cognición. La percepción se obtiene a través de una serie de módulos, independientes entre sí e innatos: se nace con ellos ya más o menos preparados. Fodor, siguiendo a Chomsky, incluye en esa categoría al lenguaje. La cognición, en cambio, se produce en un sistema central que realiza las operaciones mentales que comúnmente denominamos pensamiento. Este sistema central es inaccesible a la investigación y permanece misterioso.

La analogía con los ordenadores proporciona una versión rabiosamente moderna, y no religiosa, de la concepción cartesiana de la mente. La capacidad para el lenguaje puede entenderse que reside en un módulo con realidad física, que cabría situar en algún lugar de las «tripas» del ordenador y que está preprogramado cuando nacemos. Se llena luego de contenido al aprender el léxico (diccionario) de un idioma, pero las reglas básicas de funcionamiento, la sintaxis, forman parte del «cableado» del dispositivo (los circuitos integrados de las placas del ordenador). Si esto es cierto, se llegará algún día a conocer la gramática universal que es común a todos los idiomas, aunque, a decir verdad, por ahora no se haya avanzado de forma convincente en ese terreno. Puesto que su función es la de relacionarnos con los demás humanos, podríamos agrupar el dispositivo para la adquisición de lenguaje (el «órgano del lenguaje») con los otros módulos relacionales periféricos: los órganos de los sentidos.

La mente, en cambio, no se corresponde exactamente con ninguna estructura material, porque es la programación del ordenador, el conjunto de instrucciones que hace que funcione y que ejecute las computaciones. El nivel inferior de la programación de un ordenador digital es el código-máquina, un sistema binario que funciona con sólo dos alternativas, representadas convencionalmente como 0 y 1 (o bien on y off). Por encima de este código binario, que es el único «idioma» que entiende la máquina, se dispone el sistema operativo, que a su vez soporta las aplicaciones de procesamiento de textos, procesamiento de imágenes, programas de cálculo y hasta el software para navegar por Internet. A través de estas aplicaciones nos comunicamos con la máquina.

Siguiendo con la analogía del ordenador digital, todo el mundo sabe hablar, y desde una edad muy temprana, mientras que las personas no aprenden de forma natural Física o Matemáticas. Más bien son éstos unos conocimientos que cuesta mucho trabajo asimilar y que exigen cierta madurez. Es, de nuevo, como si las reglas elementales de la gramática vinieran ya con el ordenador y estuvieran preprogramadas, es decir, grabadas físicamente en unos circuitos determinados de la máquina, mientras que el software de Ciencias o de Letras se puede instalar o no, pero en todo caso es información (no circuitos) que se almacena en otro lugar del ordenador. En esta analogía, mente y lenguaje son, pues, cosas distintas. El carácter invisible, etéreo, de la programación, su cualidad de información en estado cuasi puro, le da un no sé qué de espiritual que hace la comparación informática irresistible para algunos. Ahí es nada, ciencia y magia a la vez: la nueva religión del siglo XXI.

Hay quien aspira a viajar a las estrellas en forma de bytes; particularmente me siento demasiado carnal como para que me metan en un disquete. De todas formas, la cosa no sería tan sencilla, porque aunque el más simple de los programas me gane jugando al ajedrez, a base de computaciones, no por eso aprecio en el ordernador la más leve señal de reflexión. Ni siquiera Deep Blue, la máquina que dicen que derrotó al ajedrez a Gari Kaspárov, el campeón de los humanos, me impresiona. Sinceramente, le atribuyo más talento a una hormiga. ¿Se llegará algún día a crear una máquina consciente? ¿Tendrá entonces también sentimientos humanos? Éste es un viejo sueño, o pesadilla, de la humanidad. Algunos dicen que pronto lo veremos hecho realidad. Yo no lo creo.

Hay una forma radicalmente distinta de afrontar la dualidad mente/cuerpo, que tiene su raíz en el filósofo vienés Ludwig Wittgestein (1889-1951) y en sus seguidores, especialmente Gilbert Ryle. Consiste, simplemente, en negar la existencia de la mente individual, considerarla un mito innecesario, resultado de cosificar (convertir en una cosa) lo que no es sino un concepto. Puesto que actuamos conscientemente, habríamos cometido el error de creer que existe desde el nacimiento una entidad real, que sería la fuente de ese comportamiento, a la que llamamos consciencia.

Pero, si no existe la mente ¿quién o qué cosa realiza las operaciones mentales? Si no hay un homúnculo dentro de nuestra cabeza ¿quién o qué cosa percibe, conoce, reconoce, decide, recuerda, habla? La respuesta es que nadie, o mejor dicho, en cierto modo todos los miembros de una comunidad. La mente, según este planteamiento, no es una entidad privada, propia de la intimidad de cada individuo, sino algo compartido socialmente.

Somos los adultos quienes inculcamos la mente en los niños pequeños y la hacemos crecer, la construimos en definitiva. Para ello nos valemos del lenguaje y de una técnica muy hábil: la de orientar la atención de los niños hacia lo que nos interesa, para manipular de este modo lo que han de aprender. En pocas palabras, enseñamos a los niños a ser humanos. Aunque las crías de los mamíferos, sobre todo las de los que son sociales, aprenden de sus mayores por observación y por imitación, y porque además son corregidas cuando su comportamiento es incorrecto, la verdad es que no hay nada parecido entre los animales a los métodos de enseñanza que ponemos en práctica los humanos con nuestros niños. El conocimiento humano, en definitiva, se adquiere por interacción social: sólo es innata la capacidad de adquirirlo.

Según esta escuela, la explicación de por qué creemos en la existencia de una mente individual e innata es que tomamos como procesos u operaciones (decidir, entender, percibir, por ejemplo) lo que en verdad son resultados. El término «mente» se corresponde más con un tipo de comportamiento que con una entidad real. Si se produce una operación es necesario que exista un agente que la lleve a cabo, pero el agente sobra cuando no existe tal proceso. Al decir que un árbol ha sido visto por alguien estamos narrando un resultado, no describiendo un proceso. Por otro lado, un objeto es percibido como árbol cuando le aplicamos una etiqueta, la palabra «árbol», que la colectividad comparte para nombrar cierto tipo de vegetales. Sin embargo, a veces no está claro si una planta es un árbol o un arbusto, porque los límites entre vegetales grandes y medianos no son tajantes, como lo serían si los nombres no fueran convenciones sociales sino que se correspondieran con las ideas puras de Platón. Un niño se puede equivocar y llamar árbol a lo que en realidad es un helecho: entonces se le corrige. En otras palabras, una cosa se ha entendido bien, y el significado de algo se ha percibido correctamente, si la sociedad lo ratifica.

A este modo de pensar, en la tradición del pensamiento de Wittgestein, se apuntan William Noble y Iain Davidson en sus investigaciones sobre el origen del lenguaje y de la mente en la evolución humana. Para ellos, puesto que no hay mente o consciencia sin lenguaje, es necesario creer que ambas cosas surgieron a la vez, en un momento que hacen coincidir con el de la aparición de nuestra especie. Todos los demás homínidos, incluidos los neandertales y nuestros antepasados premodernos, no tendrían consciencia. Por el contrario, desde la perspectiva clásica de la mente, cabe la duda de si sería posible la existencia de la consciencia antes de que apareciera el lenguaje en la evolución humana (sería una consciencia no verbal o «muda»), puesto que consciencia y lenguaje son cosas diferentes y hasta cierto punto independientes.

Noble y Davidson llegan a afirmar que la mente individual e innata es un producto de la filosofía occidental, y que tenemos esa creencia sólo porque se le ocurrió a Descartes plantearla. Yo, en cambio, pienso que la idea de la mente es universal y se encuentra en todos los humanos, por lo que debe de tener un fuerte componente innato, es decir, que depende (de alguna forma que se desconoce) de la naturaleza y organización de nuestra corteza cerebral. La relación entre consciencia y lenguaje es un problema más peliagudo todavía, pero al menos estoy de acuerdo en algo con Noble y Davidson: puesto que la consciencia es tan escurridiza y difícil de delimitar, ¿por qué no nos detenemos un momento en el lenguaje, que es mucho más fácil de acotar? Su definición de lenguaje es tan sencilla como esto: cualquier sistema de comunicación por medio de símbolos.

Para precisar lo que es un símbolo acudiremos a la clasificación de los tipos de signos de Charles Peirce. Según este autor clásico un signo es simplemente una cosa que representa otra cosa. Los signos se dividen en tres categorías: iconos, índices y símbolos. Los iconos se asocian con su referente por el parecido. El ejemplo más obvio es un dibujo, que aunque puede ser más o menos detallado tiene siempre que compartir alguna característica con lo que se quiere representar. También un mapa podría considerarse un icono, y en la esfera de otro sentido, el del oído, son icónicas las palabras onomatopéyicas, que imitan el sonido de las cosas nombradas por ellas. Los índices no se parecen a sus referentes, pero están relacionados causalmente: son producidos por lo que representan y están limitados por sus características, como el humo con respecto al fuego. Son equivalentes a los síntomas o a los indicios que buscaba Sherlock Holmes para solucionar sus casos. Finalmente, los símbolos son totalmente arbitrarios y no tienen por qué parecerse ni estar relacionados de ninguna manera con su referente. Las palabras del lenguaje oral y del escrito son símbolos, así como los gestos del lenguaje codificado de los sordomudos, que también son convencionales y arbitrarios.

El sistema morse del telégrafo es la quintaesencia de lo simbólico: por medio de puntos y rayas (impulsos breves y largos) se transmiten letras y palabras; para entender el mensaje hay que saber dos lenguajes: morse e inglés, o morse y español. También empleamos a veces iconos para comunicarnos, en algunas señales de tráfico por ejemplo (otras son completamente arbitrarias, es decir, símbolos puros). Los iconos pueden funcionar además como símbolos. Un corazón pintado representa, en principio, una víscera del cuerpo, pero también puede significar el amor. A veces un símbolo se construye a base de representar juntos varios objetos diferentes: una mujer con los ojos vendados y una balanza simboliza (en Occidente) la Justicia. Mientras que los iconos y los indicios son entendidos universalmente, los símbolos, por su carácter arbitrario, sólo tienen sentido en el seno de una comunidad que habla un idioma determinado, y que tiene la convención (el acuerdo tácito) de expresar la idea (el ideal mejor) de la Justicia por medio de una mujer con los ojos vendados y una balanza; otro ejemplo sería la norma de manifestar el luto con el color negro.

Los animales domésticos pueden llegar, con entrenamiento, a reaccionar de una manera constante y predecible en presencia de signos producidos por los humanos, como el perro de Paulov, pero eso no quiere decir que los entiendan. De hecho les da lo mismo que sean iconos, indicios o símbolos. Simplemente han establecido, a través de la experiencia y del condicionamiento (positivo o negativo) una asociación. Aunque un perro se sienta cuando se lo manda su dueño, es absurdo creer que comprende el lenguaje humano. Lo que es seguro, en todo caso, es que los animales no se comunican por símbolos. Ni siquiera son capaces de entender el significado de los índices más sencillos, menos aún de emplearlos en la comunicación interindividual.

Me gustaría poner aquí un ejemplo particularmente relevante en relación con la vida de nuestros antepasados. Según el diccionario de la Real Academia, un indicio es «un fenómeno que permite conocer o inferir la existencia de otro no percibido». Pues bien, todos los depredadores localizan a sus presas, y éstas a sus cazadores, a través de los sentidos: la vista, el olfato, el oído. De este modo se identifican, por la forma, el olor o el sonido, unos a otros los animales. Si se quiere entender así, el ruido es un indicio de la presencia del animal que lo produce; el olor y la forma son más bien atributos que se perciben. Como el olor permanece después de que haya pasado el cuerpo los depredadores pueden seguir un rastro por el olfato. Sin embargo, ninguno es capaz de reconocer, distinguir y seguir a los animales por sus huellas. No hay ningún Sherlock Holmes en el mundo de las bestias.

Una vez más surge la duda en torno a los chimpancés. Algunos ejemplares han sido «instruidos» en el uso del lenguaje. Dado que no son capaces de comunicarse oralmente (por razones de fisiología del aparato fonador que veremos en seguida), se les ha mostrado cómo hacerlo en el lenguaje de símbolos gestuales de los sordomudos, o con un teclado especial de ordenador. Los chimpancés aprenden a utilizar correctamente palabras sueltas o agrupadas en parejas, más rara vez unidas de tres en tres, pero ¿hasta qué punto las comprenden? ¿Han sido enseñados o simplemente amaestrados? Ciertos chimpancés han llegado a dominar un amplio vocabulario de más de 150 palabras o signos. Por «dominar» quiero decir que las utilizan en contextos adecuados y responden a lo que se les pide con ellas. Aunque puede discutirse si captan o no su significado (la semántica), parecen muy torpes a la hora de manejar el orden de las palabras en las frases (la gramática), que es igualmente importante para comunicarse: a los chimpancés les cuesta mucho entender que no es lo mismo pedirles «pon la taza sobre el plato», que «pon el plato sobre la taza». Un niño pequeño, sin embargo, asimila rápidamente las reglas elementales del lenguaje como es, en nuestro idioma, la estructura sujeto-verbo-predicado.

Yo era bastante escéptico respecto de las capacidades simbólicas y lingüísticas (siquiera elementales) de los chimpancés hasta que hace poco tuve la oportunidad de ver un documental que narraba la biografía de la chimpancé Washoe. Este animal, apenas me atrevo a llamar así a una criatura tan famosa, maravilló hace años al mundo entero con los increíbles resultados de los estudios pioneros de psicología de chimpancés que llevaron a cabo los esposos Allen y Beatrice Gardner. En un momento posterior de su larga y muchas veces deprimente vida, Washoe tuvo una cría, que enfermó; sus cuidadores se la quitaron para tratarla, pero murió y no le fue devuelta. Después, cada vez que el psicólogo que trabajaba con ella se acercaba a su jaula, Washoe repetía machaconamente dos signos: traer bebé, traer bebé…

Darwin versus Wallace

Falta todavía proponer un modelo para explicar cómo aparecieron en la evolución estas dos cosas: la consciencia y el lenguaje (por separado o juntas). Cuando me pregunto por el cómo, me refiero a qué clase de mecanismo ha hecho posible que nos hayamos convertido en unas criaturas tan radicalmente distintas de todas las demás.

Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, los dos codescubridores de la teoría de la evolución por medio de la selección natural, discrepaban radicalmente en este punto. Para Darwin, la evolución de la mente humana no difería sustancialmente de la evolución del cuerpo. Era, por lo tanto, un proceso lento y continuo, un avance a base de pequeños pasos y mucho tiempo por delante para recorrer el largo camino evolutivo que separa al mono del hombre. Lo dijo claramente en la única referencia al origen del hombre que se encuentra al final de su célebre obra El origen de las especies: «En el porvenir veo ancho campo para investigaciones mucho más interesantes. La Psicología se basará seguramente sobre los cimientos, bien echados ya por míster Herbert Spencer, de la necesaria adquisición gradual de cada una de las facultades y aptitudes mentales. Se proyectará mucha luz sobre el origen del hombre y sobre su historia.»

Wallace, en cambio, simplemente no podía admitir que las facultades intelectuales y morales del hombre, tan elevadas, fueran un producto de la evolución gradual, y que nos hubiéramos ido haciendo seres humanos poco a poco: él veía un único gran salto cualitativo, que no se podía explicar por una lenta acumulación de múltiples pequeños cambios. Wallace pensaba en una causa sobrenatural.

Ian Tattersall, un importante paleoantropólogo y un buen amigo, cree que tanto Darwin como Wallace tenían su parte de razón. Para Tattersall, la tantas veces llamada emergencia de las capacidades cognitivas humanas es, precisamente, un buen ejemplo de lo que en teoría de sistemas se conoce como propiedad emergente. El funcionamiento de un sistema, sus propiedades, resulta de los elementos que lo componen y de cómo se relacionan entre sí. Un reajuste nunca antes experimentado de los elementos del sistema puede dar lugar a una propiedad absolutamente revolucionaria y radicalmente distinta del mismo: una propiedad emergente. Es ciencia y no magia, pero se parece mucho a un milagro.

En un sistema biológico, como un organismo vivo, los elementos pueden ser identificados como las diferentes características reconocibles. Tradicionalmente, toda característica a la que se le puede asignar una función se denomina adaptación. En ocasiones, se ha podido demostrar que una característica que estaba relacionada con una determinada función cuando apareció, pasó a desempeñar otra función diferente en el curso de la evolución de un grupo determinado: entonces se habla de preadaptación. Un ejemplo podría ser el de las plumas, que al parecer surgieron en un grupo de dinosaurios a los que proporcionaron una cubierta aislante del cuerpo (las plumas retienen muy bien el calor, como es sabido); posteriormente las plumas se utilizaron para el vuelo en las aves, un subgrupo dentro de los dinosaurios emplumados.

Como el término preadaptación tiene un cierto tufillo a predestinación, hoy en día se distingue entre aptación, cualquier característica ligada a una función, adaptación, que pasa a referirse sólo a aquella característica que no ha cambiado de función desde su origen, y exaptación, la que sí lo hizo (conceptualmente equivalente al viejo término de preadaptación). Según Tattersall, nuestro gran cerebro y nuestro aparato fonador capaz de emitir un lenguaje articulado, son exaptaciones. Surgieron en contextos diferentes de los actuales, que son, respectivamente, la cognición y el lenguaje. Una vez adquiridos, siguieron sin producir ni lo uno ni lo otro hasta que nuevas conexiones nerviosas los relacionaron. En otras palabras, los elementos del sistema se organizaron de un modo distinto y, como un conejo de la chistera, apareció una propiedad emergente revolucionaria: la mente humana y su inseparable compañero el lenguaje. Aunque la teoría de Tattersall es muy sugestiva, no resulta fácil entender por qué se hizo tan grande el cerebro de nuestros antepasados y el de los neandertales, siendo un órgano tan caro energéticamente, si, como piensa Tattersall, en estos humanos arcaicos sólo había instinto y no cognición, o por qué apareció el órgano fonador antes de existir el lenguaje articulado.

Recientemente, Steven Mithen ha publicado una teoría que, aunque formulada desde un punto de vista muy diferente, tiene en común con la de Tattersall esta idea de que la mente humana apareció (emergió) de un modo súbito, y también por reorganización de elementos ya existentes previamente. Si hubiera habido alguien mirando se habría sorprendido mucho del nuevo invento de la evolución.

Además de la teoría clásica que concibe la mente como una entidad independiente del cuerpo y propiedad particular de cada individuo desde el nacimiento, y de la teoría opuesta que niega la existencia de la mente individual en beneficio de la colectiva, hay una tercera posibilidad, la de las inteligencias múltiples. Steven Mithen se ha basado en los trabajos de Jerry Fodor, ya comentados, en los del también muy famoso Howard Gardner y en los de los psicólogos de la evolución. El modelo evolutivo de Mithen tiene varias etapas. En la primera fase, la de los australopitecos (similar a la de los chimpancés actuales), habría una inteligencia general, que se encargaría de resolver los problemas normales y cotidianos, y además una inteligencia social, para relacionarse con otros miembros dentro del grupo, y en tercer lugar un módulo de ciencias naturales, especializado en la relación del individuo con su medio ecológico. La consciencia de uno mismo se habría desarrollado, como ya se ha comentado, en el seno de la inteligencia social, y no se extendería más allá.

En una etapa posterior de la evolución humana, con la aparición de los primeros representantes del género Homo, habría surgido una inteligencia orientada a la tecnología, que permitiría fabricar instrumentos de piedra. Los harían sin darse cuenta, lo que no quiere decir que no pudieran entrañar cierta dificultad (es sorprendente la cantidad de operaciones muy complejas que cualquiera de nosotros realiza cada día de forma automática, y es seguro que no somos conscientes de todo lo que pasa por nuestra cabeza).

Al mismo tiempo se produciría el primer rudimento de lenguaje, aunque sólo dentro del ámbito de la inteligencia social. Posteriores humanos, como los neandertales y nuestros antepasados premodernos, habrían desarrollado mucho todas estas inteligencias, la general, la social, la ecológica y la técnica, pero serían independientes entre sí; por otro lado, el lenguaje sólo transmitiría información social.

Finalmente, con la aparición de nuestra especie, se rompieron los muros que matenían las diferentes inteligencias independientes entre sí, y la consciencia y el lenguaje alcanzarían a todos los ámbitos.

Aunque simpatizo con la idea de una conciencia que se expande a lo largo del tiempo, veo tres problemas a la teoría de Mithen. Para empezar, se hace difícil admitir que se pueda llegar a una gran destreza técnica, o a un gran conocimiento ecológico, de un modo automático e inconsciente (o sea, instintivo).

En segundo lugar, un lenguaje restringido a las relaciones sociales es algo casi imposible de aceptar, porque la esencia misma del lenguaje es la comunicación por medio de símbolos; puedo entender que se tenga poca o mucha capacidad para manipular símbolos, pero no que los símbolos sean sólo de una clase determinada, si es que se puede hablar de clases de símbolos.

Los chimpancés emiten inconscientemente vocalizaciones que generalmente expresan sus estados de ánimo, que pueden ser de ira ante un extraño o un rival, de júbilo frente a un árbol cargado de fruto o de miedo en presencia de un peligroso depredador. Al mismo tiempo gesticulan: los chimpancés tienen mucha «expresión corporal» y, como hemos visto, una gran capacidad para procesar todo lo visual. Esa información, el enfado, los higos o el leopardo, es extremadamente útil para los otros miembros del grupo. En todos los casos interesa el estado de ánimo del sujeto, pero también la causa que lo provoca. Sin embargo, en el mismo momento en el que un antepasado nuestro fue lo bastante inteligente como para comprender el efecto que producían en los demás sus vocalizaciones y sus gestos, comprendió su significado, y nació el lenguaje. Las vocalizaciones y los gestos se convirtieron automáticamente en símbolos que podían ser modificados y manipulados para transmitir información, verdadera o falsa, a voluntad. Claro está que para ello era necesario que los homínidos que «descubrieron» el lenguaje supieran leer en la mente de los demás (tuvieran una «teoría de la mente») y, por supuesto, que fueran conscientes de sí mismos. Pero una vez inventado el lenguaje, cualquier tipo de información era expresable simbólicamente, y ni siquiera es realmente importante saber si el lenguaje visual, basado en gestos, precedió al oral, basado en sonidos, o si ambos se desarrollaron pari passu.

Por último, y exactamente como ocurre con el modelo de Tattersall, el proceso de humanización que propone Mithen podría haber sido gradual y no necesariamente brusco y coincidente con la aparición de nuestra especie.

Veremos en lo que sigue si estos dos modelos (el de Tattersall y el de Mithen) que concilian los puntos de vista de Darwin y de Wallace se compadecen con los datos que tenemos de la evolución humana, o si, como me temo, nos veremos obligados a optar entre Darwin y Wallace.

In principio erat verbum

Después de esta larga digresión sobre la mente y el lenguaje, ha llegado la hora de tratar de reconocer en el registro arqueológico y paleontológico sus rastros, sus indicios. Pero antes de seguir adelante conviene parar mientes en lo que hemos aprendido de los fósiles sobre nuestra historia evolutiva y la de los neandertales. A la hora de comparar la mente de las dos especies, la evolución humana puede dividirse en dos grandes etapas. La primera es una historia compartida y va desde el primer homínido hasta el mismo día en que Europa empezó a ser habitada por los humanos. Al principio, las poblaciones europeas, representadas por los fósiles del yacimiento de la Gran Dolina (Homo antecessor), no diferían de las africanas y de las del Asia más cercana, mientras que en el Extremo Oriente vivía una especie humana distinta, el Homo erectus. Sin embargo, el prolongado aislamiento hizo que se fueran diferenciando las poblaciones europeas, que en la época de la Sima de los Huesos, hace unos 300 000 años, y aún antes, ya apuntaban algunos rasgos neandertales. A pesar de ello, todavía las poblaciones europeas y las africanas tenían muchos rasgos en común, caracteres primitivos heredados de su último antepasado compartido. Algún tiempo después, pongamos hace 100 000 años, ya existían en Europa los neandertales como tales, y en África (y también en Palestina) habitaban unos antepasados nuestros algo arcaicos, pero claramente modernos.

En la expansión del cerebro humano podemos señalar dos momentos de aceleración. Uno corresponde al tiempo de los primeros humanos (Homo habilis y sobre todo Homo ergaster), en África, cuando se dobló el volumen del cerebro. El segundo cambio de ritmo se produce independientemente en Europa y en África, en torno a los 300 000 años, y dará lugar a los grandes cerebros de los neandertales y de los humanos modernos. Los fósiles de la Sima de los Huesos se sitúan justo en el momento en que se inicia el despegue cerebral en Europa. Todavía sabemos poco de nuestro último antepasado común (representado en la Gran Dolina) con los neandertales; podemos, no obstante, suponer que el estado evolutivo de su cerebro estaba entre esos dos momentos. En consecuencia, las capacidades mentales que compartimos con los neandertales tienen que ser, o bien herencia común de ese remoto antepasado compartido, o bien evolución independiente y paralela. En los siguientes párrafos revisaremos las posibles manifestaciones de esas capacidades y discutiremos cómo fueron adquiridas y lo que significan.

Empezaré por lo propiamente cerebral. Ya he comentado que los neandertales alcanzaron probablemente un grado de inteligencia muy próximo al nuestro. Incluso considerando el volumen cerebral en relación con el peso corporal, el estudio de las tendencias en las dos líneas que nos interesan nos habla claramente de una encefalización en paralelo, sin que se pueda desde este punto de vista apreciar ninguna superioridad clara en los cromañones.

Pero además del volumen total del cerebro, hay que considerar las proporciones entre sus partes constituyentes. El cerebro de cada uno de nosotros no es como el de un chimpancé a una escala mayor. Al aumentar el tamaño, ciertas áreas de la corteza cerebral, como el córtex visual primario, que se encuentra en el polo posterior del cerebro —dentro del lóbulo occipital—, se redujeron proporcionalmente, mientras que otras se ampliaron. Entre estas últimas destaca el córtex asociativo prefrontal, situado en la parte más anterior del cerebro (en el lóbulo frontal). Ahora bien, a la corteza prefrontal se le atribuyen funciones superiores específicamente humanas. Gracias a la actividad de esta región es posible recuperar información almacenada en memoria y mantenerla todo el tiempo que haga falta en línea (en mente). Así es como se recuerdan las largas secuencias de movimientos necesarias para realizar una labor compleja, como, por ejemplo, tallar un instrumento de piedra que requiera una larga cadena de gestos, o tocar el piano.

Además, la corteza prefrontal está conectada con ciertas estructuras situadas en regiones profundas del cerebro (el sistema límbico), que juegan un papel clave en la vida emocional. Una lesión en el área prefrontal, o su amputación quirúrgica (lobotomía), hace que los sujetos que la sufren cambien drásticamente su personalidad, ya que parece que es ahí donde se asientan la consciencia de uno mismo y la atención, la capacidad para hacer planes de futuro y la motivación para llevarlos a cabo. Es, además y por encima de todo, la región de la fantasía y la creatividad. Aparte de la prefrontal hay otras áreas asociativas, éstas en los lóbulos parietal, temporal y occipital, que tienen una mayor importancia en el cerebro moderno que en el de nuestros antepasados. Que yo sepa, nadie ha demostrado que en ninguno de estos aspectos los neandertales diferían sustancialmente de nosotros.

Un rasgo interesante de nuestro cerebro es su asimetría. Cada lado del cerebro se llama hemisferio, y resulta que en los sujetos diestros el hemisferio izquierdo se proyecta más hacia atrás (occipitalmente) que el derecho, mientras que éste lo hace más hacia adelante (frontalmente) que el izquierdo. Una asimetría tan marcada no se encuentra en los demás primates. Tampoco en los animales hay una preferencia tan acusada en el uso de una mano; los chimpancés, por ejemplo, son básicamente ambidiestros. Esta curiosidad puede tener su importancia, ya que hay funciones cerebrales que parecen estar más asentadas en un lado del cerebro que en otro. Entre ellas se podría encontrar el control cerebral del lenguaje.

Como ya se ha comentado, tanto el área de Broca como la de Wernicke se localizan en el hemisferio cerebral izquierdo. El área de Broca clásica, situada en el lóbulo frontal, parece que interviene sobre todo en la coordinación de las secuencias motrices necesarias para la producción del habla (así como en el control de otras actividades que no tienen mucha relación con el lenguaje). El área de Wernicke está en la confluencia entre los lóbulos temporal, parietal y occipital; su concurso es muy importante en la comprensión del lenguaje y de los símbolos en general. Aunque las técnicas modernas de cartografía cerebral y PET (tomografía por emisión de positrones) han demostrado que en la producción y comprensión del lenguaje intervienen muchas otras áreas cerebrales, como también están principalmente en el lado izquierdo es muy fuerte la tentación de pensar que desde que hay asimetría del cerebro y lateralización del cuerpo hay lenguaje.

Con la paleoantropóloga Ana Gracia he observado la existencia de asimetrías cerebrales del mismo tipo que en los diestros modernos en los cráneos fósiles de la Sima de los Huesos, y José María Bermúdez de Castro, junto con otros colegas, ha encontrado que aquellos humanos usaban preferentemente la mano derecha; no se ha basado para ello en el estudio de los huesos, sino, sorprendentemente, en el de los dientes. Al cortar una pieza de carne sostenida por un extremo con la boca, el filo de la cuchilla de piedra resbalaba a veces y dejaba marcas en la cara anterior de los incisivos superiores e inferiores, que nos indican cuál era la mano usada: si las líneas van de arriba a la izquierda hacia abajo a la derecha, la mano era la diestra; si la dirección hubiera sido de arriba a la derecha hacia abajo a la izquierda, la mano empleada para cortar habría sido la izquierda. Entre los neandertales algunos sujetos, los menos como ahora, eran zurdos.

Otro dato a favor de la existencia de lenguaje ya entre los primeros representantes del género Homo es que tanto Philip Tobias como Dean Falk han creído encontrar en fósiles de hace 1,8 millones de años un área de Broca bien desarrollada, que dejó una impresión en la pared interna del cráneo (que no se aprecia nunca en los demás primates). Otro investigador, Rich Kay, ha observado que el diámetro de los dos canales hipoglosos era en los neandertales tan grande como en nosotros, siempre en relación con las dimensiones de la cavidad oral (la boca). Los canales hipoglosos están en la base del cráneo, por debajo de los dos cóndilos occipitales que articulan la cabeza con la primera de las vértebras cervicales, el atlas. Por ellos pasan los dos nervios hipoglosos, que intervienen en el control fino de los movimientos de la lengua. El que el diámetro de los canales hipoglosos sea grande en relación con el de la cavidad oral (y en definitiva con el de la lengua, que como tal no fosiliza), podría querer decir que los nervios hipoglosos eran gruesos y contenían muchas fibras nerviosas, para así hacer posible la producción de una gama muy amplia y matizada de sonidos.

Y si esto es lo que tienen que decirnos el cerebro y los nervios respecto del lenguaje, veamos lo que queda en los fósiles del aparato fonador, el que produce físicamente el habla. En su origen, la fonación se produce en las cuerdas vocales de la laringe, unos repliegues que abren y cierran el paso al aire expulsado por los pulmones. Hasta aquí no hay ninguna novedad en el caso humano: todos los primates emiten vocalizaciones. La diferencia con los demás animales está más arriba, en las vías aéreas que están por encima de la laringe, llamadas vías aéreas supralaríngeas o tracto vocal supralaríngeo.

La cavidad oral está separada de la cavidad nasal por el paladar. Hay un paladar óseo, el paladar duro, que se continúa por detrás en el paladar blando, sin soporte óseo, que termina en la úvula o campanilla. Sólo los mamíferos tienen esta separación entre las cavidades oral y nasal, una adaptación que permite respirar por la nariz aunque la boca esté totalmente obstruida por la comida y no pueda pasar el aire. En Zoología, al cielo de la boca se lo llama paladar secundario, porque es una especie de falso techo situado por debajo del paladar original o primario (curiosamente los cocodrilos han desarrollado un paladar secundario en convergencia con los mamíferos, y por razones similares).

Por detrás de la cavidad nasal y de la cavidad oral, en el espacio que va desde el final del paladar hasta la columna vertebral, está la faringe, que se continúa por debajo, verticalmente, hasta la laringe y el esófago (la primera está por delante del segundo). Así, las vías aéreas supralaríngeas tienen dos componentes: uno horizontal y otro vertical. En todos los mamíferos, menos en los humanos adultos, la cavidad oral y la cavidad nasal son alargadas de delante hacia atrás (se dice sagitalmente en lenguaje técnico); también lo es la faringe. En otras palabras, el paladar es grande y además está alejado de la columna vertebral, haciendo que el componente horizontal del tracto vocal supralaríngeo sea largo. Sin embargo, la laringe está muy alta, y próxima a la boca, con lo que el componente vertical del tracto vocal es muy pequeño.

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Figura 22: Vías de paso del aire y del alimento en nuestra especie.

En los humanos adultos, las cavidades oral y nasal, así como la faringe, son cortas sagitalmente porque el paladar se reduce y a la vez se acerca a la columna vertebral. Por el contrario, al estar la laringe situada en una posición más baja, la faringe es más alargada verticalmente. Como las vías respiratoria y digestiva se cruzan al nivel de la faringe, la comida puede introducirse por la laringe y pasar a la tráquea (bloqueándola), en lugar de dirigirse al esófago; éste es un riesgo serio, porque a veces se produce la muerte por atragantamiento. En cambio, en los lactantes humanos y en los demás mamíferos, la laringe asciende como un periscopio y se acopla a la cavidad nasal cuando tragan, y de este modo la comida pasa por los dos lados de la laringe sin que pueda colarse en ella; así pueden beber (o mamar) y respirar a la vez. En esos momentos la faringe está por detrás de la laringe. Hacia los seis o siete años se llega a la morfología adulta: la laringe ha descendido y el paladar se ha acercado a la columna vertebral (en términos relativos). Todos los fósiles de tipo moderno tienen esta morfología.

En compensación por el riesgo de morir asfixiados, los humanos adultos disponemos de un largo tubo vertical, la faringe, en el que, cuando no estamos tragando, se puede modificar el sonido que las cuerdas vocales producen, como si se tratara de un instrumento musical de viento (eso sí, muy flexible). Así se produce la enorme variedad de sonidos que caracteriza al lenguaje articulado de los humanos. Para ello se utilizan la lengua y los labios. Mientras que en los demás mamíferos la lengua es fina y está toda contenida en la boca, en nuestra especie es muy gruesa y también forma la pared anterior de la faringe.

Es posible, aunque nada fácil, reconstruir las vías aéreas supralaríngeas en los fósiles. Los australopitecos y los parántropos tenían un segmento horizontal largo (eso es seguro) y (probablemente) uno vertical corto, como los chimpancés, por ejemplo, y de ahí deducimos que no hablaban. Para ser más exactos, cabe simplemente afirmar que la máquina fisiológica que produce el habla humana, tal y como la conocemos, no existía aún, aunque no se conoce si ya disponían de un cierto control de la expresión acústica o corporal de sus emociones.

En el origen de los humanos modernos se produjo un acortamiento del segmento horizontal de las vías aéreas supralaríngeas, el que va desde los dientes anteriores hasta la columna vertebral. En ese resultado intervinieron dos procesos. Por un lado, se redujo el aparato masticador, y en consecuencia se hizo más pequeño el paladar, que además se aproximó a la columna vertebral. Los dos tramos del tracto vocal, el horizontal y el vertical, tienen longitudes similares en nuestra especie.

Un muy conocido experto en el tema del origen del lenguaje, Jeffrey Laitman, ha afirmado que el retroceso del paladar en los humanos modernos comportó una cierta angulación (flexión) de la base del cráneo, y que podemos utilizar este rasgo para determinar las capacidades fonatorias de los fósiles. Ignacio Martínez y yo no estamos tan seguros de que existan relaciones claras entre la angulación de la base del cráneo y la posición de la laringe.

La reducción del aparato masticador se produjo también en cierta medida en los neandertales, pero aun así el final del paladar estaba considerablemente más alejado de la columna vertebral que en los hombres de Cro-Magnon. Los neandertales eran, en eso, unos grandes bebés. ¿Quiere decir tal cosa que no podían hablar como nosotros? Pienso con Ignacio Martínez, especialista en el tema, que la respuesta es sí y no. Por una parte, es probable que la laringe ya hubiera descendido, poco o mucho, creando así un tubo vertical para modular los sonidos. En el yacimiento israelí de Kebara se ha encontrado parte de un esqueleto neandertal de hace unos 60 000 años que tenía un hueso hioides, el hueso que soporta la laringe, de características modernas. Aunque un hioides morfológicamente moderno no necesariamente implica una laringe baja, da que pensar. Si realmente éste fuera el caso, los neandertales producirían sonidos muy variados, pero no exactamente como los nuestros, porque el segmento horizontal del tracto vocal era aún el primitivo. En otras palabras, nosotros tenemos un aparato fonador en el que los dos segmentos tienen una longitud parecida, mientras que los neandertales, a nuestro entender, posiblemente tenían un segmento vertical similar o sólo algo menor que el nuestro y uno horizontal mucho más largo. Diferentes instrumentos, por lo tanto, que sonarían de forma distinta, aunque la letra de la canción pudiera ser la misma; o quizás no lo fuera.

Philip Lieberman reconstruyó hace años junto con otros colegas el aparato fonador de los neandertales; estos autores les pusieron una laringe que no estaba ni tan alta como en nuestros niños de pecho, es decir muy cerca de la boca, ni tan baja como en los adultos: o sea, una disposición intermedia que no existe en la actualidad en ninguna especie a ninguna edad. Por medio de un ordenador, Philip Lieberman «hizo hablar» a un lactante humano, a un adulto humano, y a un neandertal. Los sonidos simulados informáticamente en los dos primeros casos se correspondían con los reales, lo que anima a tomarse en serio el resultado al que se llegó con el neandertal. Este último podía producir una amplísima gama de sonidos, pero fallaba en la producción de tres vocales: i, u y a, y dos consonantes k y g. Aparentemente no es una gran diferencia. Este texto podría entenderse perfectamente si lo reescribimos sin esas letras (pruebe a cambiarlas por la e, y verá como es posible); de hecho hay idiomas como el árabe y el hebreo que se escriben sin vocales y, sin embargo, se leen sin grandes dificultades. La diferencia es muy grande, sin embargo, en el lenguaje hablado, donde no hay letras sino sonidos.

Las vocales i, u y a son llamadas vocales universales, porque existen en todas las lenguas. En el árabe son las tres únicas que hay, mientras que en castellano y en vascuence tenemos dos más, y otros idiomas, como el inglés (para nuestra desesperación), poseen más aún. Las vocales universales, sobre todo la i y la u, tienen la virtud de que son las que mejor distingue el oído humano, como han demostrado múltiples experimentos. Sin ellas, cualquier idioma es mucho más confuso y difícil de comprender por quienes lo hablan, sobre todo en situaciones en las que hay otros sonidos en el ambiente (ruido u otras conversaciones), como suele ser habitual. Gracias a las vocales universales no necesitamos una atención absoluta y un silencio total para hacernos entender.

A lo dicho hay que añadir que si el paladar estaba más adelantado en los neandertales, el sonido sería bastante más nasalizado que en nuestro caso, porque no habría forma de impedir que el aire expulsado pasara en parte por la cavidad nasal. El problema es que cuanto más nasalmente se habla, peor se distinguen los sonidos. No, verdaderamente, el tracto vocal de los neandertales les impediría emitir sonidos tan claros como los nuestros, aunque tuvieran la misma capacidad lingüística, es decir, las bases mentales para comunicarse por medio de palabras (símbolos).

Sintiéndolo mucho no podemos ir por ahora más allá en esta discusión sobre la naturaleza del aparato fonador en los neandertales.

Comportamiento fósil

Nos queda ahora la posibilidad de encontrar restos de consciencia de los humanos fósiles, aunque sólo sea un adarme, en las evidencias materiales que nos han quedado de su paso por la vida. El comportamiento no fosiliza como tal, pero a veces sí lo hacen sus consecuencias. Entre los más significativos indicadores de capacidades humanas superiores se cuentan, desde luego, los instrumentos que fabricaron. A fin de cuentas ningún animal es siquiera capaz de partir una piedra para crear un filo; mucho menos de producir instrumentos tan conceptualizados como puede ser un bifaz o una punta Levallois. También la posesión del fuego es síntoma de una mente superior. Ni en sueños podríamos representarnos a un chimpancé produciéndolo (frotando dos palos o haciendo saltar la chispa que enciende la yesca). Donde hay fuego controlado hay humanos. También son los humanos, podría decir un animal que los observara en la naturaleza, las únicas criaturas que lloran a sus muertos y tratan con respeto sus cuerpos sin vida.

Todas estas actividades pueden hacerse sin lenguaje, y también aprenderse sin él, sólo por imitación, pero revelan un alto grado de consciencia (aparte de que, a fin de cuentas, el lenguaje también se aprende por imitación). Y para quienes postulan que no puede haber consciencia (mente) sin lenguaje, como Noble y Davidson, la existencia de la consciencia en un humano «arcaico» (es decir, de tipo no moderno) implicaría la del lenguaje. Por eso, estos autores se afanan en demostrar que el fuego y el enterramiento se encuentran exclusivamente en los yacimientos de los humanos modernos, y que los talladores de los bifaces no se proponían fabricar esos instrumentos, ni tampoco ha existido nunca la técnica Levallois. Pero vayamos por partes.

En los yacimientos prehistóricos se encuentran con frecuencia cenizas, que sin duda indican combustión de la madera. En niveles de más de un millón de años de antigüedad de la cueva de Swartkrans (en Sudáfrica) hay cenizas que se han interpretado como resultado de la actuación humana (posiblemente de la especie Homo ergaster). Ahora bien, en casos como éste el fuego puede haberse producido en el exterior y de forma natural, entrando luego en el yacimiento las cenizas mezcladas con barros, e incluso puede haber ardido la maleza que frecuentemente invade las bocas de las cuevas. En los ecosistemas de los países secos los incendios espontáneos no son algo extraordinario, sino, por el contrario, un elemento con el que se cuenta. Hay plantas, como nuestras jaras pringosas, que son pirófilas, o sea, amantes del fuego; hasta les viene bien arder para que sus semillas germinen mejor, y de paso librarse de especies competidoras que no están adaptadas a las quemas periódicas. Cuando todas las demás plantas han desaparecido, después del incendio, las jaras encuentran un lugar al sol. Por eso se dice que el jaral es hijo del fuego. No es ni mucho menos extraordinario que sea el rayo, no el hombre, quien haga arder el bosque. Por eso, la simple presencia de carbón en un yacimiento no es una prueba definitiva de que los humanos de la época dominaban la tecnología del fuego.

Por ejemplo, en el nivel 10 (datado en aproximadamente medio millón de años) del famoso yacimiento de Zhoukoudian, se encontraron huesos quemados, cenizas y otras evidencias de fuego en las excavaciones anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Entonces se interpretaron como prueba de que el Homo erectus se ayudaba del fuego para colonizar las tierras del norte de China, que tenían un clima sin duda más frío que el que disfrutaron sus antepasados africanos o que el que gozaban, por aquel entonces, sus contemporáneos que vivían en las tierras tropicales de Java. Sin embargo, recientes análisis arrojan dudas sobre la intencionalidad de esos fuegos. ¿Quizás, después de todo, el Homo erectus nunca conoció el fuego? No sería tan extraordinario, bien mirado, ya que, al parecer, los habitantes de la isla de Tasmania con los que se encontraron los occidentales cuando llegaron allí no sabían producir fuego, y eso que la isla no es cálida sino templado-húmeda.

Quienes lo utilizaban de forma sistemática y planificada, se diga lo que se diga, eran los neandertales. Un yacimiento en el que se han estudiado restos de fuegos formando conjuntos aislados, indicativos de verdaderos hogares humanos, es la cueva israelí de Kebara, donde también se descubrió, según se ha dicho, gran parte de un esqueleto neandertal de hace 60 000 años. Pero no necesito irme tan lejos para demostrarlo, porque mi amigo Eudald Carbonell ha excavado muchos hogares en los que se calentaron los neandertales que ocuparon el yacimiento del Abric Romaní (Barcelona). ¿Tal vez, al amor de las brasas, prolongaron también las horas del día esos neandertales catalanes? ¿Es posible concebir la escena de un grupo de seres humanos, aunque sean neandertales, alrededor del hogar y en el más absoluto de los mutismos? Es inevitable atribuir un cierto papel al fuego en la formación de la mente humana. ¿Seremos nosotros también, como las jaras, hijos del fuego?

En Paleontología hay una disciplina, llamada Paleoicnología, cuyo objeto de estudio son todas las evidencias de actividad de organismos del pasado. No los restos fosilizados de los propios organismos, una vez muertos, sino las trazas de lo que hicieron cuando estaban vivos (comer, moverse, fabricarse una guarida, etc.). El caso más típico son las huellas de los dinosaurios, pero yo suelo decir que la Arqueología toda es, simplemente, una especialidad dentro de la Paleoicnología, puesto que estudia los indicios de actividad de unos organismos del pasado que resultan ser nuestros antepasados y parientes fósiles. Bromas aparte, en la arqueología prehistórica lo que más abunda son las piedras talladas y ahí es donde debemos aplicarnos para tratar de conocer las características mentales de los que las fabricaron.

Ya he comentado en su momento que las primeras industrias, las olduvayenses, no parecen representar la búsqueda de una morfología determinada, sino tan sólo de una funcionalidad: cortar, machacar, lo que sea. Pero con la aparición de los bifaces hace un millón y medio de años, con su perfecta simetría en dos y a veces tres planos, asistimos a lo que a muchos se nos antoja una búsqueda deliberada, planificada y consciente de una forma. Negarlo exigiría buscar otra explicación para estos objetos. La de Noble y Davidson es que los bifaces son simplemente lo que queda cuando un núcleo ha sido reiteradamente golpeado para obtener lascas. Los intrumentos serían en primera instancia las lascas, mientras que el núcleo se utilizaría como materia prima, e incluso se transportaría de un lugar a otro con ese fin. Sería posible que, en una segunda instancia, los humanos utilizaran el propio bifaz como si fuera una lasca cuando ya no cupiera extraerle más rendimiento, pero en ningún caso el bifaz sería el resultado final y buscado de una cadena operativa. Se habría llegado al bifaz, según esta teoría, inconscientemente. A mí esta peregrina propuesta no me parece compatible con los hechos, y por lo tanto no la suscribo. No hace falta que añada que veo todavía una mayor consciencia en la técnica Levallois que empleaban los neandertales (y no nos olvidemos, también nuestros antepasados protocromañones de hace 100 000 años).

He dejado para el final de este apartado el más misterioso de los comportamientos fósiles: la práctica del enterramiento. Se han encontrado esqueletos enterrados de neandertales (siempre en cuevas), y de humanos modernos (en cuevas y al aire libre). Antes de los neandertales y de los humanos modernos sólo hay un caso que nos haga pensar seriamente en un práctica funeraria, es decir, de tratamiento de los muertos. Me refiero a la Sima de los Huesos, pero no consiste en el enterramiento de cadáveres (con excavación de la fosa y colocación del muerto en ella), sino en la acumulación de cadáveres, uno sobre otro, en un lugar especial.

Como no se puede negar que el enterramiento de un cadáver implica planificación y consciencia —es decir, propósito—, la única opción para quienes no les conceden esas capacidades a otras especies humanas que no sea la nuestra, es negar los hechos (para ser consecuentes, esas otras especies no serían, según tales planteamientos, humanas). Los esqueletos neandertales, muchos y muy completos a veces, que se han encontrado en cuevas, no procederían de enterramientos, sino que serían el resultado de la actuación de otros agentes (no humanos, sino biológicos o geológicos). Aquí vale todo, desde riadas que arrastran cadáveres a los yacimientos hasta leones y hienas que los transportan a sus cubiles, así como explicaciones aún más divertidas. En un caso, el de los neandertales de la cueva de Shanidar en Irak, se ha llegado a decir que a uno de ellos ¡se le desplomó el techo de la cueva mientras dormía! (estoy hablando en serio y me refiero a publicaciones del año 98… del siglo XX). Siguiendo con ese razonamiento, los neandertales aparecerían en las cuevas porque es allí donde se dan todas esas circunstancias raras que dan lugar a falsos enterramientos, o mejor dicho, a enterramientos naturales, porque todo fósil es necesariamente el resultado de un enterramiento; por eso, se argumenta, no se han encontrado nunca sepulturas neandertales al aire libre. Hay, sin embargo, algunas de humanos modernos con casi 30 000 años de antigüedad en Europa y Australia.

Para no entrar en el análisis pormenorizado de todos y cada uno de los casos, y hacer este libro interminable, tengo que decir que interpreto como resultado de enterramientos intencionados, es decir, producidos deliberadamente por la mano del hombre, muchos de los fósiles neandertales. Entre éstos se encuentran algunos procedentes de excavaciones muy modernas, que no se pueden desprestigiar simplemente con el socorrido recurso a la falta de rigor y exceso de imaginación de nuestros mayores, los excavadores de las generaciones anteriores. Y no es necesario que discuta el caso de los enterramientos neandertales porque, entre otras cosas, llevo muchos años defendiendo que sus antepasados de hace 300 000 años de la Sierra de Atapuerca tenían comportamiento funerario, como pone de manifiesto el yacimiento de la Sima de los Huesos.

Para hacer a los neandertales menos parecidos a nosotros, se ha pretendido también restarle valor simbólico a sus enterramientos alegando que no responden a sentimientos religiosos, sino a sentimientos de piedad y afecto por los difuntos. Sinceramente, si el dolor fue la causa de que los neandertales enterrasen a sus seres queridos, les acompaño en el sentimiento. Nada podría hacerlos más humanos a mis ojos que verlos llorando en sus «funerales laicos».

Desde luego, no habría quien dudara de la existencia de comportamiento simbólico asociado a un enterramiento si se pudiera probar que ha existido un ritual funerario. Falta por definir lo que se entiende por ritual, pero cualquier objeto que se entierra junto con el muerto podría interpretarse como manifestación de una creencia en otra vida. Entre los protocromañones de Israel, a veces se han considerado ofrendas el cráneo y las astas de ciervo que aparecieron junto a un niño de la cueva de Qafzeh, o la mandíbula de un jabalí que estaba entre las manos de un esqueleto adulto del abrigo de Skhul. Sin embargo, también se han catalogado como ofrendas las cuernas de cabra montés que rodeaban al niño neandertal de Teshik Tash (Uzbekistán), los huesos de oso dispuestos ordenadamente en una fosa cubierta por una gran losa junto al esqueleto de Régourdou (Francia), la piedra tallada que yacía sobre el corazón del niño de Dederiyeh (Siria), las flores depositadas sobre los esqueletos de Shanidar (Irak), o el polvo de hematites espolvoreado sobre el esqueleto de Le Moustier (Francia). En todos los casos, sin embargo, se pueden buscar explicaciones alternativas. Hasta ahora nadie se ha presentado con la prueba definitiva de un comportamiento ritual, o simbólico en general, anterior a los cromañones del Paleolítico Superior. Ésa es una codiciada presa científica que aún no ha sido cobrada.