EPÍLOGO
El hombre domesticado
Y transcurrieron los días. Y los años.
Y vino la Muerte y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga y desaparecieron estos seres y las historias de estos seres.
Pero detrás todo retoñaba y revivía, y se erguían otros árboles y se encorvaban otros hombres, y en las cuevas bullían camadas recientes y la trama del tapiz no se aflojó nunca.
Wenceslao Fernández Flórez, El bosque animado
En el principio, hace entre 5 y 6 millones de años, era el mono. O mejor, era nuestro antepasado común con los chimpancés, un habitante del bosque lluvioso africano. Este animal estaba al borde de la consciencia, sobre todo en lo que se refiere a su vida social. Después aparecieron los homínidos y los antepasados de los chimpancés en regiones diferentes del África tropical.
Coincidiendo con cambios climáticos y ecológicos, los homínidos se adaptaron a medios progresivamente más secos (aunque todavía forestales); en cambio, los antepasados de los chimpancés siguieron unidos a la selva húmeda. Algunos homínidos de hace más de 4 millones de años ya eran bípedos, si bien su vida todavía estaba muy ligada al bosque. Su alimento era casi completamente vegetal (y el «casi» se debe a que los chimpancés también consumen insectos y, cuando pueden, cazan pequeños mamíferos).
Hace dos millones y medio de años, la evolución produjo un tipo de homínido, el Homo habilis, que tenía un cerebro mayor y que golpeaba una piedra contra otra para producir un filo. Lo más importante era la función de ese filo, que no era otra que la de cortar la carne. Se produjo entonces un cambio importante en la dieta, en el nicho ecológico en definitiva.
Al poco tiempo, en términos geológicos, apareció un homínido realmente nuevo, el Homo ergaster. Su cerebro era mucho mayor que el de cualquier chimpancé y su crecimiento más lento. Eran físicamente grandes, semejantes en sus proporciones corporales a nosotros, y muy, muy fuertes. Fabricaban instrumentos estandarizados y se comunicaban por medio de símbolos. O al menos podían controlar la expresión de sus emociones, tanto la expresión corporal como la sonora, que ya no eran meros síntomas, indicios de su estado de ánimo, sino signos que transmitían la información que ellos querían, a quienes ellos querían y cuando a ellos les convenía. Tenían por lo tanto una forma elemental de lenguaje y un largo periodo de aprendizaje que les permitía ir mucho más allá en el desarrollo de sus capacidades cognitivas que los chimpancés. Si los pudiéramos someter a los tests con los que examinamos la inteligencia de estos monos sacarían mucha mejor nota que ellos.
Aquellos homínidos, o mejor humanos, de la especie Homo ergaster empezaban a crear a su alrededor un medio social y cultural que les daba una cada vez mayor independencia frente al medio físico, y así sus poblaciones aumentaron. Gracias a eso pudieron extenderse por Eurasia hace probablemente más de un millón y medio de años y superar con éxito la dura prueba climática y ecológica que les planteaban las latitudes altas, alejadas del Ecuador, algo que nunca hicieron los otros homínidos de su época, los parántropos, que jamás salieron de África.
Tan bien les fue a estos humanos fuera de África, que llegaron a poblar casi toda Asia y Europa, alcanzando las frías tierras de Alemania e Inglaterra hace medio millón de años. Otros llegaron mucho antes hasta la Península Ibérica, en el Extremo Occidente, y en el Extremo Oriente, a China y Java. En esta isla se han encontrado los restos más antiguos, que son llamados Homo erectus, aunque en realidad no eran muy distintos de los Homo ergaster africanos.
En Europa los humanos evolucionaron en condiciones de aislamiento para producir una especie autóctona: los neandertales. Éstos seguían conservando una gran fortaleza física y estaban bien adaptados fisiológicamente al clima europeo. Los neandertales tenían un gran cerebro, que utilizaban para comunicarse entre sí, para manejar el fuego y para fabricar utensilios muy elaborados, con muchos pasos. También para resolver los problemas propios de los ecosistemas europeos, marcadamente estacionales y por eso poco aptos para la existencia de los primates.
Mientras los neandertales evolucionaban en Europa, nosotros lo hacíamos en África, pero todavía hace 300 000 años, la época de la Sima de los Huesos, nuestros antepasados y los de los neandertales no eran muy diferentes, ni físicamente ni en su comportamiento. La razón es que no llevaban mucho tiempo evolucionando por separado. Sin embargo, en ese momento se produjo la segunda gran expansión cerebral, y como tuvo lugar por separado en Europa y en África, los resultados fueron diferentes.
Los frutos que mejor conocemos son los de nuestra estirpe, que están a la vista. Uno de ellos es nuestro fabuloso lenguaje articulado, al servicio de una capacidad única para manejar símbolos, o dicho de otro modo, para contar historias y crear mundos ficticios. Ésa es nuestra hiperespecialización, la creatividad, y ocurrió en la rama africana de la evolución humana, y no en la europea. Los neandertales simplemente llegaron más lejos que sus antepasados de la Sima de los Huesos en sus mismas capacidades cognitivas y de comunicación, ya de por sí muy avanzadas, pero no desarrollaron, como sí hicimos nosotros, un sistema revolucionario de transmitir la información.
Para que se entienda mejor lo que supone de especialización extrema nuestro lenguaje, propongo al lector, siguiendo a Philip Lieberman, un experimento: pruebe a leer un texto en voz alta durante diez segundos. Verá que puede fácilmente leer 200 letras, 20 por segundo, que aunque no representan exactamente 200 sonidos o fonemas, sí nos dan una idea de nuestras capacidades fonéticas. Es increíble que podamos producir y entender sonidos a tal velocidad.
También la mente del hombre moderno era diferente de la de sus contemporáneos neandertales, pero no por una mayor inteligencia, digamos técnica. Por el contrario, la característica a la que nos vamos a referir consiste en una aberración completa en nuestra manera de percibir el mundo, en un error mayúsculo, en el que, sagaz como siempre, reparó Konrad Lorenz. Todos los animales disponen de un filtro para los estímulos que reciben. Es tanta la información que captamos a través de los sentidos, que necesitamos un mecanismo que seleccione de manera automática e inconsciente (es decir, rápida) los datos más significativos. Si no fuera por este mecanismo selectivo no podríamos hacer nada, porque nos pasaríamos la vida analizando la información que procede del exterior. Sólo los estímulos que superan el filtro desencadenan comportamientos, reacciones.
Nosotros los humanos modernos somos unos primates, e incluso podemos decir unos humanos, extraordinariamente sociales, que estamos muy atentos, de forma permanente, a las señales que nos llegan desde los otros humanos, y que nos ayudan a leer sus mentes y predecir sus actos. Para ser más eficaces reaccionamos con prontitud ante estímulos muy simples y aislados. Escrutamos con tanta intensidad la cara de nuestros congéneres que apreciamos en ella hasta el más leve signo de cambio. La vida social es una gran partida de mus.
Y ahí está la clave de por qué la naturaleza se llenó de espíritu (o de espíritus). Es tan grande nuestra capacidad de análisis, es decir, de descomposición de la realidad en partes cada vez más pequeñas, que finalmente cometemos fallos estrepitosos de interpretación pese a nuestras portentosas facultades cognitivas, equivocaciones en las que ningún otro animal incurriría. Así, los objetos más sorprendentes reciben valores emocionales, porque se les atribuyen erróneamente cualidades humanas; como señalaba Lorenz: «las escarpadas paredes rocosas o las sombrías nubes de tormenta que se agrupan tienen el mismo valor expresivo que una persona erguida en plan amenazador e inclinada algo hacia adelante, en actitud demostrativa de su intención». Los arcos superciliares del águila parecen arrugas de la frente, y, junto con la comisura de la boca estirada hacia atrás, proporcionan al animal una apariencia de obstinada determinación. Como el camello o la llama tienen la cabeza alta, con el orificio nasal por encima del ojo, y la comisura de la boca baja, nos parece que nos miran con desdén: son animales que resultan «antipáticos».
También atribuimos a los animales propiedades estéticas: el hipopótamo es torpe, el flamenco airoso y elegante; y lo que es aún más significativo, también asignamos cualidades éticas a los animales: el lobo es el malo de los cuentos y los cabritillos son los buenos, la hormiga es trabajadora y la cigarra holgazana, etc. Por resumirlo en una experiencia que todos hemos tenido, a Lorenz, cuando era niño, le parecía que un vagón de metro que tenía las persianas de las ventanas medio bajadas le miraba gravemente. Es tan importante el papel que juegan los ojos como elemento de referencia de la cara, que todo objeto con orificios, como una casa con sus ventanas, tiende a recordarnos a una cara, a la que damos incluso expresión simpática o desagradable en relación con la disposición de las estructuras que rodeen a las supuestas ventanas, y a las que rápidamente obligamos a convertirse en nariz, boca, cejas, frente, pelo.
Esta curiosa forma de percibir erróneamente como humanos a los seres, animados o inanimados, que no lo son, junto con la capacidad de contar historias en las que esos seres aparecen, es lo que hizo animarse a la naturaleza. La gran ventaja que se derivó de este peculiar defecto es que ayudó al hombre a entender los fenómenos naturales. Si la consciencia individual surgió porque es útil mirar las cosas desde el punto de vista del otro, al que también se le supone consciencia, el ponerse en el lugar de los demás seres de la naturaleza, es decir, reconocerles consciencia, es una forma no científica, pero eficaz, de hacer Biología y Geología. Y también Geografía, porque la mejor manera de grabarse en la mente un mapa, y de compartirlo con los demás miembros de la comunidad, es asociando los elementos del paisaje con personajes e historias. Desde La Granja de San Ildefonso (Segovia), donde he pasado muchos veranos de mi vida, se contempla una enorme montaña que, por su forma, se llama La Mujer Muerta, y también otra montaña que se conoce como El Montón de Trigo.
Al mismo tiempo que aparecía esta maravillosa facultad, ocurría otro cambio muy notable, aunque a primera vista no relacionado: la gracilización del esqueleto. Las caderas se hicieron más estrechas, lo que ahorraba energía en cada paso. Los neandertales y los humanos modernos eran diferentes en su tipo físico, pero también en su cráneo y capacidad para articular sonidos. Yo no creo que el cerebro grande y el lenguaje articulado fueran, como dice Tattersall, exaptaciones, rasgos que surgieron sin relación alguna entre sí ni con el manejo de símbolos. Pienso, en cambio, que son verdaderas adaptaciones, o mejor aún, adaptaciones que se apoyan una en otra, porque se necesitan mutuamente. Los humanos, a partir del Homo habilis, nos hemos especializado en la inteligencia, del mismo modo que las aves lo hicieron en el vuelo. Ya llevábamos mucho camino recorrido cuando Europa fue colonizada por vez primera; aunque luego quedara aislada su población, la necesidad de sobrevir y la competencia entre grupos hizo que la inteligencia continuara aumentando, aunque sin renunciar a la potencia física. Es decir, los neandertales tenían un cerebro más grande sobre un cuerpo que seguía siendo igual de poderoso que el de sus ancestros.
Nuestros antepasados africanos eran también fuertes y a la vez cada vez más inteligentes. Hasta que en un momento dado, en alguna población humana apareció una variante menos fuerte físicamente, pero mejor comunicada. Aunque parezca sorprendente ambas características están relacionadas. Lo que hizo que pudiéramos articular mejor los sonidos fue la reducción de la cara, que a su vez fue posible porque eran menores las necesidades respiratorias. Los neandertales eran auténticos colosos, con una gran capacidad torácica y pulmonar. Todo ese aire que oxigenaba sus músculos tenía que ser humedecido y calentado en las cavidades nasal y oral antes de ingresar en los pulmones, y por eso el segmento horizontal del tracto vocal seguía siendo largo. El clima frío de Europa contribuía además a esa necesidad.
Los primeros humanos modernos estaban rodeados en África de poblaciones tan robustas como los neandertales, pero tomaron otro rumbo evolutivo, otra manera diferente de solucionar los mismos problemas ecológicos: un cerebro especializado en manejar símbolos, una cara más corta, quizás un riesgo mayor de atragantarse, pero a cambio una máquina increíble para comunicarse, y un cuerpo menos capaz de grandes esfuerzos explosivos pero más eficaz en términos de gasto energético a largo plazo, en grandes desplazamientos. Estas transformaciones se produjeron hace unos 200 000-150 000 años y afectaron, dicen los biólogos moleculares, a sólo una pequeña parte de la población africana. Llegan a esta conclusión tras observar la escasa variación genética de las poblaciones humanas actuales. Pese a las diferencias de color, tipo de pelo, forma de los ojos, y unos pocos rasgos más, somos todos muy parecidos. Las tesis racistas no sólo son éticamente abominables, también son científicamente falsas. Esa pequeña población africana pudo no obstante tener 10 000 o 15 000 miembros, que después de todo era equivalente a la población de la época de la Península Ibérica.
Neandertales y humanos modernos son dos modelos humanos diferentes, representando ambos eficacísimas respuestas evolutivas a idénticos desafíos de la vida. Las dos especies (ellos y nosotros) experimentaron aumento demográfico y expansión geográfica. Los neandertales salieron de Europa, su patria original; los humanos modernos también abandonaron África, su cuna. Sólo era cuestión de tiempo que se encontraran.
En las excavaciones de la cueva del Parpalló (Valencia), Lluís Pericot encontró —entre 1929 y 1931— unas 5000 plaquetas de piedra pintadas o grabadas por el hombre paleolítico a lo largo de miles de años; recientemente han sido estudiadas con mucha profundidad por Valentín Villaverde. En las innumerables plaquetas de la cueva sagrada del Parpalló predominan las figuras de cabras, caballos, ciervos y uros (por este orden). Hay también cuatro rebecos y otros tantos jabalíes, tres lobos, tres zorros, un lince, un mustélido que quizás sea una nutria, una perdiz y un ánade. No hay representación de animales de la fauna fría (mamuts, rinocerontes lanudos, renos) ni de bisontes, que acaso no llegaron a habitar nunca el levante peninsular.
En la misma región existen unas manifestaciones artísticas conocidas como Arte Levantino porque su foco es el País Valenciano, aunque se extienden mucho más allá, por las comunidades de Andalucía, Aragón, Castilla-La Mancha y Cataluña. Se encuentran a la luz del día en abrigos o paredes poco cubiertas, en vez de en la oscuridad de las cuevas, y muestran animales y personas (hombres y mujeres), a menudo componiendo escenas de caza, recolección o danza, tal vez ritual. La cronología del Arte Levantino ha sido, desde su descubrimiento, objeto de controversia —en la que por cierto participaron en bandos contrarios Obermaier y Hernández-Pacheco—, pero hoy parece claro que no son pleistocenas, como creyó el primero, sino posglaciares. Muchas pinturas narran historias cinegéticas, con cazadores armados con arcos y flechas, y las presas son ciervos, toros, cabras y jabalíes.
Aparentemente, desde el tiempo de las losetas del Parpalló hasta el de las escenas de caza del Arte Levantino nada ha cambiado en el estilo de vida humano, pese a los muchos milenios transcurridos. Sin embargo, todo hace pensar que el Arte Levantino fue realizado por grupos de cazadores y recolectores que ya habían entrado en contacto con sociedades de economía productiva, que basaban su existencia en animales y plantas domesticados. Tal vez incluso los autores fueran estas primeras gentes neolíticas, que llegaron hará unos 7000 años. En todo caso, corresponden al momento en el que tiene lugar en este rincón levantino el final de un mundo y la llegada de otro muy distinto: el nuestro, el del hombre domesticado, que se mueve al ritmo cansino de sus ganados o que encorva su espalda sobre la tierra que cava, mirando al cielo sólo para implorar la lluvia o para pedir que cese. Con el cambio de economía se produjo también un cambio de mentalidad: los dioses de los cazadores no eran los mismos que los dioses de los agricultores y los ganaderos.
Alguien ha escrito que cuando una lengua muere los que la habían hablado en el pasado mueren por segunda vez. Ocurre lo mismo cuando se extinguen los viejos mitos, y son sustituidos por otros nuevos. Nunca entenderemos el significado de las pinturas rupestres, sencillamente porque a nosotros no nos dicen nada, ya no nos hablan. Y ocurrió algo aún más terrible: también la naturaleza dejó de hablarle al hombre. (Así fue como el viejo arco de piedra de mi niñez dejó de ser un puente de los antiguos gigantes y el único sonido que se puede escuchar ahora en el bosque es el de las canteras que taladran las entrañas de la montaña, el de las fábricas que convierten la caliza en cemento, el de las motosierras que cortan los árboles y el de los coches que pasan.)
Éste fue el ocaso de las bandas de cazadores salvajes y libres, todavía no «civilizados». Llegaron los granjeros, y con ellos el final de este libro y mi adiós al lector, un adiós que espero sea sólo temporal.