8
Carmela D’Amato es una chica alta, de cabello rubio y tan increíblemente hermosa que casi duele mirarla. La odié desde el primer momento en que la vi hace seis años, cuando alejó a Damien de mí.
Por supuesto, en aquel momento no tenía nada que reclamarle a Damien, sin embargo me habría abalanzado sobre ella. Yo había participado en el concurso de belleza de Miss Try-County Texas, y la estrella del tenis Damien Stark formaba parte del jurado de celebridades. No lo había visto nunca, pero él se me acercó cuando me encontraba junto al bufet, y me preguntó si podría tomarme un trozo de pastel de queso sin que mi madre se diese cuenta. En ese primer momento hubo entre nosotros una conexión electrizante, pero pensé que eran imaginaciones mías. Me dejó sin respiración. Qué demonios, aún me deja sin respiración.
El simple hecho de estar hablando con él me despertó fantasías lujuriosas. Si me lo hubiera pedido, habría salido corriendo con él de la mano y no habría mirado atrás. Pero no me lo pidió. Y esa noche no se marchó conmigo, sino con Carmela.
No esperaba volver a verla nunca más.
Por otra parte, entonces tampoco esperaba ver a Damien de nuevo. Y ahora, al parecer, hemos vuelto al punto de partida.
De forma instintiva, me acerco a Damien. Me da la mano, y sus dedos automáticamente se enlazan con los míos.
Carmela mira un momento nuestras manos unidas, y tengo que reprimir una sonrisa triunfal. «Ja. Chúpate esa, zorra». La idea es mezquina. Pero sincera.
—¿Qué estás haciendo aquí? —La voz de Damien es fría; noto cómo se tensa su cuerpo, cómo le invade la rabia.
—Damien, querido, no te enfades.
Se estira, cual gato, mientras alcanza una copa de vino de la mesa que tiene a su lado. Toma un sorbo, como si estuviera en su casa.
Quisiera acercarme a ella y abofetearle la cara.
—¿Cómo demonios has entrado? —le pregunta Damien.
Abre mucho los ojos y me mira.
—Después de todas las veces que he compartido esta habitación contigo, ya soy como de la familia. Le pedí a uno de los chicos del servicio que me dejara pasar.
—¿Y no se te ocurrió pensar que eso podría costarle a ese chico su puesto de trabajo?
Se echa a reír.
—¿Por qué? Pensé que podríamos celebrar juntos tu victoria. Además, ¿cuándo me has echado de tu habitación, Damien? ¿Cuándo no te has alegrado de verme?
—Ahora —le responde.
Observo la cara de ella mientras Damien habla, y me sorprende comprobar que no hay reacción alguna. No parpadea. No está enfadada ni ofendida.
En otras palabras, Carmela ha venido sabiendo exactamente lo que iba a suceder. Perra asquerosa.
—Levántate —le digo—. Levántate y lárgate de aquí.
Eso sí la hace reaccionar. Me regala una condescendiente sonrisa forzada que solo consigue irritarme aún más. Damien me aprieta la mano, pero no dice nada. De algún modo sabe que esta es mi guerra particular.
—Tú eres Nichole, ¿verdad? —me dice, aunque no cabe duda de que sabe muy bien quién soy—. Tú eres la jovencita que logró captar su atención en aquel ridículo concurso de Texas.
—Capté mucho más que su atención, Carlotta —le contesto, equivocándome de nombre de forma deliberada.
Entorna los ojos.
—¿Estás segura? La realidad pocas veces está a la altura de las expectativas. Espero que estés preparada para el día en que él se dé cuenta de que, después de todo, no eres la mujer que quería.
Esbozo mi mejor sonrisa de concurso y empleo un dulce acento texano para responderle:
—Creo que te confundes, querida. Soy yo la mujer que comparte su cama. Y a ti no quiere ni verte en ella. —Me imagino un estadio repleto de gente que se pone en pie y aplaude—. Y ahora lárgate de aquí.
Sé que he dado en el blanco por la forma en que clava los ojos en Damien, como si él fuese a curar su herida. Pero Damien no es su salvación.
—Ya has oído a la señorita. Lárgate.
Por un desagradable momento, temo que Carmela se ponga a gritar. Luego se levanta. Se mueve con deliberada lentitud mientras toma el último sorbo de vino y a continuación se cuelga el bolso en el hombro. Parece tardar una eternidad, pero finalmente atraviesa el umbral, llega hasta el pasillo y la pesada puerta se cierra con fuerza tras ella.
Me giro hacia Damien. Puedo ver la rabia en sus ojos. La creciente furia. Pero atenuada por algo distinto. Arrepentimiento. Y perdón. «No —pienso—. De ningún modo debe pedir disculpas por esa zorra».
—Nikki, yo…
—Tú, ¿qué? ¿Sabías que ella estaría aquí?
—Claro que no. —Su tono es duro, firme.
—¿Crees que voy a ponerme celosa por saber que hubo un momento en que ella tenía libre acceso a esta habitación? —inquiero con una voz aún más firme. Tengo que preguntarle algo, y no voy a callármelo. Ladeo la cabeza, pensando—. ¿Con cuántos hoteles de Europa está Carmela íntimamente familiarizada?
—Maldita sea, Nikki.
—¿Uno? ¿Tres? ¿Cinco?
Se acerca hacia mí y yo retrocedo un paso, y luego otro hasta que arrimo la espalda a una de las columnas que separan el salón de la cocina y el comedor.
—¿La empujaste hasta aquí? ¿Así? ¿Con fuerza contra la pared?
—¿Qué demonios estás haciendo? —pregunta con voz airada, y tengo la sensación de que he ido demasiado lejos.
—¿Qué crees que estoy haciendo?
—Cabrearme.
Me besa con fuerza, y con la presión de sus labios sobre los míos me empuja la cabeza hacia atrás. Abro la boca para atraerlo mientras le rodeo con una pierna y lo abrazo por el cuello. Quiero tenerlo muy cerca. Quiero sentirlo, sentir nuestra atracción. Porque es algo que ni Carmela ni nadie puede destruir.
Bruscamente aparta la boca. Lo abrazo fuerte para poder sentir su respiración sobre el rostro mientras me habla.
—Ahora eres la única mujer de mi vida, Nikki.
Respiro profundamente, sin dejar de mirarlo.
—¿Acaso piensas que no lo sé?
De pronto advierte que he estado jugando con él.
—A menos que te encuentre en la cama con otra, ni se te ocurra pedir disculpas por haber estado con otras mujeres. Lo creas o no, Damien Stark, nunca pensé que antes de conocerme hubieras hecho un voto de castidad.
Me mira de arriba abajo, con los ojos llenos de una peligrosa forma de calor.
—¿Qué? —le pregunto con cautela.
—Mi muy querida señorita Fairchild, creo que se ha ganado un merecido castigo.
—Oh. —Siento cómo mi cuerpo se estremece solo de pensar en sus manos golpeándome el trasero. Sin embargo… Trato de retroceder un paso, pero la columna me lo impide—. ¿Por qué? ¿Porque me he burlado de ti? Eso no parece muy justo.
—No, no lo es, pero no es por eso.
—Y entonces ¿por qué?
—¿Realmente crees que es posible que alguna vez encuentres a otra mujer en nuestra cama?
—No —le digo.
—Bien, ahí lo tienes.
Cruzo los brazos.
—Pero tú ya sabes que no lo creo y que no me refería a eso.
—Es verdad. Pero te voy a contar un secretillo: es la mejor excusa que tengo para hacer que te tumbes y sentir escozor en la palma de mi mano.
Me relamo los labios. De repente el calor invade la habitación, y siento gotas de sudor en la nuca y entre los muslos. Me apoyo sobre la columna para no perder el equilibrio.
—¿Es eso lo que quieres?
Mantengo un tono bajo y tranquilo; estoy muy, pero que muy segura de que yo sí que lo quiero.
—Ahora mismo, es lo que más quiero —me confirma Damien.
Recorre ligeramente la línea de mi mandíbula con la yema del dedo. Cierro los ojos y respiro hondo, de repente soy incapaz de concentrarme.
—¿Por qué?
—Me conoces mejor que nadie, Nikki. Sabes por qué.
Lo sé. Me necesita de la misma forma en que yo solía necesitar un cuchillo, como ahora le necesito a él. En un día en que ha tenido que lidiar con horrorosas imágenes de su pasado y con una antigua novia zorra, necesita saber que voy a entregarme a él por completo. Porque Damien controla mi placer incluso controlando mi dolor. Necesita saber que puede llevarme hasta ese límite. Y necesita saber que yo quiero que lo haga.
Y yo también lo necesito.
Todo se ha salido de madre. No solo la aparición de Carmela en nuestra habitación, sino todo el día. La aparición de Ollie en Alemania. Las horribles fotografías. La reacción de Damien a la desestimación de la acusación de asesinato.
Demasiado ruido, y todo hervía dentro de mí, al punto que cuando Damien se derrumbó, yo anhelé el tacto de una cuchilla en la mano. Sin embargo, luché. Luché y gané. No necesitaba cortarme, pero necesitaba a Damien. Lo necesito. Necesito sentir sus manos sobre mí y la oleada de placer acompañada de una brusca punzada de dolor. Necesito la liberación de sentirme segura. Una válvula de seguridad que me impida explotar.
Lo necesito… y Damien también.
—Quítate la falda —me ordena con voz firme.
—Yo…
Me interrumpe con un rápido movimiento de cabeza. Lo entiendo; hemos acabado de hablar. Estamos apartándonos. Estamos alejándonos del juicio, de Carmela y de los fotógrafos. Estamos mandando a la mierda al mundo real y regresando al interior de nuestra burbuja, que es precisamente donde quiero estar.
—La falda —me repite, y su tono no admite ningún tipo de discusión.
—Sí, señor —le respondo, y su suave sonrisa de aprobación se desliza sobre mí tan íntimamente como su mano sobre mi sexo.
Acerco la mano poco a poco a la cremallera de la falda y la desabrocho. Sacudo las caderas y me ayudo con las manos hasta que consigo liberarme de la falda, que cae formando un círculo a mis pies.
—Sal de ahí —dice Damien.
Lo hago.
—Ahora la blusa. Quítatela. Tírala por ahí.
Una vez más, obedezco. Siento una ráfaga de aire sobre mi recién desnuda piel, y la sensación se vuelve todavía más placentera por lo sensibles que tengo los pezones gracias a las pinzas y lo pesados que siento los pechos simplemente por el minúsculo peso de la cadena de plata. Me estremezco, no por el aire frío, sino por la expectación de lo que me espera. No sé qué tiene Damien en la cabeza. Solo sé que quiero que ocurra, y que será espectacular. Me dispongo a desabrocharme el sujetador, pero él hace un gesto negativo con la cabeza.
—No. Lo haré yo.
Se acerca, y de repente siento que casi no puedo respirar, como si el aire se hubiese vuelto tan espeso como un líquido. A estas alturas ya debería estar acostumbrada a esto, a la forma en la que consigue que mi cuerpo se estremezca, el modo en que cada una de mis moléculas parece resplandecer cuando él está cerca de mí. Debería ser capaz de respirar sin temblar, y de estar a su lado sin tener la sensación de que me voy a desmayar en cualquier momento. Pero no puedo, y ojalá ese día nunca llegue. Soy la esclava de este hombre, y no quiero que nada de eso cambie.
Sus manos me rozan la curva del pecho mientras separa las pinzas. Jadeo, sorprendida por la oleada de sensaciones que regresan a mis pezones, tan lujuriosas al menos como la sacudida inicial que provocó cuando me las puso. Deja la cadena y las pinzas sobre la barra, a continuación me quita el sujetador, lo que provoca una oleada de sacudidas de expectación por todo mi cuerpo. Cierro los ojos, esperando sentir su boca cerca de mí, sus dientes rozando el pezón. Pero esa dulce sensación no llega. En su lugar, las palmas de sus manos me recorren los brazos y sus dedos se cierran alrededor de mis muñecas. Me coloca con suavidad las manos por encima de la cabeza.
—Mantén los ojos cerrados —me susurra.
Siento cómo el satén se desliza con suavidad alrededor de la muñeca antes de apretarla, y la presión tira de mi mano hacia la columna.
—¿Qué estás…?
—Calla —me interrumpe.
Un momento después, noto la misma presión alrededor de la otra muñeca. Trato de mover los brazos, pero están inmovilizadas, y me doy cuenta de que Damien ha usado mi sujetador para atarme a la columna.
—Muy listo —le digo.
—Seductor —replica—. ¿Me prometes que no vas a mirar?
—Sí.
—Mmm…
Por su tono, diría que no me cree; abro los ojos y me encuentro con su entrecejo fruncido. Sonrío avergonzada, pero no dice nada. Simplemente se da la vuelta y entra en el dormitorio, dejándome allí, atada a una columna del salón, vestida únicamente con unas medias con liguero, zapatos de tacón de aguja y un conservador collar de perlas.
Giro la cabeza, tratando de descubrir qué está haciendo, pero no veo nada. Presto atención, pero no oigo nada. Cierro los ojos y rezo en silencio para que no me haya dejado aquí sola. Para mi desgracia, sé muy bien que no puedo descartar esa posibilidad.
—¿Damien?
No contesta.
—¿Señor Stark? ¿Señor?
De nuevo, la habitación permanece en silencio. Y yo, sola y prácticamente desnuda, no puedo hacer otra cosa que preguntarme cuánto tardará en regresar, y en ese sentido no puedo evitar preguntarme qué hará cuando vuelva. Tal vez este sea mi castigo, pero sé que la recompensa, cuando por fin llegue, será maravillosa.
—Creía que tenías más paciencia.
Oigo su voz, pero Damien no aparece.
—Pues yo creía que ibas a follarme. O que al menos ibas a azotarme.
Entonces entra en la habitación, con paso largo y firme, la espalda recta, y la expresión en su rostro es la de un hombre que no duda de que la Tierra girará en el sentido que él le ordene. En este momento todo ese poder se centra completamente en mí.
—¿Decepcionada, señorita Fairchild?
—Tal vez me sienta un poco engañada —le digo.
—Le prometo que no se sentirá engañada cuando haya acabado con usted —me dice con tanto calor que es un auténtico milagro que no me derrita aquí mismo y me deshaga de mis ataduras como si fuese mantequilla—. No conseguí llevarte tan lejos como me hubiera gustado durante nuestro viaje en limusina. Tengo la intención de remediarlo ahora. Lenta y de forma muy, pero que muy exhaustiva.
Lleva algo en la mano, y tardo un minuto en darme cuenta de que se trata de una de sus corbatas.
—Tienes los ojos abiertos —observa.
—Ah.
No puedo discutírselo, ya que le estoy mirando directamente a los ojos.
—Ciérralos —me ordena, y así lo hago. Siento el roce de la seda sobre los ojos, y a continuación el tirón cuando anuda la corbata en la nuca. Sus labios acarician una esquina de mi boca—. Encantador. —Me acaricia una oreja con los labios—. Ahora todo lo que oigas, todo lo que sientas, cada pedacito de placer, cada pizca de dolor, saldrá de mí. Así que dime, Nikki, ¿eso te excita?
—Sabes que sí.
Sus labios me rozan el cuello, y sus palabras parecen resonar a través de mí.
—¿Por qué?
Trago saliva. Es una pregunta que no esperaba.
—Porque… porque me conoces. Porque sabes lo que puedo aguantar. Sabes lo que quiero. Conoces mis límites, Damien. Y porque los llevas más allá.
—Buena chica.
Levanta la mano y con uno de sus dedos recorre sutilmente la línea de la clavícula, luego el collar de perlas. Un instante después, desabrocha el collar y oigo el tintineo de las perlas mientras lo estruja en la palma de la mano; luego envuelve mi pecho con esa misma mano.
Dejo caer la cabeza hacia atrás y respiro profundamente mientras dibuja pequeños círculos alrededor del pezón, acariciándolos con la dura y tersa superficie del puñado de perlas. Luego abre un poco más la mano y puedo sentir el roce del collar a medida que lo desenreda; acaricia mi pecho, la arrugada areola y el, ay, sensible pezón.
—Damien —susurro mientras arrastra un extremo del collar por mi vientre, con cuidado de dejar que solo la suave superficie de una de las piezas roce mi piel.
Es una sensación fascinante. El frío roce de la perla. La dulce expectación de no saber dónde será la próxima caricia.
Doy un pequeño salto cuando el collar roza el pubis, y me muerdo el labio inferior, obligándome a permanecer quieta.
—¿Debería triturarlas como hacía Cleopatra? —susurra.
—No necesito un afrodisíaco —le contesto con voz entrecortada.
—No, no creo que lo necesites. Puedo ver el rubor de tu piel, puedo respirar el aroma de tu excitación. Cuando te toco, sé que te voy a encontrar desesperadamente húmeda para mí. ¿No es así, Nikki?
—Oh, Dios, sí.
—Bien. —Noto que sonríe—. Ahora ábrete de piernas para mí.
Obedezco, y gimo cuando desliza el collar entre mis piernas, adelante y atrás, las perlas empiezan a resbalar con mi propia excitación. Cada una de las perfectas piezas recorre el clítoris, y la sensación es enloquecedora, justo donde quiero notarla, y sin embargo, al mismo tiempo no en el lugar exacto. No lo suficiente. Me estremezco, sin vergüenza alguna, con ganas de más. Por Dios, con ganas de todo.
—Chis —dice Damien.
Está justo delante de mí, y retira el collar; gimo en señal de protesta. Entonces siento sus dedos sobre mí, y noto cómo me acaricia, cómo me abre.
—Sí —le suplico.
Necesito sentirlo dentro de mí. Necesito correrme, explotar, liberar esta enloquecedora presión.
Oigo el crujido de las perlas de nuevo en su mano, y luego hace rodar todo el collar sobre mi desesperado sexo. Me bombardea un cúmulo de sensaciones, el calor me ahoga. Me siento al límite, desesperadamente excitada, y a punto de gritar y suplicar.
Pero no espero que él me tire de las piernas y deslice las perlas dentro de mí.
—¡Damien! ¿Qué…?
Me hace callar con un beso.
—Silencio, y quédate quieta —me ordena.
Entonces se marcha y me deja desnuda, expuesta e insatisfecha, con mi sexo pesado por el nudo de perlas escondido en mi interior, con mi cuerpo desesperado por sus caricias, y con la cabeza dando vueltas a todas las posibilidades.
—¿Damien?
Al principio no le oigo. Luego detecto un pequeño movimiento detrás de mí. Trato de liberarme de los lazos que mantienen mis manos atadas sobre mi cabeza. Quiero quitarme la venda de los ojos. Quiero ver.
Quiero a Damien.
Sin embargo, no sirve de nada, y lo único que consigo es mover las perlas aún más. Siento unas pequeñas sacudidas que recorren todo mi cuerpo, pero no son suficientes para provocar la explosión que ansío tan desesperadamente. Damien, maldito sea, me ha llevado hasta el límite y me ha dejado plantada.
Y esto, creo yo, es parte del castigo que me prometió.
La columna con la que mi trasero está ya tan familiarizado es la línea de demarcación entre el salón y la cocina de la suite. La mayoría de las noches hemos comido fuera o hemos pedido la cena al servicio de habitaciones, así que solo hemos usado la cocina para guardar el vino y el helado en la nevera (el helado fue un capricho nocturno de hace una semana). Inspeccioné la nevera mi primera noche en Alemania y me impresionó comprobar que estaba muy bien abastecida.
Le oigo moverse, pero no adivino qué está haciendo. El golpe de un cajón al abrirse. Ruido de cubiertos. Y a continuación el suave ritmo de los pasos de Damien acercándose a mí.
—¿Tienes idea de lo hermosa que estás? —me pregunta—. La piel sonrosada. Los pezones erectos. Los labios separados como si estuviesen aguardando un beso.
—Lo estoy esperando —digo.
Me recompensa con el leve roce de sus labios sobre los míos. Leve, sí, pero tan poderoso… Al igual que el efecto mariposa en la teoría del caos, esa minúscula sensación ha provocado una reacción en cadena que envía un torrente de chispas por todo mi cuerpo. Es deliciosamente dulce, pero no es suficiente.
—Date la vuelta —me dice.
—Mmm…
Tiro de las manos, que continúan sobre mi cabeza atadas a la columna.
—Cruza las muñecas y date la vuelta —me indica, y aunque dudo, consigo hacerlo. Ahora estoy de cara a la columna, aunque con la venda de los ojos no puedo ver nada, y de espaldas a Damien—. Buena chica. Ahora baja un poco. Eso es… —añade mientras trato de mover las manos hacia abajo.
Tengo que deslizarlas para conseguirlo, y acabo con el torso casi paralelo al suelo. La postura desplaza las perlas, y dejo escapar un tembloroso suspiro. Recorre la curva de mi trasero con la palma de la mano, y me muerdo el labio inferior a la espera de una caricia más firme.
—Precioso —susurra, y desliza los dedos hacia abajo.
Estoy tan húmeda y tan preparada que su pequeño gemido de placer me hace estremecer de nuevo. Trago saliva, esperando que introduzca sus dedos dentro de mí, pero entonces retira la mano y comienzo a gimotear. Oigo a Damien echarse a reír.
—Enseguida. Pero antes tengo otra cosa pensada para ti. Las piernas —me dice golpeando con suavidad el interior de mis muslos—. Ábrelas un poco más.
Obedezco de nuevo, con el ceño fruncido. No era su mano lo que tenía sobre mi pierna en ese momento, pero no sé qué era…
—Es increíble la de cosas interesantes que pueden encontrarse en una cocina —comenta Damien interrumpiendo mis pensamientos—. Esto, por ejemplo, parece muy curioso.
Siento que algo tibio y liso presiona con suavidad mi trasero. La superficie es ligeramente rugosa, e inclino la cabeza sin darme cuenta, tratando de adivinar qué es.
—Una simple cuchara de cocina de madera —me explica Damien, como si me estuviese contestando—. ¿Quién diría que podría resultar tan seductora?
Siento una corriente de aire frío cuando quita la cuchara, pero desaparece casi inmediatamente, sustituido por el escozor de la madera contra mi carne. Grito, el culo me arde, pero la firme presión de la mano de Damien contra mi trasero lo calma casi de inmediato. Rápidamente aparta la mano, y me golpea de nuevo, no demasiado fuerte, pero con tanta presión que es como si un millón de pinchazos de placer se concentrase en el mismo lugar.
Me retuerzo un poco, con ganas de más. Quiero que el dolor se concentre en mí, y que Damien me lance hacia las estrellas.
—Eso es, nena. Estás brillando, pero tienes el trasero en llamas.
No puedo hablar. Solo quiero más. Pero no me espero el siguiente golpe… no es en el trasero, sino en el sexo. Un ligero golpe ascendente con la parte posterior de la cuchara, que apenas roza el clítoris. Pero que provoca pequeñas sacudidas en mi interior. Luego otro azote, este más fuerte, y grito a medida que me acerco más y más al límite. Me muerdo el labio, con ganas de más, solo uno más. Uno más que me lleve hasta el final.
Pero en lugar del golpe de la madera contra mi sexo, son los dedos de Damien los que están dentro de mí, y tira de las perlas. Me arqueo y grito de sorpresa y alivio mientras saca las perlas de mi interior, y cada pequeña pieza redondeada me acaricia el sensible clítoris. Cada una de las perlas intensifica la sensación. Cada milímetro me lanza en espiral hasta que mi garganta deja escapar un grito y mi cuerpo tiembla y se estremece, incapaz de soportar la fuerza del éxtasis que da vueltas sin control dentro de mí.
—Oh, sí, cariño. Sí…
Y entonces oigo el golpeteo de las perlas al caer al suelo. Oigo el roce de la tela contra la piel mientras Damien se quita los vaqueros. Siento sus manos acariciarme las caderas, mi trasero. Y sus dedos dentro de mí, abriéndome, preparándome, aunque en este momento ya no es necesario.
Respiro hondo y gimo de placer al sentir su miembro rozar los pliegues de mi piel. Empuja con fuerza, se clava dentro, muy dentro, tan profundo que parece que no tuviésemos fin; nos desplomamos el uno contra el otro.
Me suelta las caderas y se inclina hacia delante para acariciarme un seno con una mano, presiona el pezón con los dedos mientras atrae mi cuerpo hacia él al ritmo de sus embestidas, como si estuviésemos envueltos en una corriente de electricidad, chispeante y viva.
Me envuelve con la otra mano en busca de mi sensible clítoris. Lo acaricia con suavidad hasta que siento un inmenso placer, tan intenso que me hace perder la noción del origen de las sensaciones, solo sé que están ahí. Que soy placer. Que soy electricidad. Que soy de Damien.
El segundo orgasmo me golpea con la misma rapidez. Es una explosión, grito, mi cuerpo se contrae alrededor de Damien, el roce de su dedo contra el clítoris es ahora tan intenso que raya el dolor. Aunque no se detiene. Sino que sigue y sigue y sigue, hasta que su propia liberación llega mientras mi cuerpo aún tiembla y se estremece… Si no estuviera atada a la columna, probablemente caería desplomada al suelo.
—Damien…
Es todo lo que puedo decir. Es suficiente.
—Chis.
Me desata las manos, pero no me quita la venda de los ojos. Muy despacio, me lleva a la habitación y me tumba sobre la cama.
—Quiero verte —le digo, mientras comienza a recorrer mi cuerpo con delicados besos.
—Me ves mejor que nadie.
Me quita la venda con suavidad. Abro los ojos y encuentro a Damien que me sonríe, y todas mis emociones están reflejadas en su rostro. Me besa, profunda y lentamente, su boca reclama la mía.
—Estoy exhausta —le digo con una sonrisa—. No sé si podré moverme de nuevo.
—¿No? Eso no es bueno.
Me acaricia suavemente la piel con los dedos. Cuando llega a las cicatrices del interior de los muslos, recorre la peor de todas con la yema del dedo, levanta la cabeza y me mira. En sus ojos veo reflejado amor, deseo, respeto… Lanzo un suspiro tembloroso.
—Exhausta o no, tengo que tenerte de nuevo.
—Tómame —respondo.
Lo atraigo hacia mí, extiendo las piernas y elevo las caderas al mismo tiempo en señal de invitación. Me penetra lentamente, y nos movemos a un ritmo sensual que me hace que quiera llorar de placer cuando me llena. Me levanto un poco y acerco su boca a la mía, en completa conexión con él.
—Ahora tú abajo —le ruego cuando acabo de besarlo—. Quiero verte debajo de mí.
Arquea una ceja pero obedece, así que me coloco a horcajadas sobre él, lo introduzco aún más dentro de mí mientras me balanceo lentamente arriba y abajo, saliendo y entrando por completo para excitarle un poco más. Observo su cara, ese hermoso rostro que he visto reflejar tantas emociones, la alegría y el éxtasis, la rabia y la frustración, una y otra vez, aunque ahora mismo solo se le ve feliz, y este estado creo que tiene que ser motivo de orgullo para mí. Damien Stark es un hombre complicado. Y, sin embargo, lo que necesita soy yo.
A pesar de mi felicidad, me vuelven a la cabeza las palabras de Carmela, y no puedo sino estar impresionada por la forma en que reflejan mis más oscuros pensamientos anteriores. En cuanto asoma la cabeza de la realidad, las cosas comienzan a torcerse y a girar fuera de control.
—¿Qué ocurre? —pregunta Damien con los ojos clavados en mi cara.
No quiero colocar un nubarrón entre nosotros, pero tampoco deseo esconderle mis miedos a Damien. Y menos cuando sé que es la única persona capaz de hacerlos desaparecer.
—Tonterías —digo—. Estaba pensando en lo que Carmela dijo. En la realidad.
—Carmela es una zorra fría e insensible. La única realidad que conozco eres tú. ¿Acaso lo dudas?
—No —le respondo con firmeza—. Pero, Damien, dicen tantas cosas de nosotros… No quiero sentir que vivimos en una burbuja de fantasía, pero a veces creo que es así, y que la realidad no deja de intentar romperla. El juicio. Los correos y mensajes de texto que nos acosan. La prensa. Y ahora tu antigua novia.
—Que se jodan —dice.
—Damien, estoy hablando en serio.
—Y yo también —contesta con la expresión más intensa que jamás le he visto—. Al final del día solo quedamos tú y yo. Nosotros construimos nuestra propia realidad, Nikki. Y nadie nos la puede arrebatar.