17
Suelto la mano de Damien y corro a la pequeña habitación de Jamie en el tercer piso del hospital San Bernardino, y después me inclino aliviada al encontrarla sentada en la cama viendo Bob Esponja. Tiene un moretón bastante feo en la mejilla izquierda y un vendaje blanco en la frente. Aparte de eso, parece intacta y, por primera vez desde que Sylvia llamó, respiro aliviada.
—¡Lo siento! —dice en cuanto nos ve—. Lo siento muchísimo.
—Pero ¿estás bien?
Gracias al helicóptero de Damien, no hemos tardado demasiado en llegar, pero, de todas formas, me he pasado todo el viaje imaginando lo peor. Corro a su lado y hago un gesto de dolor al ver el cardenal que cubre uno de sus brazos, y acto seguido lo oculta bajo la bata de hospital.
—Estoy hecha polvo, pero me pondré bien. De verdad. Pero… es decir… oh, mierda —dice mirando en dirección a Damien—. Oh, Dios, Damien. El Ferrari está para el arrastre. La he cagado.
—No estás malherida —dice, colocándose a mi lado. Entrelaza los dedos de una mano con los míos y coge la mano de Jamie con la otra—. Eso es lo que importa.
—¿El otro conductor está bien? —pregunto.
—He sido yo sola —dice, con una voz angustiada que nunca le había oído—. Soy una jodida perdedora.
Me está costando mucho no echarme a llorar.
—No es verdad. Solo ha sido un accidente —digo, pero Jamie se limita a agitar la cabeza y evita mi mirada.
Frunzo el ceño y miro a Damien, que parece como mínimo tan preocupado como yo.
—Cuéntame qué ha pasado —digo en tono amable.
Me siento en el borde de la cama y Damien coge una silla. Pongo el pie en el cojín del asiento, junto a su pierna, y él apoya su mano en mi tobillo, justo debajo del brazalete de platino y esmeraldas. Me concentro en su tacto, agradecida por su fuerza y enormemente aliviada porque está aquí conmigo.
Jamie se sorbe los mocos y se limpia la nariz con el dorso de la mano.
—Bajé la montaña para ir a tomar algo —explica—. Es decir, me dije: «Tengo este coche impresionante, así que ¿por qué no?». Y entonces conocí a un tipo que estaba buenísimo.
Mira a Damien y se encoge de hombros como disculpándose.
—¿Te gustaría que me fuera?
Jamie abre los ojos como platos.
—¡No! Es decir, tienes todo el derecho a saber cómo me cargué tu coche. No sé cómo me lo hago, pero siempre me pasan cosas así.
Damien, inteligentemente, guarda silencio.
—Sigue —digo.
—Bueno, el caso es que saltaban chispas entre los dos, ya sabes. Y no había echado un polvo desde Raine, excepto esa vez con Douglas —dice refiriéndose al salido de nuestro vecino—. Te lo juro —añade haciendo el saludo de los boy scouts con una mano—. He sido prácticamente una monja durante todo el tiempo que habéis estado en Alemania. De todas formas, él necesitaba que le llevaran a casa y yo estaba encantada de llevarle porque… bueno, ¿por qué no? Y esa parte fue genial. Y la parte de después también —sigue mirando a Damien.
Lo pillo y creo que Damien también. Se tiró al tipo. Un perfecto desconocido. Pero este no es el momento de echarle la bronca, así que me muerdo la lengua y simplemente digo:
—Sigue.
—Bueno, pues eso, estoy en la cama, ¿vale? Y es amable. Es decir, él me trata de un modo amable. O, al menos, eso me parecía a mí. Hasta que suena el despertador y, entonces, se levanta y empieza a vestirse.
Busco la mirada de Damien. No me gusta el rumbo que está tomando esta conversación y sé que acabará mal.
—Le pregunto por qué se viste y me mete prisa. Porque su mujer, su jodida mujer, va a llegar a casa en breve y tengo que salir pitando de allí.
—Oh, Jamie…
—Lo sé, lo sé. Créeme, lo sé. Pero en ese momento estaba cabreada. Y asustada, porque me dijo que su mujer era poli. O sea, de verdad, era como estar en la puta película de la semana.
Respira profundamente.
—Total, que me apresuro, ¿no? Y él empieza a pedirme que me dé más prisa y, básicamente, se convierte en un coñazo. Y, te lo juro, si no fuera porque se trataba de una mujer con pistola, me habría quedado y le habría contado que el cabrón de su marido iba por ahí tirándose a otras. Pero no me apetecía que me pegaran un tiro y el tío no dejaba de gritarme.
—¿Y su mujer provocó el accidente?
Jamie niega con la cabeza.
—¿Por volver a casa y darme un susto de muerte? No. Pero salgo de la casa a toda prisa y bajo la calle para abandonar la urbanización y volver a la carretera principal. Estoy distraída y sé que voy más rápido de lo que debería y, oh, Damien, lo siento muchísimo. Pero eso es lo que pasó. Simplemente iba demasiado deprisa. No conducía de forma temeraria, te lo juro por Dios. Pero cuando giré en la esquina, el otro coche estaba saliendo. No lo habría hecho mejor si lo hubiese planeado. Vamos, es como si me hubiera estado esperando para salir, lo que es estúpido, vale, pero era de esos días que pasan cosas así. Así que pegué un volantazo, perdí el control y me estrellé contra esa enorme valla de piedra que señala el límite de la urbanización. Saltaron los airbags, pero con todo, me golpeé la cabeza —dice tocándose el vendaje de la frente con los dedos—. Ni siquiera sé contra qué golpeé.
Sube y baja los hombros mientras respira profundamente.
—Y eso es todo. Todo fue culpa mía. Estaba cabreada e iba demasiado deprisa, y todo porque me abrí de piernas con un puto desconocido que solo quería echar un polvo rápido mientras su mujer estaba por ahí fuera persiguiendo a los malos.
Sé que quiere que la consuele. Que le diga que no ha sido culpa suya. Y que, por supuesto, es un accidente que le puede pasar a cualquiera. Pero Jamie la ha cagado ya demasiadas veces, y todos le hemos dicho que acabará mal. No voy a soltar «Te lo dije», pero tampoco le diré que no pasa nada y que le podría haber sucedido a cualquiera.
—Me has asustado, James —digo por fin y vuelvo a sentir las lágrimas en los ojos—. ¿Qué haría yo si te pasara algo?
Jamie ha tenido suerte y esa es la conclusión de lo ocurrido. Unos centímetros más en otra dirección, unos cuantos kilómetros por segundo más, un charco de aceite en la carretera, la más mínima variación y las cosas habrían acabado peor, mucho peor.
Me estremezco, desconcertada por el cariz que están tomando mis pensamientos, por la idea de que habría podido perder a mi mejor amiga. Y por la certeza de que en ese caso habría deseado el frío acero de una cuchilla y, sin Damien a mi lado, habría sucumbido a ella.
Desconcertada, clavo las uñas en mis palmas. Damien se aferra aún más a mi tobillo.
Suspiro y saboreo el contacto de sus piernas. Por el momento, es suficiente.
Cuando la enfermera entra para tomarle las constantes vitales a Jamie, Damien sale al pasillo en busca de más almohadas y mantas. Hay un sillón horriblemente incómodo en la habitación que se convierte en una cama espantosamente incómoda y es ahí donde me quedo a dormir esa noche, acurrucada junto a Damien.
A pesar de la cama incómoda y las visitas de las enfermeras que nos despiertan cada tres horas o así, me siento bastante descansada cuando el olor fuerte y algo quemado del café me despierta a la mañana siguiente.
—El néctar de los dioses —dice Damien mientras me pone un vaso de espuma de poliestireno en la mano.
Bebo un sorbo, hago una mueca y bebo otro sorbo largo.
—Los dioses no están muy exigentes esta mañana —digo.
Me besa en los labios.
—Estoy seguro de que a Edward no le importará parar para tomar un café con leche.
Frunzo el ceño, confusa.
—¿Y por qué Edward está aquí?
—Jamie y tú os vais a casa en la limusina.
—¿No nos volvemos contigo?
Oigo un deje de queja en mi voz e, inmediatamente, me gustaría poder retirarlo. Sí, es sábado, pero ese hombre dirige un imperio y ya lleva mucho tiempo lejos de sus obligaciones.
—Lo siento —digo—. Sé que tienes que trabajar.
—Tengo que encargarme de ciertos asuntos —dice, y algo en su tono me llama la atención—. Voy a San Diego —añade al percatarse de que estoy frunciendo el ceño.
—Oh.
Su padre vive en San Diego y caigo en la cuenta de que va a enfrentarse a él por las fotos que envió al tribunal. No le envidio. Mi madre quizá suspendiera como madre del año, pero Jeremiah Stark ni siquiera iba a clase.
—Date prisa en volver —digo, aunque lo que realmente quiero es rodearlo con mis brazos y protegerlo.
No quiero que sufra más. Y, al mismo tiempo, me siento muy feliz. Podría haberme mentido diciendo que tenía una reunión de negocios, pero me ha contado la verdad.
—Te quiero —digo.
Me acaricia la mejilla y me besa.
—Deja de preocuparte. Estaré bien.
Asiento con la cabeza, deseando desesperadamente que sea verdad.
Dado que los engranajes del hospital no giran a mucha velocidad, tardamos dos horas en salir y acomodarnos en la limusina.
—Si me tomo una mimosa, ¿me regañarás? —pregunta Jamie.
—Hasta ahora no te he regañado en absoluto —respondo con indignación—. Me he comportado bastante. Y lo tuyo no es un problema con el alcohol, Jamie.
—Tienes razón —dice.
Prepara dos mimosas y me pasa una. No estoy de humor para beber, pero la cojo igualmente. Solidaridad de mejor amiga y todo eso.
—No tengo problemas con el alcohol, pero con el sexo sí —añade.
Estoy totalmente de acuerdo, pero prefiero no decir nada y limitarme a tomar un sorbo de mimosa. Como Jamie es una persona observadora y me conoce muy bien, mi silencio no le pasa desapercibido. Se encoge de hombros.
—Lo sé —dice—. Nada que no lleves años diciéndome.
—Es que no quiero que te hagan daño —digo—. Has tenido suerte, Jamie. Pero esto podría haber acabado fatal.
Evita mirarme, cosa que no me sorprende. Jamie tiene sus momentos de examen de conciencia, pero la reflexión prolongada no es su fuerte. Pero, al menos, las ruedas giran.
—Llamé a Ollie —dice.
Pestañeo confusa por el giro de la conversación.
—Estoy intentando resolver mi problema sexual —dice a modo de explicación—. Lo llamé después de que Raine me despidiera del anuncio.
—Oh, Jamie —digo—. Me lo prometiste. Es más, él me lo prometió. Me dijo que ya no había nada entre vosotros.
—Espera. ¿Has hablado con él? ¿Cuándo?
—Estuvo en Alemania —digo—. Su bufete le mandó para que echara una mano en el proceso. ¿No lo sabías?
Niega con la cabeza.
—No lo he visto. No desde… bueno, desde esa noche.
—Tú lo llamaste.
No es solo una afirmación. Es una acusación. Joder, es una reprobación.
—Necesitaba hablar con alguien y él tenía el número premiado.
—¿Y os acostasteis? —pregunto, cabreada.
Estoy muy cabreada, y no solo porque lo hicieran, sino porque Ollie me mintió.
—¡No! ¡Te lo juro! —dice, haciendo el saludo de los boy scouts—. Pero hubo química, ya sabes.
Me siento aliviada, pero es un triste consuelo.
—Se ha prometido, Jamie. Y está hecho un lío.
—En cuanto a lo primero, lo sé. En cuanto a lo segundo, yo también. Quizá seamos almas gemelas.
—Amigos, sí. Amantes, no.
Me estremezco solo de pensarlo. Puedo ver la película de su relación en mi cabeza y, francamente, no se parece a una de esas novelas románticas de Evelyn.
—Lo sé —dice—. De verdad. Deberías estar orgullosa de mí. No pasó nada.
—¿Orgullosa de ti? —repito, leyendo entre líneas.
Lo que quiere decir es que, si hubiera dependido de Ollie, habría pasado algo entre ellos. Ollie se olvidó de mencionarme eso.
—No estás viendo lo importante —dice—. No me acosté con Ollie. Y eso que por culpa del anuncio me sentía una mierda y me apetecía mucho hacerlo, bueno, ya sabes. Pero no caí en la tentación y eso me hizo pensar que quizá por fin lo había superado. —Suspira—. Y entonces voy y me acuesto con un gilipollas y me cargo el Ferrari de Damien.
Yo me he servido de cuchillas para seguir adelante, pero Jamie utiliza a los hombres. Mi sistema podría parecer el más peligroso, pero a veces no estoy tan segura. Llevo años viendo cómo los polvos casuales de Jamie la destrozan. Ahora, por desgracia, veo un peligro diferente.
—En resumen: estoy preocupada por ti.
—Lo sé —dice—. Yo también.
Guardamos silencio y, por un momento, creo que la conversación ya ha terminado. Entonces, Jamie sube las rodillas y se abraza las piernas.
—Estoy pensando en volver a Texas.
Me quedo boquiabierta y literalmente sin palabras. De todo lo que podría haberme dicho, esta era la única cosa que no me esperaba.
—No puedo pagar el apartamento, así que será mejor que te busques otra compañera. A menos que te vayas a vivir con Damien. Si haces eso, quizá lo venda. El mercado ha mejorado. Puede que consiga suficiente como para comprarme algo en Dallas y pagarle a Damien al menos una parte del destrozo que le he hecho a su coche. Imagino que el dinero de mi apartamento al menos cubrirá un tapacubos, ¿no crees?
—Espera, rebobina. ¿De qué estás hablando? Tú odias Dallas. Siempre has odiado Dallas.
—Mírame, Nik. Soy un desastre. He pasado de tirarme a estrellas del cine a joder con desconocidos. Pero, en realidad, lo único que hago es joderme la vida.
—Estoy de acuerdo —digo sin rodeos—. Pero mudarte a Dallas solo cambia el entorno geográfico.
—Quizá baste con eso. Puede que aquí haya demasiado ruido. Demasiadas tentaciones.
Quiero decirle que se equivoca, pero no estoy segura de que sea así. Solo sé que no quiero que se mude a veinticinco mil kilómetros de distancia. Pero lo que yo quiero y lo que Jamie necesita son dos cosas diferentes.
—Solo te pido que lo pienses bien antes de hacer una tontería —digo por fin.
Sus ojos se encuentran con los míos y ambas nos echamos a reír ante la ironía de mis palabras.
—Ni en sueños —dice, y nos reímos todavía más.
Damos la conversación por terminada y pasamos el resto del trayecto escuchando música a todo volumen, cantando al ritmo de Taylor Swift y bebiendo mimosas. Porque, después de todo, la vitamina C siempre viene bien.
—¿Te has dado cuenta de que por fin somos famosas? —pregunta Jamie cuando vemos a lo lejos la silueta de los edificios del centro de Los Ángeles.
—¿Qué?
—Oh, bueno, al menos yo. Damien siempre ha sido famoso y tú apareces en la prensa cada dos por tres. Pero mira —dice, rebuscando en su bolso para encontrar su móvil y pasármelo—, he hecho fotos de todo lo que he encontrado en internet. Mira.
En la pantalla de su móvil, mezcladas con fotos de un chico realmente guapo, están las fotos de Damien, Jamie y yo en las tiendas del lago Arrowhead. Comiendo, charlando, riendo. Hay una incluso con los brazos de Damien rodeándonos la cintura. Mira por encima de mi hombro y señala la pantalla.
—Esa está por todo Twitter —dice—. No sé si es porque Damien es famoso o porque está buenísimo, pero se ha convertido en algo totalmente viral.
—Quizá sea por ti —digo.
El fotógrafo ha captado a Jamie riendo, con los ojos brillantes y el pelo reluciente. Es la chica enérgica y guapa que tan bien conozco, pero no puedo sino pensar que la imagen que Jamie tiene de sí misma es la de la chica sentada junto a mí en la limusina. Machacada y amoratada, y no demasiado segura de qué hacer con su vida.
Al llegar a Malibú, Jamie aprieta las manos contra la ventana, se asoma al mundo con la frente arrugada por la confusión y luego se vuelve hacia mí.
—Esto no es Studio City —dice, como si fuera yo la que estuviera confusa.
—Te quedas en la casa de Malibú de Damien.
Arquea las cejas y su sonrisa se vuelve ladina.
—Estaba de broma cuando dije lo del trío. Pero si es importante para Damien…
Me pongo las manos en las orejas.
—No puedo oírte —digo una y otra vez hasta que rompe a reír.
—En serio —dice—, ¿por qué me quedo en Malibú? Porque si este es mi castigo por destrozar el Ferrari, no se le da muy bien.
—No es un castigo —digo—. Pragmatismo.
Le explico lo que pasó con la piedra y el mensaje del acosador.
Cuando acabo, pone los ojos como platos.
—¡Hala! Al menos no tienes que vértelas con la chiflada de tu madre. Puedes agradecerme que te la quitara de encima.
—¿Has hablado con mi madre? ¿Cómo? ¿Por qué?
No comprendo lo que me está diciendo, pero dado que yo no dejaría que ni siquiera mi peor enemigo tuviera que vérselas con mi madre, me compadezco de Jamie.
—Me llamó como hace una semana, en el estado de total cabreo típico de Elizabeth Fairchild, y me pidió que, dado que soy tu mejor amiga, te pasara un mensaje. Al parecer, según sus palabras, no las mías, estás emocionalmente confusa, abrumada por tu nuevo novio rico y autoritario, y lo pagas todo con ella, ignorando sus llamadas y sus correos electrónicos.
—Mierda —digo—. Lo siento.
—No, no pasa nada. Cuando me llamó, estaba cabreada con mi madre por alguna tontería que ni siquiera recuerdo ahora. Después de hablar con tu madre, ya me había reconciliado con todo mi árbol genealógico.
—Gracias —digo irónicamente—. Ahora me siento mejor.
Sonríe.
—De todas formas, supongo que está cabreada porque mandaste a alguien a buscar todas tus fotos antiguas y luego empezaste a rechazar sus llamadas. Yo también las ignoraría, Nik, pero ¿por qué le pediste a alguien que fuera a casa de tu madre a por fotos antiguas? ¿A quién odias tanto como para enviarlo allí?
—Es que no hice nada parecido —digo mientras tiemblo de inquietud.
—Quizá no sea tan malo —dice Jamie al ver mi cara de preocupación—. Probablemente solo era un reportero. Alguien que está escribiendo el artículo definitivo sobre la chica que ha cazado a Damien Stark.
De alguna forma, eso no me hace sentir mejor.
Inclina la cabeza y me señala con un dedo.
—A partir de aquí, entramos en una zona libre de preocupaciones. Durante el resto del día, solo arena, olas y margaritas —dice extendiendo la mano—. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.
Acepto porque suena muy bien.