4
Ollie se ha acercado a la mesa de los abogados defensores para sentarse con sus compañeros. Sé que solo pretende enterarse de lo que está ocurriendo, pero su ausencia me hace sentir todavía más perdida. Ya ha pasado más de una hora. Estoy sola y ansiosa por conseguir alguna clase de información. Por primera vez desde que llegué a Alemania me siento de verdad en un país extranjero, porque no tengo ni idea de lo que ocurre a mi alrededor.
Pero no se trata solo del idioma. El hecho de que no hable alemán solo aumenta la sensación. Todos los abogados alemanes hablan inglés con fluidez, y oigo lo que le están diciendo a Ollie, que no es otra cosa que se encuentran tan perdidos como yo. Todos hemos atravesado el espejo, como Alicia, pero me temo que al otro lado encontraremos un espectáculo peor del que esperábamos.
Apoyo las manos sobre el asiento para levantarme, pero me obligo a permanecer sentada. Si empiezo a caminar arriba y abajo solo lograré llamar la atención, y ya me he dado cuenta de que muchas personas de la tribuna me miran y susurran entre ellas. En ausencia de Damien, soy su representante. En circunstancias normales no me importaría, pero hoy no quiero ser el centro de atención.
Cuando tengo la sensación de que voy a enloquecer si la incertidumbre dura un minuto más, se abre la puerta del despacho de los jueces y el grupo sale en silencio. Los primeros en aparecer son los jueces profesionales, con una expresión indescifrable en el rostro. Luego sale Maynard, seguido de herr Vogel. A continuación, los jueces legos, y por último, Damien.
No estoy segura de en qué momento me he puesto en pie, pero cuando le miro sus ojos están a la misma altura que los míos. Tengo las manos pegadas a la falda, cerradas en un puño, y le pregunto en silencio qué ha pasado. No me responde, y aunque le observo con atención, nada en su rostro me ayuda a entender la situación. Su rostro está desprovisto de toda expresión.
Se dirige hacia la mesa de la defensa, a pocos metros de donde estoy. El corazón me da un vuelco porque ya no me mira, y una fría oleada de miedo se apodera de mí. Luego Damien se mueve y me mira de nuevo. Parpadeo para quitarme las lágrimas de los ojos.
«Es algo malo», pienso. Sea lo que sea, es algo muy, muy malo.
Damien aparta la mirada, y la aciaga sensación que me domina se intensifica. Se sienta a la mesa de la defensa, y yo me siento también. Ya hay un testigo, un conserje, que le vio discutir en la azotea con Richter antes de que este se precipitara al vacío y muriera. ¿Y si aparece otro testigo? Es lo único que se me ocurre, y esa preocupación me consume.
Los jueces se sientan de nuevo y Ollie vuelve a su asiento. El juez principal llama al orden justo cuando Ollie se sienta a mi lado.
—¿Sabes qué está pasando? —le pregunto en un susurro.
—No.
No deja de arrugar la frente, y parece tan confuso como yo.
El juez alto empieza a hablar en alemán, pero de un modo lento y tranquilo. Aunque herr Vogel, Maynard y Damien están quietos, los demás abogados de la defensa se revuelven en sus asientos. No saben lo que ha ocurrido en el despacho de los jueces, y en mi opinión parecen a punto de estallar eufóricos.
El público a mi espalda empieza a murmurar. La sombría atmósfera que teñía el lugar ha desaparecido. No entiendo cómo ni por qué, pero estoy segura de que está ocurriendo algo sorprendente. Sorprendente, pero bueno.
Miro a Ollie, porque temo estar imaginándome demasiado, pero me devuelve la mirada y levanta una mano. Tiene los dedos cruzados, y en este momento le besaría. Da igual los problemas que haya tenido con Damien en el pasado, ahora mismo está del lado de Damien. Está de mi lado.
De repente, el juez deja de hablar y se pone en pie para salir de la sala seguido por los demás miembros del tribunal. En cuanto se cierra la puerta a sus espaldas, la sala estalla en una algarabía de ruidos. Vítores, gritos, también abucheos. Uno de los abogados se apiada de mí y se vuelve.
—Los cargos —me dice con fuerte acento alemán—. Se han desestimado los cargos.
—¿Qué? —pregunto como una boba.
—Se acabó —me confirma Ollie a la vez que me abraza—. Damien queda libre, puede volver a casa.
Me suelta y me quedó mirándole paralizada por la sorpresa. No me atrevo a creerlo. Temo no haberle oído bien, y que enseguida me digan que lo he malinterpretado todo, y que el juicio empezará otra vez en cualquier momento.
Me giro hacia Damien, pero sigue de espaldas a mí. El fiscal está delante de él y le habla con gesto grave, pero en voz tan baja que no oigo lo que dice. Maynard está al lado de Damien, y le ha puesto una mano en la espalda, en un gesto que casi parece paternal.
—¿Es verdad? —le pregunto al abogado alemán—. ¿Lo dice en serio?
Sonríe de oreja a oreja, pero su mirada es comprensiva.
—Es verdad —me confirma—. Nunca bromearía sobre algo así.
—No, por supuesto que no, pero ¿por qué? Quiero decir…
Pero el abogado se vuelve para responder a la pregunta de uno de sus colegas. Veo que el fiscal ya se ha apartado de Damien, y una oleada de pura alegría me invade, y ya no me importan ni el cómo ni el porqué.
—Damien.
Mi voz suena alegre. Su nombre tiene un sabor delicioso en mis labios, y quiero apoderarme de este momento y guardarlo. Este instante concreto en que recupero al hombre que creía haber perdido.
Comienza a volverse, y ya me imagino el aspecto que tendrá su cara cuando la mire. Los ojos iluminados por la alegría, el rostro libre de todas las preocupaciones que le han abrumado desde que llegó el pliego de la acusación.
Pero no es eso lo que veo. En vez de llenos de calidez, sus ojos están helados. No hay alegría en su rostro. Tiene una expresión desolada, vacía.
Frunzo el entrecejo, confundida, y luego me levanto para correr hacia él.
—Damien —digo, y le tiendo las manos. Se aferra con fuerza a mis dedos, como si fueran una cuerda de salvamento en un mar tormentoso—. Dios mío, Damien. Ya se ha acabado.
—Sí —me contesta, pero su voz tensa me provoca un escalofrío—. Se ha acabado.
Damien no me suelta la mano mientras volvemos al hotel, pero no dice nada en todo el trayecto. Creo que todavía está aturdido por el resultado del juicio. Probablemente es incapaz de creer que la pesadilla ha concluido.
Estamos a solas. Los abogados se han quedado en el tribunal para encargarse de todas las tareas administrativas que hay que cumplimentar cuando se acaba un juicio. Supongo que el trabajo debe de ser mayor cuando el proceso termina de un modo tan prematuro e inesperado. Dejo que el silencio flote entre ambos hasta que llegamos a la entrada del hotel, donde ya no soy capaz de aguantar más.
—Damien, se acabó. ¿No estás contento?
Yo me pondría a bailar de alegría por el simple hecho de saber que Damien está libre y a salvo.
Me mira, y por un momento su expresión es impenetrable, pero un instante después me sonríe. No es una gran sonrisa, pero al menos es sincera.
—Sí, por lo que a eso se refiere, no podría estar más contento.
—Por lo que a eso se refiere… —repito confundida—. ¿Acaso hay algo más? ¿Qué está pasando? ¿Por qué han retirado los cargos?
Pero el botones abre el coche y Damien se apresura a salir. Murmuro una palabrota y le sigo. Damien me tiende la mano para ayudarme a salir y entrelaza sus dedos con los míos mientras recorremos la corta distancia que nos separa de la entrada del hotel.
Estoy tan ensimismada en mi nube de alegría y de confusión que tardo en darme cuenta de que a los lados de la entrada se arremolinan decenas de periodistas, y que el personal del hotel ha formado dos barreras humanas para que podamos pasar.
Damien ya era una gran noticia cuando lo iban a juzgar por asesinato. Ahora que han desestimado los cargos, es una noticia todavía mayor.
El conserje nos saluda y nos entrega un fajo de mensajes que recojo yo, puesto que a Damien parecen no interesarle. Todos son felicitaciones, y el propio conserje añade la suya. Damien le contesta con educación y le da las gracias, y luego me arrastra hasta el ascensor.
—Se me ocurrió que podíamos tomar algo en el bar —le digo.
Es mentira. No había pensado en ello, pero quiero provocarle una reacción a Damien, aunque me disgusta obligarle a elegir.
—Ve tú si quieres.
—¿Yo sola?
Noto cómo me baja por el costado una gota de sudor. El pánico empieza a apoderarse de mí.
—Ollie llegará en cualquier momento. Seguro que está encantado de tomar algo contigo.
—No quiero tomar algo con Ollie —le replico.
Me siento orgullosa de mantener la voz tranquila cuando lo que en realidad querría es ponerme a gritar, porque el Damien que está dispuesto a dejarme en el bar con Ollie McKee no es el Damien que conozco y amo. Doy un paso para acercarme a él.
—Por favor, Damien, dime qué pasa.
—Tengo que ir a la habitación.
Llega el ascensor y Damien entra, como para demostrar lo que acaba de decir. Le sigo y le miro con los ojos entornados. Por primera vez advierto las gotas de sudor que le brotan en la línea del cabello, los ojos inyectados en sangre y la piel pálida y cerúlea.
—Dios mío, Damien…
Alargo una mano para tocarle la frente mientras el ascensor nos lleva hasta la suite presidencial. Él se aparta.
—No tengo fiebre.
—Entonces ¿qué demonios te pasa?
No me responde, y luego respira profundamente antes de decidirse a hablar.
—Solo estoy molesto.
—¿Molesto? —Noto cómo elevo la voz, y me obligo a bajar el tono—. ¿Porque han retirado los cargos?
—No. No es por eso.
Se abren las puertas del ascensor y le sigo por el pasillo hasta nuestra habitación; al llegar a la puerta nos detenemos.
—Entonces ¿qué pasa? —insisto mientras mete la tarjeta en la cerradura. Sigo hablando con una calma impostada—. Maldita sea, Damien. Háblame. Dime qué ha pasado.
El puntito rojo se vuelve verde y Damien abre la puerta y entra en la habitación. No estoy segura de si me lo he imaginado, pero me parece que camina de un modo inseguro, como si temiera que el suelo fuera a abrirse bajo sus pies. Jamás lo he visto así y empiezo a temer por él.
Aunque diga que está molesto, no le creo. Cuando Damien está molesto, ataca. Aparece su famoso mal carácter y toma el control de la situación. Incluso de mí.
Pero ahora da la impresión de que ese autodominio se le escapa como arena entre los dedos. No está molesto. Más bien parece a punto de derrumbarse. Y yo tengo miedo, mucho miedo.
—Damien. Por favor —insisto.
—Nikki…
Me atrae hacia él y, pese a la sorpresa, casi grito de alegría. «Sí. Bésame, tócame, utilízame», pienso. Le daré todo lo que necesite. Y él lo sabe. Lo sabe muy bien.
Pero no hace nada. Nada aparte de agarrarme por los cabellos y mantenerme inmóvil.
—Damien…
Con la sensación de que me han arrancado su nombre de los labios, levanto la cabeza y aplasto mi boca contra la suya en un beso agresivo. Responde de inmediato y con fuerza, y con las manos todavía en mi nuca me aprieta aún más contra él. El beso es brutal. Violento. Los dientes entrechocan, y Damien me muerde el labio. Noto el sabor a sangre, pero no me importa. Al contrario. Tengo la sensación de volar impulsada por la pasión de su contacto, por el deseo que le recorre.
Su cuerpo se tensa contra el mío y me agarra el culo con la mano. Cuando se pega a mí con todas sus fuerzas noto su erección debajo de los pantalones. Me froto contra él y casi me derrito por el alivio al rojo vivo que arde dentro de mí.
«Ha vuelto. Ha vuelto», pienso.
Pero solo es una ilusión, porque de repente me empuja hacia atrás y veo su mirada salvaje y perdida mientras jadea con fuerza. Se apoya en el respaldo de una silla para mantener el equilibrio, y luego aparta la mirada. Pero es demasiado tarde: en sus ojos he visto una expresión de horror.
Me quedo helada, pero no por el miedo, sino porque soy consciente de mi impotencia. Me ha echado fuera, y no sé cómo volver a él.
—No —susurro, y es la única palabra que soy capaz de pronunciar.
No creo que vaya a hacerme caso, pero levanta la cara y, al ver lo pálido que está, se me escapa un jadeo de sorpresa. Me pongo a su lado de inmediato y le paso la mano por la mejilla. Tiene la piel fría y pegajosa.
—Voy a llamar al médico del hotel.
—No.
Me mira directamente a los ojos y veo dolor en su ojo de color ámbar, pero el ojo negro está vacío y lejano como la noche. Se acerca al sofá y se sienta con los codos apoyados en las rodillas y la frente en las manos.
—Damien, por favor. ¿Por qué no me dices lo que está pasando? ¿No puedes hablar conmigo?
No se mueve.
—No.
Esa simple palabra me atraviesa, no con rapidez y limpieza como haría una hoja de acero afilado, sino de un modo brutal y desgarrador, como un cuchillo serrado contra la carne desprevenida.
«Puedo hacerlo. Con un solo movimiento rápido. Puedo hacerlo, y luego seguir al dolor hasta aquí. De vuelta con Damien. Necesito ese punto de anclaje. Necesito…»
«¡No!»
Me encojo y aparto la cara. No quiero que vea adónde me está llevando mi mente. No quiero que vea cuánto me cuesta reprimir el impulso de ir corriendo al baño y rebuscar en su neceser marrón, abrir la cuchilla de afeitar y sacar la hoja nueva, pequeña y afilada, tentadora…
Me concentro en la respiración, en encontrar mi centro. He acabado confiando en la fuerza de Damien, y ahora no puedo sino preguntarme si seré capaz de hacerlo sola.
Damien se tumba en el sofá, pero permanece con los ojos abiertos. Alarga una mano hacia mí. Me acerco y me arrodillo a su lado para pegarme a su cuerpo, con el corazón henchido y a punto de reventar. Estoy aterrorizada. Temo que la felicidad sea temporal y que el universo se esté corrigiendo a sí mismo y convierta nuestro romance en una tragedia.
—Te quiero —le digo casi con desesperación.
En realidad, lo que quiero decir es «Me estás asustando».
Se lleva mi mano a la boca y me besa los nudillos.
—Voy a echarme una siesta —me dice con los párpados entornados.
—Sí, claro.
Su excusa tiene sentido, y la acepto con la fuerza de la desesperación. Al fin y al cabo, anoche nos acostamos tarde, y sé que Damien no durmió bien cuando volvimos. Lo sé porque yo casi no pegué ojo, y cada vez que me despertaba, él estaba mirando al techo o se removía en la cama. Solo estaba calmado cuando me abrazaba.
El recuerdo me tranquiliza. No sé lo que le está pasando a Damien ahora, pero sé que, en el fondo, me necesita tanto como yo a él.
Me aprieta una última vez la mano antes de soltármela. Le quito los zapatos y le tapo suavemente con una manta. Ya tiene cerrados los ojos, y el pecho le sube y le baja al compás de la respiración.
Empiezo a caminar de puntillas hacia la puerta del dormitorio, pero oigo el zumbido de su teléfono. Suelto una maldición y vuelvo rápidamente al sofá porque no quiero que el móvil le despierte.
Lo encuentro en el bolsillo interior de su chaqueta y lo saco con rapidez. No reconozco el número, y contesto con la intención de apuntar un mensaje.
—Es el teléfono de Damien Stark. Diga —murmuro mientras me alejo para no despertarle. Oigo una especie de exclamación contenida, y luego nada más—. ¿Diga?
Solo se oye el silencio que sigue a colgar una llamada. Frunzo el entrecejo, pero no le doy mucha importancia. Pongo el móvil en modo silencio y se lo dejo encima de la mesa de trabajo, donde lo pueda encontrar con facilidad.
Entro en el dormitorio y me quito el Chanel clásico y formal que he llevado al juicio. Me pongo un vestido amarillo intenso con la esperanza de que el color alegre me levante el ánimo. Me dejo puesto el collar de perlas y lo acaricio con los dedos mientras recuerdo el contacto de las manos de Damien en el cuello cuando me lo puso esta mañana. Me tumbo en la cama e intento dormir un poco, pero no lo consigo y mi humor no mejora. Al cabo de un rato, ya no puedo soportarlo más. Necesito respuestas, y solo se me ocurre un modo de conseguirlas.
Saco mi móvil y mando un mensaje de texto.
Soy Nikki. Necesito verte. ¿Estás en el hotel? ¿Podemos quedar?
Casi contengo la respiración mientras espero la respuesta. Albergo la esperanza de que me conteste y no se limite a hacer caso omiso de la súplica. Pasa tanto tiempo que empiezo a pensar que eso es exactamente lo que va a hacer. Momentos después llega la respuesta, y me inclino aliviada sobre el móvil.
Habitación 315.
Cojo mis cosas y me dirijo con paso presuroso al ascensor. Quiero llegar antes de que cambie de opinión. Mantengo el dedo sobre el botón de llamada incluso cuando se enciende la flecha de bajada. Por fin llega el ascensor, y me uno a una pareja de adolescentes que están muy juntos y tienen una mano metida en el bolsillo trasero de los vaqueros del otro. Al verlo sonrío, pero me vuelvo, pues temo ponerme a llorar ante esa simple muestra de afecto en público.
Salgo antes que ellos, en la tercera planta, y tardo un momento en orientarme. Luego echo a correr por el pasillo hasta que llego a la puerta 315. Llamo y espero, y dejo escapar un suspiro de alivio cuando Charles Maynard abre la puerta y me invita a pasar con un gesto.
—Gracias por aceptar verme —le digo—. Damien está… está dormido.
Es un eufemismo para decir que está destrozado, y creo que Maynard lo sabe. Me señala el sofá.
—Siéntate. ¿Quieres beber algo? Acababa de entrar cuando recibí tu mensaje. Estaba pensando pedir algo de almorzar, aunque ya sea tarde.
—No, gracias —le contesto mientras se dirige hacia el mueble bar y se sirve un generoso vaso de whisky.
—Debes de sentirte aliviada —comenta Maynard, lo que probablemente sea lo más ridículo que me han dicho jamás.
—Por supuesto que lo estoy —le replico en un tono más irritado de lo que pretendía.
Me mira por encima de la botella de whisky.
—Lo siento. Eso ha sonado algo condescendiente.
Agacho la cabeza y me encojo de hombros.
—He venido porque no entiendo qué ha pasado, y necesito saberlo. Necesito saberlo porque Damien…
No soy capaz de acabar la frase. No puedo revelar, ni siquiera a este hombre, que lo conoce desde que era un niño, que por alguna razón que desconozco esa parodia de juicio ha destrozado a Damien.
Pero al mismo tiempo no puedo marcharme sin más. Maynard es la única oportunidad de conseguir una respuesta, y no puedo salir de aquí sin tenerla.
Así que me quedo a la espera, y el único sonido que se oye es el zumbido del aire acondicionado. Temo que Maynard siga sin decir nada, y que yo me vea obligada a contarle que Damien ha entrado en el hotel como un zombi. Que ahora mismo está dormido en el sofá. Que parece aturdido, como alguien que acaba de librar una batalla.
No quiero contárselo, porque tengo la sensación de que en cierto modo sería como traicionar a Damien. Damien Stark no es un individuo que muestre debilidad alguna, y el hecho de que la haya mostrado en mi presencia es una prueba más de que confía plenamente en mí. Pero ese compromiso me impide hablar, decirle a Maynard por qué he acudido a él.
Gracias a Dios, el propio Maynard acude en mi ayuda.
—Está consumido por la angustia, ¿verdad?
—¿Qué ha pasado en el despacho del tribunal? ¿Por qué han desestimado el caso?
Maynard me mira fijamente durante un buen rato, y soy consciente de que duda si contármelo o no.
—Por favor, Charles. Necesito saberlo.
Transcurre otra pausa, y luego hace un gesto de asentimiento. Un simple movimiento rápido de la cabeza, pero eso parece cambiarlo todo. Me siento más animada. Respiro con más facilidad. Me inclino hacia delante, y ya no me importa lo que me va a decir, solo necesito oírlo para saber la verdad.
—Los jueces recibieron fotografías y una grabación de vídeo —me explica Maynard—. Ocurrió después de la declaración inicial del fiscal. De ahí la reunión en el despacho del tribunal. Les mostraron las imágenes tanto al fiscal como a la defensa. Ante esas pruebas, los miembros del tribunal decidieron retirar los cargos.
—¿El tribunal? Creía que era el fiscal el que decidía a quién se juzgaba.
—La discreción procesal del fiscal es un poder bastante amplio en Estados Unidos, pero no en Alemania. La decisión final está en manos de los miembros del tribunal, y tanto la defensa como el propio fiscal presentaron de inmediato argumentos para apoyar la decisión de retirar los cargos.
Asiento, aunque no estoy muy interesada en los detalles legales sobre quién tiene el poder para dejar libre a Damien. Solo quiero saber por qué.
—Vale —digo un tanto tensa—. ¿Qué se veía en las fotografías y en el vídeo?
Maynard mira fijamente los papeles que tiene sobre la mesita de café, y luego se pone a ordenarlos con desgana.
—Exactamente lo que Damien quería ocultar en su declaración. Esos detalles de su vida que quiere mantener en privado. —Maynard me mira—. No me pidas que te cuente nada más, Nikki. Solo con decirte esto ya he traspasado los límites éticos de mi profesión.
—Entiendo.
Me cuesta pronunciar esa única palabra por el nudo que se me ha formado en la garganta. Puede que no sepa con exactitud lo que se ve en esas imágenes, pero me hago una idea, y entiendo por qué Damien se ha hundido al verlas.
Me pongo en pie; en este momento solo quiero estar a su lado, abrazarle y acariciarle y decirle que todo irá bien. Que nadie más lo sabe.
Entonces, se me ocurre algo terrible.
—¿El tribunal va a publicar todo eso?
Maynard niega con la cabeza.
—No —contesta con firmeza—. Damien se llevó los duplicados, y el tribunal ha ordenado que todo el material original quede bajo secreto de sumario.
—Bien. —Me dirijo hacia la puerta—. Gracias por decírmelo.
—Dale un poco de tiempo, Nikki. Ha sido una experiencia terrible, pero en realidad esto no cambia nada. En esas fotos no había nada que no estuviera ya en su pasado.
Asiento con la cabeza; al pensar en el muchacho que tuvo que vivir esa pesadilla se me parte el corazón.
—Gracias —le digo de nuevo.
Salgo al pasillo y cierro la puerta. Respiro hondo y me apoyo en el marco. Me estremezco y me caigo al suelo; las piernas no me sostienen. Apoyo la frente en las rodillas, rodeo las piernas con los brazos y me echo a llorar.
No es de extrañar que Damien se haya hundido. Lo único en el mundo que quería mantener oculto aparece de pronto como un meteorito y le da de lleno en la cabeza. Y sí, las fotografías han quedado bajo custodia, pero los jueces y los miembros del jurado las vieron, y los abogados también, y todavía hay alguien que posee las copias originales.
«Mierda».
Necesito volver con él. Necesito abrazarle y decirle que todo irá bien, así que me pongo en pie y camino lentamente hacia el ascensor. Pulso el botón de subida para que el ascensor me lleve de nuevo a nuestra habitación, y de inmediato me maldigo por mi egoísmo. ¿«Necesito» volver con él? ¿«Necesito» abrazarle? Lo que Damien necesita es descansar. Me lo ha dicho él mismo. Lo que yo quiera, lo que yo necesite, puede esperar.
Aprieto con una brutalidad casi dolorosa el botón de bajada, pero no quiero esperar. Necesito moverme, y ya que no me muevo hacia Damien, tengo que dirigirme hacia algún otro lugar. Me giro en mitad del pasillo y de pronto me siento un poco perdida. Una señal luminosa al final del corredor indica la puerta que da a las escaleras. Empiezo a correr hacia allí, pero me detengo para quitarme los zapatos. Los agarro por los tacones y bajo descalza los tres tramos de escaleras. El ejercicio me sienta bien, me parece apropiado, y cuando llego al final, me pongo de nuevo los zapatos y salgo al vestíbulo.
No tengo muy claro lo que quiero hacer. Ha sido un día muy largo y estoy tan agotada que el sol que brilla a través de los ventanales del hotel me parece fuera de lugar, pero todavía es primera hora de la tarde de un maravilloso día de verano.
Me vuelvo hacia la entrada, pero me detengo al notar la vibración del móvil. Lo saco con rapidez esperando que sea una llamada de Damien. Es un mensaje de Ollie.
Date la vuelta.
Al volverme lo veo detrás, a pocos metros de la entrada del bar. Levanta una mano para saludarme. No puedo evitar sonreírle y devolverle el saludo.
Levanta el móvil y le veo teclear otro mensaje. Un segundo después, mi móvil suena de nuevo.
Señorita, ¿puedo invitarla a una copa?
Tampoco puedo evitarlo: me echo a reír. «Un poco temprano, ¿no?», tecleo, pero no llego a mandar el mensaje porque el móvil se apaga. «Mierda». Ahora recuerdo que anoche se me olvidó recargarlo cuando volvimos del lago.
Lo sostengo en alto para que Ollie lo vea bien y después lo cojo con dos dedos y lo dejo caer con un gesto exagerado dentro del bolso, como si estuviera tirando algo inútil y un poco desagradable. Luego camino hacia él. Ollie entra primero y, cuando llego, lo veo sentado ya a la barra. El camarero aparece delante de nosotros con un martini para Ollie y un bourbon con hielo para mí.
—Gracias —les digo tanto al camarero como a Ollie—. Es un poco temprano.
—A mí no me lo parece. Hoy no, al menos.
Bebo un sorbo.
—No —admito—. Hoy no.
Remueve el martini con el palito en el que está pinchada la aceituna.
—Me alegro de que Stark haya salido bien. De verdad. Te lo prometo.
Le miro fijamente porque no entiendo a qué viene eso, pero sus palabras constituyen un bienvenido destello de alegría en un día de mierda que, en realidad, debería haber sido un día maravilloso. Así que hago lo único que puedo hacer: le sonrío y le doy las gracias.
—Pensé que estarías encerrada celebrándolo —me comenta.
—Damien duerme.
—Debe de estar agotado. Yo también lo estoy. Ha sido una experiencia tremenda.
Esto no es más que cháchara, y no la soporto.
—¿Sabes por qué han retirado los cargos?
Inclina la cabeza hacia un lado y me mira fijamente.
—¿De verdad quieres que cruce esa línea?
Me lo pienso un momento. Recuerdo que Damien está destrozado. En el pasado siempre me he negado a escuchar lo que Ollie tenía que decirme sobre Damien, pero ahora temo que si no sé con exactitud lo que hay en esas fotografías, no podré ayudarle.
—Sí. Quiero saberlo —respondo con firmeza.
Deja escapar un sonoro suspiro.
—Mierda, Nikki. No lo sé. Por una vez no puedo decirte nada. Lo siento.
Espero notar una oleada de irritación en mi fuero interno, pero no llega. En vez de eso, me inunda una enorme sensación de alivio. Sea lo que sea lo que aparece en esas fotografías, no quiero que Ollie lo sepa.
—No importa —le tranquilizo al mismo tiempo que cierro los ojos—. No importa.
Toma un largo trago de su martini.
—¿Quieres que almorcemos juntos, aunque sea tarde? ¿Pasar un buen rato? ¿Inventarte la conversación que mantienen las personas de otras mesas?
Sonrío, pero solo un poco. Una parte de mí quiere decirle que sí, que quiere intentar arreglar lo que se haya estropeado entre nosotros. Pero la otra…
—No —digo, negando con la cabeza—. Todavía no estoy preparada.
Veo que se le tensan los músculos de la cara.
—Vale. No pasa nada —me dice—. Ya tendremos tiempo de hacerlo cuando volvamos a casa. —Roza con la punta del dedo el borde de la copa—. ¿Has hablado con Jamie?
—No mucho —admito—. He estado demasiado preocupada por otras cosas.
—Supongo que sí. ¿Te contó que el cabrón de Raine hizo que la despidieran del anuncio?
Se me hunden los hombros.
—Mierda —susurro—. ¿Cuándo?
—Justo después de que te marcharas.
—No me dijo nada. —Imagino que Jamie no querría preocuparme con sus problemas sabiendo lo del juicio de Damien, pero aun así me da la impresión de que he cometido un error garrafal con mi mejor amiga—. ¿Y cómo está? ¿Ha hecho más pruebas? ¿Ha conseguido algo?
—No lo sé. No la he visto desde entonces. Quiero alejarme de la tentación.
No me mira a los ojos.
—No debería ser una tentación. No si Courtney es de verdad la elegida.
—¿Eso existe de verdad? —Me mira fijamente—. ¿O se trata de un mito romántico?
—Existe de verdad —le respondo mientras pienso en Damien y siento el corazón lleno de amor—. Es lo más verdadero que existe en el mundo.
—Puede que tengas razón —me dice, y me apeno un poco, porque lo que he dicho no debería entristecerle, y menos estando como está a punto de casarse.
Sacude levemente la cabeza como si quisiera despejarse y luego se bebe de un trago el resto de la copa.
—Me voy a tumbar en la cama, cerraré los ojos y sentiré cómo da vueltas la tierra. ¿Y tú?
Pienso en Damien. Si vuelvo, querré tocarle, aunque solo sea para asegurarme de que es de verdad y de que está ahí. Pero necesita dormir, y, ahora mismo, el único modo en que puedo ayudarle es dejándole descansar.
—Voy a salir. Necesito una terapia de compras.