5

Salgo del hotel y giro a la izquierda. Deambulo sin rumbo fijo por esta calle hermosa que he recorrido tantas veces con Damien. Al igual que Rodeo Drive y la Quinta Avenida, Maximilianstrasse tiene su propio ritmo, su propia cadencia. Y al igual que esas calles también famosas, muestra el intenso brillo del dinero. La semana pasada iba de la mano de Damien mientras paseábamos y comprábamos. Esta calle era un lugar mágico que disipaba el sombrío humor provocado por el juicio, y que nos proporcionaba momentos brillantes envueltos con el reluciente lazo del lujo.

Hoy ansío de un modo desesperado volver a ese estado mental, dejar que los picaportes de bronce pulido y los transparentes e impecables escaparates me llenen la cabeza y no dejen espacio para las preocupaciones. Pero no funciona, y esta calle que me proporcionó diversión y fantasía mientras Damien y yo íbamos de la mano, ahora me parece un lugar abarrotado de gente ansiosa y pasmada que empujan y se abren paso, y que están en el mundo con demasiado tiempo libre y muy poco que hacer.

«Maldita sea». Debería estar celebrándolo. Mierda, Damien debería estar celebrándolo.

Camino unas cuantas manzanas y paso de largo por delante de Hugo Boss, de Ralph Lauren y de Gucci, hasta que llego a una galería pequeña que Damien y yo descubrimos por casualidad al tercer día de estar en Munich. El encargado, un hombre delgado con una sonrisa contagiosa, me saluda de inmediato. Dado que tonteó de un modo descarado con Damien y que a mí no me hizo ningún caso, me sorprende que me reconozca.

Fräulein! Me alegro de verla, pero ¿no debería estar de celebración? ¿Y dónde se encuentra el señor Stark? Me he alegrado tanto de que le declararan inocente.

—Gracias. —No puedo evitar sonreír ante su efusividad. Es la clase de reacción que había esperado ver en Damien—. La verdad es que está durmiendo. Han sido dos semanas agotadoras.

El encargado asiente con gesto comprensivo.

—¿Qué puedo hacer por usted?

Pensaba que había estado caminando con el piloto automático, pero ahora me doy cuenta de que he venido aquí por una razón.

—Pueden enviar el material, ¿verdad?

—Por supuesto —me confirma, y tiene la educación y la experiencia suficientes como para no soltar un bufido ante una pregunta tan boba.

—Querría mirar esas fotografías en blanco y negro —le comento al mismo tiempo que señalo la estancia donde Damien y yo pasamos más de una hora contemplando la magnífica obra de un fotógrafo local.

Seguí a Damien hasta Alemania con tanta rapidez que olvidé traerme mi cámara, y aunque no es un momento oportuno para sacar fotografías de recuerdo, ha habido instantes que me habría gustado inmortalizar. La cámara ha sido mi amuleto protector durante años. Mi primera cámara fue la Nikon que mi hermana Ashley me regaló en mi primer año de instituto. La última ha sido la Leica digital que Damien me regaló en Santa Bárbara, un obsequio maravilloso que refleja lo bien que me conoce, y lo mucho que quiere agradarme.

Ahora me toca agradarle a él. Aunque no se siente a gusto detrás de la cámara, tiene un gusto excelente para escoger imágenes, y los dos nos sentimos impresionados por la maravillosa composición y la luz etérea de esta serie de fotografías.

Me paro delante de una que muestra una puesta de sol tras una cadena de montañas. Los haces de luz parecen surgir de la propia fotografía, y aunque las sombras son intensas, todavía se distinguen todos y cada uno de los detalles de las laderas rocosas. Es hermosa y oscura y romántica e inquietante. Me recuerda a Damien. A cuando me abraza con fuerza y me susurra que entre nosotros nunca se pondrá el sol.

Quiero regalarle esta fotografía. Quiero colgarla en el dormitorio de su casa de Malibú como un recordatorio de todo lo que hay entre nosotros. Quiero que los dos sepamos que incluso en la oscuridad siempre habrá un rayo de luz y que, pase lo que pase, siempre estaremos juntos. Quiero una imagen que diga «Te amo».

—Es una fotografía muy hermosa —comenta el encargado a mi espalda—. Además, se trata de una edición limitada.

—¿Cuánto cuesta?

Me dice el precio, y por poco me da un ataque de corazón. Sin embargo, lo cierto es que aparte del alquiler del Lamborghini no me he gastado en cosas frívolas nada del millón que tengo. Me giro de nuevo hacia la fotografía, y me doy cuenta de que posee una extraña importancia, y sé que si no la compro me arrepentiré cada vez que note el brillo de su ausencia en las paredes de la casa de Malibú.

Me vuelvo de nuevo para mirar al encargado, pero en vez de eso acabo fijándome en el escaparate. Veo a una mujer al otro lado, con el borde del sombrero pegado al cristal, como si intentara mirar en el interior de la galería. No hay nada extraño en ello; después de todo, mucha gente mira a través de los escaparates de las galerías, pero tiene algo que me resulta familiar, y por su postura deduzco que no está contemplando las fotografías, sino que me está mirando a mí.

Me estremezco; de pronto me siento irracionalmente inquieta.

Fräulein?

—¿Qué? Ah, disculpe.

Vuelvo a concentrarme en el encargado, pero no puedo dejar de mirar de vez en cuando a la mujer. Se aparta del escaparate y sigue caminando. Respiro hondo por el alivio, y luego me reprendo mentalmente. Sonrío a mi interlocutor.

—Sí. Me lo llevo —le digo con convicción.

El encargado se limita a asentir con un gesto educado, pero al pensar que en su fuero interno debe de estar saltando de alegría, no puedo evitar sonreír.

—El fotógrafo estará en la ciudad este fin de semana. ¿Le gustaría que le firmara su obra para usted y el señor Stark?

—Eso sería maravilloso. ¿Tiene un papel?

Por supuesto que lo tiene, y mientras él se dedica a infligirle una grave sangría a mi tarjeta de crédito, le escribo la dirección a la que quiero que envíe la fotografía y la dedicatoria que deseo que firme el artista.

—Que pase un buen día, fräulein, y por favor, dígale al señor Stark que me alegro mucho por él —me dice mientras salgo.

—Lo haré.

Vuelvo a la Maximilianstrasse. Esta calle espectacular me parecía un sitio lúgubre hace menos de una hora. En estos momentos todo brilla un poco más. Continúo con el paseo, pero esta vez presto un poco más de atención a los escaparates de las tiendas por las que paso. Me detengo delante para mirar bolsos y vestidos, y trajes para Damien. En un par de ocasiones me parece ver a la mujer del sombrero, pero cuando me doy la vuelta, no veo a nadie. Frunzo el entrecejo, porque no suelo ver fantasmas, así que tengo la certeza de que la mujer no es fruto de mi imaginación.

Dudo mucho de que sea yo lo que le interese. Seguramente se trata de una periodista que sabe que si me sigue el tiempo suficiente acabará encontrando a Damien. Tengo ganas de acercarme a ella para decirle que no me gusta nada que me acosen de ese modo, pero aunque ahora me fijo en la cara de la gente y en los reflejos de los escaparates, no vuelvo a verla.

Deambulo por la avenida y por las calles secundarias durante casi tres horas hasta que no puedo soportarlo más. Sé que Damien necesita descansar, pero yo también necesito a Damien. Ya lo sé, es egoísta, pero me he aguantado todo lo que he podido.

Casi he llegado al hotel cuando me acuerdo de una boutique en la que Damien y yo nos fijamos mientras regresábamos paseando de cenar, y decido hacer una última parada. Saludo con la mano al botones del Kempinski cuando paso por delante del hotel y cruzo corriendo la calle para recorrer las dos manzanas que me separan del Marilyn’s Lounge, una tienda de lencería de lujo. No sé si alguna excitante prenda de lencería sacará a Damien de su lúgubre estado, pero no le hará ningún daño.

Cuando llego a la tienda, vislumbro una cabeza de pelo negro azabache. «¿Damien?» Titubeo un momento, y luego me pongo de puntillas para intentar mirar por encima de la multitud de la calle, pero no vuelvo a verle.

Pese a ello, Damien y la mujer desconocida se unen en mis pensamientos, y no logro quitarme de encima una extraña y funesta sensación. Tuerzo el gesto porque me siento un poco tonta, y cruzo la puerta del Marilyn’s Lounge.

Una rubia de cabello ondulante con ojos de gata se me acerca de inmediato, y cuando le digo que quiero ropa de dormir seductora con la que no tengo intención de dormir, me sonríe con unos magníficos dientes blancos.

—Ha venido al lugar adecuado, señorita Fairchild.

Logro no mostrar reacción alguna. A estas alturas, ya debería estar acostumbrada a ser una celebridad.

Se concentra por completo en atenderme a mí y deja que su compañera de cabello oscuro se ocupe de la media docena de clientas que vagan por la tienda observando las pequeñas prendas de satén y de seda. Algunas ponen cara de interés y sorpresa, mientras que otras muestran la expresión relajada de veteranas en el arte de la seducción. La más joven de todas solo mira los picardías blancos, así que la identifico de inmediato como una novia a punto de casarse.

Pero no tengo tiempo de trabar conversación con las demás compradoras, porque mi encargada es una mujer estricta y exigente. Saca de un tirón una cinta métrica y me ordena que ponga los brazos en cruz. Luego se me acerca más de lo que nadie se me ha acercado desde hace mucho tiempo, excepto Damien. Me comunica la talla del sujetador, que ya conozco, y procede a llevarme por toda la tienda tomando camisolas con ligueros a juego, sujetadores de copa abierta, medias enteras, camisones con picardías e incluso una serie de prendas de lencería de corte antiguo que me recuerdan a Rita Hayworth y demás reinas del glamour del cine clásico.

Para cuando me conduce por fin al probador, que parece una pequeña habitación de hotel, llego a la conclusión de que no soy la compradora experta que creía ser. Me ha dejado completamente agotada, y siento alivio y diversión a partes iguales cuando veo la cubeta llena de hielo con una botella de champán ya descorchada. Hay dos copas alargadas de cristal tallado sobre una mesa de mármol, junto a una jarra de zumo de naranja. Está claro que el zumo es para contrarrestar el tremendo bajón de azúcar en sangre después del esfuerzo. Y el champán, para aligerar la cartera.

Me sirvo un mimosa (después de todo, ya traía la cartera bastante suelta cuando entré por la puerta), mientras mi vendedora cuelga picardías, camisones y camisolas sobre una barra. Luego deja una bolsa de tela con el monograma bordado. Rebosa de lo que a primera vista parecen simples trozos de tela, pero que en realidad es una colección de ropa interior sexy. Si ponerme y quitarme toda esta ropa de lujo me deja exhausta, siempre puedo descansar en el enorme sofá de la escasamente iluminada habitación.

Si el negocio de la lencería decayera, la tienda podría alquilar el probador como vivienda de alto standing.

La primera prenda es de un tejido negro tan suave que me parece haberme puesto alrededor una nube. Es un poco más largo que un picardías, y me queda un poco por encima de la mitad del muslo. Tiene una faldilla con frufrú y un corpiño ajustado que consigue que mis pechos, que no están precisamente caídos, parezcan más grandes y erguidos. Coloco por encima del conjunto las bragas estilo tanga para ver qué efecto tienen, y debo admitir que me gusta. Y aunque incumplo gravemente una norma de la tienda al hacerlo, me pongo el tanga. ¿Por qué no, si ya he decidido comprarlo?

La prenda es poco más que un diminuto triángulo de tela que se mantiene en su sitio mediante un hilo negro elástico. Giro lentamente sobre mí misma para comprobar el estilo de diva de Hollywood en el espejo de tres hojas que hay en una de las esquinas de la estancia. La verdad es que no tengo mal aspecto, y lo que es más importante, creo que a Damien le gustará verme con esta ropa… y ver cómo me la quito.

Sonrío, y estoy a punto de quitarme el picardías para probarme otra cosa cuando la dependienta llama a la puerta.

—He encontrado otra cosa que quizá le gustará. ¿Puedo entrar?

—Claro. Gracias.

Tiro del corpiño hacia abajo para cubrirme, al menos para taparme todo lo que puede cubrir un picardías transparente y corto, y la puerta se abre. Me espero una orgía de frufrús, lacitos, sedas y satenes. Lo que veo es a Damien.

—¡Oh!

Me mira fijamente a la cara. La mirada del ojo casi negro parece meterse hasta lo más profundo de mi ser, mientras que el de color ámbar tiene una expresión tan dulce, tan llena de disculpa, que estoy a punto de echarme a llorar. Entra en el probador y la cabeza empieza a darme vueltas, como si hubieran sacado todo el oxígeno de la habitación.

—Me pareció que quizá querrías una segunda opinión —me dice con una media sonrisa.

—Sí… claro. Sería estupendo. —Apenas soy capaz de hablar. Miro a la dependienta, quien me sonríe y sale cerrando la puerta tras de sí—. ¿Te dejan… puedes quedarte aquí?

—Por lo que se ve, sí.

Da un paso hacia mí con esa actitud arrogante tan propia de él y que conozco tan bien. Sonrío de alivio, de nerviosismo, de alegría.

—Lo siento —me dice.

Al oír estas simples palabras estoy a punto de estallar de emoción.

—No tienes por qué disculparte —le contesto. La expresión de su cara no cambia, pero percibo la sonrisa que ilumina sus ojos. Mi sensación de alivio crece de forma exponencial—. ¿Cómo has sabido dónde estaba?

Avanza de nuevo, y esta vez se detiene a pocos centímetros. Todo el cuerpo me palpita con su simple cercanía. Quiero lanzarme en sus brazos, pero me quedo quieta. Hoy debe ser Damien quien haga el primer movimiento.

—Ya te lo dije: siempre te encontraré.

Sus palabras son tan suaves como la seda sobre mi cuerpo, e igual de íntimas. Quizá el botones le ha comentado que me vio, pero no importa. Ahora mismo lo único que importa es el deseo que arde en sus ojos. Es más peligroso que la llama más ardiente, pero me da igual. Más bien al contrario, ansío ese calor. Puede que Damien haya apagado ese fuego en el hotel, pero ahora está aquí, y diez veces más intenso, y lo único que yo quiero es que arda sin límites. Que nos rodee y nos reduzca a cenizas.

Pasea lentamente la mirada por mi cuerpo y por la minúscula prenda que lo cubre. No me toca, pero da igual. Siento un cosquilleo en la piel, y el vello de los brazos y de la nuca se me eriza por la electricidad estática que recorre el probador. Me alegro de haber decidido comprar el tanga, porque solo con estar a su lado ya lo he humedecido.

—Acabaremos saliendo otra vez en la prensa amarilla —le susurro.

Hace un gesto negativo con la cabeza.

—Puedo ser muy persuasivo cuando quiero. No dirá nada.

—¿De veras? ¿Hasta qué punto ha sido persuasivo, señor Stark?

—Todo lo persuasivo que puedo ser con mil euros. —Sonríe y entorna los ojos—. Se asegurará de que tengamos intimidad y de que nadie nos moleste. Ni la prensa ni ella. Por supuesto, la cuestión más importante es qué imaginará que está pasando en el probador —añade, y por fin alarga una mano para tocarme.

—Estoy segura de que tiene una imaginación muy viva —le replico con cierta sequedad.

—¿De verdad? —Damien parece pensar en esa posibilidad—. Quizá cree que te estoy tocando así —me dice mientras pasa la yema del dedo con lentitud y suavidad por la curva de mi pecho.

Respiro hondo y me esfuerzo por contener la oleada de sensaciones que amenaza con apoderarse de mí. La copa del picardías negro está pensada para levantar al máximo los pechos, y tiene un reborde tan bajo que apenas contiene los míos. Empiezo a jadear, y eso solo aumenta la sensación de que van a salírseme del sujetador. Noto los pezones duros bajo la tela, y cuando mete los dedos y me los aprieta entre el índice y el pulgar, tengo que morderme el labio para contener un leve grito de placer.

—O quizá se imagina mi boca en tus pechos —murmura, y me roza con los labios en una demostración práctica de lo que dice—. O quizá sea un poco más traviesa y se imagina cómo baja mi mano por tu abdomen, cómo se estremece tu piel, cómo jadeas cada vez con más rapidez hasta que toco con la punta de los dedos ese diminuto elástico que mantiene las bragas en su sitio.

Sus dedos se deslizan apenas por debajo de la tira elástica del tanga, y mi respiración se entrecorta.

—Damien.

El nombre no suena como una palabra. Es un suspiro, un gemido. Joder, es una súplica.

Ya tiene una mano metida debajo del tanga, y la otra me sostiene por la parte baja de la espalda, porque sin ese apoyo sin duda me caería.

—¿Se preguntará si bajo la mano, si paso el dedo suavemente por encima de ese húmedo vello púbico? ¿Imagina lo duro que tienes el clítoris, lo caliente que estás?

Mi cuerpo se estremece en una respuesta silenciosa. Se inclina hacia delante, y su dedo me acaricia el clítoris mientras sus labios me rozan la oreja.

—¿Sabe lo húmeda y dispuesta que estás a recibirme? ¿Sabe lo mucho que quieres correrte para mí?

Me mete un dedo. Se me escapa un grito y arqueo la espalda hacia atrás. Mi cuerpo se tensa a su alrededor.

—¿Será esto lo que se imagina? —me pregunta con una voz tan erótica como su tacto—. ¿Mis dedos dentro de ti, jugando contigo, volviéndote un poco más loca cada vez?

No soy capaz de responderle. Apenas puedo concentrarme en algo que no sea la tormenta que está creciendo dentro de mí, y mucho menos en formar palabras. Estoy entregada a su tacto, a la presión creciente de la liberación inevitable y explosiva. Estoy muy cerca, y las manos de Damien sobre mí, ese dedo que me acaricia, me producen una sensación de lo más agradable. Quiero quedarme así, perdida en este limbo sexual, y al mismo tiempo, deseo el crescendo. Quiero estallar dentro del círculo que forman los brazos de Damien.

—Vamos, cariño. Córrete para mí —me exige.

Me tapa la boca con la suya, desliza el dedo más adentro y aumenta la presión del pulgar sobre el clítoris. Es una combinación mágica, y noto los chispazos calientes del orgasmo recorrerme el cuerpo de un modo tan violento y tan salvaje que me pregunto si arderé en una combustión espontánea.

Retira los dedos con lentitud, y no puedo evitar un gimoteo.

—¿Será esto lo que se estará imaginando esa dependienta, que sabe que está pasando algo muy picante detrás de esta puerta? —susurra.

Meneo la cabeza y me obligo a hablar. Las palabras me salen como con sacacorchos.

—En realidad, no. Se está imaginando tus manos sobre ella, no sobre mí.

—¿De verdad? —Frunce la nariz como si no se le hubiera ocurrido. No puedo evitar echarme a reír. Damien sabe de sobra el efecto que produce en las mujeres—. Bueno, pues puede tener todas las fantasías que quiera. Tú eres mi realidad —me dice al mismo tiempo que me atrae para abrazarme con fuerza.

—Y tú eres la mía —le respondo sintiéndome la chica más afortunada de la tierra.

Damien está a salvo y el mal rato de esta tarde no parece más que una pesadilla. Y, sobre todo, estoy en sus brazos. Quizá vivamos otras situaciones de mierda, pero pueden esperar. Ahora estoy más que contenta.

—Por supuesto, todavía queda cierto asuntillo que discutir —me dice Damien con voz repentinamente severa.

Levanto la vista sin tener muy claro si habla en serio o en broma, pero su mirada no me lo aclara. Mete un dedo debajo del elástico y tira un poco de la tira del tanga.

—Si no recuerdo mal, teníamos cierto acuerdo que me permitía acceso sin obstáculos donde y cuando yo quisiera.

Me obligo a mantener la cara tan inexpresiva como la de él.

—A menos que me haya imaginado todo lo que ha pasado, creo que lo justo sería admitir que estas braguitas no han supuesto obstáculo alguno.

Doy un paso atrás y luego me paso la punta del índice por la suave piel que se extiende entre el pubis y el muslo siguiendo el borde del diminuto triángulo de tejido. Le lanzo mi mirada más sensual.

—Además, ¿qué sentido tiene poner reglas si no se pueden romper de vez en cuando?

—Un comentario interesante.

Me mira de arriba abajo, y la lenta inspección hace que me cosquillee el cuerpo de nuevo. Luego se dirige al otro extremo del probador y se pone en cuclillas para revisar el contenido de la bolsa de la tienda. Está de espaldas a mí, y de lado, así que veo con claridad sus piernas musculosas ceñidas por la tela de sus vaqueros. También resalta la curva de su trasero, y me imagino colocándome detrás de él y posándole los labios en la nuca; imagino el cosquilleo del suave vello que le roza el cuello de la camisa. Cierro las manos con suavidad y me acaricio las palmas con la punta de los dedos mientras me imagino que le agarro el trasero con las dos manos, pero no para mantener el equilibrio, sino porque me siento obligada a tocarle. Y porque quiero ponerle cachondo.

Trago saliva totalmente perdida en mi fantasía, pero todavía no estoy preparada para intentar hacerla realidad. Disfruto demasiado de la expectación, por no mencionar el placer lujurioso de contemplar cómo el cuerpo de Damien tensa esos afortunados vaqueros.

Levanta una mano y veo que de uno de los dedos cuelga un tanga con lazos, como una incitación.

—Interesante —comenta, y luego repite el proceso sacando las costosas piezas de seda y de satén que forman bragas y sujetadores de todas las formas y tamaños. Algunas apenas se pueden considerar prendas de ropa. Algunas resaltan más partes del cuerpo de lo que debería permitir la ley. A otras les resultaría imposible impedir que se me salieran los pechos. Diría por el brillo en la mirada de Damien que algunas prendas le intrigan.

Se pone en pie con un tanga rojo y un sujetador de realce a juego colgándole de sendos dedos extendidos.

—Creo que ha llegado el momento de modificar nuestro acuerdo, señorita Fairchild. Por mucho que aprecie las posibilidades que ofrece el acceso completo, debemos tener en cuenta el placer del propio viaje. —Alarga una mano vacía hacia mí—. Ven aquí —me ordena, y yo obedezco.

—Iré a cualquier sitio contigo —le susurro—. Haré cualquier cosa por ti. Lo sabes, ¿verdad?

Me atrae hacia él con una violencia que no me espero y me rodea con sus brazos. Estamos pegados, su pecho contra mis pechos, con los pezones erectos. Noto cómo aprieta su erección dura y caliente contra mi cuerpo apenas vestido, esa sensación de placer táctil que suele estar acompañada por otro mayor: el placer de saber que soy suya, y que él es mío.

Mueve la cabeza de modo que su frente queda apoyada suavemente en la mía, y luego suspira profundamente.

—Creía que te habías ido.

Parpadeo confundida, y me echo un poco hacia atrás. Después espero un instante a que levante la vista y su mirada se cruce con la mía.

—Me desperté y no estabas —me dice a modo de explicación—. Charles me dijo que había hablado contigo, que te había contado lo de las fotos y los vídeos. —Menea la cabeza y se echa a reír sin humor—. Creí que te habían dado tanto asco que me habías abandonado.

Le miro con dureza.

—No fui yo la que se marchó —le digo con voz firme y tranquila—, sino que fuiste tú. Yo me quedé. —Trago saliva y parpadeo para quitarme las lágrimas—. Me quedé porque sabía que volverías a mí.

—Siempre volveré —me responde, y esas dos sencillas palabras albergan una petición de comprensión y disculpa.

Asiento y le tomo de la mano.

—No he visto las fotos. Pero no me importa lo que se vea en ellas. Jamás te abandonaría. Solo he pensado que necesitabas descansar.

Aparto la vista para no mirarle a la cara, porque las palabras que querría decirle son demasiado egoístas: «No creí que me necesitaras».

—Te quería, Nikki —me dice como si respondiera a mis pensamientos—. Quería tenerte conmigo y desnudarte. Quería atarte y recorrer cada centímetro de tu piel con los dedos. Quería meter la cabeza entre tus piernas y llevarte al límite una y otra vez sin dejar que te corrieras.

Trago saliva. De repente, me siento muy, muy acalorada.

—Quería que todas las sensaciones que tuvieras, cada chispa de placer, cada pinchazo de dolor, procedieran de mí. Quería follarte hasta que me suplicaras que parara y luego follarte un poco más. Todo lo que sintieras, todo lo que quisieras, todo lo que desearas… lo quería tener a mi alcance, lo quería en mi cama. Quería follarte hasta que no quedara nada más que tú y yo, hasta que todo el mundo quedara borrado.

—¿Por qué no lo hiciste? —le pregunto con la boca tan seca que tengo que esforzarme para hablar.

No me responde.

Doy un paso hacia él, atravesando el ambiente cargado y espeso que llena el espacio que nos separa.

—Sea lo que sea lo que necesites de mí, sabes que solo tienes que tomarlo. Ya lo sabes.

—No podía —me responde con voz ronca—. No podía soportar tenerte en mis brazos con esas imágenes en mi cabeza.

—Yo…

No estoy segura de poder responder a esto, así que no digo nada. Me limito a apoyar la mejilla en su pecho y escucho el latir de su corazón y el ritmo continuado de su respiración. Tras unos instantes, vuelve a hablar.

—Esas fotos parecen escenas de una película de terror. Revelan lo que hizo Richter, y cómo lo hizo. Muestran degradación y dolor, y jamás, jamás dejaré que las veas. Ni una sola. Imagínate lo que quieras, pero no quiero que la realidad de mi pasado atormente tu presente del modo que atormentó el mío.

—De acuerdo —le respondo, porque mi deseo de verlas es menor que su miedo a que las vea. Me incorporo un poco—. Pero, Damien, si eso te ayudara, podrías enseñármelas. Lo soportaré.

—No —contesta al mismo tiempo que niega lentamente con la cabeza—. No quiero que tengas que soportarlo. Es el horror de mi pasado. Pero tú… eres la realidad de mi presente. Eres la prueba de que sobreviví. Eres el premio en la caja de cereales —añade con una sonrisa lasciva, que no tarda en desaparecer—. Con un poco de suerte, no las verás jamás.

—¿Cómo podría verlas?

—Quienquiera que las mandara al tribunal debe de tener copias.

La tranquilidad carente de emoción con que habla me indica lo mucho que aborrece ese hecho innegable.

—Pero seguro que esa persona las tendrá bien guardadas, ¿verdad? Quiero decir que esas fotos existen desde hace casi dos décadas. Solo aparecieron cuando te viste en esta situación.

—Mi experiencia me dice que las cosas que salen a la luz tienen cierta tendencia a permanecer a la vista de todos.

No puedo negarlo.

—¿Tienes idea de quién las mandó?

—No —me responde, quizá con demasiada rapidez.

—No puede haber mucha gente que sepa lo de… —Me callo. Aunque estamos hablando de los abusos que sufrió, no quiero mencionarlos directamente—. Quizá fue tu padre. Estaba desesperado por impedir que te juzgaran.

A Jeremiah Stark no le preocupaba el bienestar de su hijo, sino el suyo propio. Sin embargo, el resultado final era el mismo.

—Es posible —musita Damien, pero está claro que no quiere hablar del asunto.

—Mi único deseo es que esto acabe de una vez por todas —le digo, contenta de dejar de hablar del tema de momento—. Damien, te mereces ser feliz.

—Tú también —me responde a la vez que me mira con tal intensidad que tengo la impresión de que se está imaginando todas las cicatrices emocionales que he sufrido.

—Pues entonces es una suerte que nos hayamos encontrado —le comento, porque no quiero pensar en el pasado que tanto me ha costado dejar atrás. Solo me interesa el futuro con Damien.

Desliza las manos por mi espalda y luego por debajo del leve tejido de la prenda para acariciarme la piel desnuda. Las caricias son lentas y cada vez más excitantes hasta que lo único que quiero es arrancarme este puñetero camisón y sentir sus manos por todo el cuerpo.

—¿Sabes lo que me apetece ahora mismo? —murmura.

—Probablemente lo mismo que a mí —le respondo, y un momento después me aparto—. Pero todavía estamos en un probador.

Se me acerca de nuevo y su mirada se vuelve sombría.

—Creo que ya te he explicado cuánta intimidad se puede conseguir por mil euros.

—Lo explicaste muy bien —admito—. Pero tenemos mucho que celebrar, y te mereces más que un polvo rápido en un probador.

—Pues resulta que lo que quiero no es un polvo rápido.

—¿Ah, no? —le pregunto con voz inocente mientras le rodeo el cuello con los brazos. Luego pego las caderas a su entrepierna y me froto con lentitud—. ¿Qué quieres exactamente?

Baja las manos hasta mi trasero y me inmoviliza, pero al mismo tiempo me aprieta con más fuerza contra él. Noto su erección tensa contra los vaqueros, caliente y rígida.

—A ti. Te quiero desnuda, Nikki. Desnuda y caliente y húmeda para mí. Quiero oírte gemir. Joder, quiero oírte suplicar. Y, cariño, te prometo que no tendrá nada de rápido.