13

—Me gusta el azul —le digo a Jamie, que se debate entre una mochila de cuero marrón y otra teñida de azul celeste.

—¿No es demasiado chillona?

—¿Para ti? ¡Nada es demasiado chillón!

Sonríe con suficiencia, pero pone la marrón en su sitio.

—Bueno, vale. No debería, pero me la compraré. Acabo de cobrar y al menos sacaré algo bonito del jodido anuncio.

Como estoy de acuerdo, no intento disuadirla. Conozco a Jamie desde hace mucho y, con ella, la terapia consumista funciona a las mil maravillas.

Estamos en una tienda especializada en artículos de cuero, donde hace un rato Damien ha empezado a provocarme hablándome de las posibilidades sensuales inherentes a la colección de cinturones expuestos en la sección de caballeros de la tienda, pero ha salido a atender una llamada. Salgo para buscarlo después de avisar a Jamie, que se queda en el mostrador esperando su turno para pagar.

Me lleva un minuto localizarlo, pero por fin lo veo sentado en un banco cerca de la zona de césped donde se han instalado algunos padres agotados con sus hijos. Levanta un dedo cuando me ve y luego apunta a su auricular. Yo asiento con la cabeza y me siento a su lado en silencio disfrutando del sol de media tarde.

—No —está diciendo Damien—, tienes que entenderlo. Es prioritario. Quiero que lo estudies con microscopio. Averigua todo lo que puedas. Tira de todos los hilos y escudriña todas las madrigueras. ¿Te ha quedado claro? Bien. Llámame dentro de un par de horas para ponerme al día. Sí, en un par de horas. Bien. Tema cerrado entonces. ¿Y qué pasa con la puerta? ¿Podemos acelerar el proceso? Bien, al menos eso son buenas noticias. Tenlo todo listo hoy y asegúrate de que todo el mundo tiene acceso. Perfecto. Sí. Hablamos luego.

Termina la llamada y me mira, esbozando una sonrisa automática. Si no lo conociera tan bien, habría pensado que se trataba de negocios, como de costumbre, pero detecto preocupación en sus ojos.

—¿Pasa algo? —pregunto.

Niega con la cabeza.

—Los problemas habituales de dirigir el universo. He estado algo ausente estas últimas semanas. Algunas cosas se han colado por las rendijas.

—Pues no veo cómo —bromeo—. Tienes Stark Central instalada en el hotel.

—No es nada —repite, pero lo conozco.

—Estás preocupado —digo.

Incluso veo crecer la negación en sus labios y me pregunto si habré de recordarle la conversación que tuvimos en el jet. Pero luego parece que se lo piensa mejor.

—Sí, estoy preocupado.

—Ya sabía que no era un tema de negocios. A ti los negocios no te preocupan —añado en respuesta a su mirada inquisitoria—. Los aceptas como lo que son.

—No me había dado cuenta de que fuera tan transparente.

—Solo para mí —digo—. Así que ¿qué pasa, Damien? ¿Es Sofia? ¿Van a publicar las fotos? ¿Ha pasado algo?

Se reclina en el banco y levanta la mirada al cielo. Tras unos segundos, coge las gafas de sol, que llevaba colgadas en el cuello de la camiseta, y se las pone.

—Solo son unas cosillas que tengo que solucionar —dice, girando la cara de tal forma que me mira directamente—. Negocios por los que no estoy preocupado, pero que requieren mi atención.

—Ya veo —digo, aunque en lugar de eso sé que debería gritarle por semejante patraña.

—Y sí —añade—, estoy preocupado por Sofia.

Esta vez sé que está diciendo la verdad. También sé que se está disculpando.

—La encontrarás. ¿Me lo dirás en cuanto sepas algo?

—Por supuesto —responde inmediatamente.

Siento una presión en el pecho y, de repente, me doy cuenta de que llevo un rato aguantando la respiración. Entonces soy consciente de lo mucho que me había estado rondando la cabeza esa simple pregunta.

«¿Puedes decirme lo que está pasando?» —le había suplicado en Alemania—. «¿Podrías hablar conmigo?» «No», me había contestado.

Hoy ha dicho que sí.

Aliviada, me inclino sobre él y suspiro suavemente mientras me rodea con su brazo y disfruto de la sensación de que, por fin y al menos por ahora, estoy segura y conectada.

Jamie no tarda en unirse a nosotros con una bolsa colgando del brazo.

—¿Ya estáis cansados?

—Me temo que tengo que volver a casa —dice Damien—. Pero vosotras podéis seguir comprando si queréis.

—Yo no, a menos que quieras que te acompañe —dice Jamie mirándome, pero yo niego con la cabeza; también estoy harta de compras—. Prefiero meterme en el jacuzzi.

—Tengo una idea mejor —dice Damien, pulsando un botón de su teléfono—. Sylvia, ¿puedes llamar a Adriana? Mira a ver si puede enviar a alguien esta tarde a la casa de Arrowhead para la señorita Fairchild y la señorita Archer. Sí, perfecto. Una hora. Llámame o mándame un mensaje con los detalles cuando los tengas. Bien. Volveré el viernes.

Jamie me dirige una clara mirada de «Y ahora qué coño pasa» y yo se lo pregunto a Damien.

—¿Qué pasa?

—Creía que os gustaría que os dieran un masaje en el patio —dice, e inmediatamente Jamie me choca esos cinco.

—Eres sorprendente —le dice a Damien.

—Eso me han dicho —responde mirándome a los ojos.

Cuando volvemos a casa, Damien nos comenta que podemos encontrar bañadores en el baúl que hay en la habitación de invitados de Jamie y luego nos enseña cómo utilizar los mandos del jacuzzi.

—Coged lo que queráis de la nevera —añade—, incluido el champán.

Le tomo de la mano, entrelazando sus dedos con los míos. Quiero que se quede, pero también sé que nos está dando a Jamie y a mí la oportunidad de pasar un rato juntas, algo que no hemos hecho en lo que parece un largo período de tiempo.

—No trabajes demasiado —digo.

—No os esforcéis demasiado —replica.

—Ni en sueños.

De hecho, no nos esforzamos en absoluto. Más bien justo lo contrario. En mi vida había holgazaneado tanto. Y creo que es lo contrario de lo que dice la mitología popular. En realidad, no se pasa un infierno de calor, sino que es lo más parecido al paraíso. Los chorros de agua caliente te alivian la tensión.

Jamie tiene los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás.

—No puedes hacerte una idea de lo mucho que necesitaba algo así. ¿Y un masaje? También. Lo digo muy en serio. Dios existe y se llama Damien —dice, levantando la cabeza lo suficiente como para dedicarme una sonrisa maliciosa—. En serio, Nik. Estoy totalmente loca por tu novio.

—Sí —digo—, yo también.

Unas horas después, estamos saciadas de jacuzzi y masaje hasta la extenuación. Tengo las carnes tan flácidas como fideos, y estoy tendida en el enorme diván junto a Jamie. Quiero leer, pero requiere demasiado esfuerzo, así que cierro los ojos y me dejo arrastrar por el éxtasis de la relajación total.

Y ahí es donde me encuentra Damien cuando, por fin, emerge de su gruta de trabajo.

—Hola —me susurra, recorriéndome el hombro con los dedos—. ¿Cómo te ha ido el día?

Reacciono ante el hombre increíble que me sonríe.

—¿Qué hora es?

—Un poco más de las seis —dice, y abro los ojos todavía más.

Busco el teléfono y compruebo que dice la verdad… y que he estado durmiendo más de una hora.

—No importa —dice—. Ya veo cómo te ha ido el día… y me muero de envidia.

—Pues podrías haberte unido a nosotras —digo, dándole un codazo a Jamie. Como yo, se ha quedado frita. A diferencia de mí, está boca abajo roncando suavemente.

Resulta que Damien ha pedido la cena a un restaurante local y tendremos una amplia variedad de sándwiches, sopas y ensaladas para picotear durante la película que ha programado para esta noche.

—Supongo que yo también me he ganado el derecho a descansar, ¿no? —dice—. Así que ¿os importa que me una a la fiesta?

—Creo que podremos soportarlo, sí —digo, dándole un beso suave en los labios—. Gracias —añado—. Jamie lo necesitaba, y yo también.

El jueves transcurre más o menos de la misma forma que el miércoles, aunque esta vez Jamie por fin consigue hacer tortitas que parecen tortitas. Nos las comemos en el patio con un zumo de naranja recién exprimido y, mientras observo el lago salpicado por el sol, no puedo evitar pensar que podría vivir así para siempre.

—Casi estoy tentada de llamar a Lisa y pedirle que reorganice la agenda para el lunes.

—Oh, sí, por favor —dice Jamie.

Miro a Damien, pero permanece impasible y no parece decantarse ni en un sentido ni en otro.

—No —digo por fin—. Tengo que ver ese local y, además, también debo hablar con Lisa.

—¿Tienes reunión con ella a las diez? —pregunta Damien y, cuando asiento con la cabeza, continúa—: Nos iremos mañana por la mañana. Edward puede ir a buscarte a la torre y llevarte al local en limusina.

—Hum, mejor no. Mejor vayámonos antes para que puedas dejarme en casa.

—Tengo reuniones temprano.

—Pues entonces le pediremos a Edward que me lleve a casa.

—Eso me parece una pérdida de tiempo —dice Damien—. Puedes vestirte aquí e ir directamente a tu reunión. Podemos quedar después y me cuentas cómo te ha ido.

—No —digo.

—Maldita sea, Nikki…

—No —digo, levantando una mano—. No sé qué está pasando, pero sé que pasa algo y que estás tardando en contármelo.

—¿Sabéis? De repente me han entrado unas ganas enormes de ir a hacer la maleta —dice Jamie.

Ni me molesto en asentir con la cabeza; estoy demasiado pendiente de Damien, que sigue callado como un muerto.

—No vuelvas a hacerlo, Damien. Esta vez, sea lo que sea lo que me ocultas, sé que es sobre mí. Estoy segurísima.

Se pellizca el puente de la nariz y veo signos de fatiga en su rostro.

—Te han destrozado el coche —dice por fin con voz monótona y categórica; su tono no es de frustración, sino que delata el autocontrol de alguien que intenta no dejarse llevar por la furia.

—Repítelo —digo como una idiota.

—Alguien ha tirado pintura en tu coche —dice—. Un fastidio, pero no irreversible. El problema es que, además, han forzado la cerradura y lo han llenado de pescado crudo. Sinceramente, no creo que el olor se vaya nunca.

—Yo… —Cierro la boca y me doy por vencida. No sé qué decir—. ¿Cómo lo sabes?

Suspira profundamente.

—Llevo algún tiempo preocupado por la seguridad de tu apartamento.

—Pero ya habías instalado una alarma —digo.

Después del primer anónimo, le preguntó a Jamie si le importaba que pusiera una alarma. Jamie no es idiota, así que aceptó, y la gente de Damien instaló un equipo de seguridad mientras él y yo estábamos en Alemania.

—Pues se ve que no es suficiente. Ya he hablado con el propietario para que coloque una puerta de seguridad en la zona del aparcamiento y proteja la entrada. Hace dos días, mi gente encontró tu coche. No hace falta decir que he dado instrucciones para que ultimen el trabajo cuanto antes.

Ahora recuerdo que dijo algo sobre una puerta durante la llamada que atendió mientras estábamos de compras.

—Me dijiste que esa llamada tenía algo que ver con Sofia —digo.

—No. Te dije que había ciertas cosas de las que tenía que ocuparme y que estaba preocupado por Sofia.

—Mierda, Damien, no me vengas con esas. Ocultaste deliberadamente la verdad. ¿Por qué?

—Porque no quería aguarte las vacaciones. Sobre todo cuando yo te había traído aquí para que desconectaras de la realidad unos días.

—Yo…

Quiero gritarle que no puede ocultarme mierdas como esa, y que no puede meterme en una limusina y esperar que eso me mantenga a salvo.

Pero no lo hago. Porque lo entiendo. Al final, me lo habría contado… Diablos, habría sido muy difícil eludir la conversación. Pero él solo quería que disfrutara de cierta paz durante unos días más.

—Vale —digo por fin—, pase que no me lo hayas contado, pero no esperes que Edward me haga de chófer.

—Oh, claro que vas a ir —dice Damien con firmeza—. No puedo protegerte de todo, pero pienso protegerte de lo que está a mi alcance.

—Olvídalo. Llevaré el coche al taller y haré que me lo arreglen.

—Ni hablar. Ese coche es demasiado viejo como para instalarle un sistema de seguridad decente; el olor no va a desaparecer y ya hace tiempo que está en las últimas. Tú misma me lo has dicho. Además —añade con calma—, ya les he dicho a los chicos que lo desmonten para reciclar las piezas.

Lo miro con la boca abierta.

—Estás de broma, ¿no? —digo agitando la cabeza—. Ni hablar. Ese coche tiene un valor sentimental para mí. No pienso desguazarlo. Además, ¿quién te crees que eres?

En realidad, lo que quiero decir es que quién cojones se cree que es.

—Soy el hombre que se moriría si te pasara algo —dice.

Está tan tranquilo como el lago que hay a nuestras espaldas y ese nivel de imperturbabilidad ante mi furia no hace otra cosa que cabrearme aún más.

—Eso no significa que puedas controlar mi vida. O desmontar mi coche.

—¿Quieres quedarte con el coche? Vale. Quédate con el coche. Lo aparcaremos en la Stark Tower. Por lo que a mí respecta puedes quedártelo todo el tiempo que quieras, pero pienso comprarte uno con un sistema de seguridad perimetral, GPS, dispositivo antirrobo y con todos los putos dispositivos de seguridad que se le ocurran a mi equipo tecnológico.

No está gritando, pero le falta poco.

—¿Así que piensas comprármelo?

—Exactamente.

—Y una mierda.

—No discutas conmigo, Nikki. Y menos en un tema de seguridad. Que quieres quedarte con el Honda, pues hazlo. Si quieres, te lo baño en bronce y lo ponemos en la entrada, pero te compras un coche nuevo.

—Vale —digo.

Sé que tiene razón. Hace tiempo que el Honda falla en los cruces. Y sí, tengo un vínculo sentimental con el coche, pero no, no necesito quedarme con un vehículo que apesta a pescado. Damien puede regalarlo (aunque no pienso decírselo, al menos por el momento).

Pero, de todas formas, bajo ningún concepto voy a consentir que me compre un coche, y eso sí que pienso decírselo.

—El coche me lo compro yo —digo—. Si quieres acompañarme y darme tu opinión, me parece bien, pero seré yo la que extienda el cheque.

—Me parece muy bien —añade—. Pero hasta que tengas un coche nuevo, Edward te llevará.

—De eso nada —digo—. Si tenemos que comprar un coche, vamos hoy mismo.

—¿Hoy?

—Hay concesionarios por toda la interestatal 10, ¿no? Volvamos a casa esta noche en vez de mañana. Me compraré un coche por el camino.

Me mira con una expresión rara, como si estuviera buscando algún argumento, pero no lo encuentra. Me invade una sensación de victoria. No hay muchas personas que puedan decir que han ganado en una discusión con Damien Stark.

—Vale —dice por fin—. Haz la maleta. Podemos irnos cuando quieras.

Asiento con la cabeza y luego me dispongo a ir a recoger mis cosas. Durante un segundo, dudo al mirarlo.

—¿Algo más? —pregunta con expresión indescifrable.

—Gracias —digo, y me parece vislumbrar alivio en su expresión.

—¿Significa eso que no estás enfadada?

—Oh, sí, estoy muy cabreada, aunque sé cuáles eran tus intenciones —digo, cruzando los brazos a la altura del pecho—. Pero, Damien, no vuelvas a hacerlo.

Esboza una leve sonrisa.

—No puedo prometer nada. Cuando tu seguridad está en peligro, no queda mucho espacio para el compromiso.

Me limito a mover la cabeza. Esta es una batalla que jamás ganaré, pero, dadas las circunstancias, supongo que es lo correcto.

—Lo siento por Jamie —añado, haciendo una pausa una vez más antes de poner rumbo a la habitación—. Creo que esperaba quedarse una noche más.

—Puede quedarse todo el fin de semana si eso es lo que quiere —dice Damien—. Cojamos el jeep. Hay otro coche en el garaje. Le dejaré las llaves. ¿Sabe conducir un coche de marchas?

—Sí —respondo—. ¿Qué coche es?

—Un Ferrari —dice Damien.

Me echo a reír.

—¿De qué te ríes?

—De nada —replico—. Eres un hombre jodidamente increíble, Damien Stark.

A la hora de la cena del jueves, tengo un nuevo amor en mi vida. Y aunque nada ni nadie podría sustituir a Damien Stark, cuando volvemos a Los Ángeles en mi flamante y brillante Mini Cooper rojo descapotable, ya estoy perdidamente enamorada de él.

—Espero que no seas celoso —le digo a Damien, mientras acaricio con cariño el volante forrado de cuero—, porque creo que Cooper y yo vamos a convertirnos en una pareja inseparable.

—Interesante —dice con una sonrisa irónica en los labios—. Quizá no debería haber dejado el jeep para que lo recoja alguno de mis asistentes. Vamos, lo digo por si queréis pasar algo de tiempo los dos solos.

—Te debo parecer una friki —digo frívolamente—. Pero cuando el amor llega… bueno, tendrás que vivir con ello.

—Sí —dice mirándome con pasión—, me lo pareces.

Aparto la mirada de la carretera el tiempo suficiente para dedicarle una sonrisa. Ya casi estamos en mi apartamento, solo tenemos que cruzar Ventura Boulevard. Giro en Laurel Canyon, pero luego paso de largo de la intersección que lleva al piso que comparto con Jamie.

—¿Disfrutando de la conducción, señorita Fairchild?

Acaricio un poco el salpicadero de Cooper.

—Un poco de respeto, por favor, señor Stark. Estamos intimando.

—Quizá debería retar a Coop a un duelo al amanecer —dice Damien—, porque no tengo intención de compartirte. Te quiero enterita para mí solo.

—¿Ah, sí? Tengo que admitir que me gusta cómo suena.

—Me tranquiliza escucharlo.

—¿Recuerdas lo que dije sobre que ir en un Lamborghini a toda velocidad podría considerarse una estimulación erótica de primera?

—Pasará mucho tiempo antes de que lo olvide, señorita Fairchild.

—Pues ocurre lo mismo con un Mini.

—¿En serio? —dice Damien—. Tengo que confesar que jamás había pensado que un Mini pudiera ser sexy. Bonito es, sin duda. Hay que reconocer que es llamativo. Pero sexy, lo que se dice sexy…

—No hieras el ego de Cooper —digo—. Además, no es una cuestión de estética. Es una cuestión de poder.

—¿En serio?

—¿No lo sientes? —pregunto al tiempo que cambio de marcha.

Mientras cruzo la colina hacia Mulholland Drive sin el más mínimo rastro de indecisión, me embarga el orgullo.

—Poder —repito—. Y resistencia. Cualidades muy importantes. En un coche.

—No podría estar más de acuerdo —dice—. Sensibilidad. Manejabilidad.

—Como he dicho, todas esas cosas que tanto te ponen. Ergo, una estimulación erótica de primera.

Giro a la derecha y cojo velocidad mientras Coop describe las famosas curvas de Mulholland Drive.

—¿Y qué te pone a ti?

Como no quiero salir volando montaña abajo, no lo miro.

—Tú —digo.

Durante unos instantes, no dice nada, pero siento el peso de su mirada sobre mí. Entonces oigo su voz, grave y exigente.

—Para en el arcén.

—¿Qué?

Acabamos de salir de una curva y estamos en una recta, así que puedo mirarlo unos segundos.

—Allí —dice, señalando un área bastante sucia con vistas al valle. Es esa clase de sitio desde el que los turistas sacan fotos y donde los adolescentes aparcan—. Ve al arcén y para el coche.

Hago lo que me pide.

—¿Qué narices…? —empiezo a decir en cuanto apago el motor.

Sin embargo, antes de que pueda terminar la frase ya tengo sus labios sobre los míos y su mano me empuja por la nuca para atraerme hacia él. Tiene la boca abierta. Cálida. Anhelante. Gimo y me inclino hacia él, ansiando el contacto de su cuerpo contra el mío… y entonces grito de dolor al sentir cómo se me clava la palanca de cambios en la barriga.

—Creo que Cooper es celoso —dice Damien con un gesto irónico en los labios—. ¿Estás bien?

En mi cabeza suelto una sarta de palabrotas, pero, ante Damien, me limito a asentir con la cabeza.

—Quédate ahí —dice.

Abre la puerta y baja del coche. Se acerca hasta mi lado, abre la puerta y me tiende la mano. La cojo y dejo que me ayude a apearme.

—Creo que me he cargado el ambiente —digo.

Se gira de tal forma que ambos quedamos mirando hacia el valle y al panorama de luces que se extiende sobre el manto de la noche.

—No —dice—. Solo ha cambiado un poco. Pero, con un manto de estrellas a nuestros pies, ¿cómo no va a ser algo romántico?

—¿Romático, señor Stark? —le provoco—. ¿Nada de sexo tórrido y sudoroso en la parte trasera de un coche pequeñito?

—Romántico —repite con tanta pasión que tengo que apoyarme en el coche para no caerme.

—Damien… —digo con voz suave, muda por la emoción.

—Lo sé —dice, acariciando suavemente mi mejilla con los dedos—. Cierra los ojos.

Obedezco, dejando los labios levemente entreabiertos. Me toca el pelo y acaricia mi espalda. Y entonces siento el suave roce de sus labios en mi sien, para luego pasar a la comisura de los ojos. Sonrío, no solo por la dulzura del gesto, sino también porque me está tocando con tal delicadeza que me hace cosquillas. Y luego siento sus labios sobre los míos, con tanta ternura que noto cómo las lágrimas brotan de mis ojos.

—¡Eh! —dice cuando interrumpe el beso y me acaricia la barbilla.

Con cuidado, pasa la punta del pulgar por debajo de mi ojo para secar una lágrima errante.

—Nada de llorar —añade.

Sus ojos están tan llenos de amor que podría perderme en ellos. Lo rodeo con mis brazos y suspiro cuando me devuelve el abrazo.

—Te quiero —digo, pero en voz tan baja que no estoy muy segura de que lo haya oído.

Pero no me importa, porque en momentos así las palabras sobran. En momentos así, solo nos necesitamos el uno al otro.