10

—Bienvenidos a bordo, señor Stark, señorita Fairchild. ¿Les apetece una copa de champán?

—Sí, gracias —respondo a la vez que tomo la copa agradecida.

Damien y yo estamos sentados uno junto al otro en unos sillones reclinables de cuero auténtico. Hay una mesa de madera pulida ante nosotros y por toda la cabina hay también brillantes molduras de madera.

Los asientos son tan cómodos que me encantaría tenerlos en casa. La azafata es alta y delgada, y lleva unos rizos que la favorecen y al mismo tiempo le dan un aire profesional.

Me bebo el champán a sorbos, suspiro, y tengo que admitir que hay muchos argumentos a favor del estilo de vida de los multimillonarios.

—¿Qué le ocurrió al otro avión? —le pregunto a Damien.

Desde Munich volamos a Londres en un pequeño avión parecido a uno que continúa aparcado en el hangar de Santa Mónica. Aunque no es incómodo, no tiene nada que ver con este.

—Este es el Lear Bombardier Global 8000 —me explica—. Vamos a cruzar el Atlántico, ¿recuerdas? Además de Estados Unidos. Pensé que nos iría bien viajar en un avión con suficiente capacidad de carburante. Aparte de que resulta más fácil trabajar en una oficina de verdad. Y dormir en una cama de verdad —añade acariciándome la pierna con los dedos y provocándome escalofríos.

—¿Este cacharro tiene una oficina y una cama?

—Hay una cama en el camarote individual —me confirma.

—Caramba.

Quiero levantarme y explorar, pero la azafata nos ha pedido que nos abrochemos los cinturones de seguridad mientras el avión se dirige a la pista. Está de pie junto al asiento plegable hablando por unos auriculares, seguramente hablando con el piloto. Un momento después cuelga y se dirige hacia mí y Damien.

—Señor Stark, tiene una llamada del señor Maynard. Le llamó al móvil pero parece que estaba desconectado. Cuando se dio cuenta de que ya se encontraba a bordo, llamó a la torre y nos pidió que le diéramos el mensaje de que le llame lo antes posible.

—¿Podemos hablar en la pista de despegue?

—Sí, señor.

—Le llamaré ahora mismo —dice mientras saca el móvil del bolsillo.

Sentada a su lado, veo que Damien frunce el ceño mientras le pasan con Charles. Me pregunto por qué le llamará Maynard. ¿Habrá cambiado el tribunal de opinión? ¿Se puede hacer eso?

Escudriño la cara de Damien, pero no me dice nada. Se ha quedado inexpresivo y es imposible saber qué le está pasando por la cabeza. Una expresión de directivo diseñada para no dar nada de información a la competencia… o a mí.

Tras un momento, Damien se pone de pie y, aunque alargo la mano, no me la toma. Tampoco me mira a los ojos. Se dirige a la parte trasera del avión y desaparece en lo que imagino que es la oficina.

Intento concentrarme en mi libro pero me resulta imposible y después de leer la misma página tres docenas de veces, Damien vuelve.

Le hace un gesto de asentimiento a la azafata, quien se comunica por radio con la cabina, y cuando Damien se abrocha el cinturón, estamos preparados para el despegue.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto.

—Nada de lo que preocuparse.

Todavía tiene esa insulsa máscara corporativa y yo siento que mi corazón se encoge como si un puño gigante lo apretara con fuerza.

—Pero estoy preocupada. Charles no habría llamado a la torre de control a menos que fuese algo importante.

La sonrisa que esboza a continuación parece forzada. No se corresponde con la expresión de sus ojos.

—Tienes razón.

—Entonces ¿qué es?

—Hemos logrado algunos avances significativos para solventar cuanto antes un par de asuntos que he estado tratando de zanjar.

Su voz es tranquila, y sus palabras perfectamente razonables. Aun así, no me creo ni una sola palabra.

—No me dejes fuera otra vez, Damien.

—No lo hago —me dice con firmeza—. No todo gira a nuestro alrededor.

Me tenso, ya que sus palabras me escuecen tanto como una bofetada.

—Ya. —Toqueteo el libro que tengo sobre el regazo—. Bueno, no importa.

—Nikki…

Su voz ya no es fría. Giro la cabeza para mirarlo con mi propia máscara ya colocada.

—No pasa nada —le respondo.

Sus ojos buscan los míos. El que es casi negro me mira tan profundamente que incluso da vértigo. Le sostengo la mirada todo el tiempo que puedo antes de obligarme a desviar la vista para que no advierta que me he dado cuenta de que sus palabras no son más que estupideces. Pero sigo sin entender el motivo.

Vuelvo la cabeza ostensiblemente para mirar por la ventanilla mientras el avión toma velocidad y se lanza a su inevitable ascensión, y mientras las ruedas se despegan del suelo no puedo evitar pensar que Damien y yo hemos llegado a un punto de no retorno. Como este avión, o continuamos hacia delante o nos estrellamos.

No hay alternativa.

Y, mientras lanzo una ojeada de soslayo a Damien con sus papeles extendidos y su máscara de secretos y miedos, no puedo evitar sentirme muy, pero que muy asustada.

Estoy sentada con las piernas cruzadas en la estrecha cama de la estancia, y me siento vacía. He traído la esbelta copa de champán y la sostengo como una batuta, con una mano en la base y otra en el borde, el frágil pie extendido entre mis manos.

Sería tan simple, pienso. Solo una contracción de los músculos. Un movimiento rápido y… crac.

Un segundo, quizá menos, y ya tendría la copa partida por la mitad, y el borde de cristal del pie afilado como un cuchillo.

Para sentarme con las piernas cruzadas me he levantado la falda y puedo ver las cicatrices de la parte interior de mis muslos. Me imagino pasando el pie roto de la copa por la piel más deteriorada. Me imagino el dolor cuando aprieto el vidrio en la carne blanda; empujo un poco más, la piel cede y la válvula de escape se abre; entonces toda la mierda que he ido acumulando estalla y sale, y la horrible presión de mi pecho disminuye.

Lo deseo tanto… Dios mío, cuánto lo deseo.

«No».

Cierro los ojos con fuerza, desesperada por sentir la mano de Damien. Pero no está, estoy sola, y no creo que pueda superarlo sola.

Poco a poco me paso el borde redondeado de la copa por mi muslo. Solo un poco de presión, un chasquido…

«No, no, maldita sea, no».

No voy a hacerlo, y levanto la copa para lanzarla contra la pared, pero oigo un golpe seco en la puerta y doy un respingo por la culpabilidad. No creo que sea Damien, porque volvió a la oficina del avión en cuanto tomamos altura hace dos horas y no lo he visto desde entonces. Supongo que es Katie, la azafata, que dijo que me despertaría cuando se sirviese la cena.

—No tengo hambre —digo en voz alta—. Voy a dormir un poco más.

Pero entonces la puerta se abre de golpe y allí está él, Damien. Y yo con la maldita copa en la mano.

Vuelvo a sentarme con la espalda apoyada en la pared revestida de madera pulida. Dejo la copa en la mesa contigua disimuladamente con la esperanza de que no se percate de mis oscuros pensamientos.

Permanece en silencio tanto rato que me temo que no va a decir ni una palabra. Tiene el semblante firme y la mirada triste.

—Deberías haberme recriminado por mis estupideces —dice finalmente.

Suspiro de alivio. No ha visto la copa; no se ha dado cuenta de lo que estaba pensando.

—Por supuesto que se trata de nosotros —continúa—. No hay nada en mi vida que no sea sobre nosotros. ¿Cómo podría ser de otra manera si mi mundo gira en torno a ti?

—No —le replico, todavía turbada y nerviosa—. No desvíes la atención adulándome con tópicos románticos.

Veo en sus ojos el fuego de la ira mientras cruza el camarote en tres zancadas. La puerta se cierra tras él.

—¿Tópicos? —repite con un tono duro—. Hostia, Nikki, ¿me estás diciendo que no sabes lo que significas para mí? —Extiende el brazo hacia mí, pero sus dedos se detienen a unos centímetros de mi rostro—. ¿No te lo he dicho todos los días desde que estamos juntos?

Siento el calor que desprende. Una pasión violenta. Una necesidad sensual. Cierro los ojos y suspiro mientras mi cuerpo empieza a bombear sangre.

Oh, sí, claro que sé lo que siente por mí; yo siento lo mismo. Me siento viva entre sus brazos y perdida fuera de ellos. Damien lo es todo para mí.

Y por eso estoy dispuesta a luchar.

Abro los ojos lentamente y ladeo la cabeza para mirarlo.

—Lo sé —admito—. Pero eso no viene a cuento. Maynard no llamó para hablarte del precio de unas acciones o del logotipo de tu empresa o lo que demonios sirvan en el restaurante de la Stark Tower.

Se me queda mirando como si estuviese loca, y pienso que quizá lo esté un poco. Pero, maldita sea, quiero que me comprenda.

—No estamos pegados por la cintura, Damien. No todo se trata de nosotros. Y está bien. Demonios, es bueno. No quiero quitarte tu independencia. Tengo memorizadas todas las líneas de tu rostro y hace un rato he reconocido la sombra en tus ojos. Así que no trivialices algo que nos afecta seriamente como si fuese una pequeña molestia, como si no se tratara más que de cambiar el menú de la cena del próximo jueves.

Levanta una ceja.

—Vale —dice, y esa palabra tan simple contiene a la vez sorpresa y reconocimiento.

Ahora da un último paso en mi dirección y se sienta a mi lado en la cama. Toma mi mano con delicadeza y traza suavemente dibujos con el dedo sobre mi piel. Sin embargo, no dice nada, y el silencio, lleno de dudas y esperanzas, pesa sobre nosotros.

Recuerdo lo que pensé cuando despegamos: «O continuamos hacia delante o nos estrellamos». Al final no puedo aguantar más, me arrimo a él y le acaricio la mejilla.

—Te quiero —le digo, a pesar de que las palabras sean demasiado grandes para mi garganta.

—Nikki.

Mi nombre suena como si se lo arrancaran, y cuando me atrae hacia él para abrazarme con fuerza, cierro los ojos deseando, mejor dicho, necesitando volver a oír que me ama. No me lo ha vuelto a decir desde mi primera semana en Alemania, cuando comenzaron a preparar el juicio en serio y los abogados le advirtieron que se estaba jugando ir a la cárcel y su futuro si no testificaba.

Ahora necesito oír esas dos palabras. Desesperadamente. No porque dude de su amor, sino porque me asusta el conflicto que tenemos con el mundo real y porque creo que esas palabras serán la única tabla de salvación cuando estalle nuestra burbuja protectora.

No dice nada. Simplemente me abraza muy fuerte como si yo no necesitase otra protección. Cuando vuelve a hablar, sus palabras me sorprenden.

—Los periódicos no paran de decir que he sobornado a alguien para que se retiren los cargos.

Me pongo en tensión y me echo hacia atrás para poder verle la cara.

—Qué cabrones.

Esboza una leve sonrisa.

—Totalmente de acuerdo. Pero además me han acusado de algo peor.

Lo miro a los ojos y no veo la misma ira que yo tengo. Lo que realmente le preocupa no es esa ridícula acusación. Esta es solo una parte de la historia.

—Vale. Continúa.

—Al parecer, los fiscales y los jueces no se pusieron de acuerdo con las acusaciones. La fiscalía publicó una declaración oficial de que habían retirado los cargos contra mí después de que se hubiese presentado una prueba adicional.

Dado que eso es exactamente lo que pasó, sigo sin ver el problema. Pero me contento con esperar y no digo nada.

—Ahora la prensa está tratando de averiguar de qué prueba se trata.

«Oh…»

Le aprieto la mano con fuerza.

—Damien, eso es…

Me callo porque no sé cómo calificarlo. ¿Horrible? Recuerdo que Damien se quedó destrozado después de la desestimación e intento imaginar cómo estaría si esas fotos saliesen publicadas en todas partes. Se me encoge el corazón solo de pensarlo, y ni siquiera puedo imaginar cómo debe de sentirse Damien. Respiro hondo y lo intento de nuevo.

—Seguramente no las publicarán. La prueba está bajo secreto de sumario, ¿verdad? ¿Qué ha dicho Maynard?

Estoy balbuceando, pero no sé nada de leyes, menos incluso de la legislación en Alemania. ¿Tiene derecho la prensa a ver una prueba? ¿Entregará el tribunal o la fiscalía las fotos para salvaguardar su propia reputación?

—Vogel está en ello y Charles se queda en Munich para trabajar con él. Es optimista, pero es demasiado pronto para saber el alcance real de la situación.

—Ya veo.

Quiero decirle que todo saldrá bien, pero no sé mentirle. Porque si esas fotos se publican lo destrozarán. Y, sí, Damien es fuerte y sé que se repondrá. Pero como los cortes en mis muslos, esa herida nunca desaparecerá. Una parte de él habrá muerto y nada volverá a ser igual.

—Siento haberte hecho daño —dice pasándose la yema del pulgar por los labios.

Me lo meto en la boca, y a continuación cierro los ojos y lo saboreo.

—¿No eres tú el que me dijo que el dolor y la pasión van de la mano? —murmuro cuando finalmente lo suelto.

Veo cómo sus ojos se oscurecen y jadeo mientras me tumba de espaldas sobre la estrecha cama. El deseo, ardiente y asfixiante, se abalanza sobre mí con tal fuerza que me siento mareada. Le necesito. Necesito sus manos sobre mis pechos y su cuerpo contra el mío. Necesito su lengua en mi boca y su ser dentro de mí.

Necesito sentir la conexión entre nosotros. Necesito deleitarme en ella, bañarme en ella.

Necesito sentir lo que ya sé: que Damien es mío y que yo soy y siempre seré suya.

Me agarra las muñecas y me mantiene los brazos estirados por encima de la cabeza. Me sujeta con fuerza, y hago una mueca de dolor cuando me retuerce la piel con los puños y grito cuando me soba violentamente los pechos a través de la camisa de algodón fino.

—¿Te gusta? —me pregunta.

—Sí, Dios mío, mucho.

Me chupa los pechos a través de la camisa antes de quitármela, y acto seguido me quita también el sujetador. Está encima de mí a horcajadas y me cuesta respirar, soy incapaz de moverme, me tiene sujeta y su boca se acerca a mi pecho desnudo. Toma el pezón entre sus labios chupando con tanta intensidad que me arqueo, grito cuando me muerde con unos dientes que aprietan más fuerte que los cierres de plata de la noche anterior. Se aleja tirando del pezón y yo me arqueo con ganas de más, deseando el mordisco sensual, la punzada seductora.

—Dime qué necesitas —me pide.

—A ti. Te necesito a ti —le contesto.

—Maldita sea, Nikki —gruñe—. No me refiero a eso. Dime qué necesitas.

Y entonces caigo en la cuenta de que ha visto la copa de champán. Sabía lo que me pasaba por la cabeza. Damien lo sabe. Demonios, él siempre lo sabe.

—Te necesito a ti —le repito con voz ronca—. Eso es todo lo que necesito. No lo iba a hacer, lo juro. Lo pensé pero no lo iba a hacer.

—Cariño…

Sus labios salvajes y hambrientos se juntan con los míos y me besa con tanto fervor que siento que nos olvidamos del mundo. Me acaricia todo el cuerpo y yo me retuerzo con el contacto de sus manos, los sentidos a flor de piel.

—Lo siento —me dice—. Ha sido por mi culpa. Lo lamento muchísimo.

—No. Soy yo. La culpa es solo mía. Y tú me mantienes fuerte. Oh, Dios, Damien, por favor —añado, porque no puedo sentir sus caricias y mantener esta conversación a la vez—. Ahora, por favor. Te necesito ahora.

—Nikki.

Mi nombre suena como un himno mientras sus dedos apartan la tela insignificante de mi tanga y hunde los dedos dentro de mi coño ya chorreante.

—Oh, cariño.

Muevo las caderas luchando contra la mano que aún me sostiene. El dolor y la ira que sentía momentos antes se han evaporado por completo. Se trata de Damien, el hombre al que amo. Es el hombre que necesito y lo quiero dentro de mí. Quiero que me toque. Lo quiero, Dios mío, simplemente lo quiero.

Me suelta para desabrocharse los pantalones. Levanto la mirada y cuando la veo, gorda y dura, respiro hondo. Alargo la mano, mis dedos se mueren por acariciarla.

—No —me prohíbe, y tengo que morderme el labio inferior para contener mi grito de decepción, porque debo obedecerle, y mantener los brazos estirados por encima de mi cabeza.

—Date prisa —le pido.

Abro las piernas, al borde de la desesperación. Soy fuego líquido. Soy el hedonismo personificado. Soy la lujuria, la necesidad y la pasión. Está encima de mí, su boca sobre la mía, salvaje y húmeda como su miembro que me pasa por el sexo; juega cruelmente a penetrarme, pero solo un poco.

Me arqueo y me retuerzo, rogándole con mi cuerpo que me la meta entera, y cuando eso no funciona le muerdo el labio inferior con los dientes y se lo pido.

—Ahora, Damien, fóllame ahora.

Gimo cuando empuja con fuerza dentro de mí. Tengo la falda alrededor de la cintura y el tanga echado a un lado. Se apoya en la cama con una mano, mientras que la otra está entrelazada con mis dedos por encima de mi cabeza.

El avión se ve atrapado en una bolsa de aire y emito un grito de alarma y de placer con la sensación de caída libre; después volvemos a tomar altura, el movimiento empuja a Damien aún más dentro de mí. Quiero que me suelte las manos para acariciarle el culo y empujarlo con fuerza dentro de mí, pero no me deja. Interrumpe el beso y, mientras se pone en equilibrio encima de mí, me mira a los ojos. Nuestros cuerpos se tocan solo donde su mano me rodea las muñecas y donde su polla embiste tan placenteramente dentro y fuera de mí.

—Así, cariño —dice, metiéndomela más adentro en cada empujón y frotando mi clítoris con su cuerpo con cada movimiento—. Quiero ver tu cara cuando te corras. Quiero saber que te he llevado al éxtasis y luego quiero llegar al límite contigo. Vamos —me insiste mientras la tormenta estalla dentro de mí como una fuente de colores—. Vamos, cariño… Oh, sí —gime mientras mi cuerpo explota.

Las oleadas de placer hacen que me arquee, grite y me retuerza con desesperación lasciva.

No estoy segura de si estoy tratando de escapar de este torbellino de sensaciones o si quiero que siga una y otra vez. Todo lo que sé es que Damien no ha dejado de empujar y los músculos de mi sexo siguen contrayéndose a su alrededor y yo estoy arañando la colcha de la cama y arqueándome y tratando de respirar y…

—Oh, Dios —grito cuando una última sacudida violenta como una descarga eléctrica me atraviesa apenas unos segundos antes de que Damien se corra.

Me derrumbo, me quedo flácida en la cama y, aunque me pesan los párpados, no quiero perderme la satisfacción puramente sensual que refleja su rostro. Me sonríe, su expresión es tan tierna que no se me ocurre nada más que acurrucarme junto a él.

Como si me leyera el pensamiento, se pone a mi lado y la mano que tan solo unos minutos antes me agarraba con fuerza las muñecas ahora acaricia suavemente mi brazo.

—Bienvenida al Mile High Club —me felicita, y me echo a reír.

Ruedo a su lado y me hago un ovillo contra él, saciada, satisfecha y feliz.

—Eres lo que necesito, Damien. Tú eres todo lo que necesito.

Me he rendido a este hombre por completo, y ahora, una vez más, todo está perfecto. Entre Damien y yo el sexo es tan necesario como la comunicación. Es nuestra forma de descubrir. Nuestro intercambio de confianza. Y nuestra rendición definitiva.

Creo que es su «Te quiero» dicho con el cuerpo, no con palabras.

Voy a la deriva, ni despierta ni dormida, cuando las palabras de Damien me traen de vuelta a la realidad.

—No importa lo que decida el tribunal alemán, hay una posibilidad de que esas fotos salgan a la luz.

No hay emoción en su voz, y eso es lo que me da escalofríos. No me muevo. Estamos juntos en posición de cuchara, con mi espalda contra su pecho, su brazo sobre mi cadera. Tengo los ojos cerrados, como si así consiguiese que las palabras fuesen menos reales.

—¿Por qué dices eso?

—Creo que tienes razón. Creo que mi padre podría estar detrás de esto.

—Damien, no. —Me doy la vuelta. Tengo que mirarle a la cara—. ¿De verdad lo crees?

—Tiene sentido. Si voy a la cárcel, sus ganancias de activos se verían reducidas.

A pesar de que el padre de Damien hace que mi madre parezca una mujer dulce y tierna como un conejito de Pascua, Damien siempre lo ha apoyado.

—Incluso si tienes razón, lo que explicaría cómo llegaron las fotos al tribunal, ¿por qué demonios crees que tendría interés en que se publicasen?

Se frota los dedos, haciendo el gesto del dinero.

Niego con la cabeza, no le sigo.

—Prensa rosa. Sitios de internet. Esos presuntos «programas de noticias». Todos ellos pagarán una importante suma por la información si creen que con eso van a vender más espacios publicitarios o periódicos.

—Mierda —digo, porque es verdad—. Tal vez no sea él.

—Tal vez no —admite, pero no lo cree.

—¿Qué vas a hacer?

—Todavía lo estoy pensando —me responde, y hay un tono peligroso en su voz.

—¿Me lo dirás cuando lo hayas decidido?

Me da un beso en la frente.

—Sí. Te lo prometo.

Suspiro profundamente, y desearía poseer la solución a sus problemas, pero sé que no la tengo.

—¿Cuánto falta para que lleguemos a casa?

Una parte de mí quiere que el avión aterrice ya. Otra parte de mí desea que sigamos volando para siempre.

—Unas horas —me responde mientras me acaricia distraídamente el brazo desnudo, como si tuviese una pluma, de un modo muy dulce y encantador—. Pero no nos vamos a casa. Al menos por el momento.

—¿No? ¿Adónde vamos?

—A uno de mis lugares favoritos —me explica, y me besa el cabello—. Creo que te gustará.