12
Es tarde cuando volvemos del bar, pero el aire fresco de la noche y el patio de piedra escalonado de Damien, que da a un césped muy cuidado y después a un embarcadero privado y a la suave superficie del lago, son demasiado tentadores como para resistirse. El cielo está despejado y la luna llena refleja las velas y cascos de los diferentes botes que salpican la costa, añadiendo una estela de tenues colores a un paisaje que, de otra forma, sería gris.
Jamie se desploma sobre el enorme diván. Antes, cuando Jamie ha preguntado qué podría ser divertido, la camarera le ha propuesto pedir un «vodka aromatizado» y ahora ha caído en una modorra inducida por el vodka de nata montada. Miro a Damien y voy a buscar agua con gas para todos a la casa. Cuando vuelvo, me encuentro a Jamie canturreando «Come Josephine, in my flying machine» y mirando las estrellas mientras Damien la observa perplejo desde el sofá de dos plazas cercano.
Miro a Damien a los ojos.
—Le encanta Titanic —le aclaro.
—Espero que eso no signifique que te estás hundiendo —le dice a Jamie, que se limita a mover la cabeza hacia delante y hacia atrás.
—No, estoy en un lugar feliz. Esto es tan bonito. Todos sois taaan amables —dice, al tiempo que se incorpora apoyándose en los codos—. Quizá deberíamos salir de marcha.
—Estupenda idea —dice Damien, mientras lo miro boquiabierta—. Pero yo tengo una mejor. ¿Qué tal si nos quedamos aquí?
—Sí. Sí —dice apuntándole con el dedo y mirándome—. Es tan listo… Y, además, guapo —añade susurrando en el tono más alto del mundo.
—Lo sé —digo, en parte avergonzada por mi amiga, en parte muerta de risa.
Mira a Damien con los ojos entornados.
—Te apuesto lo que sea a que puedo machacarte al póquer —dice.
Damien me sonríe.
—¿Quién soy yo para rechazar una apuesta como esa?
—Es buena —le aviso. Ollie, ella y yo solíamos pasarnos las noches jugando al póquer—. Por supuesto, es mejor cuando no está borracha.
Jamie tiene una sonrisa torcida.
—Quizá esté sobria. Quizá todo esto sea un farol.
Tras cuatro manos al póquer tapado con cinco cartas, Jamie empieza a parecer sobria. Yo estoy perdiendo por goleada, a Damien no le va mucho mejor y Jamie tiene una montaña de fichas delante de ella.
—Deberías saber que todas mis ilusiones se han hecho añicos —le dice—. No sé si puedo quedarme bajo el mismo techo que un hombre que pierde al póquer.
—Pero lo hago con mucho estilo —responde Damien.
Jamie levanta las manos en un gesto de «Qué se le va a hacer».
—Simplemente, soy buenísima —dice—. No digas que no te avisé.
Damien se reclina en el pequeño sofá que compartimos, con los pies estirados delante de él y las cartas boca abajo sobre la pequeña mesa de cristal.
—Las dos sabéis que el póquer es un juego que lleva su tiempo. No es algo de solo unas manos.
Jamie y yo cruzamos una mirada antes de que ella vuelva a mirar a Damien.
—Dicho de otra forma, me estás tanteando —dice Jamie.
Arqueo las cejas.
—Espero que no —digo con malicia.
Nos echamos a reír, pero Jamie tira las cartas boca abajo y se recuesta en el diván.
—Bueno, vale, pues te he visto la jugada y creo que paso.
Espero que diga algo más, pero lo que me llega es un leve ronquido.
—¿Jamie? —digo como una estúpida.
—Ha caído —dice Damien.
—Es el vodka con nata montada —digo—. Era peligroso.
—¿La llevo adentro?
Considero la posibilidad de echarle una manta por encima y dejarla dormir fuera, pero supongo que estaría más cómoda en una cama con sábanas y sin el sol dándole en la cara a primera hora de la mañana.
—¿Puedes cogerla?
—Es pequeña —dice—, así que supongo que sí.
La levanta sin problemas y ella se agarra a él, acurrucada en su pecho como una niña pequeña. Le sujeto la puerta y ella se despierta el tiempo suficiente para dedicarle una leve sonrisa somnolienta. Espero que suelte algo insinuante típico suyo, pero me da un vuelco el corazón cuando la oigo decir:
—Eres bueno para ella. Lo sabes, ¿verdad?
—Ella es buena para mí —responde Damien, haciendo que el corazón me dé un vuelco aún mayor.
—A eso me refiero —dice Jamie justo antes de volver a sucumbir a la neblina de la nata montada.
Me detengo un momento en el umbral de su dormitorio antes de cerrar la puerta, mirándola con cariño. Por muy desastre que pueda ser Jamie, sigue siendo mi mejor amiga y, en momentos como este, recuerdo por qué.
—Así que dígame, señorita Fairchild —dice Damien mientras le sigo al dormitorio principal—. ¿Cuánto vodka de nata ha bebido?
—Demasiado dulzón para mi gusto —admito—. Pero sí que me he bebido unos cuantos chupitos de Macallan.
—¿En serio? Eso puede hacer que la cuenta del bar suba bastante.
Doy un paso al frente y me acerco a él, notando el aire más denso con la proximidad.
—Bueno, quizá puedas recuperar tu dinero jugando al póquer.
—Esa es una apuesta interesante —dice—. Pero propongo una pequeña enmienda.
Ladeo la cabeza.
—¿Negociando, señor Stark?
—Siempre —dice, dando otro paso hacia mí.
Está ahí, tan cerca que mis senos rozarían su pecho con tan solo respirar. Se inclina hasta que sus labios quedan cerca de mi oreja. Todavía no nos tocamos, pero su respiración cuando habla hace que me recorra un escalofrío por la espalda.
—Strip poker, señorita Fairchild.
La pasión de la voz va a juego con el fuego en su mirada y yo empiezo a derretirme un poco. Pero esta oportunidad es demasiado tentadora como para dejarla escapar, así que le devuelvo la mirada y esbozo una leve sonrisa cuando veo la erección bajo sus pantalones. Levanto los ojos lentamente en busca de los suyos y veo que arden de pasión. Ladea la cabeza como diciendo «Oh, sí».
Trago saliva.
—Muy bien, señor Stark —digo, dándome la vuelta y poniendo rumbo a nuestro dormitorio. Me paro en la entrada y sonrío—. Prepárate para acabar desnudo.
Sin embargo, mi amenaza resulta ser vana y veinte minutos más tarde ya he perdido las sandalias, el jersey que me había puesto para protegerme de la brisa del lago y la camiseta. Me he quedado únicamente con una corta faldita rosa, un tanga lila y un sujetador a juego cortado tan bajo que mis muy erectos pezones presionan el encaje decorativo que bordea la parte superior de cada minúscula copa.
Damien todavía está totalmente vestido.
—¿Seguro que no haces trampa? —pregunto.
—Por lo general, no, pero por verte desnuda estaría dispuesto.
—¡Ajá! —digo apuntándolo con un dedo acusador.
Se ríe.
—Por suerte, tu masivo consumo de whisky escocés me lo ha ahorrado. No está jugando demasiado bien, señorita Fairchild.
Arqueo las cejas.
—¿No se te ha ocurrido que puedo estar tendiéndote una trampa?
—¿Es así? Está bien saberlo —dice señalando con la cabeza las cartas que tengo en la mano—. Veamos lo que tienes.
Enseño las cartas con cierta petulancia.
—Pareja de reyes, as.
—No está mal —dice—. Por desgracia, yo tengo trío de ases.
—No puede ser —digo, pero cuando enseña las cartas veo dos ases rojos y uno negro.
—Has perdido —dice.
Busco el broche en la parte delantera de mi sujetador.
—Oh, no —dice, haciendo un giro con el dedo—. La falda. Yo te bajo la cremallera.
Frunzo el ceño, pero obedezco y me giro para darle acceso. Presiona la palma de su mano contra mi piel, curvando la mano para adaptarse a la forma de mi cintura. Con la otra mano, baja lentamente la cremallera.
—Levántate —dice.
Me incorporo ligeramente, cierro los ojos e intento no temblar mientras desliza la falda hacia abajo acariciando suavemente con el dedo cada milímetro de piel desnuda que encuentra a su paso durante el proceso.
—Ya está —dice, mientras me giro para volver a sentarme, no sin antes terminar de quitarme la falda por las piernas.
Ahora ya solo llevo puesto el minúsculo sujetador y las braguitas aún más diminutas. Hace frío en la habitación (antes hemos abierto la puerta que da al patio privado), pero me arde la piel.
—Reparte —digo, intentando controlar la respiración, porque con cada inhalación y exhalación mis pechos suben y bajan, y con cada movimiento rozan el encaje.
La sensación me está volviendo loca. Es áspera y provocativa, y no puedo evitar imaginar el leve mordisco de los dientes de Damien, la suave presión de su boca mientras me lame, la calidez de sus manos cubriendo mis pechos. Y la presión insistente de su miembro contra mi cuerpo.
—Nikki.
—¿Qué? —digo, dando un respingo.
A juzgar por cómo me mira Damien, creo que sabe exactamente lo que estaba pensando.
—Tus cartas.
Miro hacia abajo y me doy cuenta de que ya ha repartido.
—Oh, vale —digo, mientras percibo cómo hace una mueca—. ¿Qué?
—No he dicho nada —dice—. Pero si lo hubiera hecho, seguramente te habría pedido que te movieras.
Inclino la cabeza.
—¿Que me mueva?
Estoy sentada sobre mis talones, con las rodillas y los muslos juntos.
—Sobre tu trasero —dice—. Con las piernas cruzadas.
—¿Por?
—Porque quiero verte bien —dice.
Arqueo las cejas.
—¿Forma parte eso del juego, señor Stark?
—Ahora sí. Quiero ver lo mojada que estás. Quiero saber lo mucho que te excita sentarte frente a mí, perdiendo poco a poco la ropa, abriéndote cada vez más a mí. Y todo esto sabiendo que pronto, muy pronto, estaré dentro de ti.
—Oh —digo, mientras noto cómo se me para el corazón; estoy segura de que puede verme el pulso en el cuello.
—Ahora, Nikki —dice—. Conoces las normas.
—¿Es una orden, señor Stark?
Siento el sexo desbordado y estoy desesperadamente mojada. Él debe de saberlo, pero, en breve, también lo verá.
—Sí que lo es, sí.
—Entonces, si no obedezco, ¿me castigará?
Mueve nerviosamente los labios.
—No creo que le gustara el castigo que le infligiría esta noche.
—¿No? ¿Por qué? ¿Qué me haría?
Puedo imaginarme el ardor que su mano me provoca en el culo, la emoción de un gato de nueve colas sobre mi sexo. Intento imaginarme qué clase de sorpresa malvada tiene en mente, pero mi cerebro no funciona especialmente bien en estos momentos. Me siento necesitada y excitada, y no solo por el whisky o porque estoy medio desnuda. Es por Damien. Porque me está haciendo lo que me está haciendo. Porque le deseo ahora mismo.
—¿Qué me harías? —repito.
—Más bien es lo que no te haría —dice.
Y entonces lo entiendo. Si desobedezco, no me pondrá la mano encima.
—Eso nos castiga a los dos —digo.
—Las normas son las normas —dice—. Y puedo ser muy fuerte cuando me lo propongo, pero si crees que voy de farol… —añade, mirando las cartas a modo de ejemplo.
Capto el mensaje. Llevo toda la noche perdiendo al póquer, ¿realmente quiero perder también a esto?
Pues no. Cambio de postura colocando las piernas delante de mí. Lentamente acerco los pies y extiendo las piernas hasta que me siento con las piernas cruzadas delante de él, con mi sexo bien expuesto. Ahora no puedo ocultar nada y, la verdad, tampoco quiero hacerlo.
Sigo la mirada de Damien a la zona mojada de mi tanga, la señal delatora de lo muy mojada —lo increíblemente empapada— que estoy por su culpa. Despacio, levanto la mirada para buscar la suya. Veo la pasión y siento un poder equivalente. Quizá sea él quien establece las normas, pero yo soy la que lo enloquezco.
Arqueo levemente la espalda, colocando las manos detrás de mí para apoyarme.
—Me gustan las vistas —dice Damien—. Me encanta ver lo mucho que me deseas, lo muy mojada que estás por mí.
—¿Lo estoy? —pregunto inocentemente.
Pongo todo mi peso sobre una mano y levanto la otra. Deslizo mis dedos por mi propio muslo y recorro levemente la seda del tanga.
—Dios mío, Nikki —dice Damien con voz entrecortada, pero no tengo intención de mostrar la más mínima de las compasiones.
Paso los dedos por el lateral del tanga. Levanto la cabeza y me encuentro con los ojos de Damien. Y entonces, lenta y deliberadamente, deslizo los dedos bajo la tela, en mi muy mojado y protuberante coño. Empiezo a jadear por la avalancha de placer que estremece mi cuerpo, como una especie de avance de lo que está por venir.
Y entonces, con los ojos de Damien todavía posados en mí, me llevo el dedo a la boca y saboreo mi propia excitación.
—Sí —murmuro—. Tienes razón. Estoy muy, pero que muy mojada por ti.
—¡A la mierda el póquer! —gruñe Damien, extendiendo su brazo sobre las sábanas y tirando las cartas al suelo mientras me coge por los muslos y me atrae hacia él.
El movimiento me desequilibra y caigo hacia atrás, quedando completamente tumbada boca arriba, con las piernas extendidas y Damien entre ellas.
—¿Admite la derrota, señor Stark? —pregunto con voz juguetona.
—Sí —dice.
Me incorporo apoyándome sobre los codos.
—Supongo que eso significa que pierdes.
—No —dice, mientras se coloca sobre mi cuerpo y utiliza dos dedos para desabrocharme el sujetador—. Te aseguro que eso significa que gano.
Su boca se cierra sobre mi pecho, mientras desliza la mano por mi cuerpo hasta llegar a mi clítoris bajo la seda empapada. Las sensaciones que me recorren son increíbles; una ráfaga de chispas provocadas por su mano y su boca. Me arqueo, perdida en la violenta tormenta que Damien está creando dentro de mí.
—Se equivoca, señor Stark —digo, esforzándome por formar palabras ahora que todavía puedo—. Esta noche, los dos ganamos.
Cuando me despierto, parece la mañana perfecta. Mi hombre junto a mí. La luz del sol entrando por la puerta abierta que lleva al patio privado del dormitorio principal. La suave brisa que llega desde el lago. El olor de los pinos y…
Frunzo el ceño y vuelvo a inspirar profundamente. ¿El olor de qué?
—Damien, despierta —digo, mientras agito su hombro—. O realmente hemos conseguido que las sábanas ardan o algo se está quemando.
Se levanta de inmediato, coge los vaqueros del suelo y sale corriendo por la puerta. Yo me pongo una bata y le sigo tan de cerca que casi choco con él cuando se detiene en la entrada.
—No es fuego —dice.
Ahora que puedo olerlo mejor, veo que tiene razón. Es un olor algo almibarado y dulzón, como un dulce navideño que se ha pegado al fondo de la sartén.
—Creo que sé lo que es —digo poniendo rumbo a la cocina, donde encuentro a Jamie volteando como una loca tortitas en una plancha.
Nos mira con expresión entre eufórica y un poco contrita.
—¡Lo siento! Creía que podría preparar el desayuno, pero… —dice, señalando la hornilla y la encimera cercana como si no necesitara decir más.
Contengo la risa.
—No creo que las tortitas tengan que servirse quemadas —digo, impávida.
Me tira un paño de cocina.
—He tenido algunos problemillas al añadir las pepitas de chocolate.
Damien se sirve una taza de café y se apoya en el mostrador.
—Como se suele decir, la intención es lo que cuenta, así que espero que no te importe que tenga la intención de no comerme esas tortitas.
Jamie sonríe con suficiencia y nos mira a los dos.
—Genial. Estoy atrapada en la montaña con un par de graciosillos.
—Como quieras —dice Damien con ese tono que pone cuando resuelve problemas de la empresa—. O bien limpiamos y volvemos a empezar, o bien os llevo a las dos, señoritas, a desayunar fuera.
—Ya no quedan pepitas de chocolate —dice Jamie, cogiendo el plato de discos quemados que no se parecen en nada a unas tortitas y tirándolos a la basura—. Dadme quince minutos para que me duche y me cambie.
En realidad necesitamos treinta minutos para salir por la puerta porque Damien comete el error de decirnos que el restaurante no solo hace fabulosos gofres, sino que también está en Arrowhead Village, un centro comercial al aire libre con tiendas normales, pero también con outlets de lujo. Y, obviamente, ni Jamie ni yo podemos comprar debidamente si no vamos vestidas como es debido.
Damien, por supuesto, está listo en cinco minutos, ataviado con unos vaqueros desteñidos y una camisa de lino de manga corta sobre una camiseta lisa de algodón. Tiene el pelo levemente ensortijado, como si hubiera estado expuesto a la acción del viento. Está realmente sexy, como si hubiera salido de un anuncio de colonia para hombre.
—Sabe vestirse —dice Jamie con un brillo deliberadamente lascivo en los ojos.
—Así es —digo, colocándome entre los dos y agarrándolos por los brazos—. Y es mío.
A vuelo de pájaro, no está demasiado lejos, pero como no somos pájaros tenemos que lidiar con callejuelas estrechas y retorcidas, por lo que tardamos media hora en llegar. No me importa. La zona es cautivadora, llena de casas con tejados de dos aguas encajonadas en la ladera de la montaña y unas vistas que te dejan sin respiración. El pueblo está junto al lago, así que de hecho podríamos haber cogido alguna de las embarcaciones atracadas en el muelle de Damien. El restaurante, The Belgian Waffle Works, está junto al agua y tiene una inmensa terraza con mesas. A medida que nos vamos acercando, me llega un olorcillo a tortitas doradas y crujientes, e inspiro profundamente.
—Esto supera mucho lo que yo quería preparar —admite Jamie—. Pero, eh, tendríais que estarme agradecidos. Si no hubiese echado a perder el desayuno, no habríamos podido disfrutar de una mañana de compras.
—Te estamos realmente agradecidos —dice Damien, mientras me rodea la cintura con su brazo.
Treinta minutos más tarde, estoy incluso todavía más agradecida porque no solo estamos sentados en la terraza con vistas al lago, sino que además tengo ante mí un plato con un gofre gigante, huevos y suficiente beicon como para alimentar a un batallón.
—Voy a reventar —protesto.
—Lo quemaremos yéndonos de compras —anuncia Jamie, girándose hacia Damien con una gran sonrisa—. Eres increíble, ¿sabes? Muchas gracias por invitarme. Estaba teniendo una semana de mierda.
—Siempre que quieras —dice, y se inclina hacia ella para darle un leve beso en la mejilla.
Jamie se abanica la cara, lo que me hace reír.
—Esperad un momento —digo sacando mi iPhone y haciéndoles gestos para que acerquen las sillas a fin de tomarles unas fotos—. También sacaré algunas del paisaje, pero dudo que la cámara del móvil le haga justicia.
—Estoy seguro de que volveremos —dice Damien.
—O puedes comprarte una cámara nueva —dice Jamie—. Ya que estás, cómprate una nueva para cada una de sus casas. Eso garantizaría que Leica siguiera boyante mucho tiempo.
—Pues no es una mala idea —dice Damien, con un brillo juguetón en los ojos—. Me gusta la idea de llevarte por todas mis propiedades. Joder, la idea de tenerte desnuda en todas mis propiedades me encanta.
Siento que me arden las mejillas, y abro los ojos buscando la mirada de Jamie, que se ha echado hacia atrás en la silla con una gran exclamación.
—¿No paráis nunca? —pregunta.
—Pues no mucho, la verdad —dice Damien, que para mi sorpresa me atrae hacia él y me planta un beso de esos que quitan el hipo.
—Por Dios —dice Jamie—. Me muero de envidia. ¿No tienes un hermano?
—Me temo que no.
—Me lo figuraba —dice Jamie.
Damien acerca su silla a la mía y me rodea con el brazo. Yo me inclino hacia él deseando que las cosas siempre sean así de tranquilas, así de felices.
—Suena muy sensiblero, pero sabéis que tenéis mucha suerte, ¿verdad?
—Sí —dice Damien con sinceridad—. Lo sabemos.
—Bien —dice Jamie, y suspira profundamente—. Joder, necesitaba oírlo.
—¿Por qué no me dijiste que te habían despedido del anuncio? —pregunto.
Jamie se encoge de hombros con aire avergonzado.
—Ya tenías suficientes preocupaciones y, de todas formas, no podías hacer nada, sobre todo desde Alemania.
A Jamie la habían contratado recientemente para un anuncio de emisión nacional, pero antes de que empezara el rodaje empezó a salir con el coprotagonista, una joven promesa llamada Bryan Raine. Cuando la relación acabó mal, parece ser que Raine decidió que la carrera publicitaria de Jamie tenía que terminar igual.
—¿Quieres que haga algo? —dice Damien.
Jamie agita la cabeza con firmeza.
—No, para empezar, ya me ayudaste a conseguir el trabajo. Eso es más que suficiente. De todas formas, me han pagado por el curro (no tenían más remedio, estaba en el contrato), así que no necesito nada. Ahora solo me queda ver la manera de salir de la mierda en que he caído.
—Lo conseguirás —dice Damien.
Jamie nos coge de la mano por encima de la mesa.
—Gracias, de verdad.
—De nada —digo—. Ya sabes que te quiero, ¿verdad?
—¿Cómo no ibas a quererme? —pregunta Jamie con una sonrisa vacilona; ahora sé que la melancolía mañanera ha pasado.
Me aprieta la mano con todavía más fuerza.
—Sabéis que nos están mirando, ¿verdad?
Miro alrededor y veo que tiene razón. Algunas personas apartan los ojos con aire culpable cuando les observo.
—Va en el lote —digo, señalando con la cabeza a Damien.
—Bueno, será mi primera vez en los tabloides —dice Jamie—. Supongo que puede decirse que me lo he ganado a pulso, a pesar de ese estúpido anuncio.
—¿De qué estás hablando?
—El trío de Damien Stark, por supuesto. Mañana saldremos en internet, ¿no crees?
Me doy una palmada en la frente.
—Por Dios, Jamie, ¿por qué no lo dices más alto? O mejor, ¿por qué no te callas?
—Es broma —dice, y la conozco lo suficiente como para saber que es cierto.
Me encuentro con la mirada de Damien, que hace un leve gesto con la cabeza. Recibo el mensaje: mantén la boca cerrada. Jamie puede pensar que es una broma, pero ella no ha tenido que vivir con el acoso de los paparazzi como Damien. O, hasta cierto punto, como yo. Dependiendo de quién nos haya visto a los tres juntos, la chorrada que acaba de sugerir no está totalmente descartada.
Bueno, vale. Respiro profundamente y me repito que no tengo nada de que preocuparme.
—Quiero otro café —digo, en parte porque es verdad, en parte por cambiar de tema—. Y después nos podemos ir de compras.