16
Al director ejecutivo de Stark International:
La directora ejecutiva de Fairchild Development desearía concertar una cita esta tarde para discutir una posible fusión de intereses.
Mientras Lisa va a buscar los cafés, releo el mensaje y le doy a Enviar. Casi instantáneamente, recibo una respuesta.
A la directora ejecutiva de Fairchild Development:
Estoy deseando saber qué tipo de fusión tienes en mente.
P. D.: Enhorabuena por tu nueva oficina.
Sonrío y estoy a punto de preguntarle cómo sabe que tengo oficina cuando la puerta del Starbucks se abre y un tipo delgado con auriculares entra con un jarrón lleno de margaritas y otras flores silvestres. Mi corazón se acelera porque estoy segurísima de que son para mí. No sé cómo ha averiguado Damien que he decidido alquilar la oficina y mucho menos cómo ha sabido dónde encontrarme. Pero ese es Damien y, por lo que parece, tiene ojos en todas partes.
El repartidor echa un vistazo al local y su mirada se detiene en mí. De hecho, ahora mismo tengo todos los ojos puestos en mí. El tipo lee una nota y a continuación se acerca.
—¿Nikki Fairchild? —pregunta en voz alta, supongo que para oír su propia voz por encima de lo que quiera que esté escuchando.
—Gracias —digo mientras deja las flores y se va al ritmo de la música de sus cascos.
Alrededor, los clientes sonríen y luego vuelven a lo que estaban haciendo. Una chica un poco mayor que yo con cara de elfa y unos fabulosos rizos castaños rojizos articula «Muy bonito» antes de volver al guión que tiene delante. Estoy totalmente de acuerdo.
—Uau —dice Lisa, volviendo a sentarse en su silla.
—Damien siempre te deja con la boca abierta —digo con una sonrisa.
Saco la tarjeta y sonrío todavía más al leerla:
Esta noche te demostraré lo mucho que me pone una mujer con su propio negocio. Hasta entonces, imagíname tocándote. D
—Ahora que medio mundo ya sabe que tengo oficina —digo—, supongo que deberíamos hacer el papeleo.
Ambas pasamos la hora siguiente revisando el alquiler y alguna información empresarial básica que Lisa comparte con sus clientes. Me recomienda unos abogados que podrían asesorarme en la constitución de mi empresa, pero también admite que quizá lo más fácil sea preguntar a Damien.
—No quiero parecer demasiado directa —dice—, pero sales con el mejor asesor de negocios de la zona, así que aprovéchalo.
—Oh, esa es mi intención —digo, y le lanzo una mirada tan llena de picardía que nos echamos a reír.
«Sí, creo que Lisa y yo seremos buenas amigas».
Y como para demostrarlo, me dice que el restaurante que hay dos puertas más abajo tiene una hora feliz increíble.
—¿Quieres comprobarlo la semana que viene? Así podrías contarme tus primeros días en el mundo de los emprendedores. O tráete a tu compañera de piso y hablaremos de hombres. Estoy prometida, pero eso no significa que no me guste cotillear.
Me echo a reír.
—Eso está hecho.
—Excelente —dice, mientras se cuelga el maletín de un brazo—. Tengo que reunirme con un cliente. ¿Te vas o te quedas?
—Voy a terminarme el café y a anotar algunas cosas mientras lo tengo fresco en la cabeza —digo, señalando la carpeta.
No le digo que voy a pedir un segundo café antes de volver a la oficina. Con todo lo que pasó anoche (bueno y malo), no he podido dormir mucho.
En cuanto se va, muevo un poco la silla para que haya más espacio entre mi mesa y la de al lado. Mientras lo hago, cruzo la mirada con la chica del pelo castaño rojizo que he visto antes. Señala con el dedo una página de su guión y mira en mi dirección, con sus ojos marrones descaradamente fijos en mí. Me remuevo incómoda y miro de reojo, intentando centrarme en la carpeta que tengo delante.
Unos segundos después, oigo la silla de enfrente arrastrarse por el suelo y, cuando levanto la vista, veo cómo la mujer se sienta a mi mesa.
—No me gustaría parecer pesada —dice en un tono tajante y preciso que me hace pensar en algún colegio privado del Nordeste—, pero me estoy volviendo loca. Sé que te conozco de algo, pero no consigo recordar de qué.
—Lo siento —digo—. No creo que nos conozcamos de nada.
No me molesto en explicarle que es algo que me pasa con bastante frecuencia. Es inherente a ser la Chica de Oro de los tabloides.
—¿Estás segura? Me resultas familiar. Soy Monica, por cierto. Monica Karts —dice, mirándome con esperanza, para luego fruncir el ceño—. ¿No te dice nada?
—Lo siento —digo.
Empiezo a recoger mis cosas con mi sonrisa de Nikki educada en la cara. Puede ser que mi madre me atormentara durante gran parte de mi juventud, pero también me enseñó buenas maneras.
—Probablemente tengo una cara corriente —digo con una sonrisa—, pero ha sido agradable hablar contigo.
—Oh, diablos —dice—. Mi agente siempre me dice que empiezo demasiado fuerte.
Empuja la silla hacia atrás y se levanta para regresar a su mesa.
—Lo siento mucho si te he molestado. No tienes que irte. Debo volver al guión de todas formas. Tengo audición esta tarde.
—No me voy por ti —miento—. Es que he de volver a mi oficina.
Solo de decirlo siento un nudo en el estómago. Mi oficina. En serio, ¿a que suena genial?
—Suerte con tu audición —añado mientras recojo mis cosas, y me sorprende comprobar que hablo totalmente en serio.
Esa chica tiene una personalidad tan dicharachera como la de Jamie. Además, estoy de bastante buen humor.
Dado que tengo que llevarme el ramo de flores, decido pasar del segundo café. Estoy casi en la puerta cuando oigo a Monica gritar:
—Jamie Archer.
Me giro.
—¿Conoces a Jamie?
—¿No estabas con ella en el Rooftop hace un mes? ¿En una de las fiestas de Garreth Todd?
—Sí —digo.
—Bien, ¡pues yo también estaba! —dice con un tono entusiasta que sería de esperar si perteneciéramos a la misma hermandad de estudiantes.
—¿Así que eres amiga de Jamie? —pregunto.
Niega con la mano.
—A duras penas la conozco, pero una vez coincidí con ella en una audición y la recuerdo. Y a ti también. Pero creo que sobre todo te recuerdo de los periódicos.
—Genial —digo con frialdad.
—Todo lo que han dicho de ti es basura —dice muy seria—. Excepto eso del reality show. Si eso es cierto, creo que deberías aceptar, ganar todo el dinero que puedas y mandarlos a todos a la mierda.
Me echo a reír porque, aunque no me interesa lo del reality show, no estaría mal mandarlos a todos a la mierda.
Me suena el teléfono y dejo las flores en una de las mesas para poder sacarlo del bolso.
Monica señala con un dedo su guión.
—Será mejor que vuelva a mi mesa. Pero estoy muy contenta de haber resuelto mi duda. Quizá nos volvamos a ver. Vengo aquí con frecuencia.
—Seguro —digo, mientras respondo a la llamada.
—Bien, ¿Texas? ¿Eres ya la orgullosa propietaria de un negocio?
—¡Evelyn! Espera un segundo.
Me despido de Monica con la mano, me pongo el teléfono bajo el mentón y vuelvo a coger las flores. Utilizo la cadera para abrir la puerta y camino por la amplia acera en dirección a mi oficina.
—¿Puedes creerlo? —pregunto—. Me siento muy mayor.
—Estoy orgullosa de ti —dice—. Y lo digo sin la menor condescendencia.
—En ese caso, gracias.
En realidad, sus palabras me hacen sentir orgullosa. Me enamoré de Evelyn Dodge en el momento en que la conocí. Es dura y sensata, y dice lo que piensa. Cuando me haga mayor quiero ser como ella.
—Bueno, pues cuéntame cómo es tu nueva oficina.
Se la describo con todo lujo de detalles y luego le cuento que Giselle vendrá después para aconsejarme con la decoración.
—Creo que te debo una disculpa —dice—. Sé que últimamente Giselle no figura en tu lista de personas favoritas, pero parecía muy interesada en resarcirte.
—No, no —digo—, no pasa nada. Creo que me dejé llevar por mis celos, y sé que se siente muy mal por lo que pasó.
No puedo sino preguntarme si le contó lo del cuadro a alguna persona que, luego, se lo largó a un reportero. No le comento mi teoría a Evelyn porque estoy segura de que se lo preguntaría a Giselle y, si no es verdad, no veo la necesidad de hacerle sentir aún peor de lo que ya se siente.
—¿Y cuándo puedo verla? —pregunta Evelyn.
—¿Verla? ¿Te refieres a la oficina?
—Estás ahí ahora, supongo.
—Acabo de volver del Starbucks de la esquina.
—Vale, pues dame la dirección. Estoy en la zona. Tardo poco.
En menos de veinte minutos ya ha llegado e irrumpe en mi oficina después de que la muy eficaz recepcionista del edificio me anuncie su llegada.
—No está mal —dice, mirando a su alrededor—. Nada mal.
—Eres de lo más transparente, ¿lo sabías? —digo—. No es verdad que estuvieras por la zona. ¿Sherman Oaks? ¿Tú? Lo siento, pero no me lo creo.
—Me has pillado —dice con una sonrisa—. No, la verdad es que tenía una reunión con un director amigo mío que está rodando en la Universal. Pero, vamos, habría venido a verte de todas formas. Tenemos que hablar de negocios, Texas, y estoy totalmente decidida a ser tu primer cliente y no dejar que nadie se me adelante.
—En ese caso —digo mientras me acomodo detrás de mi escritorio—, coge una silla y hablemos.
Al final terminamos en un restaurante en el que pasamos dos horas charlando y comiendo y, al menos Evelyn, bebiendo, hasta bien entrada la tarde.
—He hablado con Charlie hoy —dice, mientras ataca el trozo de tarta de queso que hemos pedido para compartir—. No he conseguido que me dijera por qué sigue en Munich, pero sí mencionó que Sofia vuelve a campar a sus anchas.
Agita la cabeza en señal de desesperación.
—Es un milagro que esa chica no volviera loco a Damien hace un tiempo —añade.
—Entonces ¿ella siempre ha sido así?
—Oh, sí. Lista como el hambre. Me recuerda a ti en muchos aspectos, aunque no tiene tus agallas, nunca ha aprendido a enfrentarse a las cosas y en vez de luchar huye hacia delante.
Muevo la cabeza lentamente. ¿Agallas? ¿Enfrentarse? ¿De quién diablos cree Evelyn que está hablando?
—No me vengas con esas —dice Evelyn, mirándome con complicidad—. Eres una superviviente, Texas, y ambas lo sabemos. Nunca he mentido a mis clientes y mucho menos a mis amigos. Y es estupendo que seas una superviviente también, porque aparte de ti nadie podría durar más de una semana con nuestro chico.
Sonrío al pensarlo. Y cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que tiene razón. Sí, he tenido algunos problemas, pero me he enfrentado a ellos. Y, en la mayoría de los casos, los he superado.
—También puedo decirte lo que pasará cuando aparezca Sofia. Damien irá a Londres para asegurarse de que está bien y que la admiten en otra institución. Y la prensa empezará a especular con que Damien está apartando a Sofia de su vida por ti o viceversa.
—¿Apartarla de su vida? Pero si no están juntos. Damien me dijo que no está con ella desde que eran niños.
—¿Y desde cuándo le ha interesado la verdad a la prensa? Cada vez que los fotografían juntos, la prensa londinense prácticamente anuncia su compromiso. Esta vez será más interesante porque tú también sales en la foto.
—«Interesante» no es la palabra que yo habría escogido —digo con frialdad.
—Si no puedes detenerlos, al menos diviértete —dice, y tengo que admitir que es un buen consejo—. Y hablando de especulaciones —continúa—, también hay rumores de que voy a volver a ser agente.
—¿Y vas a volver?
—Joder, no —dice con un tono que está entre la carcajada y el gruñido—. Pero mi antigua agencia me está presionando para que me ponga otra vez detrás de un escritorio a hablar por teléfono. ¿Y sabes qué te digo? Que si me doran la píldora lo suficiente, quizá me lo plantee. Por el momento disfruto yendo de aquí para allá hablando de posibles proyectos, como el tuyo —añade con una sonrisa maliciosa.
—¿El mío? ¿A qué te refieres?
—Tienes que decidirte, Texas. Hay productores locos por tenerte en un reality. Y al menos una media docena de compañías quieren promocionar sus productos. ¿Te apetecería ser la cara de una línea de maquillaje? Podría organizarlo todo en un pispás —dice chasqueando los dedos.
Me limito a negar con la cabeza.
—Esta ciudad es muy rara.
Evelyn resopla.
—Diablos, sí que lo es.
—Si lo que buscan es una cara bonita, diles que se pongan en contacto con Jamie. Yo no soy demasiado fotogénica, pero la cámara adora a Jamie.
—Buena idea, Texas.
Estoy bromeando, pero me parece que Evelyn no se ha dado cuenta.
La conversación y el azúcar todavía retumban en mis oídos cuando Evelyn vuelve a Malibú y yo a mi oficina. Estudio la carpeta con el trabajo de Blaine y tomo algunas anotaciones sobre la aplicación que quiere que diseñe. Quiero que destaque, que tenga más funciones que un simple muestrario portátil, y estoy tan absorta en mi tormenta de ideas que pierdo la noción del tiempo hasta que suena el intercomunicador y la recepcionista me dice que la señorita Reynard está en el vestíbulo.
—Oh, vale. Dile que suba.
Cuando entra, me quedo sentada porque, al fin y al cabo, soy la jefa, y la saludo con mi sonrisa de Nikki profesional. Otra ventaja de mi horrible infancia (estoy muy versada en ocultar mis emociones bajo una amplia gama de sonrisas probadas en concursos de belleza). Así que estoy segura de que Giselle no tiene ni idea de que todavía estoy recelosa ni de que la simiente de los celos sigue ahí, enterrada bajo la superficie, lista para brotar si dice algo incorrecto o si mira a Damien con el más mínimo atisbo de interés.
La verdad es que no quiero desconfiar ni estar celosa. No me gusta esa chica y no quiero ser esa chica, pero no puedo quitarme de la cabeza el simple hecho de que salió con Damien (y que, en lo que respecta a Damien, «salir» probablemente signifique «follar»).
—¡Nikki! —grita en cuanto cruza la puerta y yo debo esforzarme para subir el voltaje de mi sonrisa.
Giselle me recuerda a Audrey Hepburn: su pelo, su complexión y su elegancia. No me suelo sentir intimidada por otras mujeres, pero con Giselle cerca, me veo fuera de juego y no puedo sino pensar que estoy en un gran error.
Si percibe mis dudas, es suficientemente amable como para no decir nada. De hecho, se concentra en el local y observa las paredes vacías y el mobiliario antes de volver a mí.
—Es un lugar estupendo —dice—. Pequeño, pero espacioso y bien distribuido. El beige de las paredes es espantoso: será lo primero que cambiaremos. Y luego colgaremos algunas obras de arte. No demasiadas. Probablemente una pieza grande para dar cohesión y unas cuantas más pequeñas para equilibrar. Tengo algunos artistas en mente; te traeré unas carpetas la próxima vez que venga. Y también unas muestras de pintura. Algo profesional, nada llamativo. Quizá un amarillo pálido —añade, casi para sí misma.
Echo un vistazo alrededor intentando imaginarme cómo quedarían las paredes en amarillo. Tengo que admitir que muy bien.
Parece darse cuenta de su acierto y me dedica una sonrisa de diez mil megavatios.
—Gracias otra vez por dejarme hacer esto.
—No hay problema —digo—. Debo serte sincera. El alquiler de esta oficina no es malo, pero es más de lo que tenía pensado gastarme teniendo en cuenta que acabo de empezar. No estoy muy segura de poder justificar gastos en decoración.
Se deja caer con gracia en una de las sillas de plástico moldeado.
—No, no, me has malinterpretado. Este es mi regalo. Vamos, durante tu primer año. Luego, si quieres quedarte los cuadros, puedes comprarlos o podemos negociar un alquiler. En cuanto a la pintura, este lugar es una caja de zapatos, no te ofendas, y estoy segura de que tengo el color ideal en el almacén.
Inclino la cabeza, intentando asimilar sus palabras.
—Giselle, estoy segura de que no pretendías molestarme cuando le contaste a Bruce lo del retrato. Si me debes algo, es una disculpa, y ya te has disculpado.
No nombro a Damien ni menciono mi pequeño brote de celos. Aparte de haber tenido una historia con él, Giselle no ha hecho nada para invocar al temible monstruo verde.
—Te lo agradezco mucho, de verdad, pero quiero echarte una mano. Sé lo mucho que la prensa te ha molestado y no puedo sino pensar que quizá fue por mi culpa.
Me enderezo en mi asiento.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Bueno, obviamente no lo hice a propósito. Pero ¿y si Bruce dijo algo? ¿Y si se lo conté a alguien más y no me acuerdo? ¿Y si alguien oyó lo que decíamos?
Sus palabras me traen a la memoria lo que he pensado antes.
—Incluso si es eso lo que pasó, ya está olvidado. Y, en serio, Giselle, no es que quiera inmiscuirme en tus negocios, pero ¿realmente puedes permitirte trabajar gratis?
Por primera vez, su expresión pierde esa alegría de amiga reencontrada, y sé que he metido el dedo en la llaga. Tal vez me haya pasado un poco. Estoy a punto de disculparme y decirle que eso no es asunto mío, y que si quiere trabajar gratis, está en su derecho, cuando observa:
—La verdad es que solo con la galería no llego a fin de mes. Sé que ni Damien ni Evelyn van por ahí contando mis cosas, pero también sé que la gente habla, así que imagino que habrá llegado a tus oídos el rumor de que mi divorcio no está siendo, digamos, amistoso.
Hace una pausa, y yo sonrío y murmuro las típicas palabras de comprensión.
—Ten cuidado con los hombres —dice, enigmáticamente—. Fóllatelos, pero no confíes en ellos. En ninguno. —Me mira con dureza—. Esa es una lección que debería haber aprendido antes de casarme con Bruce. Y sirve para todos los hombres de mi vida desde entonces. No se salva ninguno —añade.
—Yo no podría vivir así —digo con frialdad.
No sé si se comporta como una bruja o si me habla de mujer a mujer, pero no me importa. No quiero ni recordar que ha salido con Damien, y mucho menos hablar de ello. Y lo último que me apetece es oír por qué no debería confiar en él.
Toma aire y se encorva un poco; ahora ya no parece una de esas chicas guapas de Los Ángeles, sino una administrativa agobiada.
—Lo siento. He exagerado un poco. Necesito aumentar mis ingresos, así que he vuelto a incrementar el trabajo de diseño. Y podría trabajar en esto, es decir, decorar la oficina. No quiero sonar demasiado directa, pero creo que el hecho de tener a la novia de Damien Stark en mi lista de clientes no perjudicará mi negocio.
Aunque parezca raro, al oír esas palabras me siento mucho mejor. No tengo ningún interés en hacer amistad con Giselle, y me alegra comprobar que no está intentando que seamos íntimas amigas. Si se trata de negocios es diferente y si quiere redecorar mi oficina para promocionar su talento, pues adelante; las dos saldremos ganando, sobre todo si trabaja cuando yo me ausente de la oficina.
—Vale —digo—. Supongo que tenemos un trato verbal.
—Estupendo —dice con una amplia sonrisa que hace desaparecer su aire de derrota—. Recopilaré algo de material y te llamaré. Entretanto —añade mientras se pone en pie—, cuídate y dale un beso a Damien de mi parte.
Sale de la oficina y me quedo observándola perpleja. Tras unos instantes, quito hierro a sus palabras. Si está jugando, no voy a entrar en su juego. Y si me estoy imaginando cosas, bueno, pues habré de sobreponerme.
Paso otra hora haciendo anotaciones para la aplicación de Blaine, y termino agotada. Está oscureciendo y todavía no sé nada de Damien. Lo llamo a su oficina, pero Sylvia me dice que sigue reunido.
—Ha sido un día de locos —dice—. Desde que ha vuelto, todo el mundo quiere verlo.
No puedo evitar sonreír. Entiendo esa sensación.
—Supongo que acabará pronto —dice—. ¿Le digo que te llame?
Le respondo que no se moleste y decido enviarle a Damien un mensaje al móvil.
Al director ejecutivo de Stark International de la directora ejecutiva de Fairchild Development:
Respecto a mi petición anterior de acordar una cita, ¿esta noche encaja en su agenda?
No espero una respuesta rápida y me sorprendo cuando mi teléfono suena casi inmediatamente.
Creo que puedo hacerle un hueco.
Prácticamente me abalanzo sobre el teclado para responder.
Me paso por allí.
No. Me paso yo. Tengo planes para tu nueva oficina…
Sonrío ante la expectativa y me pregunto cómo voy a aguantar hasta que Damien llegue.
Como no puedo concentrarme en el trabajo, abandono la aplicación artística de Evelyn y me pongo a repasar mis correos y a hacer limpieza. Cometo el error de abrir el que me mandó mi madre cuando estaba en Munich, ese en el que me dice que debería mejorar mis aptitudes personales porque ignorar sus llamadas y correos es pura descortesía y ella no me educó así. Y añade:
Ya me he enterado de que tu lío del momento se ha ido de rositas en cuanto al asesinato. Espero que eso signifique que puedes dejar de jugar a ser Florence Nightingale con los problemas de él. Es una auténtica pérdida de tiempo y hay muchos hombres que servirían igual. Sinceramente, Nichole, una vez que pasan de los diez millones de dólares, todos los hombres son iguales. Piensa en lo que te he dicho. Y llámame. Besos, tu madre.
Quiero borrarlo. En estos momentos es lo que más deseo en el mundo. Quiero sacarme a esa mujer de la cabeza. Aunque nunca me ha puesto la mano encima, estoy segura de que es tan culpable de las cicatrices de mis muslos y caderas como yo misma. Quiero borrar el mail y probarme a mí misma que he pasado página.
Quiero… pero, por algún motivo, soy incapaz de hacerlo.
Joder.
Apago el portátil sin siquiera preocuparme de cerrar los programas.
—¿Un primer día malo?
Levanto la vista y me encuentro con Damien apoyado en el marco de la puerta. Lleva un traje gris a medida, camisa blanca y una corbata burdeos, y parece querer comerse el mundo.
—Ya no —digo—. ¿Cómo has entrado?
—Por lo visto, tu recepcionista lee los periódicos. Sabe que estamos juntos.
Me reclino en mi silla y le miro.
—¿Lo estamos?
Entra en mi oficina y cierra la puerta. Hace una pausa y, a continuación, deliberadamente, echa el pestillo de la puerta.
—Lo estamos.
—Bien —digo, mientras noto cómo la temperatura sube entre nosotros—. Va bien saberlo.
—Se la ve muy severa detrás de ese escritorio, señorita Fairchild —dice, y entonces mira alrededor—. ¿Así que es aquí donde se obra la magia?
Estoy sonriendo. No queda ni una sombra de la tristeza que me ha causado el correo electrónico de mi madre.
—Está bastante bien, ¿verdad?
—Es maravilloso —dice—. Estoy muy orgulloso de ti. Cuéntame cómo te ha ido tu primer día.
Le hago un informe detallado del alquiler y de la visita de Giselle. Puedo oír la cadencia de mi voz, el tono de entusiasmo por iniciar esta nueva aventura. Y veo mi propia felicidad reflejada en la sonrisa de Damien.
—Incluso tengo mi primer cliente —añado, y luego le cuento lo de la aplicación para Blaine de Evelyn.
—Eres sorprendente.
—Me siento muy bien. Tenías razón —añado—. Di el paso y estoy genial.
—Sabía que sería así —dice y luego baja el tono—. He pensado en ti hoy.
Camina hacia mí mientras habla. La habitación es pequeña y no le lleva mucho tiempo llegar hasta mi escritorio.
—Te he imaginado en la postura en que estabas anoche —añade.
—Oh.
Trago saliva mientras noto que sube la temperatura en la habitación.
—Y entonces te imaginé así aquí. Desnuda, atada y lista para mí. Deseándome.
Le da la vuelta a la mesa sin apartar la mirada de mis ojos. Siento mi pulso en el cuello y empieza a costarme respirar.
—Yo… oh. Sí.
—Es embriagador, ¿sabes?
Me revuelvo un poco en mi silla. En lo que a mí respecta, es su voz la que es embriagadora.
—Hummm, ¿el qué?
Sus ojos brillan de pasión y buen humor, mientras se inclina hacia delante y pone las manos sobre el escritorio.
—Saber que puedo tener a una mujer poderosa como tú de rodillas. Una mujer con su propia empresa, su propio imperio. Saber que puedo excitarla solo con mis palabras. Que mi voz puede hacer que se le pongan duros los pezones y que su clítoris se estremezca. Que puedo subirle la falda, ponerla sobre su propio escritorio y azotar su perfecto y blanco culo hasta que se le ponga rojo y, entonces, cuando el aroma de su excitación cubra el escritorio y llene la habitación, puedo follármela hasta que se corra tanto que grite pidiendo clemencia.
—Oh, Dios, Damien…
Mi corazón bombea cada vez más rápido y mi cuerpo se estremece.
—Ponte de pie, Nikki, y ve a la ventana.
Aunque no creo que mis piernas me sostengan, obedezco. Me mira de arriba abajo. Los zapatos rojos de tacón alto, la falda a medida, la blusa de seda bajo una chaqueta de verano ligera.
Sus ojos no se apartan de los míos y se sienta en uno de los sillones.
—Quítate la chaqueta.
Lo hago y la tiro encima de uno de los brazos de la silla que hay detrás de mi escritorio.
—Ahora la falda.
En su voz se percibe el reto y sé que espera que proteste. Que le diga que esta es mi oficina y que tengo una recepcionista a poca distancia de la puerta. Pero no lo hago. Esto es exactamente lo que quiero, así que me llevo las manos a la espalda, me bajo la cremallera y dejo que la falda caiga al suelo, dejando a la vista mi tanga rojo.
No dice nada, pero veo cómo la pasión crece en su mirada y mi cuerpo responde inmediatamente, mi sexo se enciende y mis pezones se ponen tensos y duros bajo el sujetador.
—Bien, señor Stark —digo mientras ando lentamente hacia él—. ¿Qué quiere que haga ahora?
Su sonrisa es como una suave caricia, y una oleada de deseo recorre mi cuerpo como la espuma sobre una playa de arena.
—Para —dice cuando estoy como a un metro y medio de él.
Lo hago, el corazón desbocado por la expectativa.
Levanta el dedo y hace un gesto para que me gire. Pongo los ojos en blanco, pero doy un paso adelante, hago un giro de pasarela y a continuación repito el proceso hasta realizar una rotación de trescientos sesenta grados para él. Apoyo mi mano en mi cadera arqueada e inclino la cabeza.
—¿Te gusta lo que ves?
—Oh, sí —dice.
Se reclina en la silla. Su postura relajada contradice la tensión que veo en su cara y hombros, así como la firme línea que forman sus labios apretados. Su mirada está fija en mí, y trago saliva, consciente de la reacción de mi cuerpo. De cómo respondo cada vez que este hombre está cerca. No me sorprende que diga que siempre me ruborizo. Soy como un interruptor para Damien, y él es siempre quien lo enciende.
Noto el tanga mojado y pegado contra mi sexo y la presión me hace sentirme aún más necesitada. No es el tanga lo que quiero que me toque; es Damien. Sin embargo, él permanece totalmente quieto, con las manos confortablemente apoyadas en los brazos de mi silla mientras examina cada centímetro de mi cuerpo hasta que clava la mirada en el pequeño triángulo de tela.
—Abre las piernas. Esa es mi chica. Ahora quédate quieta un instante.
La piel me hormiguea, como si mi cuerpo previera su tacto y protestara porque sus manos no están sobre mí y porque su miembro no está muy dentro de mí. Entonces, sus ojos bajan todavía más. No me muevo, aunque sé lo que está mirando. Las cicatrices. No hace mucho, yo me habría tirado al suelo y habría llorado si alguien me las hubiera mirado con tanta atención. Diablos, así reaccioné la primera vez que Damien me examinó las piernas. A veces me sorprende lo rápido que ha cambiado mi mundo desde que Damien está en él. Y no solo mi mundo, también yo. Es mi ancla. Y a él puedo agarrarme mientras buceo en mi interior para buscar la fuerza que yo ni siquiera sabía que tenía. Pero Damien siempre lo ha sabido. Aún más, estaba seguro de que yo podría encontrarla.
Siempre ha visto más allá. No solo a la reina de la belleza. No solo las cicatrices. Me ha visto a mí, a todo mi ser, y no importa si únicamente llevo las bragas y los tacones o voy con un vestido de alta costura, siempre estoy desnuda delante de él.
Hace un tiempo, me habría aterrado ese pensamiento, pero ahora me reconforta.
Pero este no es momento para reflexiones profundas, ni quiero pensar en las cicatrices, ni en las batallas que hemos tenido que librar. Todo lo que quiero es a Damien. Y lo quiero ahora mismo.
Con osadía, doy otro paso adelante, hacia él.
—No —dice—. Para.
—¿Paro?
Arquea una ceja.
Inclino la cabeza un poco para indicar que lo entiendo y luego arqueo a mi vez una ceja.
—Sí, señor.
—Buena chica. Ahora abre las piernas, solo un poco. Así —dice cuando obedezco—. Quédate así.
Estoy como a medio metro de él y ya me cuesta respirar. Está sentado en la silla, lo que deja su mirada a la altura de la telita roja que a duras penas cubre mi sexo.
Lentamente, levanta los ojos.
—Quiero una cosa —dice.
Noto el cuerpo recorrido por ondas expansivas porque yo también la quiero. Quiero a Damien dentro de mí. Quiero su polla en mi boca, en mi coño. Quiero que me susurre, que me haga el amor con palabras de esa forma tan maravillosa que conoce. Quiero que me folle con tanta profundidad y violencia que yo grite por esa singular y exquisita mezcla de placer y dolor.
Pero, sobre todo, quiero que me toque.
Empiezo a dar un paso hacia delante, pero me para con un solo movimiento de cabeza. Es un milagro que no me eche a llorar por la frustración.
—Eso no —dice.
Trago saliva, vacilante.
—Entonces ¿qué?
—Quiero mirar.
—Damien…
Me he tocado mientras me mira otras veces, pero no así. No como si fuera un espectáculo. Trago saliva, un poco avergonzada, pero también innegablemente excitada.
—Cierra los ojos —ordena.
—¿Por qué?
—Porque lo digo yo.
Cierro los ojos.
—Buena chica. Ahora quítate la blusa. Hazlo despacio. Cógela del dobladillo y sujétalo mientras deslizas tus dedos hacia arriba. Eso es, así.
Hago lo que dice, intentando respirar a ritmo constante mientras me quito la blusa de seda. No es fácil y siento cómo mi estómago se mueve al respirar, con el íntimo tacto de mis propios dedos.
—Imagina que soy yo —dice—. Mis manos quitándote la camisa. Mis manos rodeando tus pechos, bajándote el sujetador para que sobresalgan por encima. Eso es.
Sigo sus instrucciones y ajusto las copas de mi sujetador para que mis pechos y pezones queden expuestos.
—¿Sientes mis manos? ¿La forma en que tiro de tus pezones? ¿La forma en la que acaricio tu areola con mis dedos?
Noto los pechos llenos y pesados, y los pezones tensos por el deseo. Tiro suavemente de mis pezones y el correspondiente tirón en mi sexo me hace jadear.
—Damien…
—Lo sé, cariño. Puedes sentirlo, ¿verdad? La forma en la que palpita tu sexo. Lo duro que está tu clítoris.
—Sí.
—Ya lo hemos hecho antes, ¿recuerdas? Nuestra primera noche. Tú en la parte trasera de mi limusina y yo a kilómetros de distancia, al teléfono; se me puso tan dura que pensé que iba a explotar.
Asiento con la cabeza. Es uno de mis recuerdos más vívidos. Estaba borracha y embriagada de deseo, pero me encontraba sola, y podía engañarme a mí misma diciéndome que el alcance de mi excitación era mi secreto.
Ahora no puedo ocultar lo muy excitada que estoy. Y aunque es Damien, que me ha visto en momentos de gran lascivia y necesidad, siempre me ha abierto él. Ahora es mi propio tacto el que anhelo. Mi tacto, en sus palabras. Me siento obscena. Temeraria. Y, que Dios me ayude, quiero que me acompañe durante todo el proceso. Quiero meterme el dedo hasta correrme delante de él y, cuando lo haga, quiero abrir los ojos y ver mi propia pasión reflejada en su rostro.
—En su momento, no tuve el placer de poder verlo, así que ahora tengo la intención de disfrutarlo.
—Sí, sí.
Es la única palabra que consigo articular. Es la única palabra que llena mi cabeza.
—Baja tu mano derecha. Tómate tu tiempo, cariño. Tienes una piel tan suave que quiero que la sientas. Que la toques.
Una vez más, obedezco. Mantengo la mano izquierda sobre mi pecho, casi como punto de apoyo, y extiendo mi mano derecha hasta que mi palma roza mi vientre, mi pelvis y luego mis dedos se sumergen bajo la cinta de mi tanga. Me muerdo el labio inferior mientras la mano se va deslizando y gimo cuando los dedos acarician mi clítoris antes de seguir avanzando por mi piel suave y resbaladiza.
—Abre los ojos —ordena Damien—. Mírame y sigue tocándote.
—Yo…
Mis palabras mueren en mis labios cuando abro los ojos y veo su cara, el fuego intenso en sus ojos y el rubor de su piel. Sus manos están apoyadas en los brazos de la silla y los aprieta con tal fuerza que puedo ver sus nudillos ya blancos. Y su miembro está tan duro y tieso bajo los pantalones que tengo miedo de que salte alguna costura.
—Fóllame —susurro—. Ambos sabemos que es lo que quieres.
—Más que nada en este mundo —dice, mientras nuestras miradas se encuentran y entrelazan.
Las chispas saltan cuando cruzamos las miradas y la excitación crece anticipando su tacto.
—Pero no —dice, y yo creo que voy a llorar—. Esto es para ti. Quiero que tú también lo sientas.
—¿Sentir qué?
—El placer que tu cuerpo me produce —dice—. Quiero mirar. Quiero perderme en esta imagen.
Como si fuera una ilustración de sus palabras, su mirada me recorre lentamente.
—No pares, cariño. Métete los dedos. Juega con tu clítoris. Y deja que yo lo vea. Deja que vea cómo se mueve tu piel cuando estás a punto de correrte. Cada pequeño jadeo, cada pequeño temblor. La forma en la que tus dientes recorren tu labio inferior. El rubor que tiñe tu piel antes del orgasmo y esa mirada de recién follada en tus ojos después de haberte corrido.
Estoy tan caliente, tan mojada, que hago justo lo que me pide, y me penetro con los dedos para luego jugar un poco con mi clítoris. Me siento enloquecida de deseo, y con la otra mano aferro el borde del escritorio para no caerme.
—Oh, Dios, Nikki. ¿Sabes que me excita muchísimo mirarte? ¿Que tú me excitas una barbaridad? Estoy memorizando todos los detalles de tu cuerpo. Eres mi obsesión.
—Sí —susurro—. Oh, sí.
El agudo sonido de mi móvil invade la habitación y doy un respingo.
—No pares —ordena—. Ignóralo.
Lo hago, demasiado embriagada como para preocuparme por algo tan tonto como un teléfono. Muevo mis caderas al ritmo del sonido del móvil y sigo haciéndolo incluso cuando ha dejado de sonar. Oigo el sonido que indica que tengo un mensaje de voz, seguido del zumbido de un mensaje de texto.
Consigo reprimir la tentación de tirar el teléfono por la ventana.
—Ni lo pienses, cariño. Solo esto. Solo esto. Estás tan cerca, Nikki. Dios, puedo verlo en tu cara, en la forma en la que has abierto la boca. Imagina que es mi boca en tu coño, mi lengua acariciándote, saboreándote. Cariño, sabes tan bien.
Gimo, estoy muy cerca, pero todavía no. Pronto, pronto, muy pronto…
—¿Señorita Fairchild?
La voz de la recepcionista brota del interfono y me sobresalto, sintiéndome culpable y expuesta, e incluso Damien suelta algún improperio.
—Ignórala —gruñe, pero la voz continúa, pues no puede oír nuestra conversación.
—La asistente del señor Stark está al teléfono —dice, como unos dedos fríos recorriéndome la espalda—. Al parecer, una tal señorita Archer ha estado intentando ponerse en contacto con usted. Me temo que ha habido un accidente.