14
Como dijo Damien, mi edificio se ha convertido en una fortaleza. La zona de aparcamiento ahora tiene una verja de entrada y está vigilada las veinticuatro horas del día por un sistema de cámaras. Me detengo en el puesto de seguridad, enseño la tarjeta que Damien me da y observo cómo los duendecillos electrónicos abren la enorme puerta con suavidad. Tardamos unos segundos en cruzar la puerta.
—Ha quedado bien —digo, porque pese al agobio que me produce, le agradezco todo lo que está haciendo para protegerme.
De hecho, sé que no es suficiente, que seguirá preocupado y que le duele que yo haya ganado la discusión sobre Edward.
—Pues sí —dice—, pero me preocupa más la eficacia que la estética.
Se gira y mira la puerta.
—Alguien podría trepar por la verja con facilidad —añade.
Miro la puerta por el espejo retrovisor.
—Quizá Spiderman, pero no alguien normal.
—El dibujo del forjado podría servir de escalerilla —dice, mientras teclea en el teléfono—. Es el diseño típico de la puerta de entrada de una propiedad, pero en la mayoría de los casos el objetivo es evitar que los no residentes aparquen en sus plazas. Solo son elementos de disuasión y yo quiero algo más.
Oigo el pitido de su teléfono: un mensaje.
—¿A quién le has…?
—A Ryan, mi jefe de seguridad. Quiero que dé prioridad a esto.
Pongo los ojos en blanco y aparco en mi plaza. Siento una punzada al ver que no está mi Honda, pero se me pasa enseguida. Después de todo, no se ha ido del todo, simplemente lo han llevado al parking de la Stark Tower hasta que decida qué quiero hacer con él.
Como suponemos que el buzón estará a reventar de cartas, salimos del aparcamiento por la puerta peatonal y cruzamos la acera hasta la puerta delantera, con Damien tirando de mi maleta y yo arrastrando mi bolso de mano. Cuando me fui a Alemania, el vestíbulo era un viejo agujero con buzones a un lado y unas escaleras al otro. Ahora, está protegido con una puerta de hierro inmensa, pero de buen gusto. Y lo que es más, se ha retocado un poco el espacio: pintura nueva, grandes maceteros con flores e incluso una fuente decorativa.
—¿Has sido tú? —pregunto a Damien.
No dice nada, y se limita a extender la mano para que le dé la llave y recoger el correo.
Le sigo por las escaleras, en parte divertida, en parte exasperada.
La puerta de entrada es más o menos la misma, pero se ha añadido otra cerradura de seguridad a las dos que ya tenía. Miro a Damien con expresión interrogante.
—Mejor —dice, pero empieza a escribir otro mensaje de texto.
Sé que ese «mejor» significa que «no está lo bastante bien». Según parece, a Ryan le espera un viernes de lo más ajetreado.
Mi apartamento parece igual que siempre, incluidas la gran cama de hierro que ocupa el salón y la gata blanca que se confunde con la montaña de cojines que se apilan en el sofá. Lady Miau-Miau levanta la cabeza en cuanto entramos, se pone en pie, se estira y salta con delicadeza al suelo. Espero que venga para que le rasque y la abrace, pero se limita a mirarme con sus grandes ojos acusadores y a darse la vuelta poniendo rumbo a la parte trasera del apartamento, con la cola estirada y el culo en alto. Sube las escaleras, entra en la habitación de Jamie y desaparece.
—Supongo que ya te lo ha dicho todo —dice Damien con un tono que delata lo mucho que le ha divertido la escena.
—Al menos parece que está bien alimentada.
Jamie me dijo que le había pedido a Kevin, un vecino nuestro bastante guapo pero que siempre está en las nubes, que se encargara de dar de comer al gato. Dado que siempre me pregunto qué hace Kevin durante el día, no me pareció que fuera un buen canguro de gatos.
Dejo caer el bolso al suelo y arrojo el correo a la cama.
—Aún no puedo creerme que haya puesto aquí la cama —digo, aunque, por supuesto, sí que puedo.
Si dependiera de Jamie, la cama se convertiría en un elemento más de la decoración, como la montaña de ropa al fondo de su armario o el proyecto de ciencias que, sin duda, sigue creciendo en la nevera desde que ya no estoy por aquí para desintoxicar el apartamento cada equis tiempo.
Damien ha dejado la maleta junto a mi bolso. La abro y me echo hacia atrás, apoyándome en los tacones y frunciendo el ceño. Esta es la parte de los viajes que menos me gusta. La maleta está llena a rebosar y me da mucha pereza ponerme a ordenarlo todo (para lavar, para colgar, para planchar…), así que practico la sagrada estratagema de la posposición, ignoro mi equipaje y me pongo a clasificar el correo. Facturas, facturas, basura, revistas… Mientras tanto, Damien acecha sigilosamente todo mi apartamento comprobando los sensores de movimiento recién instalados y el resto de los artilugios que ha colocado su equipo por todo el piso.
Cuando vuelve de mi dormitorio, veo una carta que destaca del montón. La dirección del remitente llama mi atención: Stark International. Sonrío y miro a Damien esperando su familiar sonrisa, pero está ocupado con su teléfono, tecleando un mensaje de respuesta a otro mensaje que le acaban de mandar.
Como no estoy dispuesta a esperar, deslizo el dedo bajo la solapa y abro el sobre. Mientras lo hago, veo cómo Damien devuelve el teléfono a su bolsillo, lo que interpreto como una señal de que, por fin, ha acabado. Supongo que en esos momentos Ryan debe de sentirse aliviado.
Saco una única hoja de papel del sobre y la desdoblo. Espero palabras sensuales y un lenguaje anticuado, pero lo que encuentro me hiela la sangre.
SU PASADO SIEMPRE TE HARÁ DAÑO
Empiezo a respirar entrecortadamente y tiro el papel al suelo.
—¿Nikki?
Damien tarda poco en llegar a mi lado saltando por encima de la cama, y ahora me está sujetando por los hombros.
—¿Qué pasa? —pregunta.
Respiro profundamente y me esfuerzo por poner en orden mis ideas. Alguien está jugando sucio conmigo: el mensaje, el coche y ahora esto. Pero solo es un trozo de papel. Un jodido trozo de papel. Un escalofrío me recorre, pero consigo reponerme. Podré con esto. Soy perfectamente capaz de gestionarlo.
—Nikki.
—Ahí —digo apuntando al suelo y me agacho para coger el papel, pero Damien es más rápido y lo atrapa antes que yo.
Sujeta el papel entre sus dedos y sus uñas se vuelven blancas por la presión. Observo más de cerca el mensaje, quizá esperando encontrar alguna pista, pero no hay nada en la hoja aparte de esas palabras, que parecen hechas con una máquina de escribir antigua.
—¿De dónde la has cogido? —dice con voz tranquila y monocorde.
Señalo el sobre, que todavía está sobre la cama, y Damien utiliza un catálogo cercano para darle la vuelta. Por su expresión deduzco que ha visto la dirección del remitente.
—Hijo de puta —masculla, y da un puñetazo al poste de la cama con tal fuerza que esta se pone a temblar.
Espero unos instantes y con voz monocorde pregunto:
—¿Alguien tiene acceso a tu material de oficina?
—No —dice—. El hijo de puta ese solo quería que pensaras que era mía. Mírala más de cerca, pero no la toques —añade mientras me inclino—. La han impreso con una impresora láser convencional. Nuestros sobres están impresos en relieve. Mierda —dice pasándose los dedos por el pelo, respira hondo y me observa—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —respondo con sinceridad—. Al principio me he asustado un poco, pero solo ha sido el shock del momento. De verdad —digo, pues sigue mirándome fijamente y puedo ver la preocupación en sus ojos—. Ya estoy bien. De verdad. Estoy más cabreada que asustada.
Asiente lentamente con la cabeza como si estuviera sopesando la veracidad de mis palabras.
—Vale —dice—. Tráeme una bolsa de congelar. Se la llevaré a Ryan por la mañana.
Corro a la cocina sorprendida de que no haya llamado a Ryan de inmediato, pero como la nota ha llegado por correo, supongo que el tiempo no es lo más importante.
Cuando vuelvo con la bolsa, me lo encuentro andando de un lado para otro por la habitación. Viene hacia mí, coge la bolsa y utiliza la parte de debajo de su camisa para meter la nota y el sobre dentro. La deja sobre la cama y se vuelve para abrazarme.
—Lo siento —dice tras unos segundos.
Me aparto lo suficiente como para mirarlo a la cara.
—¿Y se puede saber por qué? No eres tú el que me envía notas desagradables ni el que mete pescado en mi coche.
—No lo soy —dice—, pero parezco ser la razón.
—Noticias frescas.
Ambos sabemos que si no fuera por mi relación con Damien yo no sería lo bastante interesante como para atraer la atención ni de los medios de comunicación ni de un acosador, pero ese es el precio que hay que pagar por estar con Damien y yo estoy dispuesta a pagarlo.
—No, supongo que no lo son —admite. Guarda silencio unos segundos y dice—: Quiero que te vengas a vivir conmigo.
«Oh». Doy un paso atrás y me vuelvo a sentar en el borde de la cama. No puedo negar que llevo tiempo queriendo escuchar esas palabras. Sí, sé que todavía hay sombras en torno a este hombre, que aún guarda secretos que quizá nunca revele, pero hemos pasado mucho juntos y cuando estoy con él me siento muy bien. De hecho, me despierto entre sus brazos la mayoría de los días, y los que dormimos separados me siento perdida.
Hacía tiempo que intuía que Damien quería que me mudara con él, pero esta es la primera vez que me lo dice directamente. En otras circunstancias, estaría loca de alegría, pero al mirar la bolsa de plástico con la carta solo siento frío.
Poco a poco, levanto la cabeza y miro a Damien. Su expresión es seria y firme. Es la cara de un ejecutivo, no de un amante, y enseguida sé la respuesta.
—No.
—¿Qué?
Me pongo en pie. Ganar una lucha de resistencia contra Damien Stark ya es bastante difícil, no digamos si te enfrentas a él estando sentada.
—He dicho que no.
—¿No? —dice con voz muy baja y afilada como un cuchillo—. Joder, Nikki, ¿y se puede saber por qué?
Me esfuerzo por parecer decidida porque la verdad es que sí que quiero irme a vivir con él. De hecho, no quiero separarme nunca de él. Pero no así.
—¿Quieres que me vaya a vivir contigo porque me quieres o porque quieres protegerme?
Me observa unos instantes y a continuación agita la cabeza como si estuviera exasperado; francamente, su actitud me cabrea bastante.
—Quiero que estés conmigo, Nikki. Y, diablos, tú también lo quieres.
Puesto que no puedo negarlo, prefiero guardar silencio. En ocasiones, es mejor dar la callada por respuesta.
—Mierda —dice, más para sí mismo que para mí.
Señalo la carta.
—Por mucho que odie eso, en realidad esa carta no puede hacerme daño, Damien, y el apartamento es seguro. Tu propio equipo de seguridad se ha encargado de que lo sea. ¿O debería asumir que el equipo de seguridad de Stark International hace mal su trabajo?
—Tengo ciertas expectativas respecto a las cosas que poseo.
Mientras avanza hacia mí es como si el poder emanara de él en oleadas. Estoy segura de que si lo mirara más de cerca podría ver una aureola de brillantes electrones a su alrededor.
Inclino la cabeza.
—¿Soy una de sus posesiones, señor Stark?
Se detiene frente a mí y, aunque estoy totalmente resuelta a mantenerme firme en mi posición, advierto que me cuesta respirar.
—Creía que teníamos un trato —dice mientras acaricia mi clavícula con uno de sus dedos.
Mis labios se separan y me empiezan a fallar las piernas. Él sabe el efecto que tiene en mí, maldita sea; cierro los ojos y sucumbo a la sensación, a ese calor que parece irradiar mi cuerpo, a ese deseo intenso y anhelante entre mis piernas. Inspiro y murmuro una sola palabra:
—Damien.
—Tenemos unas normas, ¿recuerdas? —dice, y en su voz creo percibir cierta sorna, la confianza de un hombre que cree haber ganado—. Eres mía, Nikki. Cuando y como yo quiera. Y donde yo quiera.
Me pone una mano en el pecho, y me aprieta el pezón con el pulgar y el índice con tal fuerza que, cuando el dolor se mezcla con el placer y recorre todo mi cuerpo hasta llegar a mi sexo, jadeo sin querer.
—Y quiero que estés conmigo —añade.
—Siempre estoy contigo —digo, aunque me cuesta horrores formular las palabras.
Abro los ojos; estoy encendida y desesperada por sentir sus manos. Quiero que me toque. Lo quiero dentro de mí. Soy suya y quiero rendirme a él aquí mismo, quiero que me posea como quiera.
Quiero todo eso, pero también quiero ganar esta batalla, así que inspiro y digo, lenta y firmemente:
—Pero no pienso irme a vivir contigo.
Me coge de los brazos y me atrae hacia él.
—Diablos, Nikki, esto no es un juego.
Arqueo una ceja.
—¿No lo es, señor?
Se estremece y luego siento el tirón de sus brazos cuando me suelta y me aparta para alejarse de mí.
Exhalo el aire de mis pulmones; ahora lamento mucho mi arrebato de maldad.
—Damien, estoy bien —digo con voz suave pero firme—. Esa carta también me estremece, pero solo es correo y una sarta de mentiras. No hay nadie en el apartamento. Es decir, Dios mío, has convertido este lugar en una fortaleza. Déjalo estar, ¿vale?
—¡Por supuesto que no! —espeta—. Quiero que estés segura. No te va a pasar nada. No pienso perderte como he perdido a…
No acaba la frase y yo me quedo boquiabierta.
—¿Qué? Diablos, Damien, ¿todo esto tiene que ver con Sofia? ¿Crees que el hecho de que haya desaparecido tiene algo que ver contigo?
—No tengo ni idea de por qué ha desaparecido —admite.
—Y eso te está volviendo loco, pero tú no me cuentas una mierda.
Me gustaría ser comprensiva, de verdad que sí. Entiendo que la situación le reconcome. Su amiga ha desaparecido. Algún cabrón me está acosando. Y un supuesto benefactor consiguió que se desestimaran los cargos contra él de la peor manera posible. Está intentando recuperar el control de su vida, pero todo se le escurre entre los dedos. Lo entiendo, de verdad.
Pero, al final del día, eso no cambia nada.
—No te enfrentes a mí por esto, Nikki.
—Pues sí, me enfrento. ¿Para qué te has molestado en poner la verja si luego no te fías de que sirva para nada? Es decir, claro que no me gusta recibir correos desagradables, pero, por lo que sabemos, podrían haberlo enviado desde la Antártida.
Se acerca a mí, con todo su poder, control y masculinidad indiferentes. Extiende la mano y me acaricia la mejilla con un dedo; noto unas chispas recorrer mi cuerpo.
—No me gusta que me desafíen —dice.
Tomo aire, determinada a no derretirme y ceder.
—Pues a mí no me gusta que me den órdenes —digo dando un pisotón para subrayar mi postura—. No vas a ganar esta vez, Damien, así que hazte a la idea.
Baja el dedo por mi cuello hasta llegar a la camiseta.
—¿Tienes idea de lo frustrado que me siento ahora mismo?
Me estremezco al sentir la leve presión que envía todo tipo de promesas lascivas a mi cerebro.
—Sé lo que pretendes —digo con voz temblorosa—, pero no va a funcionar.
—¿No?
Cierro los ojos y tiemblo al sentir sus dedos siguiendo la curva de mis pechos.
—No voy a ceder.
Me coge del cuello de la camiseta y me atrae hacia él.
—Me encargaré de que estés segura —murmura.
Me sujeta con una mano y con la otra me coge de la cintura. Me empuja hacia atrás y noto la cama en la parte trasera de mis muslos. Mi cuerpo se estremece al anticipar lo conocido, pero también hay algo nuevo. Este es el Damien que tanto conozco, pero hay algo en su forma de tocarme que no había sentido antes. Una actitud de «Yo no hago prisioneros» que me excita, que hace que la parte interior de mis muslos se estremezca y que mi coño palpite al tocarme.
—Quiero abarcarte con una mano —murmura, deslizando su mano sobre mi sexo a modo de ilustración, y cuando utiliza esa sujeción para levantarme y tirarme a la cama, me pongo a gemir.
La presión de su pulgar en mi pubis y de su palma sobre mi sexo es tan intensa que todo mi cuerpo tiembla, como presagio de la explosión que está por venir.
Me suelta sobre la cama, y con una mano acaricia mi sexo describiendo círculos y con la otra me sujeta un pecho. Gimo, giro las caderas para buscarlo y arqueo la espalda para aumentar la presión de su mano contra mi sensible pezón.
—Esa burbuja protectora de la que hablabas… he pensado que quiero mantenerte dentro, cueste lo que cueste —dice—. No sé si eres consciente de lo mucho que te necesito.
—Lo soy.
No sé cómo he conseguido formular esas palabras. Sea cual sea el juego al que estamos jugando, hace tiempo que ya he admitido mi derrota. Sea lo que sea lo que quiere de mí, puede cogerlo. Ahora solo deseo sentir su tacto.
A pesar del fuego en su mirada, mueve la cabeza con aire juguetón.
—Lo que siento por ti es demasiado grande, y poderoso. No tiene principio ni fin, nada puede medir la extensión ni la amplitud de lo que siento por ti. Te miro y me pregunto cómo puedo sobrevivir a la oleada de emociones que siento.
—Haces que suene casi doloroso —digo con voz suave, y con ganas de provocarlo un poco.
—Tú y yo sabemos mejor que nadie que el dolor y el placer van de la mano. Pasión, Nikki, ¿recuerdas? Y contigo me llena.
Trago saliva; me deshago por sus palabras y por la intensidad con que las dice.
—Quiero tenerte cerca. Para amarte y protegerte. Para perderme dentro de ti. Quiero llevarte a la cama, para ver cómo tu piel se tensa bajo mis dedos, cómo tu cuerpo se despierta cuando te toco. Quiero besarte por todo el cuerpo hasta que sientas tanto placer que no sepas dónde terminas tú y dónde empiezo yo. Quiero atarte y follarte hasta que no queden dudas de que eres mía. Quiero vestirte y sacarte por ahí, y presumir de esta mujer tan bella, vibrante y espléndida. ¿Qué crees que es todo lo que he construido? ¿Todas mis compañías? ¿Todos mis millones? Carecen de valor comparados contigo.
Abro la boca para hablar, pero me silencia poniendo suavemente un dedo en mis labios.
—Así que no, Nikki. No pienso correr riesgos con tu seguridad. No voy a pelearme. No voy a ser desafiado. Tú no quieres venirte a vivir conmigo. Pues muy bien. Yo me vendré a vivir contigo.
—Espera —digo.
Me muevo intentando apoyarme en los codos. Floto en una nebulosa sensual y no estoy segura de haberlo oído bien.
—¿Qué? —pregunto.
—Me has oído. Fin de la discusión.
—Damien, yo…
Su mano todavía está en mi coño, y desliza un dedo bajo mi tanga y dentro de mí. Reclino la cabeza hacia atrás y gimo, y solo me silencia su firme y fuerte beso.
—Ahora voy a atarte, Nikki, y no quiero que me discutas ni que te retractes de nada. ¿Ha quedado claro?
Asiento con impotencia. Un deseo líquido se acumula entre mis piernas; me siento excitada y necesitada. Mis pezones se tensan y mi piel parece vibrar solo con el contacto del aire.
—Pero primero quiero que te desnudes.
Cuando quita su mano de entre mis piernas emito un suspiro de decepción. Me quita la camiseta; recorre mi sujetador con el dedo y yo suspiro por la deliciosa sensación del roce de sus dedos bajo el borde de la copa donde mi pecho parece a punto de explotar.
—Me gusta —dice con voz suave—. Creo que mejor lo dejamos puesto. Ahora date la vuelta —añade, haciendo un círculo con un dedo—. A cuatro patas.
Arqueo una ceja y él me da una palmada en el trasero.
—Date la vuelta —repite.
Estoy tentada de volver a desafiarlo, solo por el placer de recibir otra palmada, pero me preocupa que se percate de ver la treta y el castigo sea menos físico. Como no tocarme. Y no podría soportarlo. Así que obedezco, y entonces me desabrocha la falda y me la sube hasta las caderas arrastrando a su paso la cinta del tanga.
—Maravilloso —dice, pasando la palma de su mano por mi trasero—. Ahora apoya la cabeza en el colchón, pero mantén el culo en alto.
Entre caricias, me aparta las piernas dejando mis brazos apoyados en la parte interior de mis muslos.
—Oh, sí, cariño —dice.
Noto el fuego del deseo en su voz, por lo que todavía me mojo más.
—Quiero tu culo en alto y tu coño abierto para mí. Voy a follarte, Nikki. Voy a follarte hasta que nos perdamos el uno en el otro. Hasta que el universo nos engulla. Voy a hacer que te corras más y durante más tiempo que nunca, cariño, y yo voy a sentir cada espasmo, cada oleada de ese orgasmo mientras te recorre, porque voy a estar aquí, sujetándote, dentro, muy dentro de ti. Y, Nikki, nunca voy a dejar que te vayas.
Sus vaqueros rozan mi culo desnudo y puedo sentir su erección bajo el pantalón. Se inclina sobre mí, acariciando mi espalda con sus manos, y sus labios rozan la curva de mi oreja.
—Puedes guardar silencio o puedes decir «Sí, señor». No hay otras opciones.
Mi cuerpo arde, mi coño palpita y mis músculos se tensan ante la expectativa de que me penetre. Sé que lo necesita. Que necesita sentirme bajo él, caliente, sólida y segura. Y sí, sometida. Entregándome a él. Completamente. Voluntariamente. Diablos, incluso desesperadamente.
—Sí, señor —digo. Eso es todo lo que soy capaz de decir.
No puedo verle la cara, pero puedo oír la satisfacción en su voz cuando dice:
—Dios…
Espero que me toque, pero me deja allí, en la cama, con la orden de que no me mueva, y luego baja del lecho y se agacha junto a mi maleta. Tengo la cara girada en esa dirección, pero desde mi ángulo no puedo ver lo que está haciendo. Me planteo moverme un poco, pero, una vez más, no quiero correr el riesgo de que me castigue. O, mejor dicho, no quiero correr el riesgo de recibir el tipo incorrecto de castigo.
No tarda mucho en ponerse en pie y, cuando lo hace, veo que ha sacado un par de las nuevas medias que compramos en Marilyn’s Lounge.
—¿Qué haces? —pregunto.
No me responde, y se limita a deslizar una bajo mi pierna y mi brazo y luego me ata el antebrazo a la pantorrilla. Rodea la cama y repite el proceso con el otro lado mientras yo protesto porque me está estropeando un par de medias nuevas.
Suelta una risita.
—Es por una buena causa —dice—. Confía en mí. Las vistas son impresionantes.
Solo puedo imaginarme lo que está viendo. Estoy en la cama con los hombros y una mejilla contra las sábanas. Tengo los brazos extendidos hacia atrás y atados a mis pantorrillas. El trasero en alto y las piernas abiertas, lo que sin duda le da a Damien unas vistas estupendas de mi sexo muy, muy mojado y necesitado.
—Quiero verte —imploro—. Por favor, Damien, yo también quiero que te desnudes.
—¿Eso quieres?
Se mueve para colocarse en mi campo de visión, y entonces me tortura un poco quitándose la ropa lentamente. Su pecho está bien musculado y cubierto por un poco de vello con el que me encantaría jugar. Mis dedos se retuercen ahora al pensar en la sensación de tocarlo, así como la piel caliente y el duro músculo de su abdomen. No ha jugado profesionalmente al tenis desde hace años, pero está duro como el acero, y ya sea con un traje de mil dólares o con un par de vaqueros de solo cincuenta, sigue siendo sexy y poderoso, la sensualidad personificada.
Como si se diera cuenta de que me está volviendo loca, mete el pulgar en la cintura de sus vaqueros. Puedo ver su erección sobresaliendo del pantalón y mi cuerpo palpita ante la simple idea de que él está tan excitado como yo. Mis pezones están duros y erectos, y rozan casi dolorosamente la áspera cinta de mi sujetador. Tengo el sexo empapado. Y cuando respiro hondo, capto el olor de mi propia excitación.
Gimoteo un poco sin apartar la mirada de Damien.
Lentamente, se quita los vaqueros. Se deslizan sin prisas por sus estrechas caderas, y mientras sigo el rastro de vello hasta donde se arremolina en la base de su miembro, tengo que maldecir en silencio a Damien. Quiero tocarlo. Diablos, quiero chuparlo. Pero estoy atrapada. Atrapada, excitada y tremendamente necesitada.
Ahora está completamente desnudo y erecto, excitado e inmenso, y mi sexo se tensa ante las expectativas. Vuelve a la cama y siento el movimiento del colchón mientras se coloca detrás de mí. Siento sus manos calientes sobre mis caderas y, cuando acaricia la raja de mi trasero con la punta de su polla, tengo que morder la colcha para sujetarme pues un temblor hasta la médula me recorre el cuerpo. No es un orgasmo, pero está tan cerca que vacilo al mismo borde de la desesperación.
—Eso es, cariño —dice, mientras me acaricia la espalda con las manos y me provoca recorriendo con toda su polla mi trasero.
Me arde la piel y la sangre bombea por todo mi cuerpo. Puedo sentir mi pulso en la garganta, en mis sienes, en mis pesados e hinchados pechos. Pero, sobre todo, puedo sentir la sangre acumulándose en mi sexo. Palpitando, provocándome. Mi deseo es tal que contoneo el trasero descaradamente y le suplico a Damien que me tome ahora mismo.
—Todavía no —susurra, y yo me contengo para no gritar de frustración.
Se me acerca más, y con voz baja y sensual me dice:
—¿Recuerdas lo que me dijiste una vez? ¿Eso de que tenías un vibrador maravilloso?
Toda la sangre que parecía acumularse en mi coño ahora sube de golpe a mis mejillas.
Teniendo en cuenta todo lo que he llegado a hacer con Damien (por no hablar de todo lo que él me ha hecho a mí), no entiendo por qué la mención de mi vibrador hace que sienta pudor, pero así es.
—¿Nikki?
Me acaricia el trasero con las manos y luego desliza su mano hasta mi sexo. Lentamente, introduce un dedo en mí y luego otro. Mi cuerpo responde con avidez, y los músculos de mi vagina se tensan en torno a él, mis caderas se aprietan y mi respiración se acelera y se vuelve más agitada. De pronto su mano desaparece y ya no hay nada. Solo la carga eléctrica que siempre siento cuando Damien está cerca. Pero no hay contacto, así que cierro los ojos y gimoteo por la frustración.
Oigo una risita tras de mí y ya no me cabe duda de que entiende perfectamente hasta dónde llega mi turbación.
—¿Quieres que te toque, Nikki? ¿Que mis palmas te acaricien? ¿Que mis dedos te llenen? ¿Quieres que te abra de piernas y te penetre? ¿Que nuestros cuerpos se muevan al unísono, con mi mano acariciando tu clítoris hasta que explotemos?
Me muerdo el labio inferior con la firme determinación de no responder en voz alta. Sabe de sobra que es justo lo que quiero.
—Pues dime dónde está, cariño. Dímelo.
—Cajón —consigo decir—. Cajón de la mesilla de noche.
No tarda mucho en volver con el pequeño vibrador rosa en la mano. Lo enciende y escucho ese zumbido familiar, mientras lo pasa por los cachetes de mi trasero, por la columna y hacia abajo, hacia la parte de atrás de mis muslos. Lentamente desliza el vibrador sobre mi sexo y cierro los ojos, dejando que el placer me invada.
—¿Es así como lo utilizas? —pregunta—. ¿Te acaricias el clítoris? ¿Para que se ponga duro y excitado? ¿O es así? —pregunta, mientras lo introduce en mi muy mojado sexo—. ¿O quizá ambas cosas?
Mete y saca el juguete lentamente, pero de un modo tal que con cada penetración roza el clítoris. La vibración hace que me estremezca, pero la sensación no dura lo suficiente como para que me corra.
—Yo… sí —digo, porque apenas recuerdo la pregunta.
Me mete el vibrador todavía más adentro y lo deja allí. Me muerdo el labio inferior mientras el placer crece en mí y luego empieza a sacarlo en lentas y suaves oleadas.
—No me gusta que me digas que no —dice.
—Si este es mi castigo, creo que debería decirlo con más frecuencia.
—Mmm…
Ni siquiera es una palabra, pero contiene todo tipo de promesas (y castigos) y cuando siento su otra mano, resbaladiza por el lubricante, entre los cachetes de mi culo, no puedo evitar temblar de deseo e inquietud.
—Damien —digo—. ¿Qué estás haciendo?
—Follarte —dice, mientras excita el pliegue de mi trasero con su bien lubricado pulgar.
Sin dejar de sentir el ritmo erótico del vibrador dentro de mi sexo, noto la punta de su miembro contra mí y luego la presión y el dolor exquisito al penetrarme. Espera a que mi cuerpo se aclimate a su tamaño, a la forma en que lo llena deliciosa y completamente. Estoy totalmente expuesta a él, totalmente adaptada a él y desesperadamente excitada por él.
Lentamente empieza a empujar, adaptando los movimientos a la vibración. Cada vez con mayor profundidad, cada embestida llenándome más, provocándome más. Su mano acaricia mi clítoris cuando se mueve y, con la otra mano, me sujeta por las caderas.
—Estás tan cachonda —dice—. Tan mojada, me aprietas tanto que…
—Más fuerte —digo, deseando que me lleve todavía más lejos, hasta el límite—. Más.
A juzgar por sus suaves gemidos animales, mis palabras le han excitado todavía más.
Y, entonces, la razón me abandona. Me penetra con fuerza y mis hombros se mueven casi dolorosamente sobre las sábanas. No puedo aguantar, no puedo sujetarme, no puedo colocarme para adaptarme a mi propio placer. Soy de Damien, para que me use como quiera, y ese solo pensamiento ocupa mi mente cuando Damien me aprieta la cadera con la mano y me embiste con energía, entrando con fuerza dentro de mí.
El temblor de su cuerpo me atraviesa, y noto que me lleva al borde del precipicio. Placer, dolor, necesidad y deseo me golpean al unísono, poniéndome en órbita, con el nombre de Damien en mis labios.
Cuando los temblores se detienen, me desata con delicadeza; me acaricia para aliviar mis tensos músculos y encender mi piel otra vez. De alguna forma, acabo boca arriba con Damien sobre mí, jugando con sus dedos sobre mi piel y una expresión de exquisita dulzura en su rostro.
Casi puedo saborear su fuerza y su poder, y me siento segura, excitada y querida, como si nada en el mundo pudiera perjudicarnos. Como si nada pudiera dañarnos.
Pero ese pensamiento parece flotar todavía en el aire cuando un estruendo de cristales rompiéndose irrumpe en la noche, seguido del furioso aullido de un gato muy cabreado.