19
Después del drama del sábado, me gustaría embotellar el domingo para poder tenerlo cerca y sacarlo cuando lo necesite. Pasamos el día entero haciendo todo y nada. Incluso Damien consigue desconectar y abandona su búsqueda de Sofia, de mi acosador o del cabrón que filtró esas fotografías, y entra en un estado puramente vegetativo con Jamie y conmigo.
A la hora de comer Jamie y yo dejamos el sofá para ir paseando a la playa. Damien no viene con nosotras alegando que está demasiado ensimismado releyendo Yo, robot de Asimov. Teniendo en cuenta lo mucho que Damien adora la ciencia ficción, no me cabe la menor duda de que el libro lo ha atrapado, pero también sé que no viene porque yo se lo he pedido. Necesito hablar a solas con Jamie sobre su decisión de volver a Texas.
Sin embargo, cuando por fin estamos a solas con el sol y las olas, no sé cómo abordar el asunto. De hecho, hablamos sobre cosas intrascendentes mientras cruzamos la propiedad de Damien en dirección al océano y luego paseando por la playa hacia el norte, hacia nuestro vecino más cercano. Es alto y musculoso y su piel color café está resbaladiza por el agua. Nos hace señales en cuanto sale del mar con su tabla de surf. Creo que a Jamie le va a dar un ataque al corazón en cuanto lo ve.
—¿Quién es ese? —susurro mientras nos damos la vuelta para regresar a casa.
—Es Eli Jones. Ganó el Oscar al mejor actor secundario el año pasado —dice agitando la cabeza—. No tienes arreglo.
—Lo sé —digo, y aprovecho la ocasión para añadir—: Va a ser difícil centrarte en tu carrera de actriz si vuelves a Texas.
Se encoge de hombros.
—Sí, bueno, ambas sabemos que no tengo una gran trayectoria profesional. No es que haya arrasado en Los Ángeles precisamente.
Estamos descalzas y ahora Jamie da pataditas al agua con los dedos de los pies, levantando gotitas de agua. Por un instante, centellean por el sol para luego caer y desaparecer en las agitadas aguas del océano. No puedo evitar pensar en Jamie; quiero que tenga más de quince minutos de fama y temo que mi falta de entusiasmo por que se mude es más por mí que por ella.
—Decidas lo que decidas —digo con firmeza—, sabes que tienes todo mi apoyo.
Hemos atravesado la playa y estamos volviendo a la casa de Damien cuando suena mi teléfono. Lo saco del bolsillo del pareo de felpa, y me sorprendo al ver el nombre de Courtney en la pantalla.
—Hola, Courtney. ¿Qué tal?
Courtney es la prometida de Ollie y nos conocemos desde hace años, aunque no tan bien como me gustaría porque siempre está de viaje por cuestiones de trabajo. En cualquier caso, es dulce y auténtica, y creo que quiere a Ollie. Yo también le quiero, pero no me gusta cómo tontea con unas y con otras, y aunque Ollie es más amigo mío que ella, no puedo sino pensar que Courtney se merece algo mejor.
Junto a mí, Jamie se queda con los ojos como platos. «¿Qué pasa?», dice con los labios, pero yo solo puedo encogerme de hombros.
—Ollie y yo queremos saber qué hacéis Damien y tú el martes por la noche. Y también Jamie. ¿Está contigo? Ollie me dijo que pasaría contigo y con Damien esta semana.
Miro a Jamie con aspereza. No me había comentado que le había dicho a Ollie dónde estaría. No debería resultarme sospechoso, después de todo eran amigos antes de que se acostaran, y espero que sigan siéndolo después, pero no puedo evitar ponerme nerviosa.
—Sí —digo, mirando con dureza a Jamie, cuya expresión avergonzada me pone todavía más nerviosa—. Está aquí. ¿Qué pasa el martes?
—Nada en concreto, pero esta semana no tengo que irme a ninguna parte y hace tiempo que no nos vemos. Le he dicho a Ollie que podríamos ir al Westerfield’s. Lo conoces, ¿verdad? Ese local de West Hollywood.
—Lo conozco —replico con ironía.
El Westerfield’s es una de las propiedades de Damien.
—Entonces ¿podéis ir?
Una parte de mí quiere decir que no, porque tengo la horrible sensación de que la cita acabará en drama, pero la otra parte todavía alberga esperanzas de que Jamie, Ollie y yo volvamos a ser lo que fuimos.
—Claro —digo por fin—. Allí estaremos.
Cuando empieza a caer la tarde, ya hemos estado en la piscina, paseado por la playa, jugado al hockey de mesa en la sala de juegos que ni siquiera sabía que existía, y visto las dos primeras películas de James Bond con Sean Connery mientras nos atiborrábamos de palomitas.
Para cenar, Jamie sugiere que pinchemos unos perritos calientes y los asemos en la hoguera y que luego hagamos unas nubes de azúcar con galletas y chocolate. No es precisamente una cena baja en calorías, y sí alta en diversión y viscosidad, y cuando me tumbo junto a Damien y lamo el chocolate de sus dedos, no puedo evitar preguntarme si la vida podría ser así siempre.
No puede serlo, claro está, pero durante estas pocas horas disfruto de la vida dentro de esta burbuja.
Pero acaba demasiado pronto. A las diez, Sylvia llama para que Damien participe en una videoconferencia con uno de sus proveedores de Tokio. Me besa suavemente y entra a atender la llamada. Lo observo mientras se va, bebiendo mi whisky y disfrutando de la vista del estupendo culo que le marcan sus vaqueros raídos favoritos. Veo que Jamie también disfruta de las vistas. Nuestras miradas se encuentran y sonríe.
—¿Qué? ¿Acaso no sabes que está buenísimo?
—Créeme —digo mientras me inclino para coger otro trozo de chocolate—. Soy muy consciente de lo bueno que está.
—¿Otra? —pregunta Jamie pasándome la bolsa de nubes de azúcar.
—No, me quedo con el chocolate.
—¿Estás bien?
La miro.
—El chocolate siempre es señal de una crisis emocional profunda.
—Es bueno saberlo.
Suelto el chocolate, de repente invadida por las dudas.
—¿Por qué lo preguntas?
—Por ninguna razón en concreto.
Levanta las manos como si quisiera evitar mi inexistente protesta.
—De verdad. Solo me preguntaba qué ha pasado con el acosador. No es que no me guste estar aquí —añade rápidamente—, pero también me gusta estar rodeada de mis cosas.
—Lo sé —digo—, pero no creo que ni el equipo de seguridad de Damien ni la policía sepan nada nuevo.
—Eso debe de estar volviendo loco a Damien.
—Así es —digo—. Eso y encontrar a Sofia.
—¿A quién?
Acabo de darme cuenta de que no le he contado nada de Sofia a Jamie, así que le refiero la versión abreviada de la historia: que es una amiga de Damien de sus días de tenista, que está un poco mal de la cabeza y que nadie sabe dónde está. Posiblemente con una banda de músicos, pero hasta que eso se confirme, Damien estará preocupado.
—¿Y no estás celosa? —dice Jamie.
Arqueo las cejas.
—¿Me estás diciendo que debería estarlo?
—¿Ex novia y ahora está obsesionado con encontrarla? Joder, yo estaría tirándome de los pelos.
—Gracias —digo secamente—. Te agradezco que te preocupes tanto por mi salud mental.
—Bueno, como ha quedado claro ya en repetidas ocasiones, yo no estoy tan cuerda como tú.
—Creo que me confundes con alguien que no se corta —digo.
La mirada de Jamie parece más seria que nunca.
—Creo que te confundes con alguien que sí lo hace.
Me quedo quieta un momento, sin responder, intentando verme a través de los ojos de Jamie. ¿Realmente he conseguido poner orden en mi cabeza? Quizá no del todo, pero no me va nada mal. Y todo se lo debo a Damien.
Recuerdo que cuando empezaba a perder el control, Damien se ocupaba de mí, y desearía que Jamie encontrara a alguien así. Alguien que la quisiera y la aceptara con todas sus mierdas. Alguien que no buscara solo un polvo de una noche.
Alguien que la amara.
—¿Qué? —dice, mirándome con los ojos entornados.
Sacudo la cabeza.
Coge una barrita de caramelo y parte dos trocitos cuadrados. A continuación, mete una nube de azúcar entre los dos cuadrados. Ni siquiera se molesta en tostarlos al fuego; simplemente se los come con los ojos cerrados en lo que parece ser una nueva forma de felicidad orgásmica.
—¡Me encanta el chocolate!
Me levanto.
—Me voy a la cama para dejar de comer. ¿Quieres que te despierte por la mañana? Me levanto temprano para ir a la oficina.
Esas palabras suenan tan deliciosas como el chocolate. Tengo una oficina. Mi propia oficina. De verdad, ¿no es genial?
—Si me despiertas te mato —dice—. Ahora vete. —Agita la mano con pompa regia—. Si no puedo tener sexo, al menos me terminaré todo el chocolate que queda.
Cuando Damien llega a la cama, yo ya estoy dormida, y, cuando me despierto, ya se ha ido. Tengo vagos recuerdos de sentirme arropada por su calor en algún momento de la noche, pero durante la mayor parte me siento perdida. Al menos hasta que encuentro la nota en el baño prometiéndome algo delicioso para la noche y, quizá, incluso para cenar.
Cooper ha aparecido mágicamente en la casa de Malibú, así que me imagino que uno de los elfos de Damien lo trajo mientras estábamos en el hospital con Jamie. Llegara como llegase, ahí está, y yo me siento al volante muy feliz y pongo rumbo a Sherman Oaks. Estoy muerta de hambre y hoy no tengo suficiente con mi taza de café habitual. Damien me llevó a comer los mejores cruasanes del mundo a una panadería local de Malibú y, dado que puedo llegar a mi oficina cuando me plazca, decido dar un pequeño rodeo.
De hecho, la Upper Crust tiene autoservicio, pero decido aparcar y entrar dentro. Mi intención es pedir un cruasán, sin más, pero estoy deseando sentirme tentada por algo realmente decadente como un pain au chocolat o un rollo de canela pegajoso y empalagoso que sin duda chorreará glaseado. Resulta que, al final, es el buñuelo de manzana el que me seduce, y cuando lo estoy pagando junto con un café con leche extra-grande, la campanilla de la puerta suena y Lisa entra.
Levanto la mano para saludar y enseguida la bajo. Va cogida de la mano de alguien que conozco: Preston Rhodes, el director de adquisiciones de Stark Applied Technology.
Por un segundo, imagino que se trata de una de esas Grandes y Sorprendentes Coincidencias. Pero, entonces, veo la sonrisa de Preston al reconocerme… y la mueca de Lisa.
«Pues claro, joder».
—Fue por Damien —digo sintiendo cómo me sulfuro a medida que las piezas del puzle van encajando—. Lisa, tú no me hablaste aquel primer día en Burbank porque fuera la chica nueva de Innovative, sino porque Damien te lo pidió.
Estoy contenta de no levantar la voz, pero, teniendo en cuenta la forma en que nos mira Preston y cómo intenta escabullirse entre las dos, imagino que no se me ve tan calmada como creo.
—No fue así —se defiende Lisa.
Ladeo la cabeza.
—¿No te pidió que te acercaras a mí?
—Bueno, sí —admite—. Supongo que fue así.
A diferencia de la mía, su voz suena de lo más tranquila. Equilibrada y razonable, lo que, evidentemente, me cabrea aún más.
Me cruzo de brazos y la miro fijamente.
—Damien me dijo que planeabas establecerte por tu cuenta. Que ya tenías algunas aplicaciones para smartphones en el mercado que iban bastante bien y que estabas trabajando en el desarrollo de algunas aplicaciones web que él creía que podrían funcionar.
—¿Y?
—Y me dijo que te sentías insegura como empresaria.
—Así que pensó que, si no le escuchaba a él, quizá te escucharía a ti, ¿no?
Aunque le había pedido consejo financiero a Damien, había dudado en pedirle que me ayudara a establecerme. Al mismo tiempo, había sido reacia a lanzarme hasta que no estuviera segura de lo que estaba haciendo. Lisa era el puente perfecto entre mis inseguridades y mis necesidades, lo que prueba una vez más lo bien que me conoce Damien… y que sigue guardando secretos y tirando de los hilos.
Recuerdo cómo me contó que había investigado a Lisa. ¡Joder! No tenía que investigarla pues la conocía de sobra. ¡Por favor! Pero si es la novia de uno de sus empleados de más alto rango.
—Lo siento mucho —dice Lisa—. Me pidió que no te lo dijera, pero la verdad es que después de conocerte en Burbank ni lo pensé.
Suelto un suspiro.
—Lo cierto es que no estoy enfadada contigo.
Suspira y la fachada profesional desaparece. Ahora tengo ante mí el corazón de la mujer que había llegado a conocer, la mujer que creía que acabaría siendo mi amiga.
—Venga, Nikki, sabes lo que siente por ti. Su intención no era actuar a tus espaldas; solo quería ayudarte.
—Ayudarme a volverme loca —digo, y Lisa se echa a reír.
—Lo siento muchísimo —dice con auténtica contrición—. ¿Aún quieres quedar conmigo para tomar algo?
—Por supuesto —digo, porque aunque esté cabreadísima con Damien, no pienso fastidiar esta amistad incipiente con Lisa—. De hecho, mañana he quedado con unos amigos en el Westerfield’s. ¿Por qué no venís los dos?
—¿Estás segura?
—Completamente —digo con firmeza.
—Me gusta el plan —dice Lisa—. ¿Me enviarás un mensaje con los detalles?
—Sí —prometo.
—Y no mates a Damien —añade.
Sobre eso, sin embargo, no prometo nada.
Necesito mucha fuerza de voluntad para no llamar a Damien camino de la oficina. Está claro que hablaremos sobre el tema de Lisa, pero lo haremos en persona y cuando me haya calmado un poco; y cuando decida qué quiero decirle exactamente y cómo. Damien es un experto distrayéndome y esta vez no se lo voy a permitir.
Giselle me llama mientras estoy en el coche y acordamos quedar en la oficina para echar un vistazo a la paleta de colores que ha escogido. Sin embargo, en cuanto cojo la autopista, veo que el tráfico está imposible. No tengo ni idea de a qué hora ha salido Giselle de Malibú, pero es posible que llegue media hora antes que yo, así que llamo a mi oficina y le digo a la recepcionista, cuyo nombre he olvidado, que deje entrar a Giselle si llega antes.
Resulta que el tráfico no solo está imposible, sino que es un verdadero infierno, así que tardo una hora en ir del Upper Crust en Malibú a mi oficina en Sherman Oaks. Cuando llego, ya me he acabado el café y el buñuelo, así que aparco a Coop y me paso por el Starbucks para conseguir una nueva dosis de cafeína. Monica está en la misma mesa, levanta la mirada y me saluda con la mano.
—¿Cómo fue la audición? —pregunto.
Frunce el ceño y hace un movimiento con el pulgar hacia abajo. Emito los gemidos solidarios de rigor y me pongo en la cola para el café. Pido un café con leche fresca para mí y acto seguido, porque me apetece, añado un café solo extra y le digo al camarero que ponga un envase de crema y algunos edulcorantes en la bolsa. Entonces le llevo el café al chico de seguridad que lleva siguiéndome desde que salí de Malibú y que ahora está sentado en el coche, en el aparcamiento cubierto de la oficina.
—Debes aburrirte como una ostra —digo—. Pero te lo agradezco mucho.
Me da las gracias, me dice que su nombre es Tony y me asegura que su trabajo no es para nada aburrido. No le creo, pero le agradezco la mentira.
No me sorprende encontrar a Giselle en mi oficina cuando llego, pero sí que haya pintado franjas de colores en las paredes. Supongo que percibe la sorpresa en mi cara, porque abre los ojos como platos e, inmediatamente, se disculpa.
—Es mucho más fácil escoger un color si tienes un trozo pintado en la pared. Las muestras de pintura en cartulina no sirven de mucho.
—No pasa nada, de verdad. Me gusta el azul —añado, señalando un parche azul cielo que ha pintado junto a la ventana.
—Uno de mis colores favoritos también —dice, y mira su reloj—. Sé que tienes que trabajar, así que déjame terminar de poner todos los colores, mañana vendré con unos cuantos cuadros para que escojas y me dices qué color quieres.
Acepto de inmediato, aunque ya sé qué color escogeré. Por lo que a mí respecta, el azul está bien, pero Giselle parece decidida a realizar todo el proceso y, dado que es importante para ella y que yo voy a conseguir una oficina recién pintada gratis, no me importa dejarla hacer.
Justo cuando estoy encendiendo el portátil, suena mi móvil. Es Jamie, que me llama para regodearse en el hecho de que va a pasarse todo el día bronceándose en la playa mientras que yo tendré que trabajar como una loca sobre un teclado caliente.
—No es que no prefiera estar rodando un anuncio —añade—. Pero intento ver el vaso medio lleno.
Me echo a reír.
—Me alegra oírlo. Y, Jamie —digo—, que la playa sea privada no significa que sea privada, ¿entiendes?
—¿Nada de surfear desnuda?
—Ni siquiera en topless —digo sonriendo.
—Dile a tu chico que esta noche me encargo yo de la cena. Como pago por el alquiler. ¿Qué te apetece?
—Me vale cualquier cosa —digo—. Y si tienes que ir a la tienda, dile a Edward que te lleve.
Frunzo el ceño al darme cuenta de la facilidad con que salen de mi boca las instrucciones. Después de todo, Edward no trabaja para mí y, sin embargo, me estoy comportando como si fuera la señora de la casa.
Tengo que admitir que me gusta, aunque siga enfadada con Damien.
—Mi amiga Jamie —digo a Giselle cuando cuelgo, aunque no me haya preguntado—. Hoy se ha quedado en la casa de Malibú.
—Suena bien.
Miro alrededor sintiéndome un poco petulante y completamente feliz.
—Quizá —digo—, pero esto también está bien.
—Me alegro por ti —dice Giselle—. Y estoy muy impresionada por lo rápido que te estás moviendo para que tu nombre se conozca.
Frunzo el ceño, confusa.
—El artículo de hoy en el Business Journal —dice, como si eso fuera a aclararlo todo—. Sobre la aplicación que estás diseñando para Blaine. Creo que es genial que utilices el interés de la prensa por el retrato para promover tu nueva empresa.
—Yo no llamé al Journal —digo.
—Oh —dice, frunciendo el ceño—. Supongo que lo habrán hecho Evelyn o Blaine. Es cualquier caso, es una publicidad estupenda.
Genial, supongo, aunque también raro. Y en cuanto Giselle se va, cojo el teléfono para llamar a Evelyn y preguntarle si ella ha hecho un comunicado de prensa. Si lo ha hecho, no hay problema, pero me habría gustado que me hubiera avisado antes, aunque solo fuera para poder tener una copia del artículo para mi álbum de recortes.
Sin embargo, antes de marcar, la recepcionista me avisa de que tengo una entrega. Abro la puerta de la oficina y me encuentro a un mensajero con una caja enorme de bombones. La cojo, perpleja, y leo la tarjeta: «El perdón y el chocolate combinan bien».
Esbozo una sonrisa irónica. Parece que Damien ya ha hablado con Preston Rhodes.
Me planteo llamarlo, pero decido esperar. Prefiero que sufra un poco.
Unos diez minutos más tarde, tengo otra entrega. Una cesta de regalo con licores sofisticados que rodean una enorme botella de whisky Macallan. Ese hombre me conoce bien. Echo un vistazo a la tarjeta y suelto una carcajada: «El perdón va incluso mejor con alcohol».
Quizá sea divertido, pero todavía estoy enfadada.
Eso sí, tengo que reconocer que mi ataque de ira ha disminuido un poco.
Cuando me anuncian la siguiente entrega, ya estoy esperando junto a la puerta. La abro y me encuentro con el propio Damien allí, de pie. Lleva una bolsa de la compra y una sola rosa roja. En sus ojos hay tanto diversión como disculpa, y tengo que contenerme para no quitarle la bolsa y la rosa y abrazarlo.
Me doy cuenta de que llevamos demasiado tiempo ahí de pie, cuando por fin se aclara la garganta.
—¿Puedo entrar?
Si hubiera oído el más mínimo atisbo de risa en su voz, le habría cerrado sin dudarlo la puerta en la cara. Pero su voz es monótona y respetuosa, y a pesar de la naturaleza extravagante de sus regalos, está claro que sabe que mi frustración con él es de verdad.
—Solo un rato —digo—. Tengo que trabajar.
Me echo a un lado y él entra rozándome el brazo con el suyo. Siento un escalofrío que asocio a la presencia de Damien e inspiro levemente. Si me oye, no lo demuestra. Se limita a entrar en mi oficina, soltar la bolsa y darme la rosa.
—Lo siento —dice.
Agito la cabeza y me enfrento a él, con las piernas separadas y las manos en las caderas, totalmente exasperada.
—Eres un hombre brillante, Damien Stark, y por eso no entiendo por qué no te entra en la cabeza que este tipo de cosas me cabrean soberanamente. Una cosa es que le pidas a Lisa que me busque y me ayude, y otra cosa muy distinta que me mientas sobre el hecho de comprobar sus credenciales.
—Es verdad que comprobé sus credenciales —dice—. Solo que hace algún tiempo.
—Sabes a lo que me refiero.
—Sí, lo sé —admite.
Da un paso hacia mí y el aire entre nosotros se vuelve más denso. Doy un paso atrás.
—Maldita sea, Damien. No puedes ir por ahí cagándola de esa manera.
—¿Acaso vas a ignorar sus consejos? ¿Vas a dejar de verla?
—No. Es amiga mía, a pesar de ti, no gracias a ti —añado—. Y ni te atrevas a decir que no hay diferencia porque, al final, nos hemos caído bien.
—Conozco la diferencia —dice con seriedad—. Pero es que tú eres mi punto débil, Nikki.
—Ah, ¿de verdad? Eso es muy romántico —digo cruzándome de brazos—. Pues supéralo.
Suelta una risita y atraviesa el espacio que nos separa antes de que me dé tiempo de retroceder. Me rodea la cintura con el brazo y me atrae hasta que mi pelvis choca con la suya. Siento su erección y quiero enfadarme porque él está excitado a pesar de que yo esté cabreada con él, pero no puedo. Porque yo también estoy excitada, y mi cuerpo se estremece y se derrite contra él. Joder, estoy mojada desde que ha entrado en mi oficina.
—Puedes follarme —digo con la respiración entrecortada—. Pero sigo enfadada contigo.
Siento su boca sobre la mía y me da ese tipo de beso que hace que cualquier chica se derrita.
—Tentador —dice, y me suelta, da dos pasos atrás y vuelve hacia mí con la bolsa—. Para ti.
La cojo con cuidado y echo un vistazo dentro. Saco el papel de seda y encuentro una caja con forma de caseta de perro. Lo miro, confusa, y entonces saco la caja de la bolsa y la abro. Dentro hay una docena de galletas de azúcar con forma de huesos para perros. Todas llevan escrito «Lo siento» con glaseado plateado.
—Vale —digo con una sonrisa—. Ya no tienes que irte a dormir a la caseta del perro. Gracias por las galletas —añado—. Y no lo vuelvas a hacer.
—Lo intentaré —dice—. Pero siempre es mejor no hacer promesas.
No puedo evitar echarme a reír. Es uno de los problemas de tener una relación con un hombre como Damien Stark. Pero lo más importante es que, por mucho que me ponga de los nervios, siempre podemos hablar. Es luz entre las sombras. Es pegamento en la burbuja. Porque cuanto más sólida sea nuestra relación, más podremos mantener al mundo exterior a raya.
—Gracias por venir —digo—. Podrías haber esperado a esta noche para hablar conmigo.
—No —dice—. No podía.
—¿Comemos juntos?
—Por desgracia, me es imposible.
—Mala suerte, pero no importa. Hoy no he hecho absolutamente nada, pero imagino que tú debes de estar más ocupado que yo, por eso de que diriges un imperio y tal.
—Hoy mi imperio se reduce a nosotros dos.
Al principio, me parece que su tono es romántico, pero luego veo esa expresión dura en su cara. Aparto la caja y me siento en el borde de la mesa.
—Has averiguado algo. ¿Es bueno o malo?
—Un poco las dos cosas.
—Vale, pues cuéntame lo bueno primero.
—El tribunal ha fallado en contra de la moción para levantar el secreto de sumario de las fotos.
—Damien —digo—. Eso es fantástico.
—Lo es —coincide—. Pero la prensa no es tonta. Intentarán entrar por la puerta de atrás y hacer lo mismo que yo: averiguar quién ha enviado las pruebas.
—¿Has descubierto algo nuevo?
Duda, pero por fin asiente.
—Sobre las fotos, no, pero sobre la filtración de tu retrato, sí. Resulta que las cámaras del cajero han terminado siendo muy efectivas.
—¿En serio? Es maravilloso. ¿Quién ha sido?
—Todavía necesito confirmarlo —dice—. Deja que vea adónde me lleva y te lo cuento todo.
—Vale.
Estoy decepcionada porque no me ha contado nada, aunque siga investigando. Estoy a punto de presionarlo más, pero al final decido que por el momento es mejor dejar las cosas como están. No creo que este secretismo sea deliberado, más bien responde a la necesidad innata de Damien de mantener el control, tanto de su empresa como de la información. Y de mí, me digo mientras miro la caja con forma de caseta de perro.
El intercomunicador suena.
—Señorita Fairchild, tiene otra entrega. ¿Le digo que pase?
—Por supuesto —digo mirando a Damien.
—Esta no es mía, lo juro —dice levantando las manos.
Evidentemente, no le creo. Al menos no hasta que cojo el sobre del mensajero y veo la cara de Damien.
—Deja que lo abra yo —dice muy serio.
Me quedo helada. De pronto el sobre de papel manila se vuelve pesado en mi mano.
—¿Crees que…?
—No lo sé —dice extendiendo la mano—. Pero voy a averiguarlo.
Se lo doy, enfadada conmigo misma por no tener las agallas de abrirlo y, al mismo tiempo, enormemente agradecida de tenerlo junto a mí. Coge el sobre con un pañuelo y utiliza una pequeña navaja que lleva en el llavero para abrirlo. Empuja los bordes del sobre para que se abra y echa un vistazo dentro.
—No —digo con firmeza—. Quiero verlo contigo.
Su expresión es tensa y espero que me diga que no, pero asiente con la cabeza. Me muevo para colocarme a su lado y luego vuelca el contenido del sobre en la superficie pulida del escritorio.
Seis fotografías. Yo en la guardería. Yo con tiara en mi primer concurso de belleza con tirabuzones. Yo, yo, yo, yo.
En todas las fotos, han hecho tachaduras con un bolígrafo rojo con tanta fuerza que la tinta ha atravesado el papel, y en lugar de mi cara hay una serie de X rojas desiguales. Con las fotos viene un trozo de papel. Lo típico: letras mayúsculas recortadas de periódicos y pegadas en una hoja:
NI SIQUIERA EXISTES
Me quedo mirando todo aquello, sorprendida por el silencio de la habitación. Sorprendida de no ponerme a gritar con todas mis fuerzas. Pero el mundo se ha quedado en silencio como la muerte. El mundo parece haber muerto. Ni un ruido. Ningún color. Ninguna luz.
Todo es gris. Incluso esas X rojas se han vuelto grises. Y la habitación gris se está volviendo negra. Un negro turbio y oscuro que me rodea, me envuelve y me hunde más, y más, y más…
«¡Nikki!»
«¡Nikki!»
Siento una punzada en la mejilla.
—¡Nikki!
—¡Damien!
Es mi voz, pero suena muy lejos. Levanto la mano y me toco la mejilla.
—Lo siento —dice, aunque suena más a preocupación que a disculpa—. Te has desmayado.
—Yo… ¿Qué?
Me incorporo, aún aturdida, y me doy cuenta de que, de alguna forma, he acabado en el sofá. Miro a Damien.
—¿Me he desmayado?
Hacía años que no me desmayaba. La última vez fue cuando me quedé encerrada en un armario del colegio. Los espacios cerrados y oscuros siempre me han asustado, y perdí el conocimiento. Pero jamás me había desmayado así.
—Tenías razón —dice Damien leyendo correctamente mi expresión.
Esas fotos. Mis fotos.
Me estremezco. Quienquiera que haya hecho esto está en mi vida. Y ya no se limita a enviar mensajes desagradables. Va directamente contra mí. Y si yo no existo, ¿qué pasará al final?
Respiro hondo e intento calmar la ametralladora que late en mi pecho. Me incorporo y apoyo las manos en mis muslos. Mi falda está algo subida y me aferro fuertemente a la piel desnuda por encima de mis rodillas, clavándome las uñas cada vez más fuerte, sirviéndome del dolor para salir de la niebla.
Respiro hondo.
—Mi madre —digo—. Quienquiera que hiciera esto, las ha conseguido de mi madre.
Junto a mí, Damien quita con cuidado una de mis manos de los muslos y la aprieta fuerte. La culpa me obliga a relajar la otra mano.
—¿Tu madre? —dice—. ¿De qué estás hablando?
Le cuento la conversación de Jamie con mi madre.
—Eso es bueno —dice Damien, soltándome el tiempo suficiente como para escribir un mensaje de texto en su teléfono—. Es información sólida —añade al ver que parezco confusa—. Una conexión definitiva. Voy a pedirle a Ryan que hable con tu madre. Creo que le sacará más información que yo.
Asiento con la cabeza y arqueo el cuello mientras miro al escritorio. No hay nada.
—¿Dónde…?
—Las he guardado.
Su voz es tan dulce como la mano que vuelve a apartar mis dedos de los muslos. Me sobresalto; no me había dado cuenta de que lo estaba haciendo otra vez, pero puedo ver las pequeñas medias lunas rojas donde mis uñas se clavaban en mi piel.
—Yo…
Aparto la mirada. Soy demasiado transparente y mis heridas son demasiado visibles. Me encantaría no necesitar el dolor, pero lo necesito. No existo, joder, y si tengo alguna posibilidad de recomponerme, la necesito ahora.
—Dime —dice con suavidad—. Dime lo que necesitas.
Miro las medias lunas que empiezan a desaparecer.
—Lo sabes —digo en voz baja.
—Lo sé, cariño.
Se levanta del sofá y se arrodilla en el suelo. Coloca sus manos sobre mis rodillas y me abre las piernas.
—Quieres que te toque.
Su voz es tan suave como la presión de sus pulgares en la parte interior de mis muslos.
—Quieres que te folle. Sentir la punzada de mi mano golpeando tu trasero o la quemadura de la cuerda en tus muñecas.
Sus palabras me hipnotizan. Me recorren como agua caliente, seductora aunque peligrosa. Tan profundas que podría ahogarme en ellas.
—Quieres sumergirte en el dolor para que todo cambie dentro de ti.
Desliza sus manos bruscamente por mis muslos, subiendo la falda hasta mis caderas para dejar expuesto el triángulo blanco de encaje que cubre mi sexo.
Se me acelera la respiración y tomo total conciencia de mi cuerpo. De la forma en que la nudosa tapicería presiona mis muslos. Del calor que me recorre en forma de corrientes vibratorias que van de las manos de Damien hasta mi coño, mis pechos y mis pezones. Arqueo la espalda y muevo mis caderas un poco hacia delante. Quiero sentir sus manos sobre mí. Diablos, solo quiero sentir. Quiero la explosión y, al mismo tiempo, quiero esto. Su tacto. Sus palabras. La forma en la que va creciendo la pasión y esa aguda punzada de dolor mezclada con el placer que sé que está por llegar.
Coge el dobladillo de mi camisa y tira de ella hasta quitármela con un movimiento rápido y violento. Me oigo a mí misma gemir y siento cómo se tensan mis pezones por el deseo, mientras los músculos de mi sexo se contraen con anhelo. Damien tira la camisa a un lado y me coge de la cadera con una sola mano, subiéndome la falda hasta la cintura. Con la otra mano recorre mis bragas de encaje, acariciándome y excitándome a través de la delicada tela mientras abro las piernas con descaro y lascivia.
Lo deseo mucho y rápido. Quiero aferrarme al dolor, utilizarlo como cuerda para encontrar el camino de vuelta. Lo deseo y estoy segura de que Damien lo sabe.
Sus dedos recorren mi piel desnuda a ambos lados del tanga, tan cerca de mi sexo y mi clítoris, aunque sin tocarlos, que mi frustración es casi tan voraz como el dolor que él sabe que anhelo. Lleva la mano desde la cadera a uno de mis pechos y me pellizca el pezón a través del sujetador, mientras aparta el tanga y desliza tres dedos dentro de mí.
Mi respiración es entrecortada y me retuerzo contra él. Ya no sé qué necesito aparte de a él. Y ahora. Oh, por favor, ahora.
—Quieres el dolor porque es lo que te da el poder para superarlo, para reconducirte y mandar a la mierda al mundo entero. Es un regalo, Nikki, la picadura del hierro candente. Y seré yo el que te lo dé.
Saca sus dedos de mí, me da la vuelta como si no pesara nada y me lleva a la mesa. Me pone de pie y me ordena que me incline. Lo hago, con el grueso de la falda entre las caderas y el borde del escritorio proporcionando algo de amortiguación.
Se aparta a un lado y, mientras miro, se quita el cinturón. Me muerdo el labio inferior, imaginando el tacto del cuero sobre mi trasero. Quería su mano, pero esto, oh, sí, también puedo imaginármelo. El impacto, el picor. La sensación creciente mientras tengo los ojos cerrados y me sujeto a la mesa para no caer, dejando que el dolor me invada.
—¿Es esto lo que quieres? —pregunta.
Por su tono deduzco que esto no es lo que tenía pensado. Pero Damien, ante todo, sabe adaptarse, y veo la parte superior de su cabeza y cómo arquea la ceja. Entonces sonríe lentamente mientras asiente. Se coloca detrás de mí con la mano acariciándome en círculos la espalda desnuda.
—También tendrás mi mano, porque no puedo soportar no tocarte. Pero si es esto lo que necesitas…
Puntúa cada palabra con un latigazo en mi culo, y grito de sorpresa y placer. El escozor es exquisito, me muerdo el labio inferior y gimo de placer mientras pasa la palma de la mano por mi piel delicada. Y entonces hay otro latigazo, y otro, y con cada uno de ellos me siento más y más mojada. Imagino mi culo poniéndose rojo y la gran mano de Damien acariciándome suavemente, aliviando el dolor persistente sin que yo lo haya reclamado ni interiorizado.
—¿Lo que necesitabas? —dice después de cuatro golpes.
Está detrás de mí, sin pantalones ni calzoncillos. Sus palmas están en mi trasero y su miembro está duro entre mis piernas, acariciándome y excitándome el clítoris.
—¿Necesitas más? Dime, Nikki. Quiero oír lo que necesitas —dice con voz brusca llevado por la excitación.
Sé que él lo necesita tanto como yo y saberlo me excita todavía más.
—A ti —digo, levantando el culo y abriendo todavía más las piernas.
Me sujeto a ambos lados del escritorio y suspiro ante la dulce sensación de mis pechos duros contra la mesa.
—Dentro de mí, ahora. Así. Justo aquí, en mi escritorio. Y bien. Por favor, Damien, fóllame bien.
—Oh, cariño.
Me penetra agarrándome por las caderas mientras empuja y empuja, usándome, tomándome. Siento cómo el clímax crece dentro de mí y cierro los ojos con fuerza, para que dure. Su polla es tan gorda y llega tan adentro, y solo quiero que sus embestidas duren y duren. Quiero sentir que me llena. Con cada penetración hace que la tela acaricie mi clítoris. Estoy perdida en una red sensual y solo cuando siento los temblores que atraviesan a Damien me doy cuenta de que está cerca, y me dejo ir de tal forma que, oh, Dios mío, puedo explotar cuando él lo hace, con mi cuerpo aferrándose al suyo, exprimiendo cada gota de su placer.
Y, entonces, saciada y respirando hondamente, dejo caer mi cabeza sobre el escritorio con un gemido de profunda satisfacción.
Moldea su cuerpo al mío y no sé cuánto tiempo permanecemos así. Más tarde me levanta y me lleva de vuelta al sofá, acurrucándome en su regazo y tapándome con su chaqueta.
Me hago un ovillo a su lado y levanto la cabeza para poder mirarlo. Ahora me aferro a Damien en vez de al dolor, y lo bonito y maravilloso de todo esto es que él lo entiende. Diablos, él lo entiende mejor que yo.
Se me escapa una lágrima y él la seca con su pulgar con ojos inquisitivos.
—Te necesito, Damien. Dios, te necesito de formas que tú entiendes mejor que yo. Pero me siento tan egoísta. Tan…
Arquea una ceja, pero su sonrisa es amable.
—¿Acaso tienes la impresión de que yo no te necesito, Nikki?
—Yo… no. Pero yo…
Me callo, confusa, porque la verdad era eso lo que temía, pero ahora que lo ha dicho en alto, me siento tonta. Pienso en la forma en la que me reclamó la noche en que se perdió en un frenesí de pelotas de tenis. Y en todas las veces que me ha atado y controlado como contrapunto a un mundo que se aleja de él. Nos confortamos el uno al otro y eso lo sé. Lo veo. Y, a pesar de todo, todavía no soy capaz de apaciguar mis temores porque aunque Damien me desea desesperadamente, no me necesita tanto como yo lo necesito a él. Porque no me quiere tanto como yo lo quiero a él.
Me acaricia el pelo con los dedos.
—¿Recuerdas lo que te dije en Munich? Sobre que no quería tocarte con esas imágenes en mi cabeza.
¿Cómo podría olvidarlo?
—Por supuesto.
—No era del todo verdad.
—Oh.
Como no sé qué más decir, prefiero esperar.
—Con fotografías o sin ellas, esas imágenes siempre están ahí. No puedo quitármelas de la cabeza. Nunca me las he podido quitar de la cabeza. Pero tú haces que sean tolerables.
Ahora me mira con dureza, con una emoción tan cruda que creo que me va a atravesar.
—Tú eres la que me da fuerza. Si yo soy el que te centra, Nikki, tú eres mi ancla. Cada vez que te toco, cada vez que entro en ti… Nikki, ¿no lo ves? Eres el talismán de mi vida y si te pierdo, me perderé.
—Damien —digo, porque necesito oír su nombre.
Sus palabras crecen dentro de mí, como si fueran a estallar por las costuras. Pero me aferro fuertemente a ellas porque son demasiado preciadas como para que se pierdan.
Y aunque creo en sus palabras, no puedo evitar pensar que, por mucho que él me considere su ancla, cuando el borde del precipicio parecía estar cerca, en Alemania, no tuve fuerzas para tirar de él.
Ese simple pensamiento me hace estremecer y me aferro a él todavía con más intensidad.
Porque esas fotos siguen ahí fuera y tienen el poder de destruir al hombre que amo.