18

Mi sueño inducido por margaritas es bastante erótico. Una boca cálida sobre mi pecho. Manos fuertes acariciando mis piernas separadas, subiendo con dulce determinación hasta que noto los dos pulgares muy cerca de mi hinchado y ardiente sexo. Abro los ojos, pero no veo a nadie. Solo está el tacto de sus manos y el roce de sus labios y, oh, por favor, la dura longitud de su miembro dentro de mí.

Llamo a gritos a Damien; en mi sueño es una voz silenciosa, pero él no aparece. Solo noto su tacto. Esa presión. El roce insistente de piel contra piel, la alta temperatura, y el olor constante y creciente de la excitación. Me pierdo en ella, en esta neblina sensual que me rodea. Es Damien, siempre es Damien, pero aunque lo reclamo con mis brazos extendidos, solo encuentro aire.

Y, entonces, hay unas manos en mis pechos, y la punta cálida y dura de una polla entre mis piernas. Grito cuando me penetra, con movimientos rítmicos pero frenéticos. Una y otra vez, entra dentro de mí con tal violencia que parece elevarnos más y más arriba; es una danza salvaje, una unión peligrosa. Mi corazón golpea mi pecho, mi cuerpo siente un dolor delicioso; me está usando, penetrándome, y la fuerza de sus embestidas es tal que me pregunto si no podré resistir la desesperada intensidad del coito y acabaré desmayándome.

Mi cuerpo tiembla cuando la fuerza de un orgasmo me atraviesa y levanto los brazos para acercarlo más a mí, sabiendo que en este mundo de ensueño él seguirá siendo efímero y que solo abrazaré aire.

Pero estoy equivocada y mis dedos encuentran piel cálida y músculos firmes.

«Damien».

Abro los ojos y lo veo inclinado sobre mí, penetrándome suavemente. Su mirada fija en la mía y nuestra respiración entrecortada. Me siento viva. Bien follada y adorada. Pero también veo la tormenta en sus ojos y algo que se parece peligrosamente a un remordimiento.

Quiero estirar los brazos y quitarle esa expresión de la cara.

—Te he usado —dice con un tono firme como los músculos de su pecho.

—Sí —digo, y le rodeo el cuello con mi brazo para alzarme un poco y darle un beso profundamente sensual que hace que su miembro se retuerza dentro de mí.

Tiro de él hacia abajo porque quiero pegarlo a mí, abrazarlo con fuerza.

—Oh, sí.

Aferro sus piernas fuertemente con mis pies para mantenerlo ahí, con su piel cálida contra la mía y nuestros cuerpos aún conectados.

Cuando vuelvo a mirarle a los ojos, veo que la tormenta se ha desvanecido. Suspiro. No sé qué ha pasado entre Damien y su padre, pero intuyo que le ha hecho pedazos y que ha venido a mí en busca de consuelo. Que es mi cuerpo y mi tacto los que lo han ayudado a superar sus demonios.

Lo abrazo, sorprendida al comprobar que tenemos ese poder el uno sobre el otro. Que somos el bálsamo para el alma del otro. Me hace ser humilde. Y sí, me aterroriza. Porque ¿cómo podríamos sobrevivir el uno sin el otro?

Me duermo entre sus brazos, pero cuando me despierto, estoy sola en la habitación. Me incorporo y miro alrededor. A pesar de todo el tiempo que he pasado en esta casa, esta es la primera vez que he dormido en el dormitorio principal. La cama de hierro sobre la que estoy sentada antes se encontraba en la zona abierta de la tercera planta, pero Damien, obviamente, ha optado por un enfoque más tradicional cuando ha devuelto la cama al dormitorio.

Sin embargo, aparte de la cama, no hay muchos más muebles. Y Damien no está.

Frunzo el ceño y me levanto. Sigue siendo de noche y forcejeo con mi bolso para intentar sacar el móvil, y entonces gruño al comprobar que no son ni las cinco de la mañana.

Me planteo volver a meterme en la cama, pero sé que no es posible. Necesito a Damien. Y creo que él también me necesita.

Su camisa está tirada en el suelo y decido ponérmela. La casa es inmensa, pero tengo un plan: primero iré a la biblioteca, una entreplanta que, básicamente, parece estar suspendida bajo el tercer piso y es visible desde las enormes escaleras de mármol, pero a la que solo es posible acceder a través de un ascensor secreto o de las escaleras ocultas que hay tras una puerta fuera del área de servicio. Las luces están bajas, y crean sombras sobre las estanterías de cerezo y las cajas de cristal que contienen las pocas cosas de la infancia de Damien que valora lo suficiente como para guardarlas. El lugar está lleno de recuerdos, tanto dulces como amargos. Damien, sin embargo, no está aquí.

Sigo bajando; paso por la cocina profesional en dirección al gimnasio que ocupa la mayor parte de la zona norte de la casa. Inclino la cabeza por si se oye el golpe seco de los puños de Damien contra el saco de boxeo o el repiqueteo de las pesas al subir y bajar en las máquinas. Pero en vano. El silencio parece extenderse hasta el infinito.

Tampoco está en la piscina y, mientras me detengo, confusa, en el borde, empiezo a temer que haya salido, posiblemente en dirección a su oficina en la ciudad. Recuerdo que no he entrado en el baño del dormitorio principal y me digo que, si me ha dejado una nota, estará allí. Me doy la vuelta para regresar al dormitorio, y, si no hay nota, al menos enviarle un mensaje con el móvil, cuando veo un tenue resplandor a la derecha.

Intento recordar la distribución de la casa. El garaje de Damien, un búnker subterráneo enorme que haría babear al mismísimo Batman, está más o menos en esa dirección, aunque más hacia el interior. Pero si la luz no procede del garaje, ¿de dónde viene? No había nada más en la propiedad cuando paseamos por los jardines antes de partir hacia Alemania. Nada excepto una zona aplanada donde Damien pensaba construir una pista de tenis, y el océano a lo lejos.

Me quedo helada.

Seguro que no…

Corro en esa dirección y, a medida que me voy acercando, oigo un extraño ¡chas, zap! y sé que lo he encontrado.

A simple vista la pista parece haberse terminado hace muy poco. La red está completamente nueva y perfecta. La cancha no tiene la más mínima marca. La máquina lanzapelotas que bombardea a Damien brilla bajo las torres que proyectan una luz levemente amarilla sobre toda la zona.

Y allí en medio está Damien.

Respiro hondo, abrumada. Solo lleva unos pantalones cortos y su pecho brilla por el sudor. Los músculos de sus brazos y piernas son firmes, y se mueve con la gracia y la potencia de un animal salvaje mientras corre hacia delante, gira y golpea la pelota. Es poder y poesía, gracia y perfección, y siento cómo mi cuerpo se tensa en respuesta a la belleza de Damien.

Pero también está roto y mi corazón se estremece mientras sigo observándolo. Una y otra vez se mueve y golpea, con un juego de pies perfecto; el cuerpo llevado al límite. Su rostro no transmite emoción alguna, ni siquiera una sonrisa de satisfacción personal cuando devuelve la pelota, solo pura y total concentración, como si el entrenamiento fuera una penitencia en vez de un placer.

Hay una tumbona en las sombras, junto a la pista, y me siento en ella sin pensar, cautivada por su imagen.

No sé cuánto tiempo lleva batiéndose con la máquina. Solo sé que cuando esta deja de lanzar pelotas, Damien maldice y tira la raqueta. Grito, sorprendida, y Damien se gira en mi dirección, con una expresión que es una mezcla de shock y preocupación.

—No quería interrumpirte —digo suavemente. Me levanto de la tumbona y entro en la pista, en el círculo de luz—. Lo siento. No debería haberme quedado.

—No —dice con brusquedad—. Me alegro de que estés aquí.

Me coge de la mano y me atrae hacia él, y yo siento un dulce alivio.

—No me habías dicho que habías terminado la pista.

—¿Cómo no iba a hacerlo después de que me provocaras con la idea de verte con una corta faldita de tenis?

Sus palabras son suaves, pero no traspasan la oscuridad de su mirada.

—Empezaron a construirla unos días antes de que nos fuéramos a Alemania —añade.

—Me alegro.

Le sonrío y estoy muy contenta por él. El tenis ha sido una constante en su vida, pero Richter le robó la ilusión y Damien no había jugado desde que dejó el circuito. El hecho de saber que está encontrando el camino de vuelta a algo que él adoraba me llena de alegría.

Sin embargo, esa felicidad no es total, porque recuerdo la tormenta en los ojos de Damien cuando me ha tomado hace unas horas. Y he vuelto a ver la misma furia hace unos instantes, cuando golpeaba la avalancha de pelotas.

—¿Fue tu padre? —pregunto con cautela—. ¿Fue él quien envió las fotos al tribunal?

Veo cómo las sombras vuelven a cruzar su rostro y, cuando se gira y empieza a tirar de mí hacia el borde de la pista, temo que no me responderá. Pero no volvemos hacia la casa. De hecho, se sienta en la tumbona en la que he estado hace tan solo unos minutos. Estira las piernas y señala el espacio que hay junto a él. Me tumbo en mi lado, apoyada en el codo para poder mirarlo a la cara mientras hablamos, pero necesita tanto tiempo para animarse a hablar que empiezo a preguntarme si me ha traído aquí por otros motivos.

Estoy a punto de pedirle que volvamos a la cama, para estar más cómodos, cuando por fin se vuelve y me mira.

—No creo que haya sido mi padre —dice—. Parecía desconcertado cuando le eché en cara lo de las fotos.

—Oh —digo frunciendo el entrecejo por la preocupación y la confusión—. Entonces ¿no tienes ni idea de quién ha sido?

Eso seguramente explicaría la tormenta en sus ojos.

—No —reconoce.

Hay un silencio.

—Estoy preocupado por Sofia —dice por fin.

No entiendo por qué ha cambiado de tema.

—Lo sé, pero verás como acaba dando señales de vida. Si está actuando como representante de una banda en Shangai, lo más probable es que no…

—Creo que está huyendo —dice Damien—. Alguien la acosa.

Me acaricia las mejillas y sus ojos se me graban a fuego.

—Oh, Dios —digo cuando entiendo lo que quiere decirme—. Crees que alguien intenta llegar a ti a través de las mujeres a las que quieres. Yo. Sofia.

—Es posible —dice, pasándose la mano por la cara y el pelo—. Hay muchas cosas que son posibles. Lo único seguro es que esas jodidas fotos han sido mi salvación, me guste o no.

—Tienes razón.

—Y todavía no sé quién es ni por qué lo hizo, lo que me lleva a pensar que alguien está jugando conmigo. Pero tarde o temprano acabará apareciendo y, cuando lo haga, querrá algo de mí. Ojo por ojo.

Me gustaría poder rebatirlo, pero lo que dice tiene sentido. Me reacomodo en la tumbona y me llevo las rodillas al pecho.

—Pero ¿cómo encaja eso con el hecho de que Sofia haya desaparecido?

Incluso en la oscuridad, puedo ver cómo aparta sus ojos de mí.

—¿Damien? —presiono—. ¿Qué no me estás contando?

Inspira profundamente.

—Richter también abusó de ella.

Sus palabras son claras, rotundas, y me provocan un escalofrío.

—Oh.

—Si hay fotos mías, seguramente también hay de ella —prosigue atropelladamente—. Alguien me ha mandado unas cuantas a través del tribunal, pero al fin y al cabo eran para mí. ¿Y si también se las han mandado a ella?

Tiemblo. Pienso en lo mucho que han afectado esas fotos a Damien, un hombre con una fuerza impresionante. ¿Qué le harían a una chica frágil?

—Pero ¿no te habría llamado? ¿Cómo no te pidió ayuda?

—No lo sé. Sofia es imprevisible. Una vez desapareció seis meses. Resulta que tuvo una aventura con un tipo que falsificaba pasaportes. Ahora, como no tengo pruebas de que dejara el Reino Unido utilizando su nombre, no me extrañaría que hubiera vuelto con él. Es inteligente y temeraria. Ha vivido en la calle, así que si cree que tiene que esconderse, puede desaparecer mejor que nadie. Y lo que es más importante, está lo bastante jodida como para desaparecer de la faz de la tierra.

—Entiendo que la quieres, entiendo que no es una persona totalmente estable y entiendo que estés preocupado, pero, Damien —digo con suavidad—, es adulta y da igual cuál sea su historia, no es responsabilidad tuya.

—Quizá no lo sea, pero yo siento que sí lo es.

Lo entiendo y asiento con la cabeza. Después de todo, Jamie tampoco es mi responsabilidad. Suspiro y me tumbo junto a Damien. Me besa en la frente y entrelaza sus dedos con los míos. Unos minutos después, pulsa el botón de un mando a distancia.

Las luces de la pista se apagan y quedamos envueltos por una oscuridad solo interrumpida por el tenue brillo de un manto de estrellas que se extiende sobre nuestras cabezas.