XXVI

Sábado, 23 de mayo

—Ni yo mismo sé muy bien por qué puse esta condición —dijo Alexander en tono pensativo—. Seguro que también porque Elena estaba totalmente a la merced de la gente de Brecqhou. Dudo que el general la dejara salir de la isla aunque yo le llevara la esmeralda. Aquí tengo muy poco apoyo. Además, el secreto de la Verdadera Faz de Cristo pertenece a Roma. En esta ciudad se ató el nudo hace muchos siglos y aquí se tiene que desatar. Por otra parte, me sorprende que él se haya metido en todo eso.

«Él» era su padre. Pero Alexander ya no lo llamaba así, para él era sólo «Markus Rosin» o «el general».

Tomó con aire ausente su vaso de agua, bebió un sorbo y miró a través de la ventana enrejada hacia el jardín que rodeaba la clínica privada del profesor Orlandi. Roma seguía bajo una espesa capa de nubes que parecía estar fuertemente adherida al cielo con pegamento. Por eso hasta los arbustos y las esculturas ofrecían un aspecto siniestro, sobre todo ahora que el día ya empezaba a declinar. Las formas definidas estaban empezando a difuminarse, lo inmóvil se estaba moviendo, los árboles que despertaban del sueño diurno y extendían vigorosamente sus ramas y hasta la piedra muerta respiraban una vida secreta.

Por su parte, él se debatía entre dos extremos tal como estaba haciendo el atardecer entre el día y la noche. Por un lado, no acababa de creer que estuviera de nuevo en Roma. Y, por otro, la aventura de Brecqhou se le antojaba absolutamente irreal, como el sueño fugaz de una noche intranquila.

Ni una sola vez había mirado Alexander a su alrededor mientras dejaba a su espalda la isla de Brecqhou a bordo del Saints Bay. Las boues y la corriente que hacía todo lo posible por empujar la embarcación contra las funestas rocas, habían acaparado toda su atención. Y no quería, por culpa de una última mirada a Elena, a quien él había dejado abandonada a sus tormentos, provocar la misma desgracia que había provocado Orfeo al volverse a mirar a Eurídice.

Tampoco estaba muy seguro de que hubiera podido resistir el espectáculo. Se veía a sí mismo como un traidor por haber abandonado Brecqhou sin Elena. El hecho de verla una vez más entre sus torturadores quizá lo hubiera inducido a regresar. Pero él sabía que, de haberlo hecho, la habría perjudicado.

Al llegar a St. Peter Port había acariciado brevemente la idea de acudir a la policía. Nadie se habría creído su historia, puede que incluso lo hubieran tomado por loco y lo hubieran encerrado. Además, las autoridades de allí no tenían ninguna clase de jurisdicción en Brecqhou. La isla de Totus Tuus era a su manera un estado tan independiente como el Vaticano, sólo que su existencia era casi desconocida. No mantenía relaciones diplomáticas con otros estados y ni falta que le hacía. En todo el mundo, los miembros de la Orden representaban en secreto los intereses políticos y económicos de su asociación y, precisamente gracias a ello, con mayor eficacia si cabe que si lo hubieran hecho a la luz del día.

Alexander había comprendido con toda claridad que la mejor manera de ayudar a Elena consistía en regresar inmediatamente a Roma. Había reservado el siguiente vuelo con destino a Heathrow y desde allí, tras una breve demora, había volado a Roma. A última hora de la tarde del jueves ya estaba en la Ciudad Eterna y había establecido contacto con el comisario Donati, tras haberse asegurado de que ningún miembro de Totus Tuus lo había seguido.

Ahora estaba sentado en presencia de Donati, Solbelli, Orlandi y el papa Custos para discutir por última vez el plan de aquel acontecimiento que lo decidiría todo: el encuentro de los Elegidos con Totus Tuus, del Papa con el general de la Orden.

—Markus Rosin forzará la decisión tanto como nosotros —dijo el Santo Padre, tomando el hilo de la conversación—. Si se hubiera quedado en su isla, la posesión de la Verdadera Faz de Cristo habría significado para él sólo una victoria parcial. En realidad, las posibles actuaciones encaminadas a mi liquidación, que él le expuso a usted a grandes rasgos, habrían tenido más probabilidades de alcanzar el éxito, pero para él debía de ser más tentador apoderarse de mí junto con la esmeralda. Es un viejo soldado y valora el hecho de mirar al enemigo cara a cara. Por eso ha expresado claramente, tal como yo le propuse, su deseo de que sea yo personalmente quien le entregue la esmeralda.

—¿Usted… ha hablado con él, Santidad? —preguntó Alexander, perplejo—. ¿Cómo?

El Papa se rió.

—En Brecqhou también tienen teléfono. Aunque el número no lo facilita el servicio de información.

La jovialidad del Santo Padre sorprendió a Alexander. No quedaba en él la menor huella de su lucha contra la muerte de una semana atrás. Parecía totalmente recuperado, pero Alexander dudaba de que así fuera realmente. No le importaba que la remisión espontánea tuviera una explicación científica o que se considerara un prodigio divino. Simplemente se alegraba de que Ovasius Shafqat y los demás no hubieran entregado su vida en vano. Pues aquí, donde experimentaba el efecto del cordial carisma de Su Santidad, estaba absolutamente seguro de no encontrarse en presencia del Anticristo sino del hombre que deseaba conducir de nuevo a la cristiandad por el buen camino, es decir, el Papa Angélico.

Pero también resultaba sorprendente que con aquella inminente operación pusiera en juego su vida y con ello la consecución del objetivo propuesto. De hecho, había otros Elegidos, aunque cabía dudar de que alguno de ellos pudiera ocupar algún día la Santa Sede. Totus Tuus y el Círculo de los Doce harían todo lo posible por impedirlo. Y, precisamente por eso, el propio Custos se ofrecía como reclamo. Era un anzuelo que Markus Rosin picaría con toda seguridad. Alexander se dio cuenta de que los ojos del Papa se habían posado en él. Era una mirada curiosa que no se dirigía a su exterior sino que penetraba en lo más profundo de su alma. Y, sin embargo, no le resultaba desagradable. Al contrario, el rostro de Custos reflejaba comprensión y simpatía.

—No tiene usted nada que temer por mí, Alexander. El Señor ya ha extendido una vez sobre mí su mano protectora. Si Él estuviera en contra, haría tiempo que hubiera puesto fin a mi misión.

Alexander miró al Papa con expresión dubitativa.

—Hay muchos imponderables en este plan. Me pregunto si yo no habría tenido que llevar la esmeralda a Brecqhou. En tal caso por lo menos usted no habría corrido peligro, Santidad.

—Pero entonces yo habría corrido un riesgo mucho mayor —replicó Custos, meneando la cabeza—. Un riesgo que quizá no habría amenazado mi vida sino más bien la subsistencia de la cristiandad.

—Si hemos de creer en lo que dice Markus Rosin, es precisamente la cristiandad la que está amenazada por su pontificado —dijo Alexander lanzando un suspiro mientras miraba atemorizado al Papa, como si acabara de darse cuenta del verdadero alcance de lo que había dicho—. ¡Disculpe, Santo Padre! No vaya a pensar que yo desconfío de usted, se lo ruego.

El Papa lo miró sonriendo.

—Sé lo difícil que resulta en este laberinto de mentiras, acusaciones y teorías distinguir la luz de la verdad. Puede que hasta Markus Rosin se crea lo que dice. Sin embargo, los Elegidos y yo sabemos que está equivocado. ¿Por qué es la Iglesia, por consiguiente, un barco sin rumbo, un barco sobre todo que cada vez más personas abandonan? Sólo la verdadera fe puede ser duradera. La red de falsos dogmas, por muy bien urdida que esté, con el tiempo se vuelve frágil y se rompe. La Iglesia lleva dos mil años conservando su red, pero ahora los nudos se están empezando a aflojar. La tenemos que volver a anudar, esta vez por el bien de todos los hombres y no sólo por el de unos cuantos mandatarios.

Alexander adivinó, supo con toda certeza, que Custos estaba diciendo la verdad. Markus Rosin había estado a punto de conseguir convencerlo. En cambio, Custos no tenía que convencerlo sino que le daba seguridad. La mirada del Santo Padre era sincera, las palabras le salían del corazón. Puede que con aquellas palabras consiguiera imprimir un nuevo rumbo a la cristiandad.

—Nuestro amigo no sólo se preocupa por el hermano Gardien sino también por Elena Vida —dijo Remigio Solbelli, aplastando una minúscula colilla de cigarrillo en el cenicero—. Y eso lo honra. Yo también estoy muy preocupado por la joven. Podemos proteger al hermano Gardien, por lo menos en buena parte, pero primero tenemos que resolver la cuestión de Elena.

—En caso de que efectivamente necesite protección.

Esto lo había dicho Stelvio Donati cuyas palabras había sido para Alexander una ofensa personal.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —le preguntó éste.

—El papel de Elena Vida en este juego me parece un poco ambiguo —contestó serenamente el comisario—. Siempre asoma repentinamente a la superficie en los momentos más cruciales, generalmente al lado de usted.

—Tiene un poderoso motivo para ello, hermano Donati, odia a Totus Tuus —explicó Solbelli.

—Tal vez —dijo Donati, utilizando un tono que dejaba traslucir claramente sus dudas—. Pero también puede que tenga un motivo completamente distinto. El signor Rosin ha dicho que Elena Vida está siendo sometida a un lavado de cerebro en Brecqhou. Es muy posible que este lavado de cerebro ya se hubiera producido mucho antes. Su motivo para asociarse con Alexander Rosin pudo ser el de proteger a Totus Tuus, no el de huir de la Orden.

—¡Pero eso es totalmente absurdo! —exclamó Alexander.

—De ninguna manera. Como policía, estoy acostumbrado a atenerme a los hechos. ¿No le parece extraño que Elena fuera secuestrada inmediatamente después del atentado? ¿No tenía el autor del atentado suficiente con ocuparse de su huida?

—En Brecqhou me quiso ayudar a escapar —replicó Alexander.

—¿De veras lo cree? La fuga fue prácticamente un fracaso. Su padre ya lo estaba esperando en la playa. Y qué curioso que por el camino no se tropezaran ustedes con ningún guardia. Y no menos curioso parece el hecho de que Elena pudiera haber conservado su manojo de ganzúas mientras que a usted lo cachearon minuciosamente, signor Rosin.

—A lo mejor, el plan del general de la Orden era que Elena se creyera tan segura como yo.

No quería creer que las sospechas de Donati fueran fundadas, ni siquiera quería tomar en consideración semejante posibilidad. Cierto que conocía a Elena desde hacía muy poco tiempo, pero, durante aquellos días, ésta se había convertido para él en alguien mucho más importante que cualquier otra persona. Su padre era sólo un recuerdo y, por si fuera poco, un traidor tal como dolorosamente había tenido ocasión de comprobar. Juliette le había ofrecido calor y pasión y también amor, a pesar de que ambos habían tenido muy claro que jamás podría haber para ellos una vida en común, un futuro, sólo un par de horas a la semana en cuyo transcurso ambos se entregaban a una fría y vacía borrachera embriagadora. En cambio, en su relación con Elena, Alexander había comprendido por vez primera que podía haber para él un medio de librarse de la soledad que había presidido toda su vida. La idea de que todo aquello que había compartido con Elena pudiera ser fruto de un engaño o de una nueva perfidia de Markus Rosin tenía el propósito de hacerle entrar en razón… o bien de romperle el corazón.

—Una discusión bizantina —terció Orlandi—. Dentro de unas pocas horas sabremos de qué parte está Elena Vida. Y, aunque ahora ya lo supiéramos, eso no podría cambiar para nada nuestro plan. Tendríamos que ocuparnos más bien de redactar el mensaje electrónico. —El profesor miró a Alexander—. Dígame, signor Rosin, ¿de veras hay tantos guardias suizos conectados a Internet?

—Tantos como personas pertenecientes a otros sectores. El hecho de que sirvamos a la Iglesia no significa que vivamos en la luna.

—Muchas gracias —dijo el Papa con cierta ironía.

—Pero, ¿y si esta noche ningún guardia suizo se conecta on-line? —preguntó Donati.

—Sería altamente improbable —contestó Alexander—. A partir de la tarde todos los guardias tienen que estar en el cuartel. Más aún, los que no están de servicio, tienen incluso que tumbarse en la cama, pero pocos son los que lo hacen. Puede que vean o no la televisión, pero, en cambio, pocos son los que no se conectan a la red. Hoy en día navegar es muy barato. Y, aunque sólo dos o tres lean mi correo a tiempo, seguro que informarán a sus compañeros.

—Pero el correo también lo podría leer alguien del Círculo de los Doce o un guardia simpatizante de Totus Tuus —dijo el comisario en tono pensativo.

—Serán una minoría —dijo Custos—. Eso esperamos por lo menos, pues en ello se basa nuestro plan. Sólo así podremos impedir la actuación de Totus Tuus y del Círculo.

La valentía y la determinación del Papa impresionaron profundamente a Alexander. Con su inmaculada sotana, era un blanco muy visible. Custos había conservado sus vestiduras para mostrar a todos que era el legítimo pontífice. Aunque se había acordado que ambas partes acudirían al encuentro desarmadas, Alexander no se fiaba de la promesa de Totus Tuus. Donati, tan escéptico como él, a duras penas había conseguido convencer al Papa de que se pusiera un chaleco antibalas debajo de la sotana.

—Dios me protegerá —había replicado Custos.

—Dios protege su alma y el chaleco, su cuerpo —había replicado Donati.

Una protección altamente dudosa, pensó Alexander, al ver con cuánta nitidez se recortaba la figura del Papa contra la oscuridad. Contra una granada de mano o un disparo en la cabeza de nada servía el más resistente chaleco antibalas. El Papa, Donati, Alexander y los tres expertos ayudantes que desde hacía ocho días prestaban servicio de escolta en Largo di Torre Argentina —Silvio, Darío y Leone— bajaron por la escalera del recinto de las ruinas. La furgoneta con la que Dario se había desplazado hasta allí se dejó abandonada junto al bordillo de la acera. Cada hombre podía ser importante, pero ninguna de las partes podía llevar más de seis. Estos eran los términos del acuerdo. Custos había ordenado que se cumplieran las condiciones del pacto para no poner en peligro la vida de Elena. Silvio, Dario y Leone lo protegían de la mejor manera posible. El Santo Padre protestó cuando lo colocaron en medio de ellos, casi estrujándolo. El mismo llevaba la arqueta de madera con la Verdadera Faz de Cristo. Alexander y Donati, que, con su rígida pierna artificial, tenía que hacer un gran esfuerzo para bajar por la estrecha escalera, cerraban la marcha. Desde la vivienda subterránea de la loca de los gatos se filtraba un poco de luz al exterior, pero nada se movía, ni una sola vez se cruzó un gato con los seis hombres. Se oía el rumor del tráfico de arriba, todavía muy intenso poco antes de la medianoche; en cambio, allí abajo las ruinas de los templos parecían haberse congelado en el tiempo.

Cuando Donati consiguió alcanzar el último tramo de la escalera, un par de oscuras figuras emergieron entre las ruinas. Mientras éstas se acercaban cautelosamente y se encaramaban a la cerca de protección, Alexander identificó a Riccardo Parada, Roland Schnyder, Antón von Gunten y Markus Rosin. Los cuatro vestían de negro, como si quisieran aliarse con la noche. No llevaban ningún arma a la vista, pero cabía la posibilidad de que las guardaran escondidas bajo las chaquetas.

Alexander se acercó al general de la Orden y le preguntó:

—¿Dónde está Elena?

—¿Dónde está la esmeralda?

—Aquí.

Custos sostuvo la arqueta en alto.

Markus Rosin miró al Papa con adusto semblante.

—Yo sólo veo un trozo de madera.

—Y nosotros no vemos ninguna contrapartida —replicó el Papa.

El general levantó el puño en alto como para dar una orden de ataque. Otras tres figuras emergieron de entre las sombras de las ruinas, los guardias suizos Utz Rasser y Kurt Mader y entre ellos Elena, a la que ambos sujetaban con fuerza. Pero ella no oponía la menor resistencia, más bien parecía acompañar a los hombres dócilmente y sin voluntad propia. Sus ojos miraban fijamente hacia adelante como petrificados.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Alexander, haciendo ademán de acercarse corriendo a ella, pero Von Gunten y Schnyder le cerraron el paso.

—Le hemos administrado simplemente un suave tranquilizante para que no nos plantee ninguna dificultad —contestó Markus Rosin—. En cuanto tengamos la esmeralda en nuestro poder, podrás abrazar a tu amada.

—En la capilla —dijo Custos, señalando hacia la vivienda de la loca de los gatos, excavada en la tierra—. Allí tendrá lugar el canje.

—¡Eso ni hablar! —contestó el general de la Orden.

—La fe ya no se puede seguir profanando —dijo el Papa—. Me niego a entregar la Verdadera Faz de Cristo en este escenario pagano. Además, he orado a Dios, pidiéndole que haga entrar en razón a los extraviados. Puede que eso ocurra en un lugar destinado al recogimiento como la capilla de las piedras preciosas.

—Me encantaría que usted entrara en razón en aquel lugar, Santidad —replicó Markus Rosin en tono burlón—. Muy bien pues, vayamos allá. En la capilla nadie nos molestará.

La loca de los gatos abrió la puerta de su vivienda. Tigre saltó a su hombro, contemplando la noche con expresión vigilante. En el transcurso de los últimos días, los Elegidos habían estado pendientes de la señora Del Grosso. Le habían dicho que aquella noche tendría lugar una reunión muy importante pero también peligrosa y que para ello necesitarían su vivienda. Ella se había negado a abandonar el refugio de sus queridos gatos ni siquiera un par de horas.

Al ver al Santo Padre, hizo ademán de arrodillarse. Ya casi había doblado la rodilla cuando Leone se acercó a ella para ayudarla. Mientras la sujetaba por los hombros, Tigre soltó un bufido de furia. La anciana besó el Anillo del Pescador del Papa y se apartó respetuosamente a un lado.

En las angostas galerías que conducían a la capilla de las piedras preciosas, Alexander trató de acercarse a Elena. Estaba muy preocupado por ella y, sin embargo, ni siquiera podía preguntarle cómo estaba. Ella no parecía estar en condiciones de contestarle y, además, Rasser y Mäder la seguían sujetando fuertemente, uno a cada lado. La mirada de Alexander se cruzó varias veces con la de Rasser, pero ninguno de los dos dijo una sola palabra.

En la capilla de las piedras preciosas Markus Rosin le indicó al teniente coronel Schnyder que encendiera las velas, «para que podamos recogernos mejor», tal como irónicamente añadió.

—¡Y ahora podré ver finalmente el contenido de la arqueta!

El Papa abrió la tapa y Alexander consultó disimuladamente su reloj. Ya casi era la hora. A la medianoche en punto, el profesor Orlandi ya tendría que haber enviado el mensaje electrónico que Alexander había redactado. El camino desde el Vaticano a la capilla era mucho más corto que el que se iniciaba en la vivienda de la loca de los gatos. Pero en el pasadizo que conducía al garaje subterráneo del Vaticano todo estaba en silencio.

Markus Rosin sacó la esmeralda de la arqueta y le dio la vuelta para poder ver las dos caras. La piedra reflejó la luz de las velas con un intenso fulgor verde.

—¿Está usted convencido? —preguntó el Papa.

—Es la piedra auténtica —confirmó Markus Rosin.

Custos esbozó una leve sonrisa.

—La piedra que anuncia la verdad, ¿no es cierto?

—¿Qué significa este comentario? —preguntó Markus Rosin—. Ambos sabemos que esta esmeralda con razón lleva el nombre por el que se la conoce.

—O sea que usted cree que la doctrina de la Iglesia se sustenta en unos dogmas falsos —dijo Custos.

—Los dogmas son verdaderos, sólo que no tienen su origen en Jesucristo. Aunque eso no tiene la menor importancia. Lo que cuenta es la estabilidad que han conferido a la Santa Iglesia y a su escala de valores. Por eso hemos…

Un fuerte ruido obligó a Markus Rosin a interrumpir sus palabras. Del pasadizo que conducía al Vaticano salió un hombre vestido con el uniforme verde-azulado de la Guardia, el cabo Walter Stückelberger. Su rostro estaba todavía más pálido que de costumbre. Pertenecía al Círculo de los Doce… ¿habría estado vigilando al grupo subterráneo? Probablemente sí, pensó Alexander mientras Stückelberger se apresuraba a comunicar la noticia:

—¡Vienen los guardias!

—¿Qué guardias? —preguntó Von Gunten.

—De todas las clases posibles —contestó Stückelberger, respirando agitadamente—. Hombres de las tres escuadras han tomado por asalto el pasadizo.

A los pocos segundos aparecieron los cincuenta suizos, muchos vestidos de paisano y otros de uniforme. No todos cabían en la pequeña capilla, por lo que algunos tuvieron que quedarse en la galería. Todos miraban desconcertados a su alrededor. El espacio subterráneo con sus adornos de piedras preciosas ya resultaba suficientemente asombroso de por sí. La presencia del desaparecido Papa al lado de aquel que era buscado como autor del atentado y secuestrador Alexander Rosin era todavía más sorprendente. Pero lo más irritante debió de ser la contemplación del comandante de la Guardia dado por muerto Markus Rosin… algunos de los hombres habían servido incluso a sus órdenes.

El hecho de que no se plantearan miles de preguntas se debió sobre todo al mensaje electrónico de Alexander. Este había expuesto a grandes rasgos lo que había ocurrido en el transcurso de las últimas semanas. Había preparado a sus compañeros para lo que iban a encontrar allí abajo y les había descrito el camino que deberían seguir a través del garaje subterráneo. Y, en nombre de Su Santidad, los había exhortado a acudir al lugar a la mayor rapidez posible.

El papa Custos mostró a los hombres la piedra preciosa y les explicó el significado de los dos rostros labrados. Cuando éste se dio a conocer como descendiente de Yeshua, el Jesús histórico, muchos guardias emitieron gritos de incredulidad. Otros manifestaron sus dudas por medio de la consternada expresión de sus rostros.

Markus Rosin aprovechó la ocasión para gritarles:

—¡No le crean, caballeros! Gardien es un embustero y un charlatán que ha ocupado la cátedra de Pedro por medio del engaño. Con mentiras y falsedades provocará la caída de la Iglesia a la que nosotros juramos servir.

Alexander extendió la mano derecha y señaló al general:

—Este hombre, mi padre, es el embustero y el conjurado. Simuló su muerte para ascender al cargo de jefe de la orden secreta Totus Tuus. Él ordenó el atentado contra el papa Custos al que nosotros, compañeros, hemos jurado proteger con nuestra vida. ¡Nuestro juramento no es a la Iglesia sino al Papa, y éste es Custos!

Al ver que entre las filas de los guardias aumentaban los gritos de aprobación, el teniente coronel Von Gunten rugió:

—¡Calma, muchachos! Como comandante vuestro que soy, les ordeno guardar silencio. Gardien ha traicionado a la Iglesia, ya no es el Papa legítimo. Vuestro juramento ya no los obliga a protegerlo.

—Eso no es usted quien debe decidirlo, mi comandante —replicó Alexander—. Nadie puede destituir al Papa y sólo el Papa puede dispensar a la Guardia de cumplir su juramento.

Custos levantó los brazos para explicar:

—Yo no les exijo una obediencia ciega, mis fieles suizos. Prestad oído a la voz de vuestro corazón, de vuestra fe, haced examen de conciencia. ¡Tenéis que discernir lo que es válido y obrar en consecuencia!

—Nosotros también prestamos oído a la voz de nuestra fe —gritó Markus Rosin.

—Eso por sí solo no habla en favor de su Orden —dijo el Papa—. Cualquiera que sea la naturaleza del demonio, lo que está claro es que no es un ateo.

Markus Rosin se dirigió a los guardias:

—No pueden proclamar su fe y, al mismo tiempo, negar validez a los dogmas de la Iglesia. ¡Eso en sí mismo ya iría en contra de la fe!

—La obediencia ciega sólo es equiparable a la falsa fe —replicó inmediatamente Custos—. Dios no nos ha dado la razón para que nos prohíban su uso. Quien pretenda en nombre de la fe que dejemos de pensar, ofende al Creador. ¡Fe y razón no se contradicen sino que se complementan!

—¡Eso es una herejía! —gritó Markus Rosin muy alterado—. ¡Este presunto Papa es un incrédulo!

Custos lo miró con semblante muy serio y contestó serenamente:

—Si soy creyente o incrédulo sólo Dios lo puede decidir.

—¡Regresen ahora mismo a sus cuarteles! —les gritó Von Gunten a los suizos—. Yo me encargo del Papa y asumo su protección. Los cardenales de la Curia decidirán sobre su destino. —Al ver que los guardias no hacían el menor ademán de abandonar la capilla, añadió—: ¡Cumplan la orden de inmediato, retírense de este lugar!

—Von Gunten —dijo Alexander—, olvida usted que el Santo Padre es nuestra máxima autoridad.

—¡Es cierto, tiene razón! —gritó un guardia desde las filas del fondo.

Otros añadieron:

—¡Nadie puede destituir al Santo Padre!

—¡Nosotros servimos al Papa y lo protegemos, eso dice nuestro juramento!

Uno tras otro los suizos se adelantaron para formar un círculo de protección alrededor de Custos. Fue entonces cuando el retumbo de un disparo —que en la pequeña capilla sonó como un cañonazo— los dejó a todos petrificados. Cayeron piedras del lugar del techo donde la bala había quedado incrustada. El tiro de rebote impactó en la pierna de un suizo de la escuadra romanche. El herido cayó al suelo gimiendo.

Riccardo Parada empuñaba en su mano una Beretta automática. Ahora los demás conjurados sacaron las armas de fuego que ocultaban bajo la ropa. ¡No habían cumplido el acuerdo, tal como cabía esperar de ellos!

La cólera se apoderó de Alexander. Él y sus acompañantes habían acudido a la cita desarmados… aunque no por honradez, tal como él no tuvo más remedio que reconocer. No querían poner en peligro a Elena.

Después del disparo, todo ocurrió con la rapidez de un relámpago. Los conjurados obligaron a los suizos a retroceder y trataron de sacar al Papa de la capilla y empujarlo hacia la galería que conducía a la vivienda de la signora Del Grosso.

Markus Rosin y Utz Rasser ya habían abandonado la capilla con sus prisioneros cuando los suizos, como obedeciendo a una orden secreta, cayeron sobre los demás conjurados. En realidad, los suizos no iban armados, pero su superioridad numérica les aseguró una rápida victoria. Parada, Von Gunten, Schnyder, Mäder y Stückelberger, rápidamente desarmados en el suelo, ya habían herido de bala a unos cuantos guardias.

Todo ello lo vio Alexander como de pasada. Tras echar una última mirada a Elena, custodiada por Silvio, siguió a Markus Rosin, Utz Rasser y el Santo Padre. Sus pisadas volvieron a resonar en la galería. Más adelante se encendió inexplicablemente una luz. Así pudo ver Alexander que Rasser se volvía hacia él para efectuar dos disparos. Sólo gracias a que, con gran presencia de ánimo, se arrojó al suelo, las balas pasaron silbando por encima de su cabeza.

Mientras permanecía tumbado en el suelo, su mano derecha agarró una piedra del tamaño de un puño y la apretó con fuerza. Justo en aquel momento, descubrió el origen de la luz: una encorvada figura con una linterna de bolsillo en la mano. La loca de los gatos. Sólo cabía una explicación: la mujer no había podido resistir la curiosidad.

Markus Rosin abrió fuego y la anciana se desplomó delante de él. La linterna de bolsillo resbaló de su mano y rodó por el suelo. El haz luminoso bailó por las paredes de piedra como una bola de fuego perdida.

Cuando la linterna se detuvo en el suelo, la luz iluminó a Rasser, el cual con la pistola lista para disparar en la mano, estaba mirando en la dirección en la que se encontraba Alexander. Este se levantó de un salto, arrojó la piedra y se volvió rápidamente a agachar.

El gemido de Rasser quedó ahogado por la detonación del disparo. La bala impactó dos o tres metros por detrás de Alexander contra la roca.

Alexander se levantó del suelo y echó a correr hacia Rasser, el cual mantenía la mano izquierda apretada contra la ensangrentada frente. Rasser agitó la mano que empuñaba la automática, dispuesto a apretar nuevamente el gatillo. Alexander fue más rápido, agarró el brazo derecho de su antiguo amigo y lo sujetó con fuerza. El ímpetu de su acometida los arrojó a los dos al suelo. Ambos lucharon por el control del arma, que todavía se encontraba en poder de Rasser.

—¡Esta vez no te perdonaré la vida, traidor! —dijo Rasser, respirando afanosamente—. ¡Ya habría tenido que acabar contigo aquella vez en la armería!

—Hay otro entre nosotros a quien yo considero traidor —dijo Alexander, rompiendo el ritmo de su entrecortada respiración mientras trataba de impedir que el fornido guardia, de complexión más fuerte que la suya, dirigiera el arma contra él—. ¿Fuiste tú el ladrón?

—Pues claro. Cuando se descubriera el robo del registro de las armas, no podía permitir que cayera sobre mí ninguna sospecha. No contaba contigo, pensaba que ya estabas desde hacía un buen rato en tu habitación. ¡Nada! Cuando te vi acercarte, me escondí entre los armarios metálicos. El resto ya lo sabes.

—No del todo. ¿Quién me propinó la paliza?

—El sargento de servicio Mäder, naturalmente. El muy idiota tenía que vigilar, pero no reparó en tu presencia. El ruido de nuestra pelea lo desconcertó. Habría tenido que darte más fuerte, ¡pero eso lo arreglo yo ahora mismo!

Rasser creyó ganar la partida cuando Alexander aflojó la presa que ejercía sobre el brazo cuya mano empuñaba el arma. Alexander lo había hecho deliberadamente para darle una falsa seguridad, siguiendo los consejos del maestro Funakoshi: La claudicación sólo tiene sentido cuando la fuerza del contrincante se dirige contra él mismo, cuando se le consigue vencer por medio de su propia fuerza.

Cuando Rasser apuntó con el arma al pecho de Alexander, éste sujetó con renovada fuerza el antebrazo de su contrincante y lo obligó a desviarlo. El arma se disparó y la bala alcanzó a Rasser en el corazón.

Alexander no lo lamentó en absoluto. Ya había perdido a su amigo hacía mucho tiempo.

Rápidamente se levantó para ir por el otro. Un ruido infernal llenó la galería: chillidos, gritos y bufidos mezclados con las precipitadas pisadas de los guardias suizos que estaban abandonando precipitadamente la capilla. En la estrecha, oscura y para ellos desconocida galería primero se tenían que orientar, lo cual exigía cierto tiempo.

Alexander recogió la linterna de bolsillo e iluminó la figura del Papa agachada en el suelo. ¿Habría resultado herido el Santo Padre?

Después vio que Custos se estaba ocupando de la loca de los gatos. Ésta sangraba a través de una herida en la cabeza. Si la bala hubiera hecho algo más que rozarla, ni todos los poderes curativos del Papa habrían podido ayudarla. Custos daba la impresión de estar totalmente concentrado; su mano acarició con mucho cuidado la herida de la frente. La mujer descansaba en su regazo con los ojos cerrados.

Alexander dejó que la luz de la linterna se deslizara a un revoltijo de cuerpos que luchaban entre sí. Markus Rosin se agitaba en el suelo, tratando de quitarse de encima toda una serie de gatos. Pero una y otra vez los animales se le volvían a echar encima, clavándole las afiladas uñas en la carne. No cabía duda de que estaban defendiendo o bien vengando a su dueña. Tigre estaba trabajando a conciencia el rostro del general, el cual trataba de protegerse, moviendo el cuerpo de un lado para otro. El arma le había resbalado de la mano.

Alexander recogió la automática y apartó a los gatos con el pie. Los movimientos defensivos de Mark Rosin se fueron debilitando en cuanto los animales se retiraron, pero éste no parecía tener ánimos para levantarse. Ahora comprendió Alexander por qué razón se había defendido con tan poco éxito del ataque de los gatos: Tigre le había hecho un trabajo completo, arrancándole ambos ojos.

Alexander apuntó con el arma a la frente del hombre que se estaba quejando a gritos, justo entre las dos ensangrentadas cuencas de los ojos. Recordó muy bien su juramento de no matar a su padre, pero, aun así, apretó el gatillo. Ya no tenía ningún padre al que poder castigar. Puede que jamás hubiera tenido un auténtico padre sino tan sólo un fugaz espejismo. Que se había esfumado hacía más de diez años. A partir de entonces sólo había habido el general de la Orden Markus Rosin, y después de él habría otros.

Los guardias lo rodearon y Donati se unió a ellos, renqueando. Alexander le entregó el arma al comisario y después se volvió hacia el Papa cuya frente estaba empapada de sudor.

—¿Se recuperará la signora?

Custos asintió con la cabeza y se levantó tambaleándose.

—El Señor está con ella.

Alexander le pasó la linterna a un compañero y echó a correr hacia la capilla de las piedras preciosas. Hacia Elena.