VII
Miércoles, 7 de mayo
Se encontraba en presencia de Utz Rasser y esperaba la arremetida. El centelleo de los ojos de Rasser lo había traicionado y le había hecho comprender la inminencia del ataque. Alexander trató de relajarse y concentrarse al mismo tiempo, pero no lo consiguió. Utz se abalanzó sobre él y alargó el puño de la mano derecha hacia su cadera izquierda. Alexander agarró fuertemente la poderosa muñeca y empujó al contrincante hacia abajo. Simultáneamente, apoyó todo el peso de su cuerpo en la pierna izquierda y soltó rápidamente la derecha para inmovilizar el cuerpo de Utz con el pie. Fue como si éste ya lo esperara, pues consiguió liberar bruscamente la mano y agarró con el mismo movimiento hacia afuera el pie de Alexander. Tuvo que torcer un poco más el pie y fue entonces cuando Alexander perdió el equilibrio. Pudo efectuar un movimiento de rotación con el hombro y cayó afortunadamente sobre las esteras que cubrían el suelo. Utz se le echó encima justo en el momento en que se estaba levantando y lo empujó de nuevo hacia abajo sobre la estera. Le hubiera bastado con aumentar un poco más la presión de la pierna izquierda para romperle la nuca a Alexander, la cual se encontraba totalmente a merced del vencedor.
¡Mune-gatame!
Así se llamaba la llave que había utilizado Utz y que no permitió que Alexander se soltara a pesar de todos sus esfuerzos. El sudor le cubría la frente y tuvo que reprimir una silenciosa maldición. Había visto el destello de los ojos de Rasser, había intuido el ataque y, sin embargo, Utz lo había vencido por octava o novena vez aquella mañana. Una vez en el suelo, inmovilizado por la llave de acero de su musculoso contrincante, Alexander tenía que rendirse. Sus puntos fuertes eran la atención y la agilidad, pero hoy no conseguía utilizarlos. Su inteligencia, tan importante para la victoria como los músculos, y puede que todavía más, estaba ocupada en otras cosas.
—¡Arriba!
El pequeño y vigoroso hombre que dio la orden en tono perentorio llevaba como sus alumnos un yudogi. Su aspecto era a primera vista como el de todos los que vestían el atuendo de combate de lana blanca. Sus rasgos faciales con sus ojillos rasgados eran de corte visiblemente asiático. El instructor de combate cuerpo a cuerpo era hijo de padre japonés y madre italiana, lo cual se reflejaba en su florido nombre de Floriano Funakoshi. Gracias a la mano tendida de Utz en gesto de ayuda, Alexander se levantó jadeando y se enjugó el rostro empapado de sudor con una de las dos anchas mangas de su atuendo deportivo. Funakoshi se vio obligado a echar la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en la nuca para poder mirarlo y, sin embargo, Alexander tuvo la impresión de que el pequeño individuo lo miraba desde arriba.
Una vez más, el día había amanecido nublado y en la sala de deportes de la Guardia Suiza las luces fluorescentes estaban encendidas. Bajo la luz fría, Funakoshi parecía tan fuerte y despiadado como un shogun medieval que estuviera a punto de decapitar a un samurai inepto. Sus ojos se volvieron todavía más pequeños, parecieron no prestar atención a los demás miembros de la Guardia pertenecientes a la misma escuadra que Alexander, todos ellos ocupados con sus ejercicios de combate, y se concentraron finalmente en Alexander.
—Signor Rosin, ¿verdad?
Alexander tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Tengo muy buena memoria para los nombres. —El impecable italiano de Funakoshi, que había crecido en este país, borraba la impresión de un severo shogun—. Difícilmente me olvido de un nombre, a pesar de la gran cantidad de alumnos que pasan por mis manos. Es cosa de la fuerza de voluntad, de la inteligencia… y del espíritu. —La pausa que hizo el japonés dio a entender que no se trataba de una charla intrascendente—. Ya ha dejado usted a su espalda hace tiempo la formación básica obligatoria en combate cuerpo a cuerpo y ahora su participación en mis cursillos para alumnos avanzados es voluntaria, signor Rosin. ¿Por qué se ha inscrito pero no está presente?
—Estoy aquí.
—Aquí, sí, pero no presente. Su cuerpo es sólo una parte de su persona y, tal como yo espero, no la más importante. En cualquier caso, entran en juego la inteligencia y la concentración, la cual depende de la voluntad. ¿Acaso no quiere usted vencer a su contrincante?
—Pues claro —contestó Alexander en tono cansado.
—¿Pues por qué no lo hace?
—Lo… lo he intentado.
—¡No lo ha hecho, no es verdad! Sus intentos de repeler los ataques del signor Rasser han sido tan vacilantes como ahora lo son sus respuestas. Su cuerpo ha reaccionado demasiado tarde y con demasiada lentitud porque sus pensamientos estaban en otra parte. Está derrotado ya en la fase Kuzushi y pierde con demasiada facilidad el equilibrio. Y por eso su contrincante no ha tenido ninguna dificultad en aplicar su técnica en las fases Tsukuri y Kake. Cuando el yudo es también un arte marcial en la que se trata de claudicar ante los ataques del contrincante, hay que tener de antemano una firme voluntad de vencer. Esta claudicación sólo tiene sentido cuando la fuerza del contrincante se dirige contra él mismo, ¡cuando se le consigue vencer por medio de su propia fuerza!
A la hora del almuerzo, la cantina de la Guardia se llenó de efluvios de comida, de las voces de los guardias y del suave ronroneo de una emisora de radio italiana que estaba emitiendo música pop. Alexander y Utz se encontraban en la cola de la distribución y le alargaron el plato a la monja de la Congregación de la Divina Providencia de Baldegg. Las monjas de Baldegg eran desde hacía mucho tiempo una institución en el cuartel de la Guardia Suiza y no constituían la menor tentación, teniendo en cuenta la edad y la ausencia de cualquier arte de embellecimiento femenino. Su cocina era tan sencilla y aburrida como su apariencia. Las raciones eran abundantes, pero los platos, tan poco variados como el servicio cotidiano que cumplían los guardias en el Vaticano.
Utz eligió carne asada a la vinagreta con patatas y col lombarda, Alexander optó por un plato de pasta con salsa de carne picada… el único tributo que le rendían las monjas a la cocina romana. Utz dejó que el cantiniere, el mofletudo sargento Villi Budjuhn perteneciente a la banda de música, le llenara el vaso con el dorado vino de la Guardia, procedente de la zona llamada de los Castillos Romanos, situada al sur de Roma. Contenía casi tan poco alcohol como un zumo de fruta, pero sabía muy bien. Y estaba muy bien de precio.
En siglos pasados, cuando algunos regimientos suizos servían en el extranjero, el derecho a la taberna era tan legendario como la valentía de los Reisläufer, los célebres mercenarios suizos. El vino destinado a los soldados no podía sufrir ningún tipo de recargo, un derecho del cual seguía disfrutando hoy en día la guardia del Papa. ¿Qué había escrito un historiador militar, medio guiñando el ojo? ¡Si no hay vino, no hay suizos!
—Vamos a aquella mesa del rincón para estar más tranquilos —propuso Utz—. Creo que tenemos que hablar.
La mesa de cuatro plazas a la que él se refería era la única que estaba libre. En todas las demás mesas se sentaban en pequeños grupos guardias de paisano como Utz y Alexander, con monos de trabajo, con el uniforme gris azulado de diario o con el vistoso y multicolor uniforme de gala sobre el cual se habían puesto una bata azul para protegerlo de la suciedad. Por regla general, los grupos estaban formados por miembros de la misma escuadra. Eran compañeros de habitación o, por lo menos, tenían intereses en común.
La división por sectores de interés no dependía de los planes de servicio, uno podía participar en las horas de ejercicios futbolísticos o bien en los ensayos de música. Aparte los grupos de música o de fútbol, al que pertenecían Alexander y Utz, estaba también el grupo de romanche de los guardias pertenecientes al territorio del cantón de los Grisones de habla francesa. Puesto que a menudo surgían discusiones entre los romanches y los demás guardias, se había optado por separar a los suizos del Valais de los demás.
Desde el lugar en que se encontraba, Alexander podía ver el cuadro de gran tamaño de Robert Schiess que adornaba la cantina de invitados. Mostraba al obispo de Sitten del cantón del Valais, el cardenal Matthäus Schiner, considerado por muchos como el padre de la Guardia Suiza papal, a pesar de que antes de su época los suizos ya habían combatido por el Papa. Además, ya en los siglos XIV y XV había soldados helvéticos y compañías de honor al servicio del Papa y el año 1506 en que el capitán Kaspar von Silenen llevó a Roma a ciento cincuenta suizos, la nueva guardia de corps del papa Julio II, estaba considerado el año de la fundación oficial de la Guardia. Sin embargo, sin el cardenal Schiner y su insistencia en crear un vínculo entre Suiza y el Vaticano, la Guardia no hubiera durado mucho tiempo.
El cuadro lo mostraba montado a caballo y enfundado en una reluciente armadura con capa y sombrero rojos, rodeado por sus soldados armados con las armas a las cuales la Guardia ha sido fiel desde entonces: las espadas y las alabardas. Cuando surgieron tensiones entre Roma y Francia, los cantones occidentales favorables a Francia combatieron contra la confederación de Schine, el cual había huido a Roma, donde había sido elevado al rango de cardenal.
Alexander pensó que hoy en día seguía habiendo discrepancias entre los cantones francófonos por una parte y los cantones de Uri, Schwyz y Unterwalden por otra, incluso en el seno de la propia Guardia Suiza. Sólo con el sentido común no se podía explicar la animadversión entre los romanches y los demás miembros de la Guardia. ¿Pudo la animadversión haber inducido al romanche Marcel Danegger a asesinar a su comandante y a la mujer de éste?
—El maestro Funakoshi tiene razón. Tu cuerpo está efectivamente aquí, pero espiritualmente tú no lo estás.
El comentario de Rasser arrancó a Alexander de sus reflexiones. No había tocado la pasta mientras que Utz, con su habitual apetito, ya casi se había terminado su plato.
—Está claro que las cosas no te van demasiado bien, Alex, pero por lo menos tienes amigos con los cuales puedes comentar tus preocupaciones.
—Lo malo es que los comentarios no van a sacar a mi tío y a mi tía de la tumba.
Utz tomó un buen trago de vino de la Guardia y se pasó el dorso de la mano por los húmedos labios.
—Pero puede que el hecho de hablar con alguien te ayude a no pasarte todo el rato pensando en los difuntos. Además, tengo la sensación de que ya no estás tan angustiado. No olvides que ya hace un par de añitos que nos conocemos. Ayer durante el entierro de Danegger te fuiste de repente como alma que lleva el diablo. Al principio, pensé que no lo habías podido resistir. Pero después lo comprendí: te gusta la rubita, la amiga de Danegger, ¿verdad? Y eso no encaja, porque tú estás enojado con ella. ¿Te dolería pedirle que te contara con todo detalle hasta qué extremo estaba Danegger enojado con su comandante?
—No sé lo que me podría decir. No la conozco.
Alexander tomó un sorbo de vino que le pareció muy flojo. Pero eso no era culpa de la bebida.
—Bueno pues, ¿qué crees que conseguirás si te pones en contacto con ella?
Alexander levantó los hombros y los volvió a bajar muy despacio.
—Respuestas.
—Unas respuestas que te harían todavía más daño.
—Es posible, pero quizá me ayudarían a serenarme un poco.
—Las respuestas de esta mujer serán triviales y te decepcionarán. ¿Qué te va a decir? A Danegger se le cruzaron los cables y perdió los estribos. Y, por desgracia, tenía a mano una SIG cargada. Esta es toda la historia.
Eso no lo ponía en duda ni siquiera Alexander, pero éste no dijo nada. Su amigo lo había explicado como un arrebato de locura y le había aconsejado que procurara no elaborar, a partir de simples reflexiones, algo que pudiera llamarse con toda justicia la teoría de una conspiración. No tenía nada que le pudiera ser útil y, por consiguiente nada de que hablar, ni siquiera con Utz.
Utz apuró su vaso de vino y miró sonriendo a su amigo.
—Vamos a aprovechar el resto del día libre que tenemos para poner a Roma en peligro, ¿qué te parece? Eso también te ayudará a animarte un poco y librarte de tus negros pensamientos.
—Basta un solo sujeto como tú para poner en peligro a Roma, Utz.
—¿Y tú?
—Yo necesito tiempo para mí.
—De tanto cavilar, te van a salir canas —refunfuñó Utz.
Alexander no quería cavilar, quería emprender finalmente alguna acción. Desde el doble asesinato de Heinrich y Juliette, se había convertido en una especie de pieza de ajedrez movida por la mano de un jugador desconocido y empujada de uno a otro lado de acuerdo con una secreta estrategia. Aunque el desconocido le siguiera ocultando sus rasgos, a partir de ahora él seguiría su propia estrategia y no se limitaría a ser tan sólo un estúpido peón ofrecido en sacrificio como víctima. O, tal como lo había expresado Funakoshi: La claudicación sólo tiene sentido cuando la fuerza del contrincante se dirige contra él mismo, ¡cuando se le consigue vencer por medio de su propia fuerza!
De vuelta en su habitación, Alexander tomó el móvil y pidió a información el teléfono del periódico Il Messaggero. Allí lo atendió una amable y atareada mujer que lo pasó con Redacción, donde una voz masculina no tan amable contestó:
—Pronto, diga.
—La signorina Vida, per favore.
—Aguarde un momento. —Se oyó un clic y tronó inmediatamente por la línea una antigua canción de Adriano Celentano. Después el hombre volvió a ponerse al teléfono—. Elena no está en este momento. ¿Quiere dejarle algún recado?
—Quisiera hablar con ella, hoy mismo si fuera posible.
Alexander dejó su nombre y el número de su móvil. Se echó la chaqueta de ante sobre la camisa de lana, se guardó el móvil y abandonó su habitación. Hasta que Elena Vida llamara, se dedicaría a la rubia Raffaela.
El cielo estaba tan encapotado como antes, pero por lo menos ya no llovía. Olía a primavera, aunque la primavera aún no se hubiera atrevido a venir.
Alexander se dirigió a la Via del Governatorato cruzando los jardines del Vaticano, y dedicó un momento a disfrutar del lujuriante verdor y del denso y húmedo aire, intensamente perfumado por el aroma de las flores. El perfume le hizo recordar unos casi olvidados días de su juventud, unas vacaciones que había pasado en compañía de su padre. Unas semanas en medio de la naturaleza en las que Markus y Alexander Rosin se habían dedicado a la pesca y los paseos, a las travesías en bote y al montañismo. Unas noches en las que ambos habían permanecido tumbados en el interior de una tienda de campaña, escuchando el uno la respiración del otro. El padre y el hijo el uno al lado del otro y, sin embargo, nunca juntos. Eso era algo que tampoco volvería jamás.
Antes de que el dolor se intensificara demasiado, la contemplación del Palacio de la Gobernación puso término a los recuerdos de Alexander. El alargado edificio delante del cual permanecían aparcados numerosos automóviles era la sede de la Administración del Estado Vaticano. Habría sido también la sede oficial del gobernador del Estado si lo hubiera habido en el Vaticano. Sin embargo, los últimos papas ya no habían vuelto a nombrar un gobernador y habían encomendado la dirección de los servicios administrativos y de los asuntos económicos a una comisión de funcionarios.
Alexander se detuvo a contemplar el gigantesco escudo que las flores multicolores formaban en la pendiente que había delante del Palacio. Los jardineros del Vaticano, que también se encargaban de cuidar el jardín del Palacio de la Gobernación, cambiaban regularmente las flores a lo largo de todo el año, de tal manera que en el interior de las verdes cenefas siempre crecían plantas en flor. Por debajo del escudo del Vaticano, con la tiara, las cintas y las dos llaves cruzadas, figuraba el escudo personal del Papa: en el campo azul con flores de hepática se podía ver una balanza dibujada con acónitos de invierno amarillos; en uno de los platos de la balanza figuraba una piedra y en el otro, un cirio encendido.
Era la primera vez que contemplaba el escudo que el nuevo Papa había elegido para sí. Para un miembro de la Guardia que algún día quisiera ascender al escalafón del grado de oficial, era un deber visitar el seminario de teología. Alexander rebuscó en su memoria lo que había aprendido acerca de los símbolos religiosos y su significado.
El azul era el color menos material como medio y símbolo de la fidelidad incondicional a la verdad reconocida. El amarillo de la balanza ya era más difícil de entender. Podía representar el sol o el oro, el metal eterno. En el escudo era el color de la eternidad. Pero el amarillo era también el color de la desconfianza y de la traición, el color de Judas, por eso a los judíos perseguidos se les obligaba a llevar insignias amarillas. Sin embargo, aquel significado negativo no podía estar representado en la balanza, que era el símbolo de la justicia, la discreción y la mesura. El cirio como símbolo de la luz representaba la unión entre el espíritu y la materia. Como la cera se funde con la llama, así se funde la materia con el espíritu. En cambio, la piedra del otro plato de la balanza le dio un poco que pensar. Una balanza con tres piedras era el símbolo de la Santísima Trinidad de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¿Pero una sola piedra? Aquel signo era tan enigmático y misterioso como el titular del escudo.
Mientras seguía pensando en el significado de la única piedra, rodeó el Palacio de la Gobernación. El Magazzino-economato en el cual trabajaba la amiga de Danegger se encontraba en el sótano y su entrada estaba en la parte posterior del edificio, de cara al Colegio Etíope. Al lado del Annona, el supermercado vaticano —el Almacén, tal como lo llamaban los guardias para simplificar las cosas— era el segundo establecimiento por tamaño y precio del Estado de la Iglesia. Aquí se podían comprar toda suerte de artículos libres de impuestos.
En su calidad de guardia suizo, Alexander era no sólo funcionario del Vaticano cualquiera que fuera la clase de tarjeta de compra que tuviera, sino también ciudadano del Estado del Vaticano durante todo el tiempo que durara su servicio. Sacó la tarjeta de compra que le había facilitado la dirección del servicio económico del Palacio de la Gobernación y el gendarme de la entrada la examinó detenidamente antes de permitirle el paso. Cada vez había más gente que intentaba comprar en los establecimientos del Vaticano utilizando tarjetas falsificadas o caducadas para revender en Roma con considerables beneficios los artículos que allí adquirían a tan buen precio.
La oferta de artículos del almacén iba desde ropa para hombre, mujeres y niños, pasando por zapatos y prendas de cuero, hasta llegar a los artículos de fumador y las bebidas alcohólicas. Utz le había hablado de unas camisetas deportivas, por lo que Alexander se dirigió al departamento de prendas de vestir para caballero. A diferencia de lo que ocurría en otros establecimientos, no había en el Almacén ni carteles publicitarios ni aquellos machacones anuncios acústicos que presuntamente animaban a comprar. Por eso llamó la atención la musiquilla de su móvil. Para apartarse de las indiscretas miradas de curiosidad de la gente, Alexander se situó en el estrecho pasillo, entre las chaquetas y las camisas de vestir, y allí atendió la llamada.
—Soy Elena Vida, quería usted hablar conmigo.
—Pues sí, si pudiera ser hoy, mejor.
—¿A qué vienen tantas prisas de repente?
—Hoy dispongo de tiempo. Tengo el día libre.
—Ah. ¿Y no hay ningún motivo en especial?
—Pues sí. Se trata de su intervención de ayer en la rueda de prensa.
—¿Qué ocurre?
—No conviene que hablemos de ello por teléfono.
—Me parece bien. Tengo todavía una cita en las cercanías de la Piazza Navona. Después estoy libre. ¿Le parece que nos reunamos allí, digamos dentro de tres horas?
—De acuerdo. ¿Dónde?
—En el Café de Colombia —dijo la periodista, dando por terminada la conversación.
Alexander se guardó muy contento el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Inició la búsqueda de Raffaela y estuvo casi a punto de tropezar con ella. Estaba agachada, sacando unos cinturones de cuero de una caja de cartón de gran tamaño. Cuando se incorporó y se encontró cara a cara con Alexander, se echó tan bruscamente hacia atrás que tropezó con la caja de cartón. Alexander pudo sujetarla antes de que perdiera el equilibrio. No tuvo que hacer un gran esfuerzo, pues la chica era tan frágil como delgada.
Hoy también llevaba el cabello recogido en una cola de caballo. El vestido oscuro, más bien una bata, era de aquel triste tono uniforme que les obligaban a llevar a los empleados del Almacén y del Annona. Llevaba una placa prendida en la pechera: R. Sini. Le pareció que Raffaela jamás en su vida debía de haberse maquillado ni pintado los labios. Puede que fuera una manifestación de su luto o bien una norma de Gobernación para evitar que los clérigos tuvieran pensamientos pecaminosos cuando iban a comprar. Como única joya, llevaba una cadenita con una cruz de plata.
—¿Qué quiere usted de mí?
Raffaela hablaba bajito y le temblaba la voz a causa de la inseguridad que sentía.
Sus grandes ojos lo miraron con temor.
Alexander dejó que se tranquilizara y contestó en un susurro:
—Quisiera un par de respuestas.
—¿A qué preguntas?
—Por ejemplo, ¿por qué me tiene miedo?
—Eso no es cierto.
—Yo tengo otra impresión. Y ayer ya me di cuenta en el cementerio cuando huyó de mí.
Ella reflexionó un instante.
—No sabía qué hubiera podido decirle.
—Pues yo sí. Por de pronto, tenía usted amistad con el hombre que disparó contra mi tío y mi tía:
—Tenía amistad… —musitó ella.
Lo dijo como si reflexionara acerca del término.
—Ya es algo, ¿verdad? —preguntó Alexander, levantando un poco más la voz—. Le hablo de Marcel Danegger, del hombre a cuya tumba usted arrojó ayer un ramo de rosas. ¿Lo recuerda, signorina?
—Sí, claro, Marcel… Nos conocíamos.
—Eso ya lo sé… De hecho, Marcel y yo éramos amigos, pero usted lo conocía mucho mejor que yo.
—No lo sé.
—¡Vamos a averiguarlo!
Sus ojos volvieron a abrirse enormemente. Esta vez, su atemorizada mirada no llamó la atención de Alexander, sino la de un hombre más maduro y casi calvo que se había situado detrás del guardia, vestido con el triste uniforme de los empleados del Almacén.
—¿Ocurre algo, Raffaela? —preguntó.
—Todo bien, signor Martini, gracias.
Raffaela soltó una carcajada un tanto espasmódica.
Tras echar una larga y recelosa mirada a Raffaela y Alexander, el signor Martini regresó junto a los trajes y los chalecos. Antes de que su redonda cabeza despareciera detrás de un probador, se volvió una vez más a mirarlos.
—Ahora no podemos hablar, aquí no —dijo Raffaela en un suave susurro casi de súplica.
—De acuerdo. ¿Dónde y cuándo nos vemos?
—Yo podría esta noche a partir de las diez.
—Me irá bien, tengo permiso hasta medianoche. Pero esto usted ya lo sabe, signorina. ¿Dónde nos vemos?
—Tengo cosas que hacer en Trastevere. Podríamos vernos a este lado del Ponte Sisto. ¡Y ahora váyase, por favor! Alexander asintió con la cabeza y tomó un cinturón marrón de los que había en la caja. Levantando un poco más la voz, dijo:
—Me lo llevo. Gracias por su acertado consejo, signorina.
Mientras abandonaba el almacén, se sintió muy contento. La temerosa actitud de Raffaela significaba que ésta tenía algo que ocultar. Exactamente qué, lo averiguaría aquella noche. Además, estaba citado con la periodista. El pequeño peón estaba haciendo sus propias jugadas y, jugada a jugada, iba tomando la iniciativa.
Un ruido ensordecedor lo hizo estremecer. Los obreros de la construcción que trabajaban en las obras del garaje subterráneo habían terminado su prolongada pausa del mediodía y lo anunciaban mediante la puesta en marcha de dos martillos neumáticos en las inmediaciones de la estación ferroviaria del Vaticano. Dos años atrás se había construido el garaje subterráneo situado entre la estación y la pequeña iglesia de San Esteban de los Abisinios, para aliviar la presión en el territorio del Vaticano, y sobre todo en el patio del Belvedere, provocada por el creciente número de vehículos que aparcaban en aquella zona. Ahora se tenía que construir otro piso para duplicar la capacidad de quinientas plazas de aparcamiento. El espacio entre la iglesia de San Esteban y la estación estaba totalmente ocupado por vehículos, maquinaria de la construcción y material. En lugar del soplo del Espíritu Santo, una espesa y pegajosa nube de polvo cubría el Estado de la Iglesia.
En una cosa estaban de acuerdo tanto los romanos como los turistas: la Piazza Navona era la plaza más bella del mundo, por lo menos cuando lucía el sol. Pero incluso ahora en que unos grises nubarrones cubrían la ciudad, la inmensa plaza de las tres fuentes seguía conservando un encanto especial; era como si los edificios que rodeaban el antiguo estadio del emperador Domiciano se hubieran preservado para los días nublados como aquel en que apenas brillaba el sol. Las fachadas de casi todas las casas mostraban aquel ocre ligeramente desteñido tirando a anaranjada típicamente romano que no precisaba del sol para resultar cálido y acogedor.
La jovial atmósfera se contagiaba a las personas. A pesar de que hacía frío para la época del año en que estaban, la gente se apretujaba alrededor de las fuentes como en una calurosa tarde estival. Delante de los cafés había mesas y sillas. Incluso se habían colocado sombrillas bajo las cuales unas estufas de gas en forma de seta envolvían a los clientes con su agradable calor.
Alexander cruzó la plaza en diagonal y disfrutó del relajado ambiente que lo rodeaba. Tenía tiempo, había llegado con media hora de adelanto. Como era de esperar, Elena Vida aún no estaba sentada en el Café de Colombia. Se sentó en la terraza del borde de la plaza y pidió un caffelatte. El local estaba situado hacia el centro del largo lado occidental de la plaza, delante de la Fuente de los Cuatro Ríos y de la iglesia de Santa Inés —llamada in Agone— cuya cóncava fachada adornaba el lado oriental de la plaza.
Contempló a los turistas y a los nativos que allí se relajaban, a los pintores que montaban sus caballetes entre la Fuente de los Cuatro Ríos y la de Neptuno a la espera de clientes, y a los carteristas que deambulaban de acá para allá con sus furtivas miradas, a la caza de incautas víctimas, cada uno de ellos defendiendo celosamente su reducido territorio. De vez en cuando alguna paloma levantaba el vuelo desde una de las fuentes, asustada por algún brusco movimiento o atraída por las migas de pan caídas al suelo.
Un sueño en granate atrajo la mirada de Alexander mientras éste apuraba su café con leche. La cita de Elena Vida no debía de haberse producido muy cerca de allí; de lo contrario, ella no hubiera elegido aquel elegante atuendo de lana con top a juego. El favorecedor tejido envolvía su precioso cuerpo, jugando lánguidamente a su alrededor. Sus zuecos eran del mismo color que el vestido y alrededor de su cuello unos eslabones de plata alternaban con unas perlas de madera de tono rojizo. Hasta la barra de labios era de color granate.
—¿Me permite que me siente, signor Rosin?
Se levantó de un salto, le apartó inmediatamente una silla y dijo:
—Ya me llamaba Alexander, signorina.
—Pues usted también se tendría que acostumbrar a llamarme Elena, Alexander. —Soltó una cautivadora carcajada y rebuscó en su bolso de bandolera negro—. Me he retrasado un poco porque, cuando he pasado por delante de la juguetería que hay detrás de la Fuente del Moro, no he podido resistir la tentación. ¿A que es gracioso? —mostró un osito de peluche de unos veinte centímetros de largo, un Winnie-the-Pooh vestido con una camisa de noche a rayas azules y blancas y un gorro de dormir a juego. Debajo del brazo derecho sujetaba una almohada mientras agitaba alegremente la pata izquierda. Elena sacó unas tijeritas de un pequeño estuche negro y cortó la etiqueta del precio—. Bueno, mi chiquitín, ¡ahora ya no tienes que tener miedo de que te cambie por otro!
Al ver la irritada expresión de los ojos de Alexander, gorgoteó:
—Mi pasatiempo, mi manía, si usted quiere. ¿Usted no tiene ningún hobby, Alexander?
—En estos momentos no tengo ni tiempo ni humor para pasatiempos.
Elena se guardó cuidadosamente a Winnie-the-Pooh en el bolso y pidió una Coca-Cola.
—Dos —le gritó Alexander al camarero que ya se estaba retirando.
Cuando se volvió a mirar a la periodista, la alegría había desaparecido de sus rasgos. Esta lo estaba mirando con cierta curiosidad no exenta de frialdad:
—O sea que mi intervención durante la rueda de prensa de ayer le molestó. ¿Por qué?
—Bueno, sus comentarios acerca del anterior incidente en cuyo transcurso el Santo Padre… mmm… parece ser que puso de manifiesto unos singulares poderes, fueron claramente ofensivos, incluso para el portavoz del Vaticano.
—De hecho —Elena esbozó una picara sonrisa—, monsignor Wetter-Dietz, tras haber interrumpido la rueda de prensa, llamó personalmente a mi editor de Il Messaggero y preguntó por mí.
—¿Con éxito?
—Pues claro. —Su sonrisa se ensanchó—. Mi editor me animó a ahondar más en el tema. La llamada de Wetter-Dietz le ha hecho comprender que voy por buen camino.
—¿Y qué camino es éste?
Elena frunció la frente.
—¿No ha leído Il Messaggero de hoy?
—Sinceramente, no. —Alexander estaba un poco perplejo—. Ni se me ha ocurrido.
—Pues entonces, ¿cómo quiere llegar a las debidas conclusiones si no conoce los hechos? —replicó ella meneando la cabeza con estudiada energía.
Después tomó nuevamente el bolso, sacó un periódico y lo desdobló delante de Alexander. El titular y el subtítulo en negrilla correspondían a su reportaje acerca de la primera audiencia general del Papa: ¿ES EL PAPA UN SANTO?
—Supongo que eso a Wetter-Dietz y a los cardenales de la Curia no les habrá sentado demasiado bien que digamos —comentó Alexander antes de enfrascarse en la lectura del reportaje.
A la primera parte, en la que se describían los detalles de la audiencia, le echó un vistazo superficial. Había estado presente y más cerca de los acontecimientos que la propia Elena. Más interesante le parecía la segunda parte con el encabezamiento:
Ya como obispo era un taumaturgo: Los poderes extraordinarios del Santo Padre se pusieron por primera vez de manifiesto cuando todavía se llamaba Jean-Pierre Gardien y era arzobispo de Marsella. Diez años atrás, el comerciante Henri L., de 58 años y gravemente enfermo del corazón, se desplomó durante una misa celebrada por el obispo Gardien. Antes de que llegara el médico de urgencias llamado a toda prisa, el obispo mostró su preocupación por el hombre y lo acogió en su regazo. Cuando llegó el médico, Monsieur L. se había restablecido y afirmó encontrarse perfectamente bien. Los correspondientes análisis llevados a cabo en el hospital revelaron que su corazón otrora tan débil estaba ahora tan fuerte y sano como jamás lo había estado.
El siguiente acontecimiento documentado por la prensa francesa ocurrió dos años después durante una procesión de Pascua. La campesina de 56 años Hermine E., que padecía fuertes ataques de asma, cayó víctima de una grave insuficiencia respiratoria a los pies del obispo. Una vez más Gardien se ocupó personalmente de la enferma y, cuando llegaron dos auxiliares sanitarios, la mujer se encontraba mejor que nunca. Nada más se sabe acerca de su ulterior historia clínica.
Poco antes de que Gardien abandonara Marsella y se trasladara a Roma para incorporarse a la Curia, estuvo una vez más implicado en un accidente de tráfico. Su chófer atropello a una niña de nueve años que había bajado a la calzada para recuperar su pelota. Testigos presenciales señalaron que la niña había sufrido una grave herida en la cabeza que le provocó una abundante pérdida de sangre. Cuando llegó la ambulancia, las heridas ya estaban en buena parte curadas y la niña se encontraba simplemente un poco aturdida.
¿Son posibles las curaciones milagrosas? ¿Es el nuevo papa un santo? ¿Qué dice el Vaticano a eso? Más información en la segunda página.
Alexander posó el periódico sobre la mesa.
—¿Hay más casos en los cuales Su Santidad se haya revelado como taumaturgo?
—Sigo investigando. Hay indicios de la existencia de otros hechos milagrosos. Lo curioso, sin embargo, es que, a pesar de haber ocurrido en público y en presencia de numerosas personas, los tres casos mencionados por mí tuvieron un eco sorprendentemente escaso en la prensa francesa. Apenas un pequeño reportaje por caso y después ningún otro comentario. Como si alguien se hubiera apresurado a tapar la olla antes de que la sopa se derramara.
—Tal como ha hecho Wetter-Dietz al tratar de intimidar a su editor.
—Exactamente. Pero la curiosidad humana y las investigaciones periodísticas son más fuertes que cualquier tapujo. —Elena tomó un sorbo, se reclinó en su asiento y cruzó las piernas dando lugar con ello a que su falda larga hasta las rodillas se levantara un par de palmos por encima de ellas. A pesar de esta relajada postura, se la veía muy concentrada hasta que su mirada se clavó fijamente en la suya—. ¿Y que quiere usted de mí, Alexander? ¿Qué es lo que despierta su curiosidad? ¿Por qué se interesa usted? ¿Qué hechos no aclarados ha protagonizado el papa Gardien?
Elena llamaba al Papa, tal como era costumbre en Roma, simplemente por su apellido. Alexander lo captó de manera subconsciente. Buscaba una respuesta que Elena estuviera dispuesta a darle de buen grado.
—Pertenezco a la guardia personal del Santo Padre. Para garantizar su protección, necesito conocer cualquier hecho inaudito que pueda estar relacionado con él.
—¿Me está tomando el pelo? —preguntó fríamente Elena—. La Guardia Suiza está integrada por cien hombres, pero sólo uno de ellos está sentado aquí, delante de mí. ¿Por qué usted?
—¿Usted no cree en la casualidad, Elena?
—Un hombre muy inteligente dijo una vez que la casualidad era el hecho aislado. Si sumas las casualidades, te encuentras con una montaña de hechos y eres un loco si te das por satisfecho con las simples referencias a la casualidad.
Alexander soltó una de sus sonoras carcajadas.
—¡Qué reflexiones tan inteligentes en una cabeza tan bonita!
—No me van los machismos.
Alexander lanzó un suspiro.
—Pues muy bien. Cíteme sus montones de casualidades. Elena levantó la mano derecha y fue extendiendo a cada punto uno de sus finos dedos con las cortas uñas pintadas con laca incolora.
—Primero: el comandante de la Guardia Suiza y su esposa son asesinados. Su sobrino se llama Alexander Rosin. Segundo: aquella misma noche alguien entra en la armería de la Guardia y un guardia es agredido por los anónimos autores de los hechos. Su nombre es Alexander Rosin. Tercero: a la mañana siguiente se produce en plena calle y a la luz del día un fallido atentado terrorista al mejor estilo de la mafia. La víctima oficial es un policía y antiguo perseguidor de la mafia, el comisario Stelvio Donati. A su lado se encuentra un miembro de la Guardia Suiza llamado Alexander Rosin. Cuarto: durante su primera audiencia general el papa Custos se manifiesta como un taumaturgo. ¿Y quién manifiesta un especial interés por los hechos? El miembro de la Guardia Suiza Alexander Rosin. ¡Toma casualidad!
En su voz se mezclaban el triunfo, el reproche y la burla.
Alexander se inclinó hacia ella y le preguntó serenamente:
—¿Quién le ha facilitado información acerca de los hechos ocurridos en la armería?
—Secreto profesional. Una antigua fuente ahora ya seca.
¿Entonces reconoce los hechos?
—¡Por supuesto que sí!
—¿Robaron algo?
—El registro de las armas de fuego. Las ventanas de la nariz de Elena se estremecieron ligeramente.
—Comprendo. Ahora ya nadie puede demostrar de qué manera pudo Marcel Danegger tener acceso al arma del asesinato. Suponiendo que el arma que se encontró a su lado fuera el arma del asesinato. Lo cual no quiere decir que el asesino haya sido él.
Al oír la última frase, Alexander tuvo la sensación de haber sido alcanzado por un rayo.
—¿De qué deduce usted que Danegger pudiera ser inocente? —preguntó, procurando disimular su tensión.
—Todo el asunto apesta más que el Tíber en pleno verano. Para aclarar los hechos, el Vaticano habría tenido que poder contar con la ayuda de las autoridades italianas. Pero la Santa Sede, que en cuestión de investigación de asesinatos tiene tanta experiencia como un cardenal en peleas infantiles, aclara ella sólita los hechos y cierra rápidamente las investigaciones, con un «Watson, alcánceme la lupa», tal como diría Sherlock Holmes.
—¿Qué es lo que a usted no le cuadra?
—Si todos los que se sienten maltratados en su trabajo le pegaran un tiro a su jefe, habría en los despachos y las fábricas de este mundo más cadáveres que vivos.
—No todo el mundo tiene una pistola a su disposición y no todo el mundo experimenta eso que se llama un «blackout psíquico».
—¿Y tan ofuscado debía de estar Danegger que hasta tuvo que cargarse a la mujer del comandante?
—Ella se cruzó simplemente en su camino.
Haciéndose pasar por ingenuo, Alexander pretendía averiguar lo que pensaba Elena para poder acercarse un poco más a la verdad.
—Pero Juliette Rosin no le había hecho nada a Danegger —replicó Elena.
—A lo mejor, quiso simplemente eliminar a un testigo.
—¿Y para qué si después él mismo se descerrajó un tiro?
—Pues entonces, puede que fuera un crimen pasional. Danegger no era dueño de sus actos.
—Lo cual descarta la posibilidad de que lo hiciera para eliminar un testigo —dijo Elena en tono triunfal—. Pero tampoco parece un crimen pasional. Tuvo que seguir a su tía hasta la sala de estar para poder matarla. Tras haberlo hecho, se pegó un tiro. Si de veras las desavenencias con su tío fueron el móvil del asesinato, Danegger habría tenido que darse por satisfecho con la muerte del comandante Rosin.
—A lo mejor, odiaba a todos los que llevaban el apellido Rosin.
—Pues entonces, ¿por qué a usted le perdonó la vida, Alexander? ¿No conoce la respuesta? La hay si pensamos que Danegger no fue el autor sino la víctima. Un chivo expiatorio sacrificado para encubrir al culpable o a los culpables de los hechos. Puede que se trate de algo relacionado con la familia Rosin y no sólo con el comandante. Entonces se comprendería la muerte de la mujer y también el atentado contra su vida.
—¿De qué atentado…?
—¡No sea hipócrita, Alexander! —Ahora Elena estaba decididamente enojada—. ¿De veras no se le ha ocurrido pensar que tal vez los dos asesinos de Piazza Farnese iban por usted y no por el comisario?
—¡Vaya si lo pensé! —reconoció Alexander—. Pero en vano he buscado un motivo.
—Puede que a su enemigo le baste el hecho de que usted lleve el apellido Rosin. Sea como fuere, la familia lleva quinientos años al servicio de la Santa Sede. ¿No podrían ustedes haberse ganado a lo largo de todo este tiempo enemigos, enemigos a muerte?
—¿Que se vengan en la descendencia? ¿Lo cree usted en serio? —Alexander miró a Elena con incredulidad—. Esto suena a un Dios del Antiguo Testamento: la cólera alcanza hasta la tercera y la cuarta generación.
—Puede que no se trate de cólera.
—¿Pues de qué?
—Odiar y matar se puede hacer de maneras muy variadas pero, en cuanto a los motivos, hay muy pocas variaciones. ¿Qué es lo que impulsa a los hombres por encima de todo? La codicia, el temor, los celos.
—Yo no soy rico y tampoco consta que pueda constituir un peligro para alguien.
—Es usted un hombre muy bien parecido —dijo Elena esbozando una enigmática sonrisa—. ¿Qué me dice del motivo de los celos?
Puede que tardara un poco demasiado en dar la respuesta:
—No sabía que alguien tuviera que tener un motivo para eso.
Hasta cierto punto, los hechos también cuadraban, por lo menos desde hacía unos cuantos días. Se alegró de que Elena no hubiera reparado en su titubeo.
—Pues tiene que haber algo relacionado con su familia y con su historia. Roma está llena de secretos profundamente escondidos detrás de la evidencia. De la misma manera que esta tranquila plaza, con sus artísticos adornos, despierta envidias y celos sólo parcialmente escondidos.
—Está usted muy críptica, Elena.
Ella señaló con la mano en sentido diagonal hacia el otro lado de la plaza.
—Observe simplemente la Fuente de los Cuatro Ríos y detrás la iglesia de Santa Inés. ¿Puede haber un ejemplo más bello para unos secretos evidentes? Ambas construcciones son símbolos del barroco romano y, al mismo tiempo, de las luchas implacables entre sus dos preeminentes arquitectos. Francesco Borromini, que mostraba una insuperable aversión a las líneas rectas, construyó esta iglesia con una fachada cóncava. En su tiempo, puesto que permitía aprovechar al máximo el espacio, ello constituyó una auténtica revolución geométrica. Los innumerables guasones entre los cuales figuraba también su competidor Gian Lorenzo Bernini, un firme defensor de las composiciones claras, temían que la iglesia pudiera venirse abajo de un momento a otro. Observe ahora la fuente de Bernini que se eleva directamente delante de la iglesia. Las estatuas que rodean el obelisco representan a los dioses fluviales de los ríos más grandes de los cuatro continentes entonces conocidos: el Danubio, el Ganges, el Nilo y el Río de la Plata. El dios del Nilo lleva la cabeza cubierta.
—Algo he leído acerca de todo eso —dijo Alexander—. Bernini representó de esta manera a la figura porque en sus tiempos las fuentes del Nilo todavía no se habían descubierto.
—Esta es una de las versiones. —Elena soltó una enigmática sonrisa—. Pero también se dice que el dios del Nilo oculta su rostro porque no puede soportar los graves errores de construcción de Borromini y las rupturas de estilo de Santa Inés. ¿Y ve usted cómo el dios del Río de la Plata levanta la mano en gesto de defensa? Dicen que es porque quiere evitar el derrumbamiento de la iglesia. En cambio, dicen que Borromini colocó la estatua de Santa Inés en el campanario derecho para demostrar la solidez de su construcción.
—El paso de los siglos le ha dado la razón.
Sin detenerse a comentar la observación de Alexander, Elena añadió:
—¿Y por qué este combate entre dos? ¿Tanto se odiaban Bernini y Borromini que una construcción le hacía la guerra a la otra? En caso afirmativo, ¿qué otros secretos pueden albergar sus obras? Roma está llena de historias parecidas y de acertijos secretos que, a primera vista, parecen simplemente divertidos pero, cuando se ahonda en ellos, afloran en tropel a la superficie toda suerte de peligros y terrores.
—El peligro y el terror afloran a mis ojos antes que unos asesinos sin escrúpulos que disparan con gigantescas y atronadoras escopetas de postas.
—Lo uno no excluye lo otro. El pasado lega al presente algo más que piedras muertas, fuentes e iglesias.
Con un movimiento del brazo que pretendía abarcarlo todo, Alexander señaló la plaza.
—¿Cómo sabe usted todas estas cosas, Elena? ¿Estudió arquitectura?
—No, idiomas. Pero me intereso por el lugar donde vivo. ¿De qué otra manera si no se puede tener una patria?
Pronunció la palabra «patria» con cierta nostalgia y tristeza.
Antes de que Alexander pudiera pedirle una aclaración al respecto, lo distrajo el sonoro carraspeo del camarero. El hombre estaba contemplando con expresión de reproche la mesa con los vasos ya vacíos desde hacía mucho rato.
Elena también lo había observado.
—¿Le hacemos el favor? Los helados de aquí son buenísimos, por no decir fabulosos.
Alexander asintió con la cabeza y ambos pidieron dos gigantescas copas de helado.
—He aprendido gracias a usted muchas cosas acerca de esta plaza, de Bernini y de Borromini. Pero, ¿qué tiene todo eso que ver con el Santo Padre y con Marcel Danegger?
—Para averiguarlo, tenemos que descubrir el secreto de su familia.
—No hay ningún secreto. Los Rosin son una antigua familia de soldados y mercenarios Reisläufer suizos. Han servido fielmente a sus señores y siempre les ha ido más o menos bien con ello. Mi padre y mi tío fueron los primeros Rosin que alcanzaron el grado de comandantes de la Guardia.
—Sí, su padre. También falleció de una muerte no natural, ¿verdad?
—Veo que ha investigado muy bien.
—Es mi trabajo.
Elena dedicó una leve sonrisa al camarero que les había servido los helados.
—Mi padre murió en un accidente aéreo sobre el Canal de la Mancha. El monomotor cayó en picado y con él sus dos ocupantes, el piloto y Markus Rosin.
—¿Por qué viajaba su padre en aquel aparato?
Alexander se reclinó contra el respaldo de su asiento y clavó los ojos en la inquisitiva mirada de Elena.
—Tendré que decepcionarla si está usted pensando en alguna misión secreta al servicio del Vaticano. Simplemente quería tomarse unas vacaciones y relajarse un poco en la isla de Guernsey. No era la primera vez que volaba a las Islas del Canal.
—Su cadáver jamás se encontró, ¿verdad?
—Exactamente. Y tampoco el del piloto. ¿Olfatea usted algún otro secreto?
—Todo aquello que no se aclara encierra un secreto.
—¿Es ésta la filosofía con la cual se crean los titulares de la prensa, Elena?
—Es la filosofía que permite destapar escándalos y ha enviado al infierno a más de un Gran Jefe. Con lo cual volvemos a su jefe actual, el papa Gardien. Aún no me ha explicado por qué se interesa tanto por sus curaciones milagrosas. —Al percatarse de sus titubeos, añadió—: Sólo si somos sinceros el uno con el otro, nos podremos ayudar mutuamente.
—Si yo soy sincero con usted, sólo podrá ser con la condición de que nada aparezca a la mañana siguiente en Il Messaggero.
—De acuerdo.
—¿Palabra de honor?
—Galáctica palabra de honor de niña exploradora y alumna de colegio de monjas.
—Yo también he podido percibir el efecto de los poderes sanadores de Su Santidad —dijo Alexander en un susurro—. Y eso es todo lo que le puedo decir al respecto. Cada palabra de más significaría romper una palabra de honor que yo di también por mi parte.
—¿A quién?
—A Su Santidad.
—¡Toma! —exclamó Elena, abriendo enormemente los ojos—. ¿Y nadie sabe nada al respecto?
—Nadie, aunque me han propuesto para un ascenso.
—¿Quién le ha propuesto?
—El secretario de Estado.
—¿El cardenal Musolino?
—En persona.
—¿Y usted ha guardado silencio?
—Por supuesto que sí.
—¿Y no me quiere decir nada más al respecto?
—No puedo.
—Es usted muy desconfiado, Alexander.
—Es mi trabajo.
Sólo la noche, el tiempo de los prodigios y de las metamorfosis, consiguió transformar las interminables caravanas de coches que avanzaban perezosamente por las atascadas calles de Roma y que con sus tubos de escape estaban devorando en pocas décadas la herencia de piedra de tres siglos, en unas románticas y refulgentes cadenas luminosas. Mientras permanecía de pie junto a la entrada occidental del Ponte Sisto esperando a Raffaela Sini, contempló las densas hileras de puntos luminosos a ambos lados del Tíber y se preguntó cuántas de las personas que avanzaban penosamente metro a metro, tenían un verdadero objetivo.
Él también había vagado sin rumbo por las calles y las callejuelas tras despedirse de Elena Vida, sobre las seis. Ambos habían acordado permanecer en contacto e informarse el uno al otro de cualquier novedad que se produjera. Pero todo lo que ella pudiera comunicar a los demás, Alexander se lo guardaría para sí, sabiendo que la periodista no lo mantendría en secreto. Estaban unidos por un objetivo común, pero no eran amigos. Esto último él lo había comprendido con toda claridad y bien que lo sentía. Elena era tan inteligente como atractiva pero, ¿cómo podía él confiar en ella, una periodista?
Sus paseos aparentemente sin rumbo lo habían llevado al Trastevere, aquel viejo barrio que, al igual que el Vaticano, se extendía a este lado del Tíber y en el cual las estrechas y laberínticas callejuelas habían conservado la sencilla existencia de siglos pasados. Los ruinosos balcones llenos de plantas y la ropa puesta a secar en cuerdas tendidas de una a otra parte de la calle evocaban escenas de viejas películas y, sin darse cuenta, uno buscaba por todas partes la imagen de una joven Sophia Loren o incluso de la Lollobrigida. Y por encima de todos los tejados se cernía el espíritu de Fellini.
Justo cuando se vio delante del recóndito y pequeño hotel unido al doloroso recuerdo de unas horas deliciosas, unas horas de no mucho tiempo atrás y que, sin embargo, se le antojaban interminablemente lejanas, comprendió Alexander que sus paseos no habían sido en modo alguno fruto del azar. Se apartó precipitadamente del hotel y su dolor se intensificó.
En determinado momento se le despertó el apetito y buscó uno de los muchos sencillos locales frecuentados más por los autóctonos que por los turistas y en los cuales no estaba mal visto pedir dos platos, el primero y el segundo por separado. Pidió berenjenas rellenas y espaguetis a la carbonara y bebió sólo agua para mantener la cabeza despejada, con vistas a su cita con la amiga de Danegger. Dos minutos antes de la hora prevista ya estaba en el Ponte Sisto. De eso ya había pasado media hora y todavía ni rastro de Raffaela Sini. Poco a poco empezó a temer que ésta quizá lo hubiera pensado mejor y hubiera decidido dejarlo plantado. Cada vez que una sombra se separaba del ajetreo y el ruido del puente peatonal, Alexander dirigía su curiosa mirada hacia ella y cada vez sufría una decepción. El viejo puente que unía el Trastevere con el centro de Roma estaba totalmente oxidado y necesitaba una urgente reforma que conservara la esencia de la construcción. Hasta por debajo del agua llegaba el conjunto de pilares y refuerzos metálicos, escalas de mano y escalones metálicos.
Cuando miró hacia el agua de abajo, Alexander descubrió un curioso objeto desde justo por encima del río hasta el andamio. Una suerte de péndulo que con un irregular tictac golpeaba de acá para allá y cuyo extremo inferior penetraba en el agua. Algo de tamaño casi tan grande como el de una persona. La luz de las innumerables farolas que conferían a Roma su nocturno fulgor apenas llegaba hasta las sombras del puente. Alexander no era ningún técnico en obras de reforma de puentes antiguos pero no acertaba a comprender, por mucho que lo intentara, para qué servía aquel objeto. Una siniestra sospecha se apoderó de él y bajó rápidamente a la orilla hasta que el agua le rozó los zapatos. Desde allí podía ver con más claridad el singular objeto y entonces su sospecha se convirtió en una aterradora certeza.
Se encaramó ruidosamente al andamio y se dirigió hacia la parte central del puente. El corazón le latía con fuerza y se le había acelerado la respiración. Puede que todavía pudiera hacer algo, siempre y cuando actuara con rapidez. Los afilados cantos de las piezas de refuerzo del andamio le provocaron numerosos cortes en las manos. No les prestó atención. Sólo pensaba en dos cosas: primero, en no soltarse y perder el equilibrio y en el péndulo que no era un péndulo.
Ahora que ya casi había llegado, lo podía ver con toda claridad: dos pies rozaban constantemente el agua del Tíber, uno de ellos descalzo y el otro con sólo un calcetín de color oscuro. Por encima de ellos, un cuerpo envuelto en un sencillo vestido más bien holgado. Dos brazos que colgaban sin fuerza a los lados. Sin vida, como la cabeza de rubio cabello desgreñado que se derramaba sobre los hombros. Un par de enmarañados mechones cubrían el delicado rostro. Los ojos que aquella misma tarde Alexander había visto tan asustados en el Almacén, contemplaban fijamente el río. Alrededor del cuello de Raffaela se veía una gruesa cuerda cuyo otro extremo aproximadamente un metro por encima de ella estaba atado a uno de los listones de refuerzo del andamio.
Con mucho cuidado, como si pudiera hacerle daño, Alexander alargó una mano hacia el rostro de Raffaela. La piel aún estaba caliente, pero de la boca y la nariz no brotaba el menor hálito de respiración. La realidad de la muerte lo atrajo con toda su fuerza, lo envolvió con todo aquello que ya había olvidado. Vio ante sus ojos los rostros muertos de Heinrich y Juliette mientras las imágenes constantemente repetidas de sus pesadillas lo visitaban: el aparato accidentado, el agua interminable, la explosión y la aniquilación.
Sólo en su subconsciente oyó el rugido cada vez más fuerte de los motores. Primero, una voz electrónicamente amplificada lo arrancó de las garras de la muerte:
—¡Policía! ¡Salte al bote! ¡No se mueva o disparamos!
Dos embarcaciones blanquiazules de la policía se acercaban surcando el Tíber: la más grande delante del puente y la más pequeña, con motor fuera borda y una proa achatada y ligeramente doblada hacia afuera, directamente debajo de ellos, de Alexander y de la muerta. El hombre uniformado, provisto de un megáfono, permanecía en cuclillas en el bote pequeño, junto con dos compañeros. Uno empuñaba una pistola automática y el segundo apuntaba con un fusil de asalto a Alexander.
—¡Salte! —repitió el policía, cuya voz se oía perfectamente incluso sin megáfono.
Puede que utilizara el aparato sólo para que sus compañeros de la embarcación más grande se enteraran de lo que estaba ocurriendo.
Alexander soltó muy despacio las manos del andamio y se dejó caer. Aterrizó en el pequeño bote de la policía. Le inmovilizaron las manos a la espalda sin ningún miramiento. Las esposas se cerraron con un suave clic alrededor de sus muñecas.
El hombre del megáfono se volvió hacia la embarcación más grande de la policía y anunció:
—¡Doble premio! Hemos encontrado en el puente un cadáver y al asesino.